Dicen que los caballitos de mar —de nombre técnico Hippocampus— mueren cuando su pareja lo hace. De hambre, a su lado, ante la incapacidad de aceptar la pérdida de su hasta entonces¡ compañero de vida. Hay quien dice que es un acto de fidelidad. Otros prefieren llamarlo amor. Y lo hacen así, con la boca llena de admiración (o vayan ustedes a saber de qué). Algo similar ocurre con los agapornis, también conocidos como «pájaros del amor». No por originalidad nuestra, sino por etimología: la palabra viene del griego, donde ágape significa amor y ornis, pájaro. Dicen de ellos que son la especie más fiel del planeta y que son incapaces de vivir sin su «otra mitad». Puede que sea más por evitar la soledad que por amor, pero el caso es que sí, así de especiales son nuestros colegas con plumas de colorines.
Especiales como nosotros. Porque parece que el «síndrome del agapornis» nos acorrala más que otro de cuyo nombre no quiero acordarme. Hay a quienes incluso parece que ya les asoman un par de plumas por la parte de atrás de la cabeza. «Síndrome del agapornis» es la forma cool de decirlo, de recubrir de misterio y color un asunto tan aceptado como punzante: la obligatoriedad de ser siempre dos.
Ni uno ni tres, dos
Dos manos, dos pies, dos ojos, dos orejas. Estamos hechos de parejas y vivimos, también, rodeados de ellas. Cuchillo y tenedor, cabeza y sombrero, anillo y dedo. De igual manera, uña y carne. Puzles de dos piezas que forman parejas totales, que no se entienden sin alguna de las dos mitades. Un poco como el yin y el yang taoísta. ¿Qué sentido tendrían los gorros en un mundo sin cabezas? Pues el mismo que los peines en uno de calvos.
La vida se construye en clave de dos. Y lo hace mucho (muchísimo) más allá de la simple simetría bilateral. Sí, esa que nosotros mismos encarnamos al tener casi todo repetido: dos manos, dos pies, dos ojos, dos orejas… La vida se construye en clave de dos, así, como concepto. O, por lo menos, eso es lo que nos han vendido desde el principio. Es bastante probable que cuando el tipo aquel de la barba dijo eso de «juntaos y multiplicaos» comenzase a gestarse esa idea de necesidad vehemente en torno a las relaciones. Esa que hoy nos aplasta el cogote más que ayer.
Ser dos. O, más bien, llegar a serlo parece la única meta en esta especie de caos ordenado por el que todos transitamos con mayor o menor desgana. Una absurda —e inconsciente— aspiración que nos han hecho tragar en pildoritas con forma de caramelos desde que éramos una panda de mocosos que no levantaban un palmo del suelo. Ser dos. Culpa tiene, claro, la poesía implícita en las películas y sus —a menudo inverosímiles— finales felices. Esas en las que el amor es impasible al paso del tiempo, las relaciones duran toda la vida, las personas esperan eternamente y el único camino hacia la felicidad es tener a alguien con quien dormir haciendo la cucharita. Por no hablar, claro, de las cintas del tipo que decidió congelarse la cabeza, donde la realización personal (y, evidentemente, la felicidad) pasa inevitablemente por encontrar a alguien. Ser dos, una vez más.
El problema no es la representación idílica y prototípica que del amor, con clásicos delirios como El diario de Noah o Love Actually, sino la idea de que solo una vida compartida es una vida plena. Que solo el número dos es sinónimo de felicidad y simetría y que lo contrario es algo incompleto. Como si de un calcetín desparejado se retrase. Inservible sin su otra mitad, nadando sin rumbo en medio del furor centrifugador de una lavadora a la que poco le importa el asunto. Dicen que las comparaciones son odiosas. También dicen eso de que no hay mal que por bien no venga y, la verdad, la cosa tampoco está demasiado clara. Calcetines. Es así como el mundo, la vida o lo que sea, hacen sentir a aquellos que duermen solos. Quien dice dormir, dice todas las movidas que implica estar vivos, claro.
En la cinta ¿Conoces a Joe Black?, William le dice a su hija Susan eso de «vivir sin eso (refiriéndose al amor) no tiene sentido alguno. Llegar a viejo sin haberse enamorado de verdad… en fin, es como no haber vivido». En la consagradísima Casablanca Elsa tiene que escuchar eso otro de «es cierto que perteneces a Victor. Eres parte de su obra, eres su vida. Si ese avión despega y no estás con él lo lamentarás, tal vez no ahora, tal vez ni hoy ni mañana, pero más tarde, toda la vida». Qué bonito. Y qué ridículo también. Joyitas que se repiten con demasiada frecuencia. El amor como única salida. La suma como condición para ser. ¿Qué pasa con los que quieren ser calcetines disparejos por un tiempo, o para siempre? ¿Qué pasa con los que no encuentran otro calcetín? ¿Y con los que disfrutan del centrifugado sin preocuparse siquiera por nada más? Hay vida después del amor. Hay vida antes del dos.
La hay, pero esa colectividad a la que nos gusta referirnos como sociedad parece contemplar solo la vía en la que las ecuaciones tienen dos sujetos. Por eso, desde que todavía tenemos los dientes de leche son comunes las preguntas tipo «¿y qué, ya tienes algún noviete por ahí?». Muy gracioso sí, pero ojo, porque entre broma y broma convertimos el hecho de tener pareja en una necesidad. En un requisito para alcanzar la plenitud que, desde siempre, nos han vendido como la guinda del pastel. En un propósito vital común a todos los mortales. A los que madrugan y, también, a los que duermen hasta las doce. ¿Qué ocurre con aquellos que no lo logran o que ni siquiera pretenden hacerlo? ¿Es que, acaso, están menos vivos? La imposición hace daño. Muchísimo. Nos convierte en absurdos pollos sin cabeza dando vueltas en círculos, buscando completar algo que, sin excepción, nace completo. Las personas nos complementan pero nunca completan. Somos, con independencia de quién nos orbite. Y es justo ahí donde reside el problema. En creer lo contrario.
No recuerdo a quién escuché decir una vez algo así como «Yo no aspiro a ser la media naranja de nadie, yo quiero ser la naranja entera y encontrar a otra naranja que pueda llegar a complementarme». Puede que en alguna de esas series de una tarde de domingo, de las que ni el nombre queda. El caso es que chapeau al speech del personaje X. El punto es exactamente ese. El problema es que es la excepción que confirma la regla. De manera generalizada y con una sabiduría bastante inferior que el tipo en cuestión, nosotros seguimos siendo mitades obnubiladas buscando otras. Siendo fieles a la los anhelos del concepto de par. Dos, dos y dos. Una pena, vaya.
Puede que ese bombardeo social en torno a la necesidad de tener pareja sea una consecuencia directa del miedo a la soledad. Alguien decidió atribuir en su momento al concepto de soledad una gran sombra negra, como la que acechaba en los poemas de Rosalía de Castro. Desde que el mundo es mundo hemos rechazado la idea de soledad. Decía un tal Victor Hugo allá por el siglo XIX, eso de «el infierno está todo en esta palabra: soledad». No contempló el tipo la idea de que la soledad en sí poco tiene que ver con estar completamente solo y que también se busca. Por el capricho del gran poeta de no hacerlo hoy pagamos todos el precio. Puede que vivamos con demasiadas prisas como para darnos cuenta. Eso seguro. Alguien solo comiendo en una terraza, en el teatro, en el cine o pisando los baldosines levantados de alguna calle de alguna ciudad. Da igual lo que haga. Si está solo parece más cerca de la muerte que el resto. A ojos de la gente está rodeado por la desgracia y la tristeza. ¿Por qué? Porque nos han vendido la soledad como algo de lo que siempre se debe huir. Independientemente del resto y de los restos. Siempre. Parte de la culpa la tiene Víctor Hugo, está clarísimo.
Tanto es así que la psicología ha tenido que acuñar el término autofobia para designar el trastorno de ansiedad causado, precisamente, por el miedo a la soledad. A pasar tiempo en solitario, a ser ignorado por las personas cercanas. Y no es de extrañar. Cuando te rodean ideas fatalistas, hacerlas tuyas es más una obligación que una opción. ¿Quién va a ser el valiente que abrace la soledad cuando todos gritan a pleno pulmón la irremediable necesidad de estar siempre rodeado de voces que hablen y hablen? Un par de inconscientes. Si es que todavía existe quien camine al contrario que el resto, claro. Una fobia como otra cualquiera, pero distinta en cuanto al origen. Esta es culpa nuestra. Como también lo es la que produce la dichosa e impenetrable necesidad de sumar dos. En ese caso se conoce como anuptafobia, y se define como el temor exagerado a no tener pareja. Decir «síndrome del agapornis» queda más cool —no porque sea un término de mi propia cosecha, eh— pero vamos, que viene siendo lo mismo. Ambos trastornos son ladrillos que nosotros mismos hemos materializado y plantado en el medio del camino para entorpecer la marcha. La nuestra propia, sí, que tiene todavía más tela.
Y esa es la movida, que todo lo que tragamos de Casablancas, Titanics y Ghosts sin ni siquiera darnos cuenta nos pasa una factura más larga que el Cristo Redentor ese. No tanto por la idealización del amor (que también), sino por la concepción de este como el sentido único de la existencia; como el requisito para ser. Es lógico querer enamorarse. Vaya que sí. Probablemente sea de los pocos empeños que compartamos todos los sujetos que tenemos la capacidad de pensar. De alguna manera nos hace humanos. O eso dicen. Lo que no es lógico es que nuestra vida se reduzca solo a eso, como si de una ruleta rusa se tratase. La vida es más, muchísimo más, que el amor. Sin intención de quitar mérito a este último, vaya. El día que esa idea se nos cuele entre ceja y ceja y puede que dejemos de lado el síndrome de los pajarracos de colores y nos permitamos ser calcetines impares sin tener que justificarnos por ello. El día en el que entendamos que las ecuaciones no necesitan doses para ser completas. Ese. Ese día será el día.
Me atrevería a decir que el reconocido psicoanalista alemán Eric Fromm ya dibujó esa especie de «avance conceptual» necesario hace muchos, muchos años, cuando llegó a la conclusión de que «ser capaz de estar solo es la condición para ser capaz de amar». Una idea en la línea de lo de las naranjas completas. Somos, sin necesidad de una segunda sombra. Completos. Enteros. Así que, amen (si así lo desean y tienen la oportunidad, claro) pero, por favor, no me sean agapornis.
Es la consecuencia indeseada de meter el amor (la relación, el noviazgo, el matrimonio…) en la pirámide de Maslow. Basar la estabilidad de la pareja en el bienestar personal, en el «wellness», en la autorealización… hasta que te das cuenta de que tu pareja no es perfecta, y no comparte al 100% tus objetivos. ¡Sorpresa! Y a la casilla de salida. En la siguiente iteración decides que vas a hacerlo mejor. Y te pones a negociar. Lo que te genera incertidumbre y también tensión, porque, vaya, no es tan fácil. Resulta que mi pareja tiene su propia historial personal y hasta principios propios. Uf, qué agobio. Y todo acelerado por las redes sociales, que han sustituido a los padres en esa presión (ahora quizá te des cuente de que tus padres te quieren, y a los amigos de las redes sociales tu «wellness» les importa una milésima de carajo).
Todo por querer ser más moderno que los postmodernos, y creer que la paz de espíritu es un palabro viejo que se puede sustituir por bienestar.
El 1 tiene como referencia a 0 y a 2. Y no hay ecuación sin resto
Dos reflexiones: de rebote me trae el recuerdo del Gran Carotone… vida difícil, futuro incierto… me c… en el amor. La otra: cuando la humanidad sea únicamente femenina, además de que se acabaría la vergüenza de ver tantos machos cabríos amenazando, matando, ultrajando, compitiendo y haciendo guerras, esta condena que nos obligan a crecer y multiplicarnos con todos los dramas intrínsecos llegaría a su fin. Si nuestra misión biológica -además de las de más arriba- es cambiar el sexo a la mujer que éramos en el vientre de nuestra madre (degradante, sino ofensiva tarea, diría) supongo que la vida puede continuar siendo solo femenina. Muy buena lectura.