Sabemos que un territorio cultural se construye, se niegue o no, a base de fronteras. Así que es pertinente preguntarse por qué se traduce tal libro y no tal otro si los dos tratan de un tema afín, si el vuelo literario de los dos es similar, es decir justito. Si está escrito por dos señoras cultas, de buen ver para fotos y televisión, y además las dos se llaman Vanessa. La razón muchas veces es: oportunismo. Diremos oportunidad si no queremos terminar a bofetadas.
Sí, se traduce El consentimiento de Vanessa Springora porque ha sido un bombazo en Francia y aborda el tema de los límites del consentimiento sexual entre menores y adultos. Y no se traduce —hasta donde tengo noticias—Te llamabas Maria Schneider, escrito por Vanessa Schneider, prima de la protagonista del libro y periodista durante años en el diario Libération… ¿por qué? Probablemente porque es un tributo a una actriz que murió en 2011, a los cincuenta y ocho años, con solo dos títulos destacables y un par de breves apariciones dignas en otras películas minoritarias. Esos dos títulos son El último tango en París (1972), de Bernardo Bertolucci, y De profesión reportero (1975), de Michelangelo Antonioni, y en las dos su personaje está menos definido que el de los protagonistas masculinos, mucho mayores que ella, interpretados por dos estrellas del cine norteamericano: Marlon Brando y Jack Nicholson.
El consentimiento ofrece al lector la posibilidad de situarse en el lado correcto de un (supuesto) dilema moral: cuando un niño (niña, sobre todo) dice sí a un contacto sexual con un adulto, ¿realmente sabe a qué dice sí? (La respuesta es claramente «no», incluso cuando no salga lastimado moral o físicamente). Tiene un villano claramente identificado que, para más inri, ha disfrutado durante décadas del apoyo de políticos e intelectuales en posiciones de poder. Y además es viejo, de hecho siempre fue «viejo», por lo menos en relación a sus objetos de deseo: criaturas desprotegidas por sus padres (o por su país). Y además es un escritor sobrevalorado: si ganó algún premio fue porque sus amigos libertinos ejercían de jurado en el Renaudot. Está escrito en un tono seco y con ánimo de venganza. Hay elipsis y omisiones en el relato que merecerían una explicación, pero ¿quién tiene tiempo de pedirlas? ¿y de oírlas? ¡Se está tan cómodo teniendo razón! ¡Por una vez! Te acuerdas de cuando en la mesa de novedades viste Violación Nueva York, de Jana Leo, y después de echar un vistazo a la contracubierta (y a la foto de la autora) pensaste «uf, qué pereza». Tranquilo, nadie te oyó. Solo tu conciencia y por eso ahora te lanzas a leer El consentimiento.
Ya tienes tu dosis de feminismo de la corriente MeToo. Ahora tienes que meterte entre pecho y espalda esa serie que te cuenta el problema del racismo en Estados Unidos en los años setenta porque, bueno, ya sabes, black lives matter. Para desengrasar, verás la última de Guy Ritchie, The Gentlemen, y te desternillarás con su sobredosis de machitos-hot locuaces y desenfadadamente racistas, con sus trajes, sus emboscadas, acentos y sus movimientos de cámara. Sí, la chica no está mal. Por supuesto, el negocio de la droga es… complejo. Moralmente complejo, quizá no deberías reírte tanto con Mathew McConaughey, enterado como estás de la crisis de los opiáceos, de cómo se las gastan en México y de dónde acabaron aquellos colegas de la universidad, de tu padre o tuyos, no me refiero a los porretas, a los que iban de heroína. Uuumm, tuerces el gesto. Te acuerdas del problema que tenía I. con su padre, y de lo rematadamente bobo que era D., y de la niña aquella tan mona que le daba al jaco desde los dieciséis y que a los veintipocos se tiró por la ventana… Vuelves a torcer el gesto. Pues eso, por eso no se ha traducido Te llamabas Maria Schneider.
Si naciste hace poco, es decir en los 80 o 90 o en los 2000, lo mismo no sabes quién fue Maria Schneider ni has visto ninguna de sus películas y, en concreto, El último tango en París. En YouTube se puede ver y oír, mal, en su versión original en francés e inglés, con subtítulos en árabe egipcio. La versión doblada en español que circula también en YouTube incluye la narración en off para invidentes. Si estos detalles no te dan idea de su importancia en la historia del cine, no sé qué más decir. El último tango en París trata de un norteamericano de cuarenta y cinco años, Paul (Brando), que acaba de enviudar al suicidarse su mujer; coincide en un piso por alquilar en la zona de Passy con Jeanne (Schneider), una burguesita parisina de diecinueve años vestida al estilo london swing, que está a punto de casarse con un cineasta (Jean-Pierre Léaud) empeñado en filmar una película sobre ella.
En el piso, enorme, destartalado y con restos de sus anteriores moradores, él se la folla (he buscado eufemismos, ninguno convincente para esta escena) y a partir de esa comunión de… desesperaciones, durante tres días se encuentran sin intercambiar nombres en una relación sadomasoquista que incluye una escena famosa que aumentó la cotización de escándalo de la película: utiliza mantequilla como lubricante para violarla analmente. La cámara registra la humillación en primer plano, con el americano cabalgándola, y luego se desplaza hasta incluir a ambos en un plano alto mientras él se desfoga. No se trata de una cámara de vídeo sino de una cámara de los años 70, nada ligera. Dicho de otro modo: hay que planificar el movimiento, las luces, los tiempos. Él no se desnuda, a menudo se queda en camiseta blanca a lo Kowalski y en la calle luce un abrigo camel abierto sobre un jersey de pico, atuendo que se hizo icónico hasta denotar una libido torturada que coquetea con la muerte. Esa asociación de ideas funcionó en una rarísima versión del Tango… protagonizada por Delon y que lleva el precioso título de La prima notte di quiete (La primera noche de sosiego). Brando en cierto momento enseña el culo a los estirados tanguistas que concursan en el baile que da título a la película. De ella lo vemos todo, salvo el útero y la cera de los oídos. El resto de la película incluye escenas de Paul en el hotelucho que regentaba su mujer, todo marcado por el suicidio y la cochambre; la mujer deja una madre inconsolable (María Michi), un amante (Massimo Girotti) arropado por una bata igual a la del marido, y una limpiadora (Catherine Allegret) fastidiada. Para un cinéfilo, el nombre de estos actores remite a películas emblemáticas y a otros actores célebres, porque el director italiano explora el tema de la filiación y sus conflictos y lealtades.
Cuando Bertolucci muestra la vida de Jeanne nos lleva a su casa en el campo, con una criada de firmes convicciones racistas y una madre enamorada aún de su difunto, un coronel que se lució en Argelia. Las casas en el campo y en París son museos en honor del caído, y los objetos —la pistola, las botas, el uniforme— están revestidos de connotaciones sexuales hasta construir un fantasma de su presencia en el sentido más obviamente psicoanalítico. El novio cineasta tiene el entusiasmo de los godardianos que creen poder exaltar una vida burguesa con solo poner delante una cámara. Léaud está guapo pero el espectador siente la necesidad de darle varios tortazos; en su nombre se los da Jeanne, que vuelve al piso donde Paul espera para contarle algunas historias de degradación, desarraigo y melancolía como las que nutrían la narrativa norteamericana antes de que Philip Roth aportara clase —en sus diversas acepciones— a la memoria norteamericana reciente. Cuando ella conoce la realidad de Paul, prefiere casarse con un imbécil y abrazar la vida de la que huía. Quizá estemos ya tan envenenados de literatura y de aforismos psicoanalíticos que nos salga sola la reflexión: Paul buscaba suicidarse por persona interpuesta. Jeanne necesitaba superar el complejo de Electra. La música de Gato Barbieri le da empaque a esa recíproca explotación de la soledad y los cuadros de Bacon ofrecen una síntesis bidimensional.
Hasta aquí la película. Llegan las consecuencias.
Maria Schneider con diecinueve años se vio tratada de todo menos de guapa, pese a serlo; como el detalle de la mantequilla no estaba incluido en el guion denunció haber sido utilizada tanto por la star como por el director, que según Vanessa S., la calificaba de «nada» —cobró cuatro mil dólares— y solo después de muerta admitió que quizá debería haberle pedido perdón. Bertolucci y la película fueron castigados en Italia: censura, cortes, prohibición; en Estados Unidos causó sensación y la reseña de Pauline Kael para el New Yorker ha pasado a los anales del género por su análisis del estilo actoral de Brando y de la emoción que el guion incorpora a la relación sexual de la pareja protagonista, además de su caracterización del norteamericano expatriado y del estilo sumiso de ella que la Kael da por obsoleto. Deja para el final el elogio de la actriz, que a otra profesional le habría servido, seguramente, como ejemplo de que algunos espectadores no solo miran, también ven.
Vanessa Schneider resucita en su tributo a Maria la Francia de los años 70 y su expresión concreta en su familia, muy peculiar por la combinación de «locos», bastardos y profesionales de alto nivel. Aunque en España nos traiga al pairo, su padre ha sido alto funcionario para gobiernos franceses, además de psicoanalista y escritor. En las décadas que abarca el libro, Michel Schneider es un hippie que vive con su esposa de orígenes haitianos e hija (la hoy periodista y novelista) en un pisito que no corresponde a su origen social. Son adeptos de todas las causas nobles y visten de manera colorida, su círculo social es amplio pero conocen la vergüenza de la ruina. En ese piso albergarán a una Marie quinceañera repudiada por su madre, una modelo de carácter espantoso; su padre, el actor Daniel Gélin, no la ha reconocido legalmente, está casado con otra actriz y Marie debe desenvolverse sola. No estudia, su círculo la introduce en el cine.
Te llamabas… arranca con Alain Delon a punto de leer el homenaje redactado por Brigitte Bardot para el servicio religioso de la actriz fallecida. La Bardot, que trabajó con Gélin, albergó a Marie en su casa parisina cuando los Schneider le pidieron que desalojase porque llegaba otro bebé. Vanessa relata la fascinación que ejercía en su imaginación esa prima joven, actriz ya famosa que pronto se transformaría en una pesadilla familiar al darse a la heroína. La periodista hace suyos los sentimientos de Maria Schneider hacia el director italiano y subraya el episodio en que responde en su presencia con las misma palabras que otro escribió como cierre de la película: «no conozco a este hombre». El libro es una doble biografía, de la actriz y de la escritora, pues son las relaciones de la familia con sus apellidos, con progenitoras de un narcisismo venenoso, con la bastardía, la locura, suicidios intentados o logrados, y la responsabilidad de unos hacia otros lo que cose las diferentes situaciones. El número de celebridades que aparecen es pasmoso, incluidos Bob Dylan y Patti Smith, pero no siempre saca el jugo que sospechamos encierra cada encuentro. Su lectura no produce la alegría que nos causan las inteligencias brillantes. Como suele suceder en este tipo de textos, cuya historia es mucho más interesante que el estilo literario y que la reflexión de una autora que se ciñe a una corrección mental a veces sofocante, la perspectiva de una adaptación al cine anima a esperar que logre transmitir una verdad que trascienda la lástima solidaria con Schneider.
Según algunos, Maria se excusaba en el abuso sufrido en el plató para justificar sus adicciones y espantadas de sets y de argumentos que muchas y mejores actrices envidiaron. Según otros, una de las verdades escondidas en la escena clave de El último tango, y por lo tanto del trauma que tanto le costó superar, que volvió a airearse en todo el mundo cuando sucumbió al cáncer de pulmón, podría remontarse al invierno que Brando disfrutó en París en 1949, cuando compartió apartamento con Roger Vadim (futuro marido de la BB y de Jane Fonda), el también actor Christian Marquand (futuro marido de Tina Aumont, otra actriz fetiche de Bertolucci) y… Daniel Gélin. Brando era ya conocido en su país por sus dotes interpretativas y aspecto; a sus nuevos amigos franceses les interesó sobre todo su aspecto y lo que Freud llamaría perverso polimorfismo sexual. Esta vez también he buscado un eufemismo para definir su frenética agenda genital y lo he encontrado: Brando nunca durmió solo. Cuando Bertolucci y Brando tramaron que usar realmente la mantequilla para la violación anal actuada ayudaría a conseguir de la inexperta actriz una expresión de humillación auténtica, la teoría de esos «otros» es que ninguno pensaba en Stanislavski ni en el Actor’s Studio. Mientras Bertolucci —treintañero e hijo de un famoso poeta— acababa de triunfar con El conformista, historia de fascismos, culpas homosexuales y edipos en la que mataba simbólicamente a papá —JeanLuc Godard—, pensaba en el arte al que esa chica, hija bastarda de un célebre actor francés, en definitiva «nada», debía someterse, Brando tuvo que pensar en Gélin; tanto en el argumento como en la realidad, el fantasma del padre dominaba la escena. Lo que le violaron fue el subconsciente. Y la gente no habló más que de la mantequilla.
Magnífica reseña de un libro que no podemos leer en castellano. Si podemos leer en nuestro idioma «La Mentira» (Mondadori, 1997). Es la única novela publicada por María José Furió, la autora de este artículo. «La Mentira» (buenísima ficción) cuanta la historia de una adolescente española que pasó su infancia en los últimos años de la dictadura franquista. Abusos sexuales, mentiras, abandonos, maltrato físico y violencia psicológica. La Mentira levanta acta de la idoneidad de Furió para entrar a analizar libros como los comentados en este artículo. Quien desde la ficcion ha profundizado en abismos tan insondables como estos está capacitada (más que otros críticos9 para entender el sufrimiento que rezuman experiencias como estas.
Gracias, María José.
Gracias, Antonio. No tuve suerte con el editor, nefasto, que no entendió qué publicaba, ni con el panorama del momento regido por los Echevarrías y las Mónicas Martín, es decir reaccionarios y esnobs disfrazados de modernos. Me sucedió algo muy parecido a lo que sufrió Mañas con Kronen, pero sin su éxito editorial: una confusión entre personaje y autor. que me reventó profesionalmente. Y tienes razón, La mentira debe leerse como novela, como ya indica el título.
A ver si algún editor se anima a traducir la de Vanessa Schneider. Un saludo.
Excelente articulo. Ojalá se traduzca el libro, tampoco lo encuentro en inglés. Y verás que el panorama literario cambia…ojalá que para mejor. Hay que tener fe. Quizá después de la pandemia haya nuevos espacios para libros… y autores.
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Gracias por el artículo, que suscribo cien por cien y comparto en mi muro de Facebook. Sólo cambiaría lo de «él se la folla» por «él la viola». También gracias a la recomendación de un amigo en Facebook, creo que el mismo que me ha traído hasta aquí, he sabido de «La mentira», que leeré seguro. Gracias!
Muchas gracias, Albert. Ojalá entre unos y otros, gracias a lectores atentos, vuelva a tener algo a lo que llamar vida.
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