Julian Barnes publicó su primera novela en 1980, Metroland. Y como todo escritor novel, nervioso y expectante, envió copias a amigos y conocidos. Entre los que recibieron un ejemplar del libro estaban los que habían sido sus colegas en New Statesman, con los que solía comer los viernes. Eran James Fenton, Martin Amis, Ian McEwan, Clive James y Christopher Hitchens. En las semanas siguientes todos tuvieron palabras de ánimo, aliento y hasta alguna felicitación para Barnes. Todos salvo uno. En una comida a solas con el amigo mudo Barnes se aventuró: «Hitch, ¿leíste mi novela?». Y Hitch le miró, hizo una pausa, guardó un segundo de silencio —uno de esos golpes de teatro que décadas después le harían célebre— y solo cuando el autor de Metroland tenía ya el corazón en un puño respondió: «¿Leí tu novela? Dame una pista. ¿Va sobre dos niños que están juntos en la escuela, algo así?». Después divagó sobre el libro guardándose de deslizar un solo elogio. Fue cruel y despiadado, también fue brutalmente honesto. Esa es la palabra que mejor define a Hitch: honestidad. Y uno solo puede ser honesto intelectualmente empezando por sí mismo y siguiendo por sus mejores amigos. Siempre de frente, sin ambages, sin dobles discursos, mirando a los ojos. Hitch nunca tuvo miedo a incomodar, podía equivocarse, pero no buscaba subterfugios, no construía falsas arcadias ni se escondía tras frases de guionistas estadounidenses. Hitch blandía la espada de la verdad.
Este 2020 tan triste, en el que miles de personas han muerto, en el que hemos pasado la mayor parte del tiempo encerrados, este año del ministerio de la verdad y de la posverdad de los afectos he regresado una y otra vez a Hitchens. He vuelto a reír imaginándolo como abogado del diablo en el proceso de beatificación de la madre Teresa. Me he emocionado releyendo su hermoso libro sobre Thomas Paine. He buscado sus vídeos en YouTube. Capaz de defender la ciencia frente a la fe glosando la belleza de un agujero negro. No sé cuántas veces le he escuchado recitar con un nudo en la garganta el Dulce et Decorum est de memoria. Sé que se emocionaba porque los versos de Wilfred Owen están llenos de verdad, de la verdad de un hombre que murió en las trincheras de la I Guerra Mundial.
(…)
Obscene as cancer, bitter as the cud
Of vile, incurable sores on innocent tongues,—
My friend, you would not tell with such high zest
To children ardent for some desperate glory,
The old Lie: Dulce et decorum est
Pro patria mori.
Christopher Hitchens y Julian Barnes siguieron siendo amigos hasta el último día, hasta que un cáncer de esófago acabó con la vida del gran polemista. La honestidad de Hitch fue, además, aleccionadora para Barnes, que tras aquella comida de 1980 jamás ha vuelto a preguntarle a nadie qué opina sobre un libro suyo.
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La literatura es una conversación, un diálogo infinito, una brújula con la que orientarme. Hasta que algo no se nombra no existe y, a menudo, la única forma de hacerlo, de nombrar, es tomándole prestadas las palabras a otro. Lo escribió Tomas Tranströmer en un poema: «Lo único que quiero decir / reluce fuera de alcance/ como la platería/ en la casa de empeños».
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Sin un orden claro. Mezclando ficción y no ficción, pero pertrechada con las mismas armas que Hitchens, las de la honestidad absoluta, ahí van mis libros favoritos de 2020.
Tres mujeres, de Lisa Taddeo (Principal de los Libros). El deseo sexual femenino sigue siendo un tabú, da igual lo empoderadas que nos sintamos, es un tema que sigue incomodando a mucha gente. Aquí Lisa Taddeo cuenta la historia de tres mujeres aparentemente liberadas sexualmente a las que siguió durante ocho años. Y al poner la lupa va descubriendo otra realidad tras las apariencias. Mujeres a las que juzgan por tener apetito sexual, mujeres que se someten a los deseos de los hombres, mujeres frágiles y rotas que necesitan ser queridas. Es la historia de los silencios y las miradas reprobatorias que todas hemos sentido alguna vez. Y Taddeo arma el puzle de la vida de esas mujeres con el pulso narrativo de un autor de novela negra.
El expediente, de Timothy Garton Ash (Barlin Libros). El historiador Timothy Garton Ash regresa a Alemania, país en el que estudió a finales de los setenta, para buscar su nombre en los archivos de la Stasi. Garton Ash enfrenta sus propios recuerdos a esos expedientes que sobre él elaboraron los espías encargados de vigilarle. Descubre la doble cara de algunas personas a las que recordaba con cariño. Pregunta y trata de encajar todos esos elementos para confeccionar su propio expediente. Pocos temas me obsesionan tanto como la construcción de la memoria, cuántos de esos recuerdos inventados de los que hablaba Oliver Sacks hemos dado por buenos y reproducimos como si fueran reales. Y el ejercicio que hace Garton Ash resulta apasionante.
Despojos, de Rachel Cusk (Libros del Asteroide). Hay pocos temas literarios más viejos que el de la ruptura amorosa, pero la crudeza con la que aquí escribe Cusk reinventa el género. No hay un ápice de condescendencia. Habla del matrimonio, de los conflictos entre el feminismo y la maternidad, de una relación que se deshace, de la irracionalidad y el egoísmo que a veces nos posee. El divorcio como un dolor físico. Como la extracción de una muela que nos deja un hueco que nunca más estará ocupado, pero con el que no sabemos qué hacer.
Simón, de Miqui Otero (Blackie Books). Simón Rico y su primo hermano Ricardo Rico —Rico, a secas— inventan una y mil vidas tratando de escalar en el ascensor social, pero todo sale casi siempre mal, solo ganan al billar. Se caen una y otra vez, pero aprenden a levantarse. Miqui Otero nos regala uno de los grandes antihéroes de nuestras vidas, y por el mismo precio la crónica de una Barcelona que va del glorioso año 92 al crepuscular siglo XXI en el que la precariedad nos ahoga.
Otero ha escrito una novela que es también un homenaje a todos los que crecimos enamorados de los libros y de su poder, a los que los concebimos como objetos mágicos. Aunque no se olvida de recordarnos que por muchas respuestas que haya en los Libros Libres al final hay que ser valientes e improvisar el final de tu propia novela.
Casas vacías, de Brenda Navarro (Sexto Piso). Una mujer pierde a su hijo mientras el crío juega en el parque; otra mujer roba a un niño en un parque. Ese es el punto de partida de esta novela durísima que habla de la maternidad, pero no solo. Es también un relato sobre la culpa, el miedo, el anhelo y nuestras propias contradicciones. Sobre cómo se puede ser víctima y verdugo. Y duele, y emociona.
La huella de los días, de Leslie Jamison (Anagrama Argumentos). Decir que es un ensayo sobre la adicción de Jamison al alcohol sería quedarse muy corta, ese es solo el hilo conductor de un proyecto mucho más ambicioso. La escritora estadounidense desgrana la vida de otros borrachos ilustres, como Jean Rhys o Raymond Carver, trata de acabar con ese mito (absurdo) del malditismo que sostiene que la genialidad de escritores como Hemingway residía en su afición a la botella. Tiene tiempo Jamison de contar la historia de Alcohólicos Anónimos o de las políticas implantadas por distintas administraciones americanas para perseguir a los adictos. Y mientras hace todo eso se desnuda: anorexia, alcoholismo, relaciones que se ahogan en un vaso de whisky, lagunas mentales. El proceso de autodestrucción de una niña bien que empezó a beber para sentirse aceptada. Y la historia de su reinvención.
Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez (Anagrama). El de Enríquez es un universo lleno de maldad, de depravaciones, de monstruos, de cadáveres. Es una novela sobre cómo nos marcan nuestros orígenes, sobre lo difícil que es escapar de la herencia familiar, de nuestro propio destino. Donde el amor y la ternura son siempre aplastados por la oscuridad. Enríquez te lleva a la Argentina de la dictadura, a las fosas, exhuma una realidad omnipotente: la de las familias poderosas que asesinan y no pasa nada. Y eso, que sucedió anteayer, es un secreto que la selva revela a gritos.
No creo que haya lista este año que no incluya esta novela monumental que ha conseguido enganchar a todos los que no somos aficionados al género de terror, y que hemos terminado el libro con la boca abierta.
Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas, de Ignacio Peyró (Libros del Asteroide). Nunca me han interesado los diarios, suelen aburrirme, pero Ignacio Peyró ha venido a desbaratar mis teorías. Escribe con una erudición al alcance de muy pocos en este país, es nuestro Chesterton. Primero te zambulle en el ambiente de un Madrid pijo, el de Embassy y el Balmoral, que da igual que no conocieras porque al final terminarás añorándolo. Después es él quien se zambulle en el periodismo y la política, y va contando la historia de un joven cronista político de lengua afilada, que escribe con mala baba, que no busca epatar ni quedar bien. Peyró agarra a los periodistas de la pechera y los zarandea. «Edad adulta: ese momento de la vida en que ser imbécil ya no es gratis».
Nadando a casa, de Deborah Levy (Siruela). Una novela sobre la tristeza y las enfermedades mentales, sobre los silencios que dominan nuestra vida, sobre los secretos familiares. Una novela extremadamente perturbadora y difícil de calificar. «La vida solo merece la pena porque tenemos la esperanza de que irá mejor y de que todos llegaremos a casa sanos y salvos».
Hechos poco fieles, de Lena Andersson (Alfaguara). La protagonista, Esther Nilsson, está enamorada de la idea del amor y de la idea de estar enamorada. El problema es que en lugar de disfrutar de la parte bonita de ese sentimiento está hundida en el lodazal que puede también ser el amor, enamorada de un hombre casado que juega con ella una y otra vez. Convertida en el eterno segundo plato, menospreciada hasta la extenuación, incapaz de romper una espiral de dolor, esperando un milagro que no existe. No es una novela romántica, ni erótica. Es una novela dura y a ratos muy triste, donde Andersson —que tiene una forma de mirar precisa y fría— sigue explorando el universo de las relaciones imposibles y de la infidelidad.
Un hipster en la España Vacía, de Daniel Gascón (Random House). Enrique Notivol es el típico hipster madrileño que huye a un pueblo de Teruel para recomponerse de una ruptura amorosa (que es por lo que huimos todos). Y el bueno de Enrique se empeña en llevar su ecologismo, sus talleres para acabar con el heteropatriarcado, y todas sus ideas de la izquierda cuqui a un lugar donde no acaban de entenderlo. O donde más bien se ríen de él y sus ocurrencias. Gascón, poseedor de un humor inteligentísimo y afilado, convierte al pueblo en una especie de aldea gala en la que sucede de todo para ofrecernos un relato perfecto de esa España que se mueve alrededor del núcleo irradiador. Eso sí, hay que venir con ganas de reírse de uno mismo.
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Felices lecturas en 2021.