Este texto ha sido finalista del concurso DIPC–LSC en la modalidad de divulgación científica de Ciencia Jot Down 2020.
A finales de 1938, el físico húngaro Leo Szilard se instaló en un hotel en Harlem, Nueva York, a pocas manzanas de los clubes de música y de los laboratorios de la Columbia University.
Como tantos otros judíos, Szilard había dejado Europa huyendo de Hitler y la amenaza de la guerra. Cuando finalmente se instaló en Nueva York llevaba diez meses saltando de laboratorio en laboratorio, intentando resolver una cuestión que le quitaba el sueño.
La idea se le había metido en la cabeza cinco años antes, después de leer en el periódico unas declaraciones del físico Ernest Rutherford. Rutherford trabajaba con reacciones nucleares, aquellas donde se modifica la estructura central de los átomos. Pocos años antes, investigadores de su laboratorio habían conseguido romper átomos de litio por la mitad, un proceso que liberaba bastante energía. En las declaraciones que leyó Szilard, Rutherford decía que, a pesar de ello, las reacciones nucleares nunca podrían usarse para obtener energía a gran escala.
«Las declaraciones de expertos diciendo que algo no se puede hacer siempre me han irritado», recordaría Szilard en una entrevista en los sesenta.
Ese mismo día empezó a darle vueltas al tema y tuvo una idea. Si fuera posible enlazar unas reacciones nucleares con otras, creando una especie de efecto dominó, podría generarse una gran cantidad de energía de forma muy eficiente. Una reacción así permitiría también —y a Szilard no se le escapa este detalle— producir armas muy potentes.
Antes de embarcarse hacia Estados Unidos, Szilard desarrolló y obtuvo una patente para una reacción nuclear en cadena utilizando neutrones, unas partículas subatómicas recién descubiertas. Pero cuando llegó a Nueva York en 1938 todavía no había encontrado el elemento químico adecuado para producir la reacción.
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Algunos meses después de Szilard, Charlie Parker llegaba también a Nueva York. Tenía entonces diecinueve años y había pasado los últimos ocho tocando el saxo alto en su ciudad natal, Kansas City.
Al llegar se encontró con todo lo que un joven músico puede desear. En Harlem, cerca del hotel de Szilard, se estaba formando una vibrante escena musical. Locales como el Minton’s Playhouse y el Clark Monroe’s Uptown House empezaban a hacerse conocidos por sus jam sessions.
En aquellas sesiones, que se alargaban hasta altas horas de la madrugada, cualquiera podía subir a tocar y los temas se decidían en el momento. Pero las jam sessions de Harlem no eran para principiantes. Se tocaba muy rápido, se rearmonizaban los temas y había una especie de carrera armamentística musical para ver quién podía hacer el más difícil todavía. Todo ello hacía más compleja e interesante la música.
Se cuenta que las primeras veces que Parker estuvo en aquellas sesiones se sintió como un pez fuera del agua. Pero de ser cierto, aquello no debió durar mucho. Parker tenía un genio musical único y, según su propio testimonio, ensayaba dieciséis horas al día. A las pocas semanas no solo seguía perfectamente los temas, sino que empezaba a destacar.
«Domina tu instrumento. Domina la música. Y luego olvídate de todas esas chorradas y simplemente toca», dijo años más tarde.
En una de aquellas sesiones, Parker conoció al trompetista Dizzy Gillespie, con el que formaría una de las parejas más icónicas de la historia de la música.
Aunque conectaron rápidamente, Parker y Dizzy eran muy diferentes. Parker era errático, mujeriego, impredecible. Abusaba del alcohol y las drogas, especialmente la heroína. Se casó tres veces. Llegaba tarde, y a menudo colocado, a los conciertos y a las sesiones de grabación. Era el arquetipo de genio virtuoso y hedonista. Dizzy, en cambio, era responsable, serio, emprendedor. Todo ello sin dejar de ser uno de los mejores trompetistas de todos los tiempos.
A pesar de sus diferencias, Parker y Dizzy compartían una forma de entender la música. Y a lo largo de los siguientes años capitanearían el desarrollo del bebop, la primera gran revolución del jazz.
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Más o menos por la misma época en la que Parker llegó a Nueva York, Szilard encontró la pieza que le faltaba. Fue durante una visita a Princeton, cuando le hablaron de una serie de descubrimientos que se acababan de realizar en Europa.
Algunos meses antes, los físicos alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann habían visto que al bombardear átomos de uranio con neutrones se formaba bario. Este resultado era sorprendente, porque lo que se creía entonces era que los átomos absorbían los neutrones, se volvían inestables y, después de liberar energía y alguna que otra partícula, producían elementos de tamaños más o menos similares al del átomo original. Sin embargo, el átomo de bario es mucho más pequeño que el de uranio, tiene aproximadamente la mitad de su tamaño. Hahn y Strassmann estaban convencidos de que habían hecho bien los experimentos, pero no entendían el resultado.
Hahn escribió a su colaboradora Lise Meitner contándole los resultados. Meitner, una austriaca de origen judío, había huido de Alemania poco antes, después de la anexión de Austria al III Reich. En ese momento estaba en Suecia, donde le estaba visitando su sobrino Otto Frisch, también judío y también exiliado. Discutieron juntos los resultados y propusieron una explicación.
Según su hipótesis, los átomos de uranio, al absorber los neutrones, se volvían tan inestables que se rompían en dos fragmentos, un átomo de bario y otro de kriptón. Era algo parecido a lo que se había visto con el litio, pero usando un átomo de mayor tamaño y produciendo en la reacción muchísima más energía. Llamaron al proceso «fisión nuclear».
Szilard enseguida se dio cuenta de que la fisión nuclear del uranio era la reacción que estaba buscando. Porque si la hipótesis de Meitner y Frisch era correcta, al romper el núcleo se liberarían nuevos neutrones. Eso permitiría, en condiciones adecuadas, generar una reacción en cadena.
Durante las siguientes semanas preparó un experimento para comprobarlo. Cuando todo estaba listo, con el corazón en un puño, el ayudante de Szilard apretó el interruptor que ponía en marcha el sistema y… ¡No ocurrió nada! Entonces se dieron cuenta de que habían olvidado enchufar el osciloscopio, el equipo que sirve para acompañar la reacción. Al conectarlo se confirmaron sus sospechas:
«Accionamos el interruptor y vimos los destellos. Los miramos por un rato y luego apagamos todo y nos fuimos a casa», contaría Szilard. El experimento había funcionado. Por cada neutrón bombardeado contra el uranio, se emitían dos neutrones nuevos. Y eso significaba que era posible desarrollar bombas atómicas. «Esa noche tenía muy pocas dudas en mi mente de que el mundo se dirigía hacia el dolor».
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Aunque Parker y Dizzy pasarían a la historia como los padres del bebop, muchos historiadores sitúan el comienzo de aquella revolución en una grabación en la que ninguno de los dos participó.
Ocurrió en 1939, poco después de que Alemania invadiera Polonia y finalmente se desencadenase la guerra. El saxofonista Coleman Hawkins acababa de regresar a los Estados Unidos. Por aquel entonces ya era un artista consagrado. Cuando aceptó una oferta para tocar en Europa, llevaba once años como solista en la orquesta de Fletcher Henderson, una de las big bands más importantes de la época. Cinco años después, volvía a su país con ganas de escuchar cómo había evolucionado el jazz durante su ausencia. Pero al llegar se sorprendió con lo poco que habían cambiado las cosas.
«Pensé que cuando volviera… Pensé que los músicos aquí estarían mucho más avanzados. Pero estaban exactamente igual que cuando me fui. No vi ningún… nada. No habían avanzado, no habían hecho nada. Muchos de ellos decían que tocaba notas incorrectas», recordaría en una entrevista.
Pocas semanas después de llegar, se metió en un estudio y grabó una versión del clásico «Body and Soul» que marcaría un antes y un después en la historia del jazz.
Desdibujando la melodía y planeando sobre los acordes, la interpretación es un guiño a lo que está por venir. El sonido es cálido, elegante, sensible. «El arrullo de Coleman Hawkins» escribiría Cortázar en Rayuela. «Cuando escuché a Hawk, aprendí a tocar baladas», diría años más tarde el trompetista Miles Davis.
Con aquella grabación fue como si Coleman, que fue un gigante de la era del swing, le pasara el testigo a la generación que crearía el bebop, la de Charlie Parker y Dizzy Gillespie.
Y de hecho, aquella fue una época de transición. Las big bands que reinaban hasta entonces dieron lugar a formatos más reducidos. Las melodías pegadizas fueron reemplazadas por improvisaciones complicadas, interpretadas a gran velocidad. El público dejó de ir a los locales a bailar y empezó a hacerlo simplemente para escuchar la música.
La guerra influyó mucho en aquel cambio. A partir de diciembre de 1941, cuando los Estados Unidos se unieron a los Aliados después del bombardeo de Pearl Harbor, los impuestos y la economía de guerra impusieron cambios en el ocio. El baterista Max Roach lo cuenta muy bien en las memorias de Dizzy:
La guerra lo desbarató todo (…). El público comenzó a sentarse a escuchar porque en un club no se podía bailar. Si alguien se ponía a bailar, te cargaban un veinte por ciento más por cada dólar. Si alguien cantaba algo, era un veinte por ciento más. Si alguien bailaba sobre un escenario, era un veinte por ciento más. Durante ese periodo, si la gente quería divertirse, solo tenía a los instrumentistas que tocaban.
Aunque existen muchas grabaciones de esos primeros momentos, pronto surgió un imprevisto. Entre los años 1942 y 1944, la American Federation of Musicians, el principal sindicato de músicos, mantuvo una huelga contra las discográficas, prohibiendo a sus miembros grabar discos. Exigían mayores pagos por regalías, ya que se estaba popularizando la música grabada. Como consecuencia, la fase de crecimiento y madurez del bebop se perdió para siempre.
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Curiosamente, el desarrollo de la bomba atómica también ocurrió lejos de la mirada del gran público.
Cuando Szilard comprobó que sus peores temores eran ciertos, decidió pasar a la acción. Fue a visitar a Einstein, que estaba veraneando en Long Island, y le puso al tanto de la situación. De ese encuentro surgió una carta dirigida al presidente Roosevelt, donde le informaban de los recientes hallazgos y advertían de la posibilidad de que los alemanes desarrollasen una bomba atómica.
La carta de Szilard y Einstein suele considerarse el pistoletazo de salida del Proyecto Manhattan, que tuvo como resultado el desarrollo de las bombas atómicas. Involucró a cientos de científicos y se desplegó a lo largo y ancho de Estados Unidos, pero a pesar de ello, se mantuvo en secreto.
El escenario más emblemático del proyecto fue el laboratorio de Los Álamos, en el desierto de Nuevo México, el lugar donde se construyeron las bombas. El físico Richard Feynman, que estuvo allí, contó en su autobiografía varias anécdotas de aquella época. Una de ellas ayuda a entender cómo algunas de las mentes más brillantes de su época aceptaron colaborar en un plan tan destructivo.
Ocurrió el 16 de julio de 1945, durante la prueba Trinity, la primera detonación de un artefacto nuclear. Feynman presume de haber sido probablemente la única persona en el mundo que vio la explosión con sus propios ojos, porque mientras que el resto de espectadores usó gafas de sol, él se metió en un coche, contando con que el parabrisas absorbería la luz ultravioleta, el único peligro real a la distancia a la que estaban.
Cuando la bomba explotó, al principio no se oyó nada, pero el cielo se tiñó de varios colores. Después hubo un ruido estrepitoso, «como un trueno». Aquella era la primera vez que los científicos comprobaban directamente el resultado de su trabajo y empezaron a saltar de alegría al ver que todo había funcionado.
En medio del alborozo, cuenta Feynman que vio a Bob Wilson, el investigador que le había reclutado para el proyecto. Tenía el gesto compungido, y cuando Feynman le preguntó qué le pasaba, respondió: «Hemos hecho algo horrible». Solo entonces despertó Feynman del dulce sueño de la ciencia.
«Lo que me pasó a mí, lo que nos pasó a todos, fue que empezamos por una buena razón. Después trabajas duramente para lograr algo y es un placer, es emoción. Y dejas de pensar, ¿sabes? Simplemente dejas de hacerlo. Bob Wilson era el único que todavía estaba pensando sobre eso en aquel momento», escribiría Feynman.
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Mientras la guerra y el Proyecto Manhattan avanzaban, Parker y el resto de boppers sacaban la nueva música de Harlem y la llevaban a la calle 52. Fue allí, en locales como el Three Deuces, el Onyx y el Downbeat, donde el bebop se popularizó.
Con el fin de la huelga empezaron a surgir grabaciones. Uno de los primeros registros en directo con Parker y Dizzy se grabó en el Town Hall de Nueva York, el mismo día de junio de 1945 en el que los Estados Unidos ganaban la batalla de Okinawa, en los últimos compases de la guerra.
La grabación de aquel concierto estuvo perdida sesenta años, hasta que en 2004 un coleccionista encontró los siete discos de acetato originales en una tienda de antigüedades de Connecticut.
Parker llegó tarde aquel día. En la grabación se escucha el aplauso emocionado del público cuando sube al escenario, durante el solo de Dizzy. Pero no decepciona. Su improvisación unos minutos más tarde pone todo patas arriba. Al contrario de lo que ocurre en las grabaciones de estudio, donde el tiempo por pista era limitado, en directo los músicos podían desarrollar ampliamente sus ideas. Y las de Parker eran casi infinitas.
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En mayo de 1945, Alemania se rindió. A medida que la victoria de los Aliados se hacía más probable, el miedo de Szilard a que Alemania crease una bomba nuclear fue reemplazado por el miedo a que Estados Unidos usase las suyas contra Japón.
Durante los meses siguientes, Szilard movió cielo y tierra para intentar entregar una carta al presidente Truman. En la carta le advertía de las «responsabilidades morales» de usar armas nucleares y pedía que se diese la oportunidad a los japoneses de rendirse. A pesar de sus esfuerzos, la carta nunca llegó a las manos del presidente.
Pocas semanas después del concierto de Town Hall, Estados Unidos lanzó las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Seis días más tarde Japón se rindió. Szilard continuaría siendo un activista por la paz el resto de su vida.
Charlie Parker solo viviría diez años más. Murió en 1955, en la suite de un hotel, mientras veía la televisión. Tenía treinta y cuatro años, pero dicen que el médico que certificó su defunción estimó que debía tener sesenta, tal era su estado por culpa del alcohol y la heroína.
Parker, Szilard y el resto de personajes de este relato forman parte de ese continuo de ciencia, arte e historia que solemos llamar cultura. Un concepto que, por muchas clasificaciones que hagamos, no deja de ser otra cosa que el resultado del impulso incesante del ser humano por llegar siempre un poco más lejos.
Excelente texto
James carter como lo escribio el cronospio de Cortázar está presente parami ideario delo que es un genio con Mayúsculas
Magnifico articulo, gracias
Very good! Even in English translation.
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