Yo haré rebotar tu odio que me agobia
sobre el instrumento maldito de tus perversidades.
Charles Baudelaire, «Bendición», Las flores del mal, 1857.
Bruselas, 1873. Apenas alcanza la treintena, pero un demacrado Paul Verlaine siente sobre sí el peso de una vida que amenaza con aplastarlo. Reputado intelectual, hombre de buen apellido, afamado burgués, casado en felices nupcias. Todos estos rasgos, uno por uno, desaparecen al otro lado del retrete en el que se ha convertido su futuro. No hay París que soporte su intelectualidad, ni apellido que lo etiquete con dignidad. La burguesía lo desprecia, dicho sea en favor de la propia burguesía. Y su mujer, Mathilde, se largó antes de la penúltima paliza. Es, por resumirlo con pocas palabras, un hombre acabado.
Dentro del viejo motel que da cobijo a Verlaine en Bruselas no hay espacio para la desesperación, casi enfermiza, que lo agota desde hace semanas. Observa su figura desnuda en el espejo y ve lo que siempre debió ver: una silueta raquítica, un rostro ajado y una mente a punto de estallar. El culpable de cada renglón asfixiante aquí escrito tiene nombre y apellidos: Jean Nicolas Arthur Rimbaud. Pocos días antes, el exilio al que Verlaine se había visto abocado por el simple deseo de perseguir la presencia de Rimbaud parecía vislumbrar un final, aparentemente, feliz. Esa presencia mágica, peligrosa, aniñada, rubia e inolvidable se deslizaba ahora entre las manos de Verlaine, las mismas manos que meses antes habían estado a punto de estrangular a Mathilde impulsadas por la absenta.
Retira la vista del espejo y, al otro lado de la habitación, puede ver cómo las ansias por marcharse de Rimbaud no se han apagado. La escena de la que ambos son protagonistas, la escena que reproduce este texto, quedará para siempre clavada en el corazón de la historia de la literatura universal. Bruselas, el motel, el desencanto, la furia, el espejo, el dolor, Verlaine y Rimbaud. Este último ya terminaba de cerrar la correa que habría de mantener los últimos manuscritos a salvo dentro de la maleta cuando Verlaine decidió que había llegado el momento de abrazarse, de una vez y para siempre, al más oscuro de los malditismos.
No habían bastado las súplicas arrodillado, no habían bastado las amenazas de suicidio, no habían bastado las promesas de amor correspondido. Rimbaud se largaba para no volver. Verlaine extrajo la 7 mm del cajón y la acarició con mimo. Había llegado el momento de apuntalar el verso final después de tantas noches de pasión poética, de sexo desenfrenado y de llantos ante el altar que ellos mismos habían levantado en el centro de la escena parisina. El revólver temblaba en las manos del inexperto homicida, pero quizás el recuerdo de las noches de temblor acompañado terminó por arrojar sobre el gatillo el último gramo de valor que necesitaba. Los disparos se escuchan en todo el motel. En pocos minutos, esto será un hervidero de policías.
—Ya que me abandonas, que estos disparos lleven tu nombre —exclamó Verlaine.
El olor a pólvora y los gritos del dueño del motel sirvieron como punto final para tan memorable escena.
Caminos perpendiculares
Los caminos que habrían de recorrer ambos amantes forman el trazo habitual de las líneas perpendiculares. Nacen en puntos opuestos, chocan en un punto intermedio, amenazando con destruir la armoniosa trayectoria de ambos, para luego alejarse nuevamente perdiendo la esperanza de volver a chocar. Es en ese punto intermedio, en el cruce entre ambos caminos, donde el malditismo literario alcanza su punto más álgido y, por ende, el más hermoso.
Papá Rimbaud se había largado dejando atrás una mujer y cinco hijos a los que, a esas alturas del XIX, se les presentaba un futuro muy oscuro. El segundo de los cinco, Arthur, había ingresado en la escuela con las mismas esperanzas puestas sobre sus posibilidades académicas que las que ya se habían puesto sobre el resto de niños del barrio obrero de Charleville. Sin embargo, un decenio más tarde, el joven Arthur Rimbaud ya se ha limpiado todos los premios posibles, demostrando unas dotes artísticas e intelectuales nunca antes vistas. Su dominio del latín es tal que conquista un galardón literario escribiendo un diálogo poético entre Sancho Panza y su burro en el idioma latino. Es la luz en una familia de sombras, la mente de una generación que solo había desarrollado el cuerpo.
Mientras los Rimbaud malvivían al calor de la brillantez de Arthur, al otro lado del cuadrilátero social francés la familia Verlaine le sacaba brillo al apellido junto al resto de la burguesía parisina. Paul se había dejado llevar por la ola de influencias que lo empujaba, labrando con paciencia un buen currículum estudiantil, ocupando las poltronas del ayuntamiento de la ciudad y dejándose guiar por Baudelaire a la hora de estimular su creatividad poética. El resultado se deja ver por los cafés de París junto a ese halo de poeta parnasiano que le perseguiría para siempre.
Pero todo cambia un día cualquiera de 1871. Verlaine recibe varias cartas en su domicilio. Las firma un crío de apenas diecisiete años, diez menos de los cumplidos por él. Rimbaud se ofrece a cruzar la frontera entre la realidad y el apetito, y adjunta varios textos de autoría propia entre los que destacan varios poemas que al bueno de Paul se le antojan sublimes, más aún tratándose de un imberbe muchacho de escasos recursos económicos. En uno de los poemas que ha enviado, titulado «El barco ebrio», Rimbaud mezcla una narración julioverniana con una gama brutal de colores, imágenes, escenas, retratos. Entre aquellas estrofas, Verlaine puede reconocer unos versos que parecen proféticos:
Si yo ansío algún agua de Europa es la del charco
negro y frío en el cual, al caer la tarde rosa,
en cuclillas y triste, un niño suelta un barco
endeble y delicado como una mariposa.
El chico está dispuesto a revolcarse en el fango, así que Paul no duda ni un instante. Se arropa con esos versos imaginando, por seguir con el paralelismo, el desembarco de un joven capaz de lanzar improperios contra Dios con la delicadeza de un poeta de otro tiempo. Con toda la ilusión que es capaz de sentir, escribe una carta de vuelta. Rimbaud se encuentra con una respuesta que no esperaba. Dentro del sobre hay un billete de tren y una frase:
Ven, querida gran alma. Te esperamos, te queremos.
No lo saben, pero acaban de firmar su ascenso al verdadero Parnaso. Han colocado un pie en la cumbre del malditismo.
París, 1884. Han transcurrido casi quince años desde que Rimbaud se apeara en aquel andén parisino, dejando atrás el vagón elegido por Verlaine. Allí, en aquel andén, se vieron por primera vez, y la tensión sexual, afectuosa y poética que ambos sintieron ardió durante años. A su vez, son diez los años que se han cumplido desde que el Príncipe de los Poetas disparara sobre el cuerpo de su amado en Bruselas. Es, probablemente, el último acto de amor que ambos protagonizaron. De aquel lance, Rimbaud salió con un brazo herido y Verlaine con una condena de dos años de prisión. En estos diez años, la llama ha dejado de arder y los dos poetas siguen alejándose de aquel cruce entre caminos perpendiculares.
Al recobrar la libertad, Verlaine se reunió por última vez con su antiguo amante, pero ya era tarde. La cabellera rubia de Arthur Rimbaud desapareció para siempre. Cuentan las crónicas que vagó por numerosos países, ejerciendo como mercader, soldado e incluso traficante de armas y esclavos. No volvió a escribir nada más allá de Iluminaciones, publicado en 1874, un año después de la escena que acabó en tiroteo.
Pero en el París del año 84 todavía hay espacio para la melancolía. Verlaine recuerda los hechos que desembocaron, diez años atrás, en una herida inolvidable. No deja de admirar la dignidad literaria de aquel crío al que tanto amó, de aquel crío que aceleró una destrucción cantada.
Este mismo año de 1884, Verlaine publica un ensayo que, como el disparo de Bruselas, pasará a la historia de la literatura. En él, desnuda delante de los ojos del lector a una serie de poetas que no fueron capaces de escapar de la maldición que les perseguiría sin descanso. Proclama la necesidad de huir de la comodidad que el destino arrojó sobre ellos, honra la capacidad literaria que todos exprimieron para intentar sobreponerse a la enfermedad, a la miseria, al dolor. Es un canto a la condena, el elogio a la adversidad. Los poetas que Verlaine elige como objetivo de sus cantos son: Tristan Corbière, Stéphane Mallarmé, Marceline Desbordes-Valmore, Villiers de L’Isle-Adam, Pobre Lelian (el propio Verlaine)… y, por supuesto, el joven que le había robado para siempre el corazón: Arthur Rimbaud. Cuando llega la hora de decantarse por un título, abre Las flores del mal de su querido Baudelaire y se encuentra con los versos que sirven como epígrafe para este texto:
Yo haré rebotar tu odio que me agobia
sobre el instrumento maldito de tus perversidades.
El ensayo se titula, como no podía ser de otra forma, Los poetas malditos.
Epílogo
En el apartado referido a Rimbaud dentro del ensayo Los poetas malditos, Verlaine terminaría incluyendo el célebre poema conocido como «El barco ebrio», uno de los primeros que el joven Arthur envió años atrás (ya citado en este texto). En dicho apartado, Verlaine se refiere a Rimbaud en los siguientes términos:
Con gozo hubimos de conocer a Arthur Rimbaud. Hoy, muchas cosas nos separan, sin que, claro está, haya nunca faltado o disminuido nuestra profunda admiración por su genio y su carácter […] Por nuestra parte nos enorgullecemos de ofrecer a nuestros contemporáneos inteligentes buena ración de una dulce golosina: versos de Rimbaud.
Muy bien el artículo, pero el final un poco abrupto. Es como si acabase de empezar cuando ya termina. ¿Dónde se puede encontrar el ensayo de Verlain? Hace años lo busqué y estaba descatalogado. Gracias como siempre. ¡Un saludo!
hace unos 20 años lo editó, bonito y asequible, la colección gerión de poesía, de bilbao, con traducción clásica de mauricio bacarisse. los poemas en bilingüe.
«el barco ebrio» no estaba incluido en los poemas enviados por carta a verlaine; lo redactó antes de marchar a parís, como su billete de entrada en el parnaso, y le sirvió para q le encumbraran («satán entre los doctores») en la reunión de los vilains bonshommes.
la 1a carta de rimbaud a verlaine adjuntaba 5 poemas: los azorados, en cuclillas, los aduaneros, el corazón robado, los asentados.
3 días después, le envía otros 3: mis novietas, las primeras comuniones, la orgía parisiense (o parís se repuebla).
todo esto antes del otoño de 1871, con 16 años.