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Historia de las pandemias (IV): La invención de las vacunas

Variolación
Campaña vacunación Viruela, colegio Londres. Fotografía:Topham Picturepoint (DP).

(Viene de la tercera parte)

La vacunación fue inventada en las granjas. Antes de que la ciencia hubiese podido comprobar que los microorganismos eran responsables de las epidemias, y antes de que se comprendiese cómo funcionaba el sistema inmunitario, el procedimiento fue descubierto no como resultado de una investigación médica, sino de la observación cotidiana de inexplicables anomalías en los procesos de contagio. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando el mundo conoció la primera vacuna, nadie sabía por qué funcionaba. Pero funcionaba.

La viruela fue la primera enfermedad en la que se aplicó un procedimiento exitoso para generar inmunidad de manera artificial. Pero la vacunación no surgió de la nada. Tuvo una precursora histórica, una técnica llamada variolación o variolización, que no había servido para desarrollar inmunidad ante la viruela, pero sí había aminorado sus síntomas en un significativo porcentaje de pacientes. Los primeros registros documentales sobre el uso de la variolación proceden de la China del siglo XVI (se discute sobre referencias escritas más antiguas, demasiado vagas como para demostrar un uso anterior). Era bien sabido que las personas enfermaban de viruela una sola vez, y que quienes sobrevivían serían inmunes durante el resto de sus vidas. En algún momento, alguien decidió provocarle un contagio «controlado» a una persona sana antes de que esta resultara contagiada en la vida diaria; para ello, se solía extraer pus de las vesículas que se forman en la piel de un enfermo con un caso no muy grave. Ese material infeccioso era inoculado en la persona sana de varias maneras: los chinos solían desecar el material, machacándolo para esnifarlo en forma de polvo, mientras que en la India se solía inyectar bajo la piel con una aguja, o se frotaba contra un pequeño corte. Como es lógico, nadie estaba dispuesto a inocularse una de las enfermedades más letales del mundo si no esperaba obtener algún beneficio, pero la práctica parecía demostrar que la variolación ofrecía una mayor probabilidad de pasar la viruela con síntomas menos graves y con una tasa de mortalidad no tan alta como en un contagio convencional. El sistema no era perfecto, pues había personas inoculadas que sufrían síntomas severos de todos modos, y algunas morían. Aun así, en regiones donde la viruela era endémica y el contagio accidental probable, muchos preferían optar por pasar la enfermedad de manera voluntaria y confiar en la suerte.

A principios del siglo XVII existían algunas comunidades asiáticas que inoculaban de manera sistemática a los bebés menores de seis meses. En Turquía, la variolación empezó a usarse en los harenes para prevenir que las esclavas se contagiasen y sus rostros quedasen marcados por las cicatrices de las pústulas, pero la práctica pronto se extendió a la aristocracia y otras clases sociales. Fue precisamente en Turquía donde la escritora Mary Wortley Montagu, famosa por sus crónicas sobre el país otomano, conoció el procedimiento. Convencida de su eficacia, regresó a Inglaterra y comenzó a insistir sobre la necesidad de aplicarlo allí. A veces se dice que los médicos desdeñaron las informaciones de lady Montagu porque era una mujer, pero esto no es cierto; otros europeos como Emmanuel Timoni o Giacomo Pilarino habían descubierto la variolación en Turquía  un poco antes, pero habían sido ignorados al regresar con las noticias. Fue la insistencia de la pertinaz lady Montagu —quien llegó a inocular públicamente a sus propios hijos— lo que animó a la comunidad científica inglesa a investigar sobre la variolación. El primer experimento europeo se realizó en Inglaterra; siete presos aceptaron inocularse de viruela bajo la promesa de que, si sobrevivían, quedarían en libertad. Los siete sufrieron formas leves o medianas de la enfermedad, pero se curaron y terminaron saliendo de la cárcel.

La variolación, pues, era un sistema de inmunización, pero no de prevención, pues los inoculados enfermaban. Hoy, puede sonar a ruleta rusa epidémica. Sin embargo, visto desde los ojos de sus defensores de aquella época, podía tener sentido. Los europeos del siglo XVIII descubrieron algo que otros pueblos ya conocían: la viruela contraída mediante inoculación tenía menos probabilidades de ser grave que la viruela contraída por contagio natural. Varios estudios médicos mostraron, para sorpresa de muchos, que la variolación rebajaba la mortalidad del 20 % al 2 %. Dicho de otro modo: si uno se contagiaba de viruela en su entorno, la probabilidad de morir era de uno contra cinco. Si uno se inoculaba, era de uno contra cincuenta. Esta mortalidad considerablemente menor explica que muchos optasen por aquel procedimiento de contagio que ofrecía mejores perspectivas de supervivencia. Los niños, en particular, se convirtieron en objetos frecuentes de variolación, ya que se daba por hecho que, de no ser inoculados de pequeños, terminarían contagiándose con peores síntomas en algún momento de la vida.

La variolación era una medida desesperada ante una enfermedad para la que no existía curación. Y una medida discutida; algunos detractores llamaban «asesinos» a los médicos que la aplicaban, y no faltaban profesionales sanitarios que albergaban recelos. Pero si consideramos los efectos estadísticos sobre grupos amplios de población, la inoculación era indudablemente útil. Esto quedó muy patente durante la guerra de independencia estadounidense, donde se pudo comprobar qué efectos tenía la variolación sobre dos grupos bien controlados, bien localizados y demográficamente equivalentes: los soldados de ambos bandos. Durante la guerra se produjo un brote de viruela que hizo estragos entre los soldados americanos. Esto tuvo serias consecuencias militares, pues los americanos tuvieron que renunciar a varios de sus avances. Por el contrario, las consecuencias del brote fueron mucho menos intensas entre los soldados ingleses, quienes habían sido inoculados antes de partir a la guerra. George Washington, líder del bando americano, tomó ejemplo de sus enemigos y ordenó inocular a sus propios hombres. Eso redujo la severidad de la epidemia en su propio bando y, con el tiempo, le permitió retomar las operaciones militares con relativa normalidad. Este éxito de las inoculaciones en la guerra tuvo mucho eco en Europa, donde los escépticos que seguían señalando —no sin su parte de razón— los inconvenientes del procedimiento, empezaban a quedar en minoría.

Pandemias
Giving Prisoners the Smallpox in Gaol. The Print Collector. (DP)

La variolación también sirvió como lucrativo negocio para aquellos que lograron disminuir aún más la mortalidad. El cirujano Robert Sutton inoculó a sus hijos, como ya era habitual entre gente de clases medias y altas, pero resultó que uno de ellos sufrió una viruela muy grave. Sutton se preguntó por qué no todos sus hijos habían enfermado con igual severidad y llegó a la conclusión de que importaba mucho la manera concreta en que se realizaba la inoculación. Empezó a experimentar con una inoculación que consistía en un raspado muy suave y superficial, evitando todo tipo de cortes o sangrados, y eligiendo únicamente material infeccioso de los pacientes con los cuadros más leves. El «método Sutton» fue todo un éxito: sus inoculados desarrollaban menos casos graves y una tasa de mortalidad que, según él y sus partidarios, era casi residual. Pronto tuvo pacientes por miles, hasta el punto de que se vio obligado a comprar varias casas de su vecindario para ampliar su consulta. No mucho después, estableció una cadena de franquicias médicas. Sutton exigía a sus socios, empleados y pacientes la máxima discreción sobre el procedimiento que lo estaba haciendo rico, con el fin de evitar la aparición de competencia; irónicamente, sería uno de sus propios hijos quien decidiría hacer público el secreto.

El hecho de que la variolación solamente pareciese funcionar con la viruela hizo que esta enfermedad empezase a acaparar estudios científicos con la esperanza de descubrir algo más sobre el mecanismo de las pandemias. Pero el principal impulso para la inmunología moderna iba a nacer no en los laboratorios, sino en las granjas. Justo por entonces se estaba produciendo un extraño fenómeno en el norte de Europa, donde se estaba extendiendo una forma de viruela que atacaba a las vacas. Entre otros síntomas, los animales desarrollaban pústulas cutáneas, que aparecían también sobre la piel de las ubres. Las personas que ordeñaban a las vacas, que solían ser las mujeres de la casa, se contagiaban y enfermaban de la viruela bovina, pero sus síntomas eran mucho más leves que los de la viruela humana. Lo más sorprendente para los observadores de aquella época era que estas mujeres quedaban inmunizadas para siempre no solo ante la viruela bovina, sino también frente a la viruela humana.

Como es lógico, nadie conseguía explicarse esta misteriosa relación entre las viruelas de vacas y humanos, pero empezaba a ser conocida en las áreas rurales. En 1765, la Sociedad Médica de Londres recibió una carta firmada por un tal «doctor Fewster», en apariencia un médico rural, donde se afirmaba que la inoculación con materia infecciosa procedente de las vacas podía servir para generar inmunidad frente a la viruela humana. La academia no hizo mucho caso, quizá por los prejuicios hacia el uso de pus animal. Así que fue el boca a boca, más que la divulgación científica, lo que propició el nacimiento de una nueva corriente inmunológica, y existen casos documentados de personas que, sin ser médicos y por su cuenta y riesgo, decidieron probar con la inoculación de la viruela bovina. En 1769, el funcionario alemán Jobst Bose se inoculó a sí mismo y a sus familiares con el pus procedente de una vaca enferma. El granjero inglés Benjamin Jesty lo hizo en 1774. El alemán Peter Plett lo hizo en 1791, cuando empezó a trabajar como profesor en una zona rural y las mujeres encargadas de ordeñar a las vacas le contaron que estaban protegidas ante la viruela humana porque se habían contagiado de la bovina.

Se cree que el enigmático «doctor Fewster» que había avisado sobre esto a la academia londinense pudo ser John Fewster, colega y amigo personal de Edward Jenner, el primer estudioso que comprobó de manera científica la eficacia de lo que ya empezaba a ser una información extendida entre los granjeros. Cuando una lechera de su zona se contagió de la viruela bovina, Jenner extrajo materia de sus pústulas y se la inoculó al hijo de su jardinero, un niño de ocho años llamado James Phipps. El niño enfermó levemente al cabo de una semana, quejándose de dolor de cabeza, escalofríos, y molestias en las axilas (seguramente producidas por una inflamación de los ganglios), pero estos síntomas fueron suaves y desaparecieron al cabo de veinticuatro horas. Después, el pequeño James se recuperó por completo. Así, supo que el pus «de segunda mano» obtenido de una persona enferma de viruela bovina apenas provocaba síntomas, y que en el inoculado la enfermedad ni siquiera llegaba a desarrollarse más allá de un malestar inicial.

Dos meses después llegó la comprobación científica de la validez del procedimiento, cuando Jenner hizo lo que nadie había hecho: comprobar de manera fehaciente que la viruela bovina proporcionaba inmunidad frente a la viruela humana. Inoculó de nuevo a James, pero esta vez con la viruela humana. Esta vez, el niño ni siquiera mostró síntomas leves o iniciales. Con el paso del tiempo, James fue inoculado un total veinte veces. Nunca enfermó. Edward Jenner había demostrado que la inoculación de pus bovino procedente no de una vaca, sino de un ser humano, confería inmunidad frente a la viruela a cambio de padecer un breve malestar.

Edward Jenner bautizó la viruela bovina como variola vaccina —«viruela de la vaca» en latín— y en 1798 publicó la primera descripción científica del nuevo procedimiento en el libro An Inquiry into the Causes and Effects of the Variolae Vacciniae (Un estudio de las causas y efectos de la viruela de la vaca). El libro provocó un gran impacto en círculos científicos y supuso el nacimiento de la inmunología moderna. Ya no se trataba de habladurías populares que ningún médico importante se había molestado en comprobar, sino de un estudio minucioso por parte de un científico que había seguido paso por paso los efectos del procedimiento. Esto sí era aceptable para la academia, y en tres años el libro de Jenner se publicaba ya en el resto de Europa. El nuevo sistema, mucho más seguro y efectivo, empezó a sustituir a la variolización tradicional. En 1801, cuando el médico Richard Dunning escribió sobre los avances de Jenner con la variola vaccina, usó por primera vez el término vaccination, «vacunación».

El mundo médico experimentó una revolución. Aunque nadie sabía por qué la vacunación garantizaba la inmunidad sin necesidad de transitar por la enfermedad, el efecto era innegable. La vacuna de la viruela tuvo un éxito resonante. Su consagración internacional se produjo entre 1803 y 1806, cuando el médico español Francisco Javier de Balmis comandó la llamada «Real Expedición Filantrópica de la Vacuna», que fue la primera campaña masiva de vacunación de la historia. Balmis, tras obtener financiación del rey Carlos IV (cuya hija María Teresa había muerto de viruela), seleccionó a una veintena de niños de entre ocho y diez años que procedían de orfanatos, y los inoculó con la viruela bovina. Una vez inoculados, todos ellos eran portadores de la inmunidad y sus pequeñas muestras de sangre servirían para introducir la vacuna en nuevos territorios. Eran pequeñas vacunas andantes. Durante tres años, Balmis llevó la inmunidad frente a la viruela por los territorios españoles de América y Asia. Cuando Edward Jenner supo de esta expedición, se emocionó y escribió: «No imagino que los anales de la historia luzcan un ejemplo de filantropía tan noble y tan extenso como este». También el propio Jenner recibió todo tipo de parabienes, incluso de los enemigos de su país. En 1805 Francia estaba en guerra con Inglaterra y Napoleón, que había hecho vacunar a sus soldados, insistió en concederle a Jenner una medalla, pese a que Jenner era inglés. El médico respondió pidiendo la liberación de algunos prisioneros de guerra. Napoleón accedió a la petición de Jenner, diciendo: «No puedo negarle nada a uno de los más grandes benefactores de la humanidad».

viruela
Campaña vacunación contra la viruela en los años 20. Fotografía: Cordon press.

La viruela, la pandemia que había matado por decenas de  millones y que había causado más víctimas después de la peste bubónica, empezó a retroceder con las sucesivas campañas de vacunación de los siglos XIX y XX. El último caso provocado por transmisión espontánea tuvo lugar en 1977. El joven Ali Maow Maalin, de veintitrés años, era cocinero en un hospital de la ciudad somalí de Merca. Participaba en las campañas de vacunación aunque irónicamente, él mismo había evitado vacunarse debido a su fobia a las agujas, pese a que era un requisito obligatorio para el personal sanitario. Cuando un grupo de niños nómadas que tampoco habían acudido a las campañas de vacunación enfermaron en la campiña y las autoridades decidieron ponerlos en cuarentena, fueron transportados en un Land Rover. El conductor era Ali Maalin, de quienes sus jefes creían que era inmune. Pese a que el viaje duró menos de quince minutos, Maalin resultó contagiado. Cuando a los pocos días desarrolló fiebre y fuertes dolores de cabeza, los médicos lo trataron como si hubiese contraído la malaria. Al aparecer las pústulas, cambiaron el diagnóstico a varicela y le permitieron irse a casa para recuperarse. Pero los síntomas empeoraron, y los médicos se dieron cuenta de que se hallaban ante un caso de viruela. Hubo que rastrear todos los contactos de Maalin y las múltiples visitas que había recibido, para verificar que estuviesen vacunados y, en caso contrario, ponerlos en cuarentena. El brote fue contenido con éxito, pues nadie más desarrolló la enfermedad.

La penúltima víctima mortal de la viruela fue una niña del grupo de nómadas, Habiba Nur Ali, que solo tenía seis años de edad. Ali Maalin, en cambio, se recuperó casi sin secuelas. Habiendo aprendido la lección, dedicó el resto de su vida a promover la vacunación de la poliomielitis, contando su propia historia para convencer a las poblaciones rurales más reacias. Maalin se convirtió en un héroe de la vacunación cuando, durante una de esas campañas en territorio rural, contrajo la malaria, que lo mató a los cincuenta años.

En 1978, tras la curación de Maalin y la contención del brote somalí, la Organización Mundial de la Salud estaba ya preparada para comunicar de forma oficial que la viruela había sido erradicada. Pero el portentoso anuncio tuvo que aplazarse. Aquel mismo año, una fotógrafa británica de cuarenta años llamada Janet Parker, y especializada en publicaciones médicas, estaba visitando un laboratorio de la Universidad de Birgingham, en el que se estaba estudiando un cultivo del variola virus. Aunque nadie sabe exactamente cómo, fue expuesta al patógeno por accidente y de manera inadvertida. A los pocos días, empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza, además de fiebre alta y un malestar que se agravaba con rapidez. Pronto aparecieron «desagradables» puntos rojos sobre todo su cuerpo. Acudió al hospital diciendo que nunca en su vida se había sentido tan enferma. Los médicos, engañados por la aún muy reciente publicidad en torno al «último caso de viruela» del año anterior, fueron incapaces de reconocer los síntomas y le dijeron que estaba sufriendo la varicela. La madre de Janet, que había trabajado como enfermera y la había estado cuidando, se opuso al diagnóstico. Alegó que Janet ya había sufrido la varicela de pequeña, por lo que era inmune, y que aquellas nuevas pústulas eran «distintas». Cuando por fin los médicos decidieron examinar muestras bajo el microscopio, se dieron cuenta de que Janet, por increíble que pareciese, había contraído la viruela.

La aislaron y rastrearon a todos sus contactos cercanos. El pánico se apoderó de Birmingham. Doscientas sesenta personas del círculo extenso de Janet investigadas y puestas en cuarentena. Su madre fue vacunada de urgencia, pero ya se había contagiado, aunque fue el único contagio conocido, y además cursó con síntomas leves y se recuperó pronto. Pero la desgracia iba a cebarse con la familia: el padre de Janet murió de un ataque cardíaco, quizá producto de la tensión nerviosa, mientras la visitaba en el hospital. Es posible que esta noticia tuviese influencia sobre otro hecho luctuoso. Henry Bedson, jefe del departamento de microbiología de la universidad donde se deducía que Janet se había contagiado, guardaba cuarentena en su casa, junto a su familia. Al día siguiente de la muerte del padre de Janet, Bedson se ocultó de su mujer e hijos en el cobertizo de su jardín, escribió una nota y se quitó la vida mediante un corte en la garganta. Culpándose por el contagio, decía en su nota que lamentaba «haber traicionado la confianza» de sus colegas de profesión. Pocos días después, la propia Janet Parker moría por los efectos de la viruela. Fue la última víctima conocida de los muchos millones de víctimas que había provocado una de las pandemias más terribles padecidas por la humanidad. Tras el tropiezo de 1978, la Organización Mundial de la Salud hizo en 1980, por fin, el anuncio de que la viruela había sido erradicada. Desde entonces, no se ha vuelto tener noticia de ella.

(Continuará)

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3 Comentarios

  1. Tristemente, pronto tendremos nuevamente noticias de la viruela, gracias a las campañas de desinformación e idiotez que las Karens del facebook provocan al negar la vacunación a sus hijos.

    • La viruela se considera erradicada y dado que no hay reservorio animal no aprecerá de nuevo. Podría ocurrir si existe alguna forma animal que salte a los humanos (menos probable porque es un virus mucho menos mutagénico que el SARS o el COVID), o si alguna muestra fuese extraida o utilizada de los pocos laboratorios que tienen cepas congeladas.

  2. Muchas gracias apreciado escritor. Ha sido todo un placer y muy didáctico. Ojala me equivoque y no encuentre mucho más material para desarrollar sus próximos capítulos en los años venideros ;-) Un saludo.

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