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Ocaña cegado por el sol

Ocaña
José Pérez Ocaña ©Roger Velàzquez.

Toda obra de arte aspira a tal ocaso cuando quiere llevar la muerte a todas las demás.

(Theodor Adorno, Minima Moralia: Reflexiones desde la vida dañada)

Una faz de color ámbar se destapa: es el nuevo rey sol. En el ardiente septiembre del año 1983, José Pérez Ocaña —sus labores— se travistió de astro dorado en el calor de Híspalis. Era ya, en pleno auge de esa falsa modernidad de inicios de los ochenta, un pintor reclamado y no solo exponía sus cuadros, ya que también organizaba completos montajes e instalaciones. Representaba el artista total, «hombre del Renacimiento» le llamaba Jordi Petit —activista gay—, en el cual su mayor obra era él mismo. Estaba allí, en Cantillana (su pueblo natal), buscando el descanso a sus múltiples compromisos artísticos, según el dibujante underground Nazario Luque

Poco podría durar este letargo para un creador nato: se desperezó con prontitud y pergeñó con los niños y los músicos del lugar una espontánea cabalgata. En ella habría dragones, gigantes, cabezudos y un sol cartón piedra. Con un ostentoso disfraz de tiras multicolores, improvisado arcoíris de guardería, ocultaba su rostro macilento, enfermo de hepatitis. Este último estaba pintarrajeado y se asemejaba a un polichinela lisérgico coronado por unos anteojos verdes. Algo así como un cronopio del dios Baal; un aterciopelado personaje de una canción instigada por Carlos Berlanga.

Al inicio de la comitiva un grupo de querubines tamborileros encaraban esa «turba pelona y descalza», que decía el clásico. Detrás serpenteaba un animal fabuloso, entre reptil y lombriz, cosido con sábanas de motas, piezas de colores y que tenía como testa una máscara que diríase sacada de la pesadilla más belicosa de Moctezuma. Una piñata florida entre ese gentío travieso y juguetón. El artista, según su amigo Alejandro Molina:

… había embolicado a todo el chavalerío, a sus madres y abuelas (…) en un pasacalle que recorrería el pueblo y que acabaría en el patio de la escuela ¡Banda de música (ella era muy completa) incluida!.

Presidía este aquelarre entre maricón y dadá el estandarte del sol. Este se coronaba con un rostro bifaz: una cara tenía los ojos abiertos mientras la distinta estaba dominada por otro guiñado. En esa banderola flamígera caían ocho puntas de pliego amarillento con varias bengalas incorporadas; ejercían como rayos en paño de papel de seda y caían como guirnaldas: una suerte de tirabuzones áureos.

Se había avisado a Ocaña que estas podrían incendiarse, pero el artista asumió los riesgos y al prenderse extendieron el fuego a su traje. Se convirtió en un bonzo del Bosco como obra inadvertidamente póstuma. El fotógrafo de la kermés, que acudió a socorrerle sin éxito, no pudo captar el instante donde aquella llama uranista brilló pura.

La respuesta de Ocaña ante ese desliz es tan perspicaz en su ordinariez como suntuosa en su ambición: «¡Nene, te has perdido la foto de tu vida!».

Así publicó El País su obituario, el 9 de septiembre de 1983.

Ocaña, pintor y actor sevillano afincado en Barcelona, falleció en la madrugada de ayer en la residencia sanitaria García Morato, en la capital andaluza, víctima de una hepatitis, que se le había recrudecido en las últimas semanas como consecuencia de un accidente en el que sufrió diversas quemaduras. El cadáver de Ocaña será enterrado esta tarde en el cementerio de su pueblo natal, Cantillana. Con Ocaña desaparece, como ha dicho el actor Enric Majó, «el espíritu del 75 que transformó las Ramblas de Barcelona en un espacio de libertad».

Las Ramblas, años setenta

Existe toda una literatura evocadora, fuertemente melancólica, de la Barcelona de los años setenta. Subprefectura a la altura de Perpiñán, según célebre definición del poeta Pere Gimferrer, escritores como Marcos Ordóñez, Federico Jiménez Losantos, Terenci Moix o Mario Vargas Llosa han recreado literariamente esta urbe como paraíso ácrata y nudista.

Si el célebre espíritu del tiempo se suele encarnar en un hombre, en un arquetipo, es difícil separar a Ocaña, «la diosa Ocaña» según Moix, de ese tiempo y lugar. Pintor de brocha gorda, nacido en 1947, llegó en 1971 a esa Barcelona en pleno ocaso de la dictadura. Recordaba el propio artista su tránsito con no poco cachondeo:

Yo soy sevillano que llevo seis años en Barcelona y vivo con mi gato Enrique. No es que haya venido aquí para resolver mis cuestiones sexuales, eso lo tenía más que superado en mi pueblo. Ya de pequeñito hacía los amores en un pajar con amiguitos míos, ¡aquello era divino y espontáneo!.

En Barcelona, con la progresiva libertad (libertinaje, más bien…), encontró una forma de ser y escapó del ambiente represivo de su pueblo natal. Esos recuerdos, esas vírgenes alucinadas y alucinantes, decoraban su casa —cripta situada en la plaza Real de Barcelona—. Esas ermitas andaluzas fueron sustituidas por el templo posmoderno en la capital de Cataluña para aquel tiempo: el drugstore. Según Marcos Ordóñez, en sus recientes apuntes Juegos reunidos, estos eran «la quintaesencia de la nocturnidad más peliculera y neoyorquina».

Las Ramblas le tenían como figurante de lujo y se recuerda cómo llegaba a erigir procesiones en honor a la Virgen de la Macarena en el Barrio Chino. El periodista Josep María Carandell inmortaliza a ese Ocaña que dirigía con mano de hierro, quizá mejor dicho con abanico de madera, a todos los travestidos con un «gesto enérgico y sobrio» para finalizar con una saeta a la virgen que terminaba «en un silencio sentido y perfecto». 

No era ninguna boutade esta solemnidad: Terenci Moix rememora un debate encendido entre Ocaña y Nazario respecto a qué virgen era más milagrera: la Asunción o el Rocío. Nuestro devoto mariano declamaba que su arte, su pintura, eran «ojos tristes, cuerpos desproporcionados y mucha humanidad. Fetiches y recuerdos de mi niñez, mi pueblo y su gente, farolillos de colores como abanico, muerte y vida, luz de cirio, Macarena y saeta». El antropólogo Alberto Cardín, personaje ubicuo en esta escena barcelonesa gay y contracultural (escuela lacaniana), enunciaba el travesti en aquella época como una «moderna asceta» que todavía tenía presente el «ideal».

Estos travestidos, Ocaña, Camilo y otros, proyectaban por el día una performance multicolor que era celebrada por la pudorosa burguesía catalana. Resultaba para ellos una síntesis surreal e inofensiva de las emergentes libertades. En las clases sociales populares, en el mercado de la Boquería, sus verduleras contratacaban las ordinarieces del artista ofreciéndole pepinos de gran tamaño. A esta dádiva Ocaña respondía con esa procacidad que los andaluces dominan: «¡Pues métaselo a su marido por el culo!».

Hombre sin carné ni afiliación política, declara Petit, desfilaba con su troupe, la cual glorificaba sin control —ni protección— la perversión. Según Jiménez Losantos, llegó a despreciar en su heterodoxia un encuentro con la novelista Marguerite Duras afirmando que «no quería pasar toda la tarde con una inteletualah aburridah». 

Su aparición en las Jornadas Libertarias de julio del 77, que historió divertidamente Guillem Martínez en su Barcelona rebelde, fue una de sus principales obras al límite. Su grupo representó una felación en el escenario como acto erótico y festivo; más aún, teniendo delante a gran parte de la vieja inteligencia de la CNT que sobrevivió a la guerra civil. 

Recuerda Nazario:

Mientras otros intrigaban, manipulaban y se destrozaban buscando acomodo junto al nuevo poder, nosotros nos dedicábamos a pasarlo bien. Bailábamos, ocupábamos la calle, nos emborrachábamos, nos drogábamos, follábamos… Pero, además, buscábamos nuevas formas de expresión, creábamos nuevas músicas, nuevas revistas, nuevo cine.

El director de su gran retrato fílmico, Ocaña, retrato intermitente (1978), Ventura Pons, afirma cómo en su primer encuentro nuestro pintor se definió con una frase delirante, aún acertada: «¡Soy la Pasionaria de las mariquitas!». Fue su irrupción total, otra performance, en el progresista y sesudo Front d’Alliberament Gai de Catalunya, organización pionera de la comunidad LGTB aquí. Pons quedó fascinado y poco a poco trabó amistad con el pintor y artista. Este le pareció un mutante imbuido en el barroco sevillano y trasplantado a la Barcelona de las primeras libertades.

El filme, que tiene algo de testamento de su tiempo, funciona también como obra destinada a autoinmolarse en los abismos de la memoria. Casi, tal cual, como el preciosista y real recuerdo de Ocaña en la película sobre el aspecto de vírgenes de todas las niñas de su pueblo en su primera comunión con Dios.

El documental llegó a Cannes en el año 1978 dentro de la sección Un Certain Regard de cine más experimental. Ocaña y su séquito dieron allí, a decir del periodista José Luis Guarner, «la rueda de prensa más divertida de la historia del Festival». El artista llegó a cantar un verso a la Macarena y asistió luego travestido junto a Camilo, su camarada en estas fechorías petardas, al estreno del filme de Carlos Saura Los ojos vendados en el Gran Palais. Los dos llegaron entrelazados a los brazos del todavía joven Ventura Pons. 

Un acto artístico, otro más, que Petit consideró «impecable».

Un hombre incoherente

En el mismo tiempo en el cual Ocaña destruía todos los tabúes burgueses, Jordi Pujol reeditaba su libro sobre la inmigración en Cataluña. En él existe un párrafo célebre donde se refiere al natural de Andalucía de este modo:

El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido. Es, generalmente, un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual.

Es una declaración xenófoba, todavía marginal, que prefigura el viraje cultural de la ciudad en los años ochenta. La aparición de la cultureta, en célebre definición de Joan de Segarra, enterrará en prejuicios del interior de la provincia catalana a todos estos condenados al futuro. El quiosco, la copla y el carnaval dejarán paso a Terenci Moix citando pomposamente a Gramsci ante «no demasiado público», según la rumba escrita de Segarra.

Ocaña, hombre coherente en su incoherencia, se adaptó a este cambio al profesionalizarse como retratista. Son sus grandes años como vendedor de esas vírgenes de Plastidecor: ahora por fin alcanzaban comprador y dejaban de ser regalos a «sus chulos» por los servicios prestados. Cardín recordó con perspicacia cómo esa construcción de un personaje fue clave en ese éxito artístico y comercial. Escribía en la Revista de Asturias (1979) que esos lienzos se vendían solos y los burgueses nuevaoleros, embutidos en Montesinos, le ofrecían «sustanciosos contratos» para decorar las casas de esa incipiente gente guapa levantina.

No mentía: del 69 al 75, en la dictadura, Ocaña apenas tuvo dos o tres exposiciones (en Cantillana, en bares de Barcelona o librerías hippies). Del 76 en adelante comenzará su buena nueva, siendo una firma dominante en la galería Mec-Mec y exponiendo ya en Besançon (Francia) en la galería Artémis para mayo de 1979. Sus exposiciones más célebres, las de Mec-Mec y la Capilla del Antiguo Hospital (las dos en Barcelona), congregaban a todo el grupo de Nazario y resultaban un tipo de catarsis colectiva gay.

Mec-Mec, en el carrer dels Assaonadors (cerca del Barrio Gótico), fue el referente irreverente de la contracultura catalana y duró apenas tres años en este estilo de ruptura (de 1976 a 1979). El investigador Andrés Ruiz cree que Ocaña quería redescubrir la «pintura popular», dar a conocer a nuevos autores, y lo hacía en este lugar cercano a un pub dominado por el lenocinio y sus meretrices. Nazario es el gran cronista de esos happenings, donde Ocaña llegó a instalar «su dormitorio», además de recordar que «manadas de maricones» le ayudaban en sus trabajos kitsch de papel maché. La otra exposición, aquella de la capilla, fue más ambiciosa y el dibujante underground rememoraba que nuestro artista llegó a «derribar» la pared de su estudio para poder sacar las imágenes religiosas. Estas fueron llevadas a hombros por sus camaradas espirituales, en una especie de procesión psicotrónica y que él intitula de manera clarividente como «felliniana». 

Ese mundo cultural se trastocaba lentamente: Nazario confesó al periodista David Barba que la victoria de Jordi Pujol en las autonómicas de 1980 fue «la puntilla del movimiento libertario». La ciudad se convirtió en más violenta, los intelectuales fueron más modosos, y el trabajo en la Caixa resultó algo más tentador. Terenci Moix, ya en 1978, recogía el hartazgo en los quioscos de la figura del travesti. Esta había pasado de convertirse en «revulsivo cultural» a ejercer ahora más bien como atractivo extraño para señores de Barcelona no poco reprimidos. Es de imaginar que muchos de ellos serían calvos, gordos y con bigote, siguiendo ese modelo físico que popularizó, que legitimó intelectualmente, Manuel Vázquez Montalbán. Moix sentenciaba que «la nostalgia del andrógino ideal pierde puntos cuando se la encuentra colgada semanalmente en un quiosco».

Esta década será fructífera para Ocaña en lo comercial ya que los museos de arte contemporáneo se abren a sus obras y a él como firma (expondrá en Ibiza, Santander, Donostia, etc.). Todo cambió para este artista total, según Nazario, cuando se estableció como retratista: compró un «enorme piso» donde la alcurnia canalla y sórdida estaba fuera de marco, desenfocada, ante la nueva realidad propia del Hola. De hecho, en su afán de promoción, llegó a vender una página doble a color en la revista Fotogramas donde se inmortalizaba junto a este casoplón

Sin duda, Ocaña convertido en «marchante de su propia obra» estaba empezando a ser un tipo de funcionario cultural, subsección camp. A la vez, fue poco a poco consumido por la enfermedad, cuyo origen nadie conoce en todos esos libros de memorias, y que derivó en la aludida hepatitis. Su piel, de tono amarillo limón, habría de dorarse en esa inmolación artística propia de un personaje creado por Gabriele D’Annunzio.

Ahora, quedémonos con esta diosa de cartón piedra un poco antes, todavía en los setenta, con su bombín, camisa a rayas y zapatones. Un Chaplin todavía más amanerado en medio de esa Barcelona lluviosa; ciudad triste, sucia y gris casi siempre en otoño. Allí, según Jiménez Losantos, Ocaña hizo su mejor y más sentida representación:

Una mañana, yendo en taxi a no sé dónde, lo vi solo en las Ramblas desiertas, bajo la lluvia, viviendo con disciplina teatral el personaje que quiso ser.

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