Todos saben que, si se quiere tener éxito, cualquier expedición a la Antártida debe llegar en diciembre, en medio del día que parece eterno. Porque acá todo gira con el sol: de octubre a febrero permanece totalmente a la vista sobre el horizonte, incluyendo un día, el 21 de diciembre, en que el solsticio de verano lo deja ver girando durante veinticuatro horas sin perder ni ganar ni un solo grado en su recorrido. La imagen debe ser imponente. Después vendrá la noche perpetua del Polo Sur, de abril a agosto, cuando el sol desaparece por completo tras el horizonte.
Durante siglos este continente fue solo una intuición, durante años fue visto de lejos y rodeado, en el siglo XIX llegaron barcos exploradores y científicos, también balleneros y loberos que buscaban la grasa que se había terminado en el ártico. Pero recién a principios del siglo XX la humanidad se aventuró en esas tierras del continente más alto del globo, el más desértico, el más frío, el más hostil. En 1838 Edgard Allan Poe escribió un relato en el que la Antártida incluía aldeas, árboles, frutos, caníbales y una criatura blanca que Julio Verne retomará en La esfinge de los hielos; las expediciones reales más la fantasía fueron dando forma al imaginario de la época sobre esa tierra ignota. Cien años después, Howard Phillips Lovecraft contó la historia de unos científicos que quedan atrapados entre lo natural, lo sobrenatural y lo cósmico. Están en la Antártida, ese lugar donde el silbido del viento conjuga los millones de años del planeta con los miedos humanos. Hoy solo existen dos actividades: ciencia y turismo; una se practica de cerca y otra con distancia fotográfica. En el medio hubo un período de tiempo, que no duró más de cincuenta o sesenta años, en el que la humanidad se abalanzó sobre la Antártida con expediciones, exploradores, refugios, naufragios y rescates, también con carreras de conquista para ser los primeros en conseguir algo en una tierra virgen. Todos intentaron que ella revele sus secretos.
La Navidad de 1910
La historia de la vida primigenia en este desnudo reino del hielo y de la muerte es de la máxima importancia para nuestro conocimiento del pasado de la Tierra. Es de todos sabido que el continente antártico fue en otros tiempos templado y hasta tropical, que estuvo cubierto de espesa vegetación y fue rico en vida animal, cuyos únicos supervivientes son los líquenes, la fauna marina, los arácnidos y los pingüinos del borde septentrional.
H.P. Lovecraft, En las montañas de la locura
Durante aquel verano el capitán Scott, inglés él y todos sus tripulantes, estaba llegando por segunda vez a la Antártida en una expedición que había partido seis meses antes de Inglaterra. Su objetivo es llegar al polo. Diciembre ya está avanzado y el capitán mira con preocupación desde cubierta los bloques de hielo que no les permiten avanzar. Pasan días enteros sin moverse, la nave está atrapada e inmóvil y, cuando algo por fin se destraba, se desplaza de acuerdo a la voluntad de los hielos y no de su timonel. Todo resulta imponente: no pueden creer la altura de esos bloques blancos, el porte de los pingüinos, el color de las focas, el tamaño de las ballenas. Los hombres registran todo con el cinematógrafo que trajeron para que en Londres puedan verlo a la vuelta.
Las calderas están consumiendo el carbón de a toneladas y ellos siguen ahí mirando el barómetro, escuchando los quejidos del hielo, sus silbidos al deslizarse contra el barco, arremetiendo y retrocediendo contra los bandejones, la hélice se agita en el agua, impotente. Esto no va a ningún lado. El barco parece un ser vivo librando una batalla formidable por su vida y a bordo vienen unas sesenta personas: oficiales, científicos y tripulantes que fueron elegidos entre unos ocho mil voluntarios. Todos los que se embarcaron, por su propia determinación, formaron parte de lo que se conoció como El peor viaje del mundo, con el libro escrito por Apsley Cherry-Garrard, un hombre de veinticautro años enrolado como zoólogo adjunto. La historia es conocida: cuando Scott y cuatro acompañantes lleguen al polo se encontrarán con la bandera noruega enclavada donde pensaban poner la inglesa porque Roald Amundsen les había ganado de mano por treinta días y cuando ellos intenten hacer el camino de vuelta morirán de hambre y de frío en una tienda. Pero para eso falta mucho, sobre todo en un lugar como este, donde el tiempo parece medirse de otra manera, de un modo más primitivo, siguiendo los vaivenes del sol.
Ahora están en el barco, esta será la primera de las tres Navidades que pasarán acá y, definitivamente, será la mejor. Decoran la sala de oficiales con banderas, celebran el oficio religioso, cantan himnos navideños y comen cordero que trajeron de Nueva Zelanda porque, aunque tienen carne fresca de pingüino de sobra, no la consideran lo bastante buena para una comida navideña.
No creo que muchas personas pasaran en casa un día de Navidad tan placentero como nosotros. Teníamos una calma maravillosa, y la banca de hielo nos rodeaba por todos lados.
Durante tres días no dejó de soplar la borrasca y pensaron que estarían ahí para siempre pero los cambios acá —pronto lo comprobarán— son tan repentinos como imprevistos y cuando salió el sol todos fueron a cubierta, vieron más agua que hielo a su alrededor y empezaron a sentir el movimiento del barco otra vez. Durante la Nochevieja la campanilla del comedor anunció que ya estaban en 1911 y en el horizonte vieron aparecer una columna de humo: es el Erebus, el volcán con un lago de lava permanente en su interior que a veces está en reposo y otras no —su última erupción fue en marzo de 2020— y es la encarnación de todos los contrastes de la Antártida, de toda la fuerza de su naturaleza.
Llegaron. Ya mismo deben aprovechar el buen tiempo y conseguir el mejor lugar para la construcción de una cabaña donde pasar el invierno. Durante diecisiete horas bajaron y transportaron todo lo que traían en el barco: diecinueve ponis, treinta y tres perros encadenados, cajas para el laboratorio, ovejas congeladas, dos toneladas y media de gasolina en bidones, tres trineos de motos, comida para ellos, comida para ponis, comida para perros, queroseno, medicamentos y muebles para la cabaña en la que vivirán veinticinco hombres durante el invierno. El carpintero armó un lugar espacioso: más de quince metros de largo y siete de ancho con aislante de algas, cocina, fogón, tuberías, conducto de ventilación, chimeneas y entradas de aire.
Hicieron sus primeras excursiones y pronto descubrieron que, lejos de ser una monotonía blanca, la Antártida siempre está cambiando de color y que los días completamente blancos son excepcionales: la roca negra que queda al descubierto con los vientos del sur, la nieve se va tiñendo de rosa, azul cobalto y todas las gamas de lilas y malvas, las auroras en el cielo, los colores del mar y sus reflejos azules o verdes. Todo se ve impecable y el mundo parece más limpio que en otros lados, y más difícil. Salir de la rutina de galletas y sardinas en el desayuno no es fácil y cuando quieren comer unos riñones fritos pronto descubren que una navaja no alcanza para matar una foca.
Si uno va a cazar focas necesita un palo grande, una bayoneta, un cuchillo para descuartizar y una chaira, es una tarea horrible pero necesaria.
También aprenden que el tiempo de la naturaleza y la naturaleza del tiempo son diferentes: acá el tiempo empuja hacia adelante, sin esperar a los hombres, con una lentitud y una circularidad que se hacen palpables. El verano duró un suspiro. El paisaje y los colores que hace días los maravillaban pasaron a ser cosa de todos los días y aprendieron pronto que la familiaridad genera desdén. La primera vez que el termómetro marcó -40° con el sol todavía en el horizonte supieron que lo que venía iba a ser más duro de lo que pensaban. En abril se hizo de noche y lo que queda es pasar el invierno: harán falta libros, chocolate y una enorme paciencia. Tienen el gramófono y los discos, el ajedrez, el backgamon y las damas, también las cajas de vino que, como una mampara, separan dos ambientes: a medida que van tomando las botellas, las cajas abiertas por uno de sus costados se van vaciando. La noche es larga, el correo llega una vez al año y se está más solo que en cualquier otro lugar. El sol volvió a salir el 23 de agosto.
La Navidad de 1911
Será difícil disuadir a otros de que se dirijan hacia la inmensa blancura del sur, y algunas de nuestras tentativas puede que perjudiquen directamente nuestra causa al estimular el deseo de saber. Debimos suponer desde un principio que la curiosidad humana no muere.
H.P. Lovecraft, En las montañas de la locura
Ya hablamos de lo que pasa con el sol en esta parte del globo, por eso, en cuanto llegó la primavera, los hombres empezaron a movilizarse en grupos para preparar la expedición al polo. Salen tres equipos de cuatro personas: arrastran setenta kilos por hombre, deben dejar raciones de comida en unos depósitos que van marcando con una caña de bambú y una bandera roja. Así se pasan toda la primavera, yendo y viniendo para posibilitar la llegada al polo; mientras tanto sufren tormentas, frío, hambre, se comen las raciones que debían dejar, los ponis se van muriendo uno a uno. Cuando el 1 de diciembre arman el último depósito, a lo previsto le agregan también unas raciones de carne de poni que resultó ser dura y dulce.
Todas las raciones habían sido concebidas para que con ellas pudieran alimentarse cuatro hombres durante una semana: 480 gramos de chocolate, 360 de carne desecada, 15 de cacao, 90 de azúcar y 24 de té, un poco de cebolla en polvo y sal. Cargamos asimismo 18 latas de queroseno, dos latas de alcohol y unas cuantas viandas que Bowers había empaquetado para Navidad.
En este lugar, cuando el frío y la oscuridad dejan de ser un problema aparecen otros: las altas temperaturas que derriten y mojan todo, las piernas se hunden en la nieve, los trineos no avanzan, pero lo peor es el resplandor: ya es otra vez 21 de diciembre y el sol no da descanso a los ojos. Usan hojas de té, pastillas de sulfato de cinc y cocaína para aliviar el dolor con compresas.
La rutina diaria consiste en arrastrar los trineos durante nueve horas: cinco por la mañana, de siete y cuarto a una del mediodía, y cuatro por la tarde, de dos y media a seis y media.
A esta altura lo último que falta es que el capitán Scott elija a los hombres que lo acompañarán en el último tramo y defina algunas cuestiones técnicas. Escribe en su diario:
24 de diciembre. Voy a ir con los tiros de perros más lejos de lo que tenía pensado en un principio. Puede que los perros tarden en volver, que no estén en condiciones de seguir trabajando o, sencillamente, que no vuelvan.
La Nochebuena se acuestan en las tiendas muy temprano después de horas de caminata y días iguales por delante. La mayor preocupación son las grietas que se esconden bajo la nieve, es muy fácil caer y quedar colgado de un arnés. Uno de los hombres está suspendido en el aire, es Navidad y también su cumpleaños. Estuvo colgado más tiempo de lo que cualquiera hubiera querido, tuvo principio de congelación en la cara y en las manos, no puede valerse por sí mismo y lo rescatan con cuerdas varias horas después.
Hoy es Navidad, y el día no ha estado nada mal. Hemos caminado 15 millas por una superficie muy cambiante. Al principio estaba surcada de grietas en muy malas condiciones; muchas veces no sabíamos cómo salvarlas. He tenido la mala suerte de caerme en una de ellas, pero, tras sufrir un tirón, me he quedado suspendido del arnés. No ha sido una sensación agradable, por supuesto, sobre todo si se tiene en cuenta que hoy es Navidad y mi cumpleaños. Como estaba dando vueltas en el vacío, he tardado unos segundos en aclararme las ideas y hacerme cargo de dónde estaba. Ciertamente no se trataba del país de las hadas.
Después hablan del atracón de la noche: carne desecada, galletas, pastelillos de chocolate, pudín de pasas, jengibre confitado y cuatro caramelos para cada uno. Hasta la próxima Navidad se han acabado los dulces. El 4 de enero pega la vuelta el último grupo de regreso y Scott manda un mensaje:
Por fin puedo escribir una nota en una situación esperanzadora. Creo que no va a haber ningún problema. El equipo que sigue adelante es excelente, y los preparativos van sobre ruedas.
Para principios de febrero todos los hombres habían regresado y tenían la certeza de que Scott había alcanzado el polo; ahora les resta esperar. Aprovechan el tiempo para revisar el correo y saber qué pasó en el mundo en este último año, pero no hay demasiado: un dirigible cruzó por primera vez el canal de la Mancha y, en medio de una gigantesca huelga de marineros, ha asumido un nuevo rey en Inglaterra. Mientras tanto, acá el verano se está terminando y deben apurar los viajes a los depósitos con provisiones para los exploradores que están volviendo del polo. Salen grupos con suministros y a veces tardan en volver, alistan otros grupos para buscarlos, el sol está cada vez más bajo y ya resulta muy raro que nadie se haya topado aún con Scott y los otros: siempre hay alguno que cree divisarlos pero es una foca, una roca, una cresta, un espejismo, un deseo que no se basa en los hechos. Por la altura del año es imposible que vuelvan.
Aquel 21 de abril en el que vieron el sol por última vez tenían este panorama: hay seis socorristas que no lograron volver, quizás están con vida en un refugio, y hay cinco hombres que fueron al polo y lo más probable es que estén muertos. Un día no hubo más esperanza: «Tenemos que aceptarlo. No hay ninguna probabilidad de que vuelva el grupo del polo».
Los que quedan van a pasar en la cabaña un segundo invierno que llegó con una sencillez taoista. No hay registro de que estos británicos conozcan al Tao, ese camino por el que todo fluye, manteniendo las cosas del universo en orden y equilibrio, sin embargo hay algo en este invierno austral que los obliga a la no acción. Solo que esto no se parece a la armonía con la naturaleza sino a una capitulación. Están vencidos.
Después de un temporal de seis semanas que no los dejó poner un pie afuera creyeron volverse locos, como los personajes de Lovecraft, de todos modos saben que son los más afortunados y, cuando esto termine, deberán salir a buscar a los demás. De acuerdo a lo previsto, ya deberían estar en Londres hace meses, pero ese plan de viaje parece que ocurrió en otro mundo, en uno en el que los días y las noches, los meses y los años se rigen por unos relojes y un calendario.
Y otra vez se volvió a ver el sol.
Recuerdo ahora la dicha de un día de agosto, cuando el sol asomaba por el borde del glaciar Barne y mi sombra se recortaba con nitidez sobre la nieve.
La Navidad de 1912
Dejamos atrás el último indicio de regiones polares y dimos gracias al cielo por haber salido de un territorio embrujado y maldito en que la vida y la muerte, el espacio y el tiempo habían formado oscuras y blasfemas alianzas en las épocas ignotas en que la materia serpenteó primero y nadó después sobre la corteza apenas enfriada del planeta.
H.P. Lovecraft, En las montañas de la locura
La primavera los lanzó a la nieve y a medida que avanzaban fueron viendo todo lo que había cambiado en un año: los perfiles, las ondulaciones, los campamentos y depósitos, nada está donde indica el mapa sino donde la Antártida quiere. Todo se está moviendo: lo que parece suelo firme es en realidad un bloque sólido sobre una base inestable, a veces agua, a veces vacío. En la superficie, el viento y la nieve cambian los contornos y nada es lo que era. Un grupo encontrará a los vivos y otro a los muertos.
Pasaron ocho meses desde que murieron en esta tienda, pero la Antártida también hace estas cosas: la muerte no luce igual que en otros lados y todo está intacto. Los objetos alrededor estaban ahí como si hubieran nacido para componer el cuadro: la lámpara, el tabaco, la pluma, el diario.
Jueves, 29 de marzo.
Desde el día 21 hemos tenido un vendaval del oeste y del suroeste que no ha dejado de soplar en ningún momento. El 20 nos quedaba combustible para preparar dos tazas de té para cada uno y la comida justa para dos días. No ha habido día en que no hayamos intentado salir en dirección a nuestro depósito, que se encuentra a 11 millas, pero fuera de la tienda lo único que se ve es un remolino de nieve. Creo que ya no podemos esperar que mejore la situación de ninguna manera. Aguantaremos hasta el final, pero estamos cada vez más débiles, por supuesto, y ya no debe de quedarnos mucho.
Me parece una lástima, pero creo que no puedo seguir escribiendo.
R. SCOTT
Cuando terminaron de recoger todo enterraron a sus muertos y volvieron a la cabaña a esperar que un barco los lleve de vuelta a casa. No hay registros sobre la Navidad de ese año.
Es 17 de enero de 1913 y hoy se cumple un año del momento en que Scott y sus compañeros clavaron la bandera inglesa al lado de la noruega y se sacaron una foto, pero eso ya no importa. Lo que a estos hombres les preocupa ahora es lo que va a hacer el sol, porque el barco no ha aparecido aún y todos sabemos que el mejor momento para llegar a la Antártida es en diciembre.
El 17 de enero, al ver que seguía sin haber señales del barco, decidimos prepararnos para otro invierno. Racionaríamos los alimentos; cocinaríamos con queroseno, ya que prácticamente se había acabado el carbón, y mataríamos focas para conservarlas.
En cuestión de horas todo cambió porque el horizonte dejó ver al barco que se acercaba y entonces supieron que por fin iban a salirse de ese círculo en el que habían quedado atrapados. Lo que el narrador del libro más recuerda es la manzana que encontró a bordo y esa sensación de no querer otra cosa.
Ahora, entre el vals que suena en el gramófono, la cerveza de la cena, las manzanas y verduras frescas, la vida es más soportable que durante todos los meses y semanas de fatiga que he pasado. No me pesa marcharme del cabo Evans: no quiero ver este lugar nunca más. Los malos recuerdos empañan los dichosos.
Con la música de fondo revisarán las cartas y los periódicos, leerán las noticias del año que pasó que incluyen un barco gigante zarpando de Inglaterra y después hundiéndose en el Atlántico y la novedad de que el explorador noruego Roald Amundsen había llegado al polo sur el día 14 de diciembre de 1911.
Los fragmentos incluidos corresponden al libro El peor viaje del mundo. La expedición de Scott al Polo Sur, de Apsley Cherry-Garrard, con prólogos de George Seaver y Paul Theroux.
Título original: The Worst Journey in the World
Apsley Cherry-Garrard, 1922
Traducción: Daniel Aguirre Oteiza, 1999
Editor digital: Titivillus
Gran artículo, sobre uno de los libros que más me han impresionado en toda mi vida. Gracias!