Ni la vida son dos días ni siempre se van los mejores: dejar de existir es una de las ideas más liberadoras que uno puede tener. Hay que morirse. Y cuanto antes, mejor.
Es conocida la cita y particular «muérete» de Camus, quien escribió en El mito de Sísifo que el único problema filosófico verdaderamente serio era el del suicidio. Ante una existencia absurda y dolorosa —como la de Sísifo, condenado a empujar una gigantesca roca hacia la cima de una montaña una y otra vez—, no es extraño que en breves momentos de lucidez la muerte se nos aparezca en el horizonte ya no como una amenaza, sino como un remanso de tranquilidad y esperanza, la única solución razonable a la tiranía de vivir. Ya se sabe: aquello de la luz al final del túnel, descansar en paz, todo eso.
Y de poco importa si tiene usted fe o carece de ella. Si en algo está de acuerdo la moral religiosa con cierto tipo de existencialismo es en la idea de la muerte como liberación. El perdón absoluto. Un sentido amnésico de la responsabilidad y del compromiso. Ya nada importa, todo queda atrás, como cerrar la puerta sin mirar. Nos referimos, en definitiva, a la levedad que supone dejar de estar vivo. Y qué va a hacer uno sino dar la razón. Sí, sí, sí y mil veces sí. Palmarla está genial. Está de coña. Hay que morirse. Y cuanto antes, mejor.
Nota bene: sepan los lectores más entusiastas que para irse al otro barrio no es necesario coger el atajo del suicida. ¿Acaso no reza la máxima que las únicas dos cosas seguras en la vida son la muerte y los impuestos? Tampoco es cuestión de precipitar los acontecimientos.
¿Y entonces?
Una idea muy valiosa
Cuando uno tiene la visión del suicidio, la conserva para siempre. Vivir con esa idea es una cosa muy interesante. Incluso diría que estimulante. (Emil Cioran)
Cierto día, Emil Cioran topó con un hombre que quería suicidarse. Después de un largo tira y afloja por los parisinos jardines de Luxemburgo, Cioran arguyó que valía más la pena que el tipo atrasara su suicidio, que en el fondo esa era una idea muy vital que había que conservar. Una vez tomada la decisión, decía, de algún modo el hombre ya se había liberado de la vida. No era necesario llevarla a cabo. El filósofo sabía bien de lo que hablaba, puesto que la idea fúnebre siempre sobrevoló su cabeza, aunque —y es importante apuntarlo— nunca llegó a materializarse. Cioran era un hombre muerto que, daba la casualidad, todavía no había fallecido. O como él mismo dijo en uno de sus aforismos: «Sin la idea del suicidio, hace tiempo que me habría matado».
Morir, entonces, se convierte más en una decisión que en un acto. Una actitud más que un fenómeno. Un estado de ánimo liberador que se puede saborear incluso en vida. Y no tiene por qué ser desagradable o funesto. En este sentido se recomienda tomarse un tiempo para familiarizarse con la idea de la propia muerte, tanto como sea posible. Hay que empezar a morir pronto para morir bien. Diñarla pero de buenas. Sobre todo, no ser uno de esos distraídos a los que les da por estirar la pata a última hora y con prisas, como si les pillara desavisados. Un cadáver a deshora, un last-minute fiambre. Esos son los peores, porque hacen ir de cabeza a los demás, y luego todo son disgustos. «Tenía tanto por delante…». Pues mire, no.
Se suele decir que solo se vive una vez, pero es mentira. Mentira cochina. Se vive constantemente, en infinidad de ocasiones hiladas una detrás de otra, de ahí la falsa sensación de uniformidad. La muerte, en cambio, sí que dispone solo de una ocasión, un único tránsito que hay que preparar a conciencia. Una única bala, si se me permite la expresión. Así, el buen moridor deberá dejarlo todo dispuesto con el mimo de las grandes citas, que es exactamente para lo que nos estamos arreglando. Y no hablo de testamentos ni otros postureos post mortem, sino de un auténtico y sincero desapego vital.
Cuando pienso en el desapego, pienso en todos aquellos globos de helio que hacían levitar la casa de Up. El desapego vuelve el aire más liviano y transparente y hace que no nos tomemos a nosotros mismos tan en serio. Esta disposición del espíritu, que tan natural resulta una vez se ha transido, nos empieza a parecer tanto más complicada cuanto más vivitos y coleantes nos encontramos. Por eso, también en la muerte, la elegancia siempre tiene algo de descuido.
La juventud y la muerte
La juventud es desperdiciada en los jóvenes. (George Bernard Shaw)
Escribe el poeta Pere Gimferrer que solo existen dos edades: la juventud y la muerte. Por lo común, nos gusta pensar que ambos bloques se excluyen, que se ignoran mutuamente como el agua y el aceite. Nada ilustra mejor la necedad de la juventud que esos niños que corren con la cabeza vuelta hacia atrás, directos y ciegos hacia el inminente bordillo. Por eso toda la mitología de la muerte joven nos produce esa fascinación morbosa y casi cautivadora: el Club de los 27, los sonados casos televisivos de niños desaparecidos, 13 Reasons Why y el problema del suicidio adolescente, la leyenda negra de los hikikomori… La convicción que subyace es que no estamos diseñados para morir temprano. La muerte joven es abominable y deslumbrante. Una excepción, desde luego. Algo decididamente antinatural.
Liberar la existencia pasa por un trazo más difuso de la frontera que marcamos entre este barrio y el otro. Para ser justos, no siempre somos tan herméticos. Ya existen territorios de consenso, lugares a medio camino cohabitados por ambos reinos. Nadie se escandaliza, por ejemplo, cuando un anciano dice que morir viene siendo lo suyo a partir de cierta edad. O a partir de cierto grado de enfermedad. Somos mayoría quienes decimos sí a la eutanasia. Y a quién no le encandila la literatura de los epitafios grouchianos, aunque sean falsos.
A este respecto, y porque siempre queda simpático citar a los clásicos, Marco Aurelio ofrece unas palabras de consuelo en sus muy manoseadas Meditaciones. La muerte iguala a todos los hombres —dice el emperador— sin importar la edad ni los nombres; el botín que se lleva tiene el mismo valor para todos ellos: su momento presente. La muerte de un niño, por tanto, no es una tragedia mayor que la de un anciano.
Si lo sé no vengo
Si desde el principio se nos diera a elegir, habría sido preferible no haber nacido. (Aristóteles)
Es ineludible que hablar de libertad supone también hablar de su opuesto, es decir, de esclavitud, de servilismo. De lo que viene siendo, en fin, eso que llaman vivir. Pero esto no lo digo yo. Hay toda una doctrina llamada antinatalismo que se remonta siglos atrás, desde Aristóteles a Schopenhauer, pasando por aquel indio que en 2017 denunció a sus padres por haberlo engendrado.
Y si me preguntan, diría que Julio Cortázar ya apunta en esa dirección, de un modo mucho más sutil, en su Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj. Cuando te regalan un reloj —explica el argentino con esa manera tan suya de arrastrar la erre— te regalan la necesidad de darle cuerda todas las mañanas, te regalan la obsesión de atender la hora exacta, te regalan el impulso de compararlo con otros relojes, te regalan el miedo de perderlo. La terrible conclusión es que sin saberlo no te están regalando ningún reloj: tú eres el regalo de cumpleaños del reloj.
De manera parecida al reloj de Cortázar, uno tampoco es dueño de su propia vida. Cuando te dan la vida —¡dar la vida!— en realidad nada te dan, sino que tú eres la dádiva, el sacrificio que ha sido ofrendado a la historia para que disponga de ti. Porque vivir es por definición obedecer. Se obedecen unos principios, unas leyes, tal vez unas pautas de conducta. Se obedecen unas relaciones, una determinada clase social, unas expectativas depositadas, un contrato laboral. Incluso cuando uno se rebela, lo hace obedeciendo a otros preceptos o ideales sustitutos. Más bien, parecería que es la vida quien es dueña de uno. Y en tanto que súbditos, nada, absolutamente nada, nos pertenece. Lo único que se tiene en posesión, guardado en el cajón más escondido del sótano, el único acto genuino de desobediencia del que se dispone, es la propia muerte. Nuestro último reducto de libertad. Si vivir es obedecer, dejar de hacerlo es la supresión de ese sometimiento.
Pensemos por un momento en los fantasmas. La tragedia del fantasma es la del alma que no puede ser libre, ni siquiera una vez fallecida. El alma en pena ha sido castigada porque todavía arrastra asuntos por resolver en vida. El fantasma (también llamado muerto viviente o no-muerto) resulta terrorífico precisamente porque implica la negación última de nuestra libertad. Se le retrata triste, atormentado, desmerecedor de cualquier tipo de placidez mortuoria. La otra vida, dicen. Ese es el castigo. Como si no bastara con la primera. ¿Otra vida? Por favor, no. Otra vez no.
Saber morir
Seamos honestos. Ni la vida son dos días ni siempre se van los mejores, aunque sea bonito creerlo así. La figura ejemplar del fantasma nos recuerda que hay que cultivar la muerte tanto o más que la vida. Para empezar, porque es más duradera y por lo tanto más importante. Cuántas vidas dignas se han visto empañadas por un mal final (véanse los premios Darwin), y cuántas vidas mediocres han encontrado consuelo eterno en una muerte que estimaban apreciable (¿no es esa la gloria del terrorista?). Felicítese toda la tropa de románticos ilusos y alegres fantaseadores que —como quien escribe— tiende a buscar en las películas la inspiración mortal de la que carece, puesto que la ficción también nos nutre de buenos ejemplos a seguir o evitar, según el caso.
Uno de los finales más icónicos de la historia del cine, el de Thelma & Louise, es precisamente una de esas muertes liberadoras; escapando de una vida de opresión a la que no piensan volver, frente al Gran Cañón, las dos heroínas —al volante de un espléndido Thunderbird— pisan el acelerador hacia el abismo, cogidas de la mano y con lágrimas en los ojos, que el espectador debe entender que son de felicidad. Nada que ver, por cierto, con el panoli de Into The Wild, que fracasa buscando su libertad donde no toca —en la vida—, y lo único que encuentra es una estúpida muerte por indigestión en un autobús de lo más hortera (morir en Alaska ya de por sí tiene algo de inapropiado). Si me dan a elegir, puestos a irse de esta vida, quién no querría hacerlo con un toque cursi, como el protagonista de Tu vida en 65’, donde sus últimas palabras le sirven de epitafio: «¿Alguna vez os habéis sentido tan, tan felices que no vale la pena vivir más?».
Llegado el momento, es pregunta obligada si sabremos mirar a la pálida dama directamente a los ojos. Si tendremos la entereza y la dignidad necesarias para despedirnos de nuestras carcasas de hueso y convertirnos así en polvo, en alma, en recuerdo o en nada. El hecho de que todos los aquí presentes sigamos vírgenes de muerte no deja de ser el síntoma de lo aterradora que se antoja la libertad en su valor más absoluto; de la comodidad que se nos acurruca en el fondo del pecho cuando, con alivio, vemos nuestra determinación ligeramente acotada por la maquinaria vital. Y suponiendo que todo esto es verdad, tal vez lo más oportuno sea preguntarse quién, en su sano juicio, desea realmente libertad.
«Si tendremos la entereza y la dignidad necesarias…»
Ya veo que seguimos con la eutanasia como una de las bellas artes.
«La muerte de un niño, por tanto, no es una tragedia mayor que la de un anciano.»
Aborto es igual a eutanasia. Y viceversa. Pues sí.
Discrepo. Quizás es soy muy fan de los derechos individuales y también de defensa a ultranza al débil.
Por ello, estoy totalmente en contra del aborto (derecho del débil a la vida vs. derecho del «fuerte» a elegir sobre su cuerpo y sobre la vida del no nacido), PERO totalmente a favor de la eutanasia y del suicidio, siempre que anteriormente la persona haya dejado por escrito sus intenciones en caso de que algo vaya mal.
Igual que estoy a favor de la Pena de Muerte en los casos fragantes y sin ningún atisbo de duda de la culpabilidad en delitos de sangre, terrorismo, etc.
No son lo mismo, vaya.
«Fragante» significa «que tiene o despide fragancia», lo que parece un poquitín excesivo castigar con la pena de muerte. «Flagrante», en cambio, «de tal evidencia que no necesita pruebas», que (supongo) es lo que usted quiere decir.
vuelve a la caverna con tu fragancia. Alucino con tu razonamiento, por llamarlo de alguna manera, que la razón brilla por su ausencia. Estás seguro que la mayoría de las mujeres que se ven en la tesitura, si pudieran, de evitar embarazos no deseados, debido a violaciones, matrimonios concertados, miseria etc, son las fuertes????? Si en las sociedades donde aún no se permite son las sociedades donde las mujeres tienen sus derechos como ciudadanas más cercenados. Si acaso hay fuertes que se imponen son los hombres que les dictan lo que tienen que hacer con su cuerpo y con su vida…..de verdad lo que hay que leer. Opina de tus huevos y deja a las mujeres en paz. Y no falla, los que se oponen al aborto, son partidarios de la pena de muerte. Si es que no dais para más
A todos los personajes a los que aludes, les va a dar igual que estés o no de acuerdo. Digamos que tu opinión simplemente no cuenta. Al igual que la mía. Afortunadamente somos la cifra real de Bart Simpson, una solución de aquello que decía: multiplícate por cero. Pues eso.
Lo de esperar que el suicida te deje una carta , ¿ es por morbo o porque quieres componer un cuento de suicida y hacer caja en la literatura?
Si se decide no tener hijos, ¿ consideras que estoy eligiendo mi cuerpo preferiblemente al cuerpo del niño que no deseo?
Cómo le llamas a ello: aborto intelectual, aborto moral, pensamiento pecaminoso contra el dios de la vida, pecado contra el espíritu santo?
Jesusito de mi vida, qué cosas interesantes leo.
Por cierto, artículo maravilloso.
En mi nota de suicidio pondré el código QR de este artículo
¡Pero si no sabes lo que es la muerte en primera persona! ¿Qué haces escribiendo sobre ella?
¿conoces al autor para emitir tal juicio?
Creo que lo que quiere decir es que el ejemplo de Cioran es torticero. Cuando uno reivindica el suicidio, si quiere que lo tomen en serio, debe ratificarlo suicidándose. XD
Os preocupa demasiado la muerte, la vuestra sobre todo. Es mala señal. Hay un mecanismo colectivo, una tendencia y es imparable. Y hay los que saben que una cosa puede pararla. Y otros no.
¿Y tú que sabes lo que el autor conoce realmente de la muerte en primera persona? ¡Vuelve a la parroquia cuñado cateto!
Si insultas es porque hay algo en tu respuesta que te chirría —aunque tú intuyes esa flaqueza en tu argumentario, le das la espalda. El autor del artículo no sabe en primera persona nada de nada sobre la muerte no por nada (valga la redundancia), sino porque sencillamente está vivo. Los vivos no sabemos cómo es la muerte. Puedes seguir insultando todo lo que quieras. Si estás vivo, no tienes ni la más repajolera idea sobre ella como experiencia para definirla. Los de las experiencias cercanas a la muerte, tampoco, aunque su visión, obviamente es, tal como el propio nombre indica, cercana.
*aunque su visión obviamente es, (puñeteras coma)
No lo acabo de tener claro, en realidad soy más partidario del aborto retroactivo y de la eutanasia precoz…
Pues a mí que el aborto no es cosa mía, si no de la pobre que está en esa desoladora encrucijada… por lo tanto no opino, que la pena de muerte es dictada por una ley escrita por hombres retorcida por abogados…mejor no me cruzo en su camino…pero mi muerte en tiempo de paz (por qué en tiempos de guerra o un atentado la decision tampoco me compete) es cosa mía, y cuando empiece a cagarme y mearme encima, a no recordar ni saber quién soy, a quedarme paralizado en una cama mientras alguien impide que las escaras me devoren…joder pero si es el sueño neoliberal…a mí que seden hasta las trancas y a mimir…y el que quiera sufrir y hacer sufrir…pues tú mismo.
Que Reprefieres a la hora de ir a tu paraíso prometido?
1. Sobre una camilla con el cuerpo lleno de tubos y cables escupiendo tus pulmones mientras te cagas y meas encima incapaz de controlar tus esfinteres(cof! cof! cof! ptchu!)
2. Envuelto en un amasijo de metal envuelto en llamas a más de 300kmph impactando contra un muro de seguridad puesto ahí para que te mates tu solo(Donde están las Titis?!!!!!)
3. En silencio y solo cómo has vivido sin hacer ruido y de manera discreta sin dar pero tampoco pedir…adiós..sin más (que coñazo de existencia)
Aunque el artículo expone un tem controvertido y polémico, creo que el mismo se contradice.
La vida nos es dada, este instante nos es dado: ninguno de vosotros curiosos lectores de comentarios está decidiendo que todas sus funciones respiratorias y demás funcionen con normalidad (que de hecho por su perfección excede lo ordinario). Este punto requiere, pues, que alguna voluntad la haga existir.
Y, si como dice, se vive sometido a una obediencia, deberíamos volver al sentido etimológico de esta: saber escuchar. La vida es, por tanto, un saber escuchar, un diálogo. Y tanto la escucha como el diálogo precisan de un emisor, un canal y un receptor.
En ambas afirmaciones se dibuja la necesidad de un «otro». Descubrir quién o qué es este otro depende, estimado articulista, de cómo vivas. El vértigo que provoca es evidente. La mayoría de las veces nos concebimos como marineros de un barco a la deriva en permanente naufragio. Sin embargo, morir para evitar ese sufrimiento es negar la esencia misma. La vida es una aventura, y sólo el aventurero la conoce. No navegamos solos, amigos. No podemos negar que todo reclama un diálogo.
El suicidio sin dolor debería ser libre. Habilitar los tanatorios para quien se quiera inyectar pentobarbital sódico. Desde que nacemos nos educan en la mentira, los seres mitológicos de la literatura religiosa, la conciencia, solidaridad y otras muchas palabras vacías, nos atan con leyes y títulos académicos creados por los amos y los feudales, fronteras, idiomas (muros), problemas sociales, personales, contratos entre vidas de personas (matrimonios deberían prohibirse) compraventa de vivienda con trampas, bancos, abusos laborales, envidias, venganzas, guerras…. Especie huMOna, simios ¿avanzados? Un planeta asesino, el sol nos quema y el frío nos mata. Somos un error del Universo. Somos un negocio para los amos.
Jopé, Oreneta, creo que te has liado con las olas del océano.
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To be or not to be; that is the question