Es la tierra más desconocida del bel paese y durante décadas ha sido considerada «un mundo aparte». Pero con el poder de la ‘Ndrangheta, la mafia calabresa, que actúa como un holding internacional, el desempleo endémico y una corrupción que sobrevive a los escándalos, la región es cada vez más el espejo en el que un país entero se mira.
—Soy de Calabria.
—Ah, sí. Estuve una vez en Palermo.
—Bueno. Palermo está en Sicilia.
Y Calabria no es Sicilia. Ni está tan cerca de Nápoles, como muchos foráneos creen. No es de extrañar. Durante siglos, aquel trozo de tierra engastado entre el mar Tirreno y el Jónico que forma la punta de la bota italiana, ha sido una tierra de pasaje, un intermedio entre una capital y otra del reino de las Dos Sicilias, el apéndice de una Italia que, siglo y medio después de su unificación, aún tiene la tentación de considerarla como un «mundo aparte». Una tentación no exenta de hipocresía. Ayer como hoy. En los años setenta, cuando un desarrollismo sin objetivos dejó detrás de sí los esqueletos inertes de polos industriales fallidos antes de empezar, como los de la Piana de Gioia Tauro, donde los cimientos de las fábricas que nunca abrieron yacen en medio de las colinas de naranjos como monumentos perennes de la violación de una tierra de extraordinaria belleza. Y ahora, cuando una parte del país aún finge no ver hasta qué punto la ‘Ndrangheta, la poderosa mafia calabresa, ha entrado a formar parte del tejido económico de un norte que se creía inmune (e impune).
«A menudo oigo decir que Calabria es una parte distinta de Italia. Pero yo creo que es un laboratorio de lo que es el país, de lo que puede ser Italia dentro de veinte años si no se invierte la marcha. Catanzaro, su capital, es como la exasperación de los grandes problemas del país: ausencia de mérito, corrupción de la cosa pública, una realidad ensimismada y una grandísima desigualdad social, con un poder económico que se mezcla con el político. Luego está la mafia, que hasta hace unas décadas se consideraba una peculiaridad local, y ahora ha cambiado de naturaleza y la puedes encontrar en Calabria como en Lombardia, dueña de grandes capitales que actúa como un capitalista». Salvatore Scalzo habla desde Bruselas. Volvió allí hace unos meses, en un viaje de ida y vuelta desde y hacia su ciudad natal, que es una parábola de lo que es hoy en día Calabria y del porqué es el espejo en el que un país entero se mira.
Scalzo es un joven brillante. Tras acabar la carrera en Roma y un máster en Asuntos Europeos, con tan solo veintiséis años consigue un trabajo en la Comisión Europea. Es también el fundador de Ulixes, la asociación de jóvenes calabreses de aquella diáspora que, como una lenta sangría, ha vaciado los pueblos y las ciudades, haciendo de la región una de las tres en Italia con crecimiento demográfico negativo. Es entonces cuando le proponen presentarse como candidato del centro izquierda a la alcaldía de Catanzaro, una ciudad donde la alternancia del poder ha sido a menudo un cambio de chaqueta para pasar de un partido a otro, donde una oligarquía que es siempre la misma desde hace décadas bloquea cualquier atisbo de cambio. Con la frescura de sus veintiocho años, Scalzo acepta y tras ocho años fuera, vuelve a su tierra. En breve, su decisión se transforma en un pequeño «caso» que consigue despertar también la atención de los medios nacionales e incluso internacionales, siempre muy parcos a la hora de hablar de Calabria más allá de las crónicas teñidas de sangre sobre la criminalidad organizada.
La suya es una misión imposible. Se sabe que no podrá ganar contra el candidato del centro derecha, exfascista y expresión de aquella oligarquía que ha gobernado la ciudad sin interrupción en las últimas décadas. Y pierde. Pero consigue un resultado que nadie realmente se esperaba. Sobre todo, logra aglutinar el voto de los jóvenes, reanimar a una oposición de facto muerta, dar a una ciudad anestesiada una bocanada de aire fresco. Y es por eso que, cuando siete meses después el ganador de las elecciones dimite porque prefiere quedarse con el escaño de diputado (único caso en Italia de un candidato con doble cargo que renuncia a gobernar su ciudad), Scalzo tiene su segunda oportunidad. Parece el comienzo de un sueño.
Llega el día de las elecciones. Scalzo se enfrenta esta vez a Sergio Abramo, exalcalde y emprendedor. Es uno de los dueños de los call centers que han colonizado la periferia de la ciudad, con enormes naves que han aplastado los antiguos campos de olivares, vendiendo, en la región con la tasa más alta de paro de Italia y una falta de trabajo endémica, el sueño de un empleo en una oficina, por trescientos o cuatrocientos euros al mes y ninguna garantía.
El exalcalde gana las elecciones por ciento treinta votos. Pero ya pocas horas después se empieza a saber que algo raro había pasado en algunos colegios de la periferia sur de la ciudad. Hay olor a estafa. Y denuncias de votos comprados por cincuenta euros, en una ciudad donde el voto di scambio ha alimentado la construcción de relaciones clientelares que han atascado el funcionamiento de la máquina de la Administración. La oposición denuncia y, unos meses después, un tribunal le da la razón. Pero, en lugar de anular los resultados, solo hace repetir el voto en los colegios incriminados. Y, como si nada hubiera pasado, en la Italia del ventennio berlusconiano, Abramo, inesperadamente, vuelve a ganar. «Y entonces sí ha sido duro». Scalzo lo repite con voz firme, pero afectada, de quien en serio se había creído que se podía producir una brecha en el inmovilismo que ha alimentado la diáspora y el vaciamiento de los recursos materiales e intelectuales de una región.
¿Cómo era posible que volviera a ganar el mismo candidato tras haberse descubierto una estafa electoral en el anterior turno? ¿Son los calabreses incapaces de mostrar indignación, de un acto de rebeldía ante el statu quo? «También en este sentido es una Italia en miniatura. No hay que infravalorar el hecho de que una grandísima parte de la sociedad depende no solo ya de la política sino de un poder económico que se concentra cada vez más y que representa un gran bloque social, en un contexto de gran precariedad donde el consenso se capta sobre los servicios mínimos ofrecidos a la gente, y donde cualquier cosa parece octroyée, concedida».
«A veces, parece que no hay encuentro con la historia, que es un país que vive fuera de la historia».
El tono de Scalzo no esconde que la derrota sigue doliendo. Ha decidido dejar la experiencia política calabresa y volver a Bruselas, desde donde contempla airado como los millones de euros de los fondos que la Unión Europea invierte en la región se pierden en el despilfarro de proyectos sin rumbo ni otro objetivo que alimentar el spoilsystem del poder político.
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«Yo me implicaría por Calabria, pero no creo en los héroes, creo en las acciones colectivas. No quiero ser una vanguardia de mí mismo». Giovanni Tizian tiene treinta y dos años y desde hace tres vive bajo escolta. En diciembre de 2011 la policía le comunicó que era «una persona en riesgo». De profesión es periodista y en los últimos años se ha dedicado a investigar los negocios de las mafias en el norte de Italia. Una de sus investigaciones sobre empresas con olor a ‘Ndrangheta en la región de Emilia Romagna, antaño paraíso de la eficiencia y bastión de la izquierda, ha molestado, y mucho. Es así como el poder criminal vuelve a turbar su vida, nueve años después de haber dejado Bovalino, la ciudad en la provincia de Reggio Calabria en la que había vivido hasta el asesinato de su padre, asesinado a sangre fría a golpes de lupara —la escopeta— en un homicidio en una de las zonas más y mejor controladas por los clanes locales, que veinticinco años después sigue aún sin culpables. Es por eso que, tras su primer libro de ensayo Gótica, una megainvestigación sobre las infiltraciones mafiosas en el norte de Italia, Tizian ha escarbado en los cajones de la memoria, superando las reticencias y el dolor, para contar en La nostra guerra non è mai finita la historia de su familia, de la empresa familiar que, tras incendios dolosos y amenazas, tiene que cerrar convirtiendo, tres años después de la muerte de su padre, a las víctimas en fugados.
«Calabria es para mí un mar en tempestad, el símbolo de las contradicciones típicas del Mediterráneo, la belleza y la maldición al mismo tiempo, la energía violenta de las olas pero también el olor del mar. Tanta pasión, tanta alma pero al mismo tiempo una tierra maltratada, vendida por un poder que no es solo criminal sino político». Es esta su metáfora para describir Calabria, que en este otoño de 2014 vive el enésimo baile de promesas de unas elecciones regionales adelantadas tras la condena a seis años e inhabilitación del expresidente Giuseppe Scopelliti, por falsificación de las cuentas de la administración de la ciudad de Reggio Calabria cuando él era el regidor. La sentencia no le ha impedido presentarse (sin éxito) a las elecciones europeas en la lista del Nuevo Centro Derecha, el partido del ministro del Interior Angelino Alfano y de los tránsfugas de Forza Italia de Silvio Berlusconi. «Las caras no cambian nunca. Siempre se presentan los mismos, los candidatos siempre son los mismos», asiente Tizian. O a lo mejor solo cambian de bando, en un sistema en el que el entramado de los intereses políticos, económicos y criminales a menudo se cruzan hasta confundirse.
Uno de los ejemplos más sangrantes es la autovía que atraviesa la región, la Salerno-Reggio Calabria, la reina de las infraestructuras inacabadas de Italia. La autovia A3, 495 kilómetros que, medio siglo después del comienzo de las obras, aún está plagada de puntos muertos y que, en el último de una serie de plazos incumplidos, Berlusconi prometió que acabaría en 2013. Y, en cambio, allí están las obras paradas en muchos tramos por la intervención de los jueces que indagan la red de infiltración mafiosa que coacciona y pilota las empresas de construcción. Grandes conglomerados que, como han revelado las investigaciones judiciales, añaden al coste de las obras un porcentaje para la «seguridad», que es en realidad el 3 % de «comisión» que hay que dar a los clanes.
«Nada representa mejor el fracaso del Estado italiano que la autovía Salerno-Reggio Calabria», escribía en 2012 el New York Times, para quien era «el fruto podrido de una cultura del trabajo por un voto que, alimentada por el crimen organizado, es endémica en el sur de Italia, y ha sistemáticamente defraudado al Estado mientras les fallaba a sus ciudadanos, dejando Calabria geográfica y económicamente aislada».
La A3 es la misma autovía que Tizian recorre cuando quiere volver a Bovalino y en su libro le dedica una amplia parte. «Ya en los años setenta —escribe— la jefatura de Policía de Reggio Calabria reveló públicamente que las empresas del norte que ganaban los contratos contactaban con los mafiosos cuando aún no habían empezado las obras y estipulaban acuerdos que entregaban a los clanes la actividad de vigilancia. Así los picciotti se convertían en vigilantes, y protegían a las empresas de los malintencionados. Una paradoja que se ha convertido en una praxis: te quitan la seguridad y luego te la venden».
Tizian no se sorprende cuando se comenta que en España no hay mucha alarma social por la presencia del crimen organizado en el territorio, a pesar de que la ‘Ndrangheta, como él mismo explica, ha elegido el país como base de almacenamiento de la cocaína y un gran mercado para el lavado de dinero. «Las personas no entienden que el crimen organizado daña también cuando no mata. Creen que los que traen dinero y no armas no hacen daño. Pero no es así. La economía sumergida alimentada por las mafias estrangula la economía real. Cuando llegan lo hacen para acaparar todo. Pero no me extraña que no lo entiendan en España. En el fondo es lo mismo que hasta hace poco pasaba también en el norte de Italia». Como en Lombardía, donde a pocos meses de su inauguración, la Expo 2015 de Milán lucha por acabar unas obras en las que la ‘Ndrangheta también ha invertido, como ha denunciado este verano el Comité Antimafia del Ayuntamiento.
No se aprende nunca a vivir bajo escolta pero Tizian continúa con su trabajo, con su vida privada, con discreción, sin dar publicidad a las muchas dificultades de su día a día. Lo ha hecho en estos años acompañado también por decenas de jóvenes de los grupos antimafia, dentro y fuera de Calabria. La otra cara de una región cuyos «mártires» en la lucha contra el crimen apenas son conocidos fuera de sus confines (y a veces ni dentro). «En Sicilia hubo una contraposición social fuerte en la posguerra. Frente al poder criminal había una base social que intentaba luchar. Y luego hubo homicidios ilustres. Los de los jueces Falcone y Borsellino en 1992, y de curas, diputados, sindicalistas… En Calabria, en cambio, la ‘Ndrangheta siempre ha elegido sus víctimas sin hacer ruido».
«Creo que la imagen más fuerte que tengo para describir Calabria es la de un cubo de lata de pintura vacío y usado como una maceta para las flores. Por un lado están las plantitas, los brotes verdes, por el otro un contenedor inadaptado, antiestético, práctico». Dario Brunori volvió a Calabria en 2007. No lo hizo por voluntad propia. Acababa de morir su padre y él —que llevaba diez años en la Toscana buscándose la vida como músico— era el único entre sus hermanos que podía hacerse cargo de la pequeña empresa de familia, la Brunori Sas. «De un día para otro pasé de tocar en los pubs a vender ladrillos y hormigón. Fue un shock».
Ese shock le cambió la vida. Siete años después de su regreso, Brunori Sas es el nombre artístico con el que este cantautor calabrés, nacido en 1977, está conquistando Italia, a la manera de los cantautores de los años setenta, concierto a concierto, «partido a partido». Su último CD se llama El camino de Santiago en taxi por una anécdota de una señora acomodada que no quería renunciar a la experiencia pero se hizo acompañar en taxi. Una vía cómoda, un atajo como el que se busca a menudo en Calabria para encontrar trabajo. «En una mentalidad en gran parte instintiva, donde se miran las cosas prácticas como si fueran todo en la vida, se busca un atajo para tener una buena posición y no se cultiva una pasión que haga del trabajo una parte de la vida», dice Brunori pensando —él que lo ha logrado— en las dificultades de construir en Calabria algo nuevo, que rompa con los esquemas, que salga de la rutina y de la mordaza de las relaciones de fuerza asentadas. «Lo primero que todo el mundo te dice es Chine tu fa fari? (algo así como ¿cómo se te ocurre?). Nadie te anima. Más bien te dicen que no te arriesgues, que elijas lo más seguro. Es el fruto de una mentalidad pragmática, acostumbrada a vivir en el corto plazo. Yo, por ejemplo, he vivido en un sitio de playa y ninguno de mis amigos se ha dedicado nunca al turismo, porque le empujaban a buscar un trabajo como funcionario en lugar de intentar desarrollar algo en la zona».
«Es una mentalidad que es algo que se traslada también a la falta de cultura de la belleza, de sentido estético».
Una paradoja en una región sembrada de las ruinas de su pasado como la Magna Grecia, que heredó y compartió con su metrópoli la majestuosidad y los cánones de la belleza clásica de templos y estatuas, cuyos restos yacen a menudo encerrados en museos que no abren por falta de recursos o por un descuido que los hace inadecuados. Como el cubo de lata/maceta.
Son cosas que, tras estar años fuera, uno ya no ve como normales. «Antaño los baches de la carretera los esquivabas porque era normal que hubiese baches. Ya no…», dice Brunori, cuando cuenta cómo ha sido volver a vivir en su tierra. «Pero ahora que, con la música, doy muchas vueltas y conozco muchos sitios, veo también muchas realidades nuevas, iniciativas que se mueven y me dan esperanza». Esperanza de que las cosas puedan cambian. La misma a la que se han agarrado (y a la que todavía se agarran) los miles de emigrantes que un día salieron con la idea de volver.
«C’erano dieci vagoni, duemila terroni al binario tre. Valigie e borsoni e dai finestrini lo sguardo d’amore più triste che c’è», escribe Brunori en una de sus canciones. Calabria como un tren, una tierra de tránsito donde los turistas, que solo paran en Nápoles o Palermo, no se quedan. O el tren que cogieron en los años ochenta los familiares de las víctimas de los secuestros en la sierra de Aspromonte, salvaje e impenetrable, de donde algunos no consiguieron salir; y también el tren que cogían los ‘ndranghetistas cuando se disfrazaban de inmigrantes y todavía no tenían el holding financiero que tienen ahora, a pesar de las mujeres con pañuelos negros y de las casas de ladrillo sin pintar que aún pueblan la llanura de la Locride; o los trenes y trenes de dinero que han llegado de la Unión Europea y se han perdido como las agujas de los pinos del altiplano de la Sila en una tormenta de invierno. O, aún, «el tren que pasa una sola vez» de los políticos que, hoy como hace treinta años, te piden el voto a cambio de un trabajo que nunca llega.
Había diez convoyes, dos mil terroni —la palabra despectiva con las que se apodaban los inmigrantes del sur de Italia que se mudaban al norte— en el andén tres. Maletas y bolsos y, desde las ventanillas, la mirada de amor más triste que hay.
Una cosa que no entiendo de la Unión Europea es como sigue transfiriendo cantidades ingentes de dinero para infraestructuras a algunos países, y no me olvido de España, cuando resulta evidente que se pierden por culpa de la corrupción.
Es algo que se me escapa y no entiendo a los países del norte que critican – muchas veces con razón- a los despilfarradores países del sur y sin embargo parece que no controlan esas transferencias.
Quería decir que una cosa que NO entiendo de …
A qué viene este terrorismo mediatico totalmente fuera de contexto, basado en premisas incorrectas y exageraciones fuera de lugar? Esta forma de hacer periodismo del invento es lo que arruina a paises como España. Escribis sobre algo de lo que no teneis ni idea.
Y ahora volvamos a Italia. Me alegra que el tal Scalzo no haya sido elegido. No lo conozco ni soy fan de Abramo, pero su forma de hablar de su tierra le delata: no ama a su tierra y no habría sido capaz de representar a sus ciudadanos ni de velar por sus intereses. Está claramente resentido por haber perdido unas elecciones. Se creia el mejor candidato y como no ha sido elegido, todo lo que queda atrás es malo y corrupto.
En sus estudios de relaciones europeas o lo que sea que diga haber estudiado se tuvo que perder el modulo de historia italiana. De haber acudido a un par de clases de historia de Italia sabría que la situación en Calabria no es laboratorio ni causa de ningun nefasto futuro para el País, es más bien consecuencia. Ver Unitá d’Italia, latifondi, brigantaggio, questione meridionale.
Este articulo no rinde justicia ni dice la verdad sobre un maravilloso rincón de Italia, aún ajeno a la masificación, rico en bellezas naturales, culturales y gastronomicas. Un pueblo de gente trabajadora, honesta, generosa, gente que estudia y sí, a veces tiene que irse lejos a buscarse la vida. Pero un calabrese verdadero no olvida ni repudia sus origenes.
Primero, la periodista que firma el artículo es italiana no española.
Segundo, sin conocer Italia ni Calabria, pero simplemente desde la lógica, todas las maravillas que has contado sobre Calabria, que no las pongo en duda, no entran en contradicción con los males de los que habla el artículo.