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Los «niños de Rusia», un filón de oro para la CIA

CIA
Fotografía: Cordon Press.

En la década de los años cincuenta, el miedo a que la Unión Soviética pudiera iniciar una guerra mundial se había convertido en el principal dolor de cabeza para Estados Unidos y para los responsables de la CIA por la casi total ausencia de información respecto a lo que ocurría en los pasillos del Kremlin. La ignorancia llegaba al extremo de que, por entonces, un informe de los servicios de espionaje norteamericanos aseguraba que Moscú sería incapaz de construir su primera bomba atómica hasta, por lo menos, mediados de 1957. Escasamente tres meses después, en agosto de 1949, los soviéticos explosionaban con éxito su primer artefacto nuclear, denominado Joe-1. Aquello fue una potente llamada de atención sobre lo ciego que estaba Washington respecto a su principal enemigo.

La CIA carecía de oficina en Moscú y su programa para establecer una red de agentes encubiertos en suelo soviético había fracasado estrepitosamente. El presidente estadounidense, Dwight Eisenhower, reaccionó y concedió al director de la CIA, Allen Dulles, los recursos necesarios para mejorar rápidamente y por cualquier método la obtención de información sobre la URSS. Dulles puso el énfasis en lo que a partir de entonces se conocería como SIGINT —inteligencia electrónica—, es decir, la obtención de información a través de la tecnología más avanzada y no por fuentes humanas —o HUMINT: espías humanos—. La orden se plasmó en dos programas desarrollados en el máximo secreto que tenían como objeto recolectar información en cualquier circunstancia, distancia y condición atmosférica, algo que solamente se podía garantizar desde el espacio. Estos esfuerzos se concretaron en la construcción del avión de reconocimiento de alta altitud U-2 y del satélite de vigilancia Corona, que se convertiría poco después en el primer satélite espía. En paralelo, Dulles estableció operativos para interrogar a cualquier persona que saliera —legal o clandestinamente— de los países de la órbita comunista, y así se entrevistaba a empresarios, artistas y periodistas que salieran de la URSS, así como a los prisioneros de guerra alemanes o de otras nacionalidades que poco a poco eran puestos en libertad por Moscú.

Los niños de Rusia 

Aquí encajan los llamados «niños de Rusia», los menores españoles enviados a la URSS en plena guerra civil española para alejarlos de los horrores y penurias de la contienda y que regresaron a mediados de los años cincuenta. No es de extrañar que la CIA siguiera muy de cerca cualquier rumor sobre su salida, algo que traerá a España a unos dos mil quinientos de ellos en varios viajes por barco. La primera prueba de estos contactos lleva fecha del 26 de abril de 1956, es decir, cinco meses antes de que la primera expedición amarrara en el puerto de Valencia y está escrita de puño y letra por Don H. Walther, el primer responsable oficial de la CIA en España. En un español bastante bueno, la comunicación va destinada al coronel Joaquín García del Castillo, un veterano de las guerras en África que entonces era jefe de la Segunda Bis (servicio de Inteligencia) del Ejército en Madrid, con un mensaje claro: a Washington le interesa interrogarlos de forma sistemática y extensa a todos ellos.

Según documentos españoles, Franco se entrevistó con «altos» representantes de la CIA a finales de 1956 o principios de 1957 para dar el visto bueno a la operación y «autorizar» el «proceso de información». Poco después, García del Castillo no tuvo reparos en reconocer a sus propios compatriotas que la CIA costearía gran parte de los gastos. Para el 7 de mayo de 1957, «la maquinaria informativa de la CIA» ya estaba en marcha y, de acuerdo con fuentes españolas, la oferta de asistencia yanqui se ampliaba a costear el alquiler de locales y los gastos de Cáritas y de la Obra Social derivados de la estancia en pensiones de la capital española de aquellos repatriados llamados a Madrid para realizar las entrevistas por un valor mensual que fácilmente superaba las setenta y cinco mil pesetas. La primera Oficina de Interrogatorios, coordinada por el famoso comandante Palacios —que cayó prisionero durante una de las más duras ofensivas rusas contra la División Azul y había sido liberado en 1954 después de durísimos años de cautiverio—, se instaló en unos pisos alquilados en dos edificios contiguos de la calle Goya —números 106 y 118—, aunque también hay constancia de que la Policía y la Guardia Civil realizaron interrogatorios en la sede de la Delegación del Gobierno para los Repatriados de la URSS, instalada en otro piso en el número 37 de la calle Orense. 

El Centro de Investigaciones Especiales 

La oficina de interrogatorios se constituyó en realidad como una comisión conjunta hispano-norteamericana y muy pronto se decidió camuflarla bajo una tapadera más acorde, aunque con poco éxito, pues rápidamente lo descubrió el PCE. Se denominó Centro de Investigaciones Especiales (CIE). El representante público del centro sería el comandante Palacios, como máxima autoridad de la Delegación del Gobierno para los Repatriados de la URSS. En realidad, el CIE era una extensión del contraespionaje español que, en ese momento, estaba encuadrado en el Alto Estado Mayor (hoy rebautizado como Estado Mayor de la Defensa), con apoyos directos y permanentes del Ejército, la Policía y la Guardia Civil. El centro estaba compuesto por personal procedente de varios organismos y, curiosamente, la mayoría de los españoles involucrados tenían en común ser veteranos de la División Azul o estar relacionados con los servicios de información anticomunistas. Primero, un equipo del Alto Estado Mayor y la Segunda Sección del Estado Mayor del Ejército, al frente del cual estuvo el teniente coronel Ricardo Arozarena Girón, en ese momento jefe del Negociado de Interior (contraespionaje) de la Tercera Sección, la responsable de información dentro del máximo órgano de coordinación militar español. Un segundo grupo era el estadounidense.

Formado por personal de la CIA y de los servicios de información de la Fuerza Aérea y el Ejército de Tierra de Estados Unidos, estuvo bajo la dirección del puertorriqueño Ezequiel Ramírez, quien se movía sin dificultad por los locales de los servicios de inteligencia españoles y cuya presencia era imposible de soslayar por las ostentosas botas vaqueras que solía lucir y su vozarrón. Por último, podemos mencionar el grupo coordinado por la Dirección General de Seguridad, que dirigió la acción de centenares de policías y guardias civiles encargados del seguimiento de los repatriados, la supervisión de sus actividades y, en algún caso, el interrogatorio en sus casas cuando fue difícil trasladarlos a Madrid. La acción de este grupo estuvo dirigida por el comandante de Infantería Miguel Ibáñez de Opacua y Larzabal, natural de Irún (1904), destinado en esa época como jefe del Servicio de Información de la Guardia Civil, y por el comisario Eduardo Comín Colomer, uno de los más férreos anticomunistas de los servicios de seguridad españoles. 

Agentes dobles y colaboradores

El inicio del programa no estuvo exento de complicaciones. A los pocos meses de iniciar sus operaciones el CIE, se hizo evidente que era necesario ampliar los medios mediante la asignación de un equipo técnico, «capaz de apreciar y explotar al máximo las fuentes, muchas de ellas de extraordinario valor». Este debía unirse a los cinco policías que trabajaban en ese momento y a los tres mecanógrafos encargados de transcribir los interrogatorios. De no acometerse, se perdería una parte fundamental de la información de actualidad, ya que al transcurrir tiempo muchos olvidarían nombres y datos de gran valor. Los hombres de la CIA querían obtener el máximo de información lo más rápido posible y, por ello, pisaron el acelerador. Entre otras cosas, buscaron imponer un horario de trabajo más intenso, de ocho de la mañana a cinco de la tarde, con una hora para tomar el bocadillo y un breve descanso. La respuesta de los españoles fue contundente. Los yanquis no eran quiénes para modificar su forma de vida y, sobre todo, los horarios de comida en una época donde los almuerzos se realizaban de forma reposada y los menús tenían tres platos, sin olvidar una cabezadita si era posible.

Ante lo que parecía un enfrentamiento inevitable, el teniente coronel Arozarena buscó una solución. Propuso que, como en el local había cocina, se contratara a una cocinera para preparar guisos y platos caseros, lo que permitía un almuerzo a la española pero más rápido. Sin embargo, los españoles mantuvieron su rechazo a abandonar la tradición por lo que pronto se hizo evidente que el acuerdo era imposible y Arozarena decidió que cada nacionalidad almorzara según su costumbre —ligero los norteamericanos y tranquilo los españoles—, lo que forzó a establecer dos horarios. En la práctica, los hombres de la CIA tuvieron que ceder y adaptarse a la prolongada jornada de los españoles porque no podían trabajar sin el personal de apoyo.

Hay constancia de que la CIA y el Alto Estado Mayor intentaron reclutar a sus propios espías de entre los repatriados más colaboradores para enviarlos de nuevo a la Unión Soviética con la misión de recabar información. Se han hallado al menos cinco intentos, en algunos casos relacionados con presuntos colaboradores del PCE y la KGB, lo que les hubiera convertido en dobles-agentes (trabajar para Estados Unidos haciéndose pasar por agentes secretos de la URSS). Quedaron recogidos en los informes que elaboraron los dirigentes del PCE en Moscú cuando entrevistaban a los retornados. La propuesta de colaboración estaba ligada siempre a beneficios materiales: suculentos emolumentos, una vivienda, un mejor empleo o vivir sin ser molestados. Entre los casos más notorios destaca, según los documentos del PCE, el de Luis Lavín, considerado un héroe por su notable actuación durante la Segunda Guerra Mundial como piloto de cazas, por la que recibió la medalla por méritos en el combate. Otro repatriado que recibió estas propuestas —y que las rechazó, según sus declaraciones— fue Santos Baños, un bilbaíno nacido en 1925 que, tras luchar voluntariamente en la Segunda Guerra Mundial en el Ejército soviético, trabajó en la famosa fábrica n.º 30 de Moscú. La versión de Baños sostiene que fue llamado por la policía a presentarse en una comisaría madrileña: 

… donde le hicieron propuestas para trabajar a su servicio, le indicaron que le darían un piso y que podría vivir sin trabajar, que a ellos les interesaba conocer Rusia y que él podría ayudarlos. Le visitó en su casa un jefe de aviación que trajo un amplio cuestionario con preguntas de todas clases, desde la ropa que llevaba puesta hasta la que visten para volar. Anotaba las contestaciones.

A pesar de los desmentidos públicos, un número de repatriados —aparentemente pocos— colaboró con las autoridades españolas en la identificación de presuntos agentes o de fuentes que pudieran facilitar información sobre sus camaradas. Con la debida reserva teniendo en cuenta el origen de la fuente (las declaraciones eran hechas tras regresar a la URSS y ante dirigentes comunistas españoles), algunos repatriados mencionaron al menos a tres «colaboracionistas»: Agustín Trueba, Elia Canteli Fernández y un tal Cueto.

Más analistas, inspectores, policías…

Durante la primera fase, que duró hasta abril de 1958, se crearon ficheros biográficos de todos los repatriados en los que se registraban sus datos personales, circunstancias de su vida en la URSS, actividades políticas, culturales y recreativas, o contacto con los servicios informativos y policiales soviéticos. Según el comandante Palacios, el interrogatorio completo de cada repatriado estaba encaminado a determinar qué podía aportar en tres grandes áreas: potencial bélico de la URSS, contrainformación (desenmascaramiento de agentes soviéticos enviados en misiones concretas actuales o diferidas) y adquisición de datos sobre la organización y actividades del PCE. En marzo de 1957, la operación se reforzó con la llegada de más personal. Por parte estadounidense, se añadieron tres agentes de la Fuerza Aérea, dos del Ejército de Tierra y otros cinco nuevos interrogadores para trabajar con «las fuentes más prometedoras», es decir, los repatriados que habían reconocido tener conocimiento sobre los programas de misiles y de aviones militares soviéticos.

Por parte española, el esfuerzo era ya considerable, pues incluía a veinticinco inspectores de la Brigada de Investigación Social que se encargaban de hacer los interrogatorios preliminares en las provincias de Asturias (Oviedo), Santander, Vizcaya, Guipúzcoa, Barcelona y Valencia. Entre agosto y diciembre de 1958, los interrogatorios comenzaron a dar las primeras pruebas sólidas de lo que podían aportar los repatriados españoles. Aeronáutica y misiles guiados fueron identificadas muy pronto como las áreas más prometedoras, y aquello sí que interesó de verdad a Washington. Conocida como «la niña española que bailó una jota vasca para Stalin», Juanita Unzueta lo relataba años después, recordando estas entrevistas a las que fue acompañada de su marido, Manuel Ruiz de Haro

Desde Éibar a Madrid nos pagaban el viaje y la pensión y además nos daban ciento veinte pesetas por día —recuerda—. Cuando llegábamos, los americanos nos enseñaban mapas de Rusia y nos preguntaban dónde había cohetes, porque mi marido había trabajado de tornero en una fábrica. Una vez vino la policía y se llevaron todos los libros que había en ruso, hasta las novelas de Dostoyevski. 

Hasta cinco días de preparación

El trabajo previo podía ser encomendado a los estadounidenses, pero la entrevista era asignada normalmente a los españoles, aunque en algunas ocasiones debieron de participar agentes norteamericanos o, al menos, eso hicieron notar los repatriados. Antes de que la fuente llegara al centro, el responsable del interrogatorio recibía el dosier biográfico completo para que pudiera familiarizarse con el repatriado y luego cambiaba impresiones sobre cómo pensaba hacer la entrevista con el oficial de requerimientos asignado a ese caso. A la preparación de la misma se dedicaba entre dos y cinco días. Los agentes estadounidenses reiteraban con frecuencia a sus colegas españoles que no se olvidaran de preguntar de distintas formas cosas pequeñas o detalles de sus vidas en la URSS, como estrategia para comprobar si decían la verdad. Después se pasaba a lo importante: decenas de cuestiones específicas y concretas relacionadas con, por ejemplo, las fábricas en las que habían trabajado o los programas industriales y militares que conocían. Se cuestionaba qué color tenía el pase de la fábrica o cómo era el carnet de identificación que utilizaban. Ernesto Vega de la Iglesia, que regresó en diciembre de 1956, en la cuarta expedición, recordó posteriormente el interés que mostraron los interrogadores cuando supieron que había trabajado trece años en la fábrica de aviación n.º 45, en Moscú:

Fui tres veces, y siempre me pedían que dibujase un plano de la fábrica de Rusia desde el aire, pero yo les decía que no sabía dibujar y que si querían planos que fuesen ellos a saltar la tapia. Me amenazaban y me asustaban, pero no ejercían demasiada presión. Me dejaron pronto en paz y con los años acabé trabajando de mecánico en el Parque Móvil y de taxista, así que imagino que tampoco tendría información muy importante.

Como la mayoría de los repatriados, Vega de la Iglesia negó haber colaborado con las autoridades españolas y, enfáticamente, haber respondido a sus preguntas, aunque ello pudiera traer consigo consecuencias y represalias:

«Tenías que ir a la fuerza porque, si no ibas, venía la policía a buscarte. A mí me hacían, por ejemplo, me daban un papel grande y… «dibuje usted su fábrica», «ahora ponga usted qué se hacía en cada taller»… sabes… «yo eso no lo hago… se va usted a Rusia… se salta la tapia… tenga usted mucho cuidado porque está muy alta y hay perros… yo a usted no le digo nada… he venido a España a trabajar… y si quiere usted saber algo se va a Rusia».

Cuando el interrogador indicaba que había acabado, y se estaba de acuerdo en que no se podía obtener nada más de sustancia, se permitía a la «fuente» regresar a su casa. El entrevistador estadounidense reelaboraba entonces sus notas y la policía española aportaba sus opiniones, que se transcribían en un documento mecanografiado que era devuelto al interrogador para su revisión. Normalmente, estos pasaban la mitad del tiempo entrevistando a repatriados y la otra mitad trabajando en informes. El interrogatorio solía durar de media entre dos y cinco días, y generalmente el entrevistador era asignado a una nueva fuente cada semana. Una vez terminado el informe, este era enviado a Estados Unidos para su revisión y visto bueno final. Una vez concluido este proceso, se encargaba su traducción al inglés. 

¿Y todo esto resultó útil? ¿Valió la pena?

La operación bautizada por la CIA como Proyecto Niños duró cerca de cuatro años. Exactamente hasta el 22 de julio de 1960. ¿Cuáles fueron sus frutos? ¿Valió la pena todo? Oficialmente, la operación sigue sin estar reconocida ni por parte española ni estadounidense, aunque la CIA ha permitido que se publiquen artículos basados en documentación oficial que han revelado alguno de sus detalles. El más importante es el escrito por el marine Lawrence E. Rogers, condecorado con la medalla de plata al valor ante el enemigo durante la guerra de Corea, en una revista patrocinada por el servicio de información estadounidense. En el artículo se afirma que se entrevistó a mil ochocientos repatriados —un 70 % de los que regresaron, la práctica totalidad de los adultos repatriados— y se confeccionaron más de dos mil informes de inteligencia «positivos». Con este y otros análisis se puede afirmar que, por su tamaño, duración e importancia, se trató de una de las operaciones de inteligencia más importantes de la historia de la guerra fría e influyó de forma significativa en la conformación de la opinión de las élites políticas y militares norteamericanas sobre la Unión Soviética, en general, y su potencial bélico, en particular.

Las tres áreas en las que los españoles aportaron mayor y mejor volumen de información fueron, por este orden: misiles guiados, armas nucleares y aeronáutica militar. En relación con la prioridad número uno, el estado y desarrollo del programa de misiles guiados soviéticos, lo extraído resultó de una importancia inestimable. Se obtuvo información sobre los éxitos obtenidos en el desarrollo de nuevos motores, del grado de avance científico de proyectos críticos y sobre la localización y capacidades de centros de desarrollo y pruebas. Asimismo, los repatriados españoles facilitaron detalles no conocidos hasta entonces sobre los carburantes utilizados —en algunos casos reconociendo olores a través de muestras traídas a Madrid en botes de cristal— e identificaron a científicos soviéticos claves. Con ello, los analistas de la CIA y la Fuerza Aérea estadounidense pudieron actualizar en ocho años las estimaciones que tenían en relación con los misiles intercontinentales soviéticos. En palabras de Rogers:

La inteligencia obtenida por el Proyecto Niños fue útil durante muchos años. Constituyó una base de información que probablemente no hubiera sido posible obtener de ninguna otra forma, incluso aunque se hubiera invertido muchas veces su coste en dinero y personal. La información sobre misiles guiados, solamente, y sus estimaciones pagaron por el coste completo del proyecto.

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3 Comments

  1. molinero

    Interesantísimo artículo. Como detalle realmente chocante, los problemas entre estadounidenses y españoles a la hora de buscar un acuerdo para el horario del almuerzo, digno del mejor Berlanga.

  2. Eduardo Roberto

    ¡Qué buen artículo divulgativo! Gracias. La siesta es sagrada, y si quieren saber algo que salten la tapia… posturas y respuestas estrepitosas.

  3. Susana

    Les recomiendo el libro: El baile de la mario neta ! De Mercedes guerrero. Hermosa historia sobre esto que paso. Me lo devore…ahí van a entender la realidad como si fuera un cuento

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