A simple vista, es un menesteroso cualquiera. El paso incierto, renqueante, levemente arrastrado; el cabello y la barba rizados, confundidos en un mismo enredo, llenos de mugre; los dientes, los que le quedan, pardos; ¿cuarenta, cincuenta, sesenta años? Sé quién es de inmediato. En la mesa han estado hablando de él justo antes de que aparezca: talento brillantísimo, amigo de Octavio Paz, seductor irresistible, acabó como chapero para pagarse los vicios y fue a dar a la cárcel por, dicen, atracar sevenelevens a punta de pistola. Ahora, dicen, trabaja de viene-viene —los que te «ayudan» a aparcar el coche y te lo cuidan a cambio de una moneda— en la plaza de Coyoacán, donde estamos. Y por aquí ronda, en efecto: es el poeta Samuel Noyola.
Sé quién es porque se detiene, firme, delante de la mesa en cuanto reconoce a los comensales —Ricardo Cayuela, Diego García del Gállego y Álvaro Enrigue— y se pone a hablar con ellos. Si es un borracho, como cuentan, a estas horas no lo está. A los tres conocidos les dice algo pertinente, haciendo gala de una memoria inquietante. «Órale, Cayuela, esta es la española de la que me hablaste», dice mirándome fijo. Tiene los ojos de color indefinido bajo unos párpados caídos y una mirada intensa que tampoco parece la de un borracho. Da miedo, da ternura, es algo insoportable. Alguien le pregunta por la cicatriz que tiene en la sien, de la que brota una flor reseca de sangre negra. «Me caí», contesta. Sin que él pida dinero, le dan cien pesos —«Uh, con esto voy a poder hasta desayunar»— y el billete rosado lo anima a marcharse.
Es viernes 18 de abril de 2008, el último día que alguien haya dado constancia cabal de haber visto al poeta mexicano Samuel Noyola, vivo o muerto.
Bajé hasta el fondo de mí,
el ser entregado al cero.
En el fondo un colibrí
gravitaba como el fuego.
(Samuel Noyola, «Reconocimiento», fragmento, Tequila con calavera, 1993)
¿Es Samuel Noyola un maldito? ¿Un enfermo que se hizo poeta o un poeta que enfermó? ¿Se podrá escribir de él sin recurrir a la literatura? Parto de estas preguntas (temo que sin respuestas) en mi intento (leve) por saber quién fue.
Según el Diccionario de escritores mexicanos, siglo XX (UNAM, 1988), Samuel Noyola nació el 4 de octubre de 1965 en Monterrey, Nuevo León. (El hombre que yo vi en Coyoacán hace más de diez años tenía, pues, cuarenta y dos). La entrada proporciona los nombres de sus primeras colaboraciones profesionales, pero omite que se fue un tiempo a Nicaragua, a principios de los años ochenta, en el apogeo de la revolución sandinista. En 1986 publicó su primer libro, Nadar sabe mi llama.
Meses antes, en un encuentro de escritores jóvenes en Zacatecas refiere haberlo conocido Juan Villoro, entonces un joven y flamante ex agregado cultural en la RDA —más detalles en su imperdible crónica «Berlín: un mapa para perderse» (Nexos, enero de 2005)—, hoy primera figura de la literatura mexicana. «De inmediato nos hicimos muy amigos», cuenta Juan, quien describe a aquel Noyola como «un tipo muy apuesto, muy simpático, con un acento norteño muy marcado pero con aspecto como de griego clásico: pelo ensortijado, ojos grandes, nariz muy recta». Villoro destaca el fuerte carisma que tenía Samuel, que iba además precedido del aura romántica por haber estado en Nicaragua —«No como guerrillero, simplemente como viajero de la utopía»—, y apunta un rasgo de aquel carácter: «Tenía este sueño quijotesco de hacer literatura a partir de vivir de manera diferente; esta idea de que lo importante para un poeta es, primero que nada, vivir poéticamente, y luego la obra llega o no llega. Eso tenía Samuel: estaba dispuesto a soltar amarras y seguir su estrella adonde quiera que lo llevara». Sin embargo, aclara Juan, «no era una persona en aquel momento que mostrara, al menos de manera evidente, una gran vulnerabilidad». Familia de clase media, padre ausente, madre querida, hermanas que de niño lo procuraron.
Ridículo padre
Bajo el cielo de Tucson
Que mandas todavía cartas de amor
A la madre.
No olvido mi nombre sellado en tu cara,
herrado a tres sílabas
y en labios de ella generoso chispazo
abriendo con fe lo oscuro,
fuego en el espejo desvelado del alba.
No venga más memoria
a perturbar
flor de sangre inquieta en el costado.
(Samuel Noyola, «Asisea», Palomanegra Productions, 2003).
A tal grado fraguaron amistad que cuando Samuel Noyola quiso mudarse de su Monterrey natal al Distrito Federal llamó a Villoro para pedirle alojamiento. Juan se acababa de separar de su primera mujer y vivía con su madre, Estela Ruiz, y ambos recibieron con gusto a Samuel.
«Su arribo a la ciudad fue como de película de Hollywood», dice Villoro. «La estrella del chico maravilla que llega de provincia y conquista la capital». A través de varios contactos, pudo entrevistarse con Octavio Paz, a quien cautivó de inmediato y que enseguida le dio trabajo en la revista Vuelta.
En esos años, Samuel Noyola también trabó amistad con el poeta Víctor Manuel Mendiola, otra de sus figuras protectoras. (Su editorial, El Tucán de Virginia, publicaría en 2011 sus tres poemarios reunidos bajo el título de El cuchillo y la luna). Mendiola lo define también con adjetivos luminosos: «Era un joven talentoso, alocado, lindo, cariñoso, inteligente». A pesar de su vida «desordenada», no dejaba de leer. De pronto coincidían por el barrio, Coyoacán, y paseaban, tomaban un café o un trago, hablaban de literatura. O acudían a las lecturas de poesía que organizaba Octavio Paz por su cumpleaños. «Octavio lo trataba con cierta deferencia», dice Víctor Manuel, quien confirma que Samuel podía llamar en la madrugada o incluso llegar a casa de Paz y este le contestaba o le abría. No solo el Nobel. Entre los que lo querían bien estaban Horacio Costa y Manuel Ulacia.
Ser apadrinado, cobijado y cuidado de esta manera aparta a Noyola de la idea del maldito al uso. No se veía como un ultra, explica Villoro. Por ejemplo, criticaba a Mario Santiago Papasquiaro y a los infrarrealistas —recreados por Roberto Bolaño en Los detectives salvajes—: «A Samuel le parecía que ese tipo de vanguardia tan rompedora transgredía la calidad y el rigor estilístico. Las vivencias no las quería utilizar para deconstruir la poesía sino para construirla de otra manera».
Y añade Juan: «Era un gran conocedor del Siglo de Oro, sabía de memoria muchísimos poemas; si yo le daba a leer un cuento mío, por ejemplo, se acordaba perfectamente de ciertos adjetivos, frases enteras. Realmente era alguien que entendía el oficio literario y la tradición».
A Juan Villoro
El caballo de San Juan de la Cruz
todavía galopa en el aire: esa
percusión que hace reír
al espíritu en ascenso, incienso
de una música de calle: mucha
estridencia, mucho frenesí para
darle a la palabra alcance: que
el cielo vulnerado entre
las llamas del éxtasis asoma, que
todos escalamos esta noche
en un remolino de sentidos y saxofones.
(Samuel Noyola, «Rolling Stones y San Juan de la Cruz», Nadar sabe mi llama, 1986).
Pocos meses después, conoció a una chica que trabajaba como presentadora en Televisa. «Guapísima», recuerda Villoro. «Y entonces era una historia perfecta. Ahí fue el momento en que yo lo vi con todas las posibilidades del mundo».
Pronto le ganó lo que Juan llama «espíritu aventurero». Con una carta de recomendación del propio Octavio Paz, le dieron una beca del Instituto de Cooperación Iberoamericana para estudiar en España, en 1991. Un rato en Madrid, otro en Barcelona, el resto ni siquiera está claro. En Europa, habla Villoro, «tuvo todo tipo de trabajos, trabó relación con todo tipo de gentes, probó distintos tipos de sustancia, y continuó este aprendizaje que poco a poco se fue convirtiendo en su verdadera forma de vida».
A su regreso a México, la editorial de Octavio Paz le publicó Tequila con calavera (1993) y Noyola comenzó a forjar su pequeña leyenda oscura. «Entre lo literario y su vida desordenada, fue ganando la vida desordenada», dice Víctor Manuel Mendiola. «Se fue intoxicando y volviéndose un adicto al alcohol y también, en menor medida, a otras cosas». Otro amigo suyo tempranísimo, Marco Antonio Campos, escribió de Samuel: «Como López Velarde, vino a ser alguien en la capital y la capital lo devoró».
No estás aquí
Ni estás allá
Paisajes de luz y sombra
Por las vanas avenidas
un fondo con los contornos quebrados
No estás aquí
Ni estás allá
Tu pie pisa el desierto
Y el otro la ciudad
que sitian cuatro elementos.
(Samuel Noyola, «A las puertas de la ciudad», Tequila con calavera, 1993).
De estos años tiene anécdotas de Samuel Noyola cualquiera que haya frecuentado entonces la escena cultural de la capital. Por ejemplo, un ahora lejanísimo Ernesto Hernández Busto, que me escribe desde Barcelona. A él se lo presentó Aurelio Major, entonces director de la editorial Vuelta. Noyola rondaba el grupo de Aurelio Asiain, Luis Ignacio Helguera, David Medina Portillo, Christopher Domínguez Michael, y el de los colaboradores de El Semanario de Novedades, que dirigía José de la Colina: Juan José Reyes, Noé Cárdenas, Víctor Sosa. «Su figura venía acompañada de un aura de poeta excelente y original, medio maldito, borrachín e irascible», recuerda Ernesto. La cara: «Cuando lo conocí y empecé a leerlo (leerlo y oírlo: él mismo se encargaba de publicitar su poesía a la menor oportunidad) pude ver que, en efecto, tenía un gran talento poético. Y, sobre todo, era una combinación rara de lecturas: conocía bien el Siglo de Oro y toda la poesía mexicana, pero su imaginería era de Blake y Rimbaud». Y la cruz: «Uno lo prefería lejos, porque era uno de esos borrachos de odios intensos. Tuve ocasión de comprobarlo cuando su espíritu de norteño peleón se cruzó con mi obcecación cubana a propósito de una novia mía de aquel tiempo, a la que él cortejaba sin pudor (y sin éxito). Le advertí (yo también medio bebido) en alguna fiesta pública que si seguía molestándola le iba a romper la cara. Y él me miró con un odio, una mirada que realmente me asustó, antes de proclamar su superioridad física y la lástima que yo le daba y que ya arreglaríamos cuentas, y de pedir otra ronda. Varios conocidos me advirtieron que tuviera cuidado: corría el rumor de que había provocado ya varias peleas de rencor añejo».
Roberto Rébora habla con conocimiento de causa. Samuel Noyola rondó, a partir de 1995, su Taller Ditoria y las lecturas que escenificaban Eduardo Milán, Eduardo Vázquez Martín, Josué Ramírez. Noyola decidió unilateralmente quedarse a vivir en su buhardilla del Parque España. Rébora, al cabo de más de un mes, logró que se marchara. Luego, descubrió el recuerdo macabro que le había dejado Samuel: un cuchillo asestado en un pequeño autorretrato de juventud que conservaba Roberto. «Terrorífico», cuenta Rébora. «Lo clavó en el lugar más personal que podía». No quiere acordarse demasiado de aquella época, pero de pronto encuentra un soneto que le dedicó Noyola y lo lee, sonoro y poderoso. «Depredación del hombre por el hombre», dice un verso. Porque no, no solo seducía a las mujeres.
«Severo Sarduy estaba loco por él», rememora Julio Hubard, a modo de ejemplo. A Sarduy, que visitó México en 1987, le dedicó «Reflexión sobre un recinto barroco», incluido en Tequila con calavera. Hubard corrobora la fama de buscapleitos que se le adjudica a Noyola y presume de ser el único que lo ha golpeado dos veces. «Y aun así no nos dejamos de querer», aclara. Samuel, como a tantos otros, le robó dinero a Hubard —«Tenía una idea distinta de la propiedad»—, y este dejó de verlo hacia 2001. Del lado radiante de su amistad, se acuerda de cuando les daba por hablar en endecasílabos: «Podía construir endecasílabos sobre la marcha, sin equivocarse en el metro durante un buen rato, una competencia mucho más violenta que la de los golpes, porque se negaba rotundamente a perder». ¿Samuel era un maldito, Julio? «Los únicos malditos son los originales. Sí había voluntad propia en él de ser un maldito, pero siempre fue un alma noble. Herido de un modo innecesario. Podía haberse procurado una vida, pero no la quiso. Él quería otro destino. Lo buscó y tuvo la valentía de llevarlo a cabo». Hubard no está seguro de que fuera un alcohólico, como sí lo fue y acabó sus días Nacho Helguera —léase «Luis Ignacio Helguera, in memoriam» (Letras Libres, 30 de junio de 2003)—, pero sí que en Samuel «había una voluntad de llevar a cabo la zona oscura».
Los relatos más sombríos hablan de un Noyola chantajista, ladrón, maltratador de mujeres, conquistador de hombres por dinero. Un bárbaro que llegó del norte poeta y se convirtió en un delincuente. «Yo creo que era más enfermo que delincuente, pero una vez que empiezas a cruzar líneas rojas, la pura inercia te lleva», opina Ricardo Cayuela, quien le publicó en la revista Letras Libres los últimos artículos que Samuel escribió.
Cada vez que vas al espejo
te estrellas con otra figura,
intentas decir sonriendo:
—¿Nos hemos conocido antes?
Cuando te tomas una foto
suele salir otra persona,
intentas sonreír diciendo:
—ese soy yo. No pasa nada.
(Samuel Noyola, «El doble», Tequila con calavera, 1993).
Entrado el siglo XXI, Samuel Noyola ya era un clochard. «Estaba flaco, desmejorado, había perdido dientes, tenía una vida callejera muy cuestionable; no se sabía muy bien de qué vivía, dónde dormía», cuenta Juan Villoro. Pese a todo, logró publicar un último poemario, Palomanegra Productions, en 2003. De pronto pasaba temporadas con su hermana Laura, hacía un intento de rehabilitación, recaía, desaparecía. «La adicción de Samuel más fuerte era la vida libre, estar en la calle, que nadie lo vigilara», dice Juan. Merodeaba la Casa Refugio Citlaltépetl para escritores exiliados —cuya fundación, hace diecisiete años, apoyó Salman Rushdie como parte de su iniciativa de «ciudades refugio» y ha sido siempre un nutrido centro cultural—, donde se resistían a dejarlo pasar.
Al poco tiempo, acabó en la cárcel. El relato de Juan Villoro y Víctor Manuel Mendiola, quienes se movilizaron para liberarlo, es el que Samuel les contó. Había visto cómo los ladrones de unas oficinas dejaban en su huida unos documentos y fue a devolverlos a sus dueños, con la esperanza de que le dieran una recompensa. Lejos de creer al mendigo Noyola, grande y malencarado, los oficinistas lo denunciaron sospechándolo cómplice del delito. Solo conociendo el descompuesto sistema penal mexicano puede creerse que quisieran darle cinco años. Desde la cárcel llamó a Villoro y a Mendiola. Llevaba tres meses durmiendo en los baños. Víctor Manuel consiguió que el prestigioso abogado Gonzalo Aguilar Zínser tomara el caso sin cobrar y sacara a Noyola al cabo de un año.
La cárcel fue algo terminal para él, en palabras de Villoro. «Estaba muy disminuido psicológicamente y muy humillado por esa experiencia. Si todavía podía tener salvación, esa temporada en el infierno acabó con ella». Los pocos amigos genuinos que le quedaban volvieron a ofrecer todo su apoyo para que enderezara su camino. Samuel hizo propósito de enmienda e intentó la sobriedad. Duró unos cuantos meses.
Un día de 2006, el periódico Unomásuno lo dio por muerto. «Fallece Samuel Noyola, el poeta vagabundo». Él mismo desmintió el titular presentándose en la redacción al día siguiente. Caer en las sedes de diarios, suplementos y revistas para pedir dinero fue una de sus últimas actividades conocidas. Otra fue la de servir en el salón de baile La Maraka para lo que se ofreciera. ¿Qué? Tampoco está claro. «No tenía sueldo, sino propinas», escribió él mismo. «Poseía amistad y me cobijó el deber. Vivía de a grapas».
Si hay alguien que, a estas alturas, siga creyendo que Samuel Noyola está vivo, es el periodista Diego Enrique Osorno, quien prepara un documental sobre la vida y obra del poeta que lo perturba desde muy joven. Nacido en 1980 en la misma ciudad que él, Osorno conoció a Noyola con diecisiete años, como un vagabundo extravagante que arremetía contra José Emilio Pacheco, recitaba en voz alta a Quevedo y contaba que era amigo de Octavio Paz. Cuando años después descubrió que aquel chalado era un poeta de altura, Diego abandonó para siempre cualquier tentación lírica y decidió hacerse reportero. La historia de su obsesión con Samuel la ha ido contando en un puñado de artículos, en los que pide, por favor, cualquier pista que pueda dar con su paradero. Osorno ha interpuesto incluso una denuncia formal por desaparición ante una ONG de Nuevo León. Noyola puede ser uno de los miles de desaparecidos que pudren las entrañas de México —el Gobierno los cifra en veintisiete mil, pero Amnistía Internacional ha advertido que, por cada uno contado, puede haber hasta diez más—, aunque Diego no pierde la esperanza. Se ríe cuando recuerda lo que le dijo Samuel a la escritora Alicia Quiñones hace diez años: que se iba a Londres, que no iba a volver. «Y a alguien más le dijo que se iba a hacer películas de vampiros a Transilvania. ¡Y puede ser!, ¿eh? Cualquier cosa puede haber ocurrido o puede estar ocurriendo». A Osorno le gusta definir a Samuel como «vaquero del mediodía», que es como cuenta el propio Noyola que lo llamaba Mario Santiago Papasquiaro, el maldito por vocación de cuyas maneras renegó en su juventud. El nombre suena a la definición que de su ascenso y caída me dio Juan Villoro: «Alguien que ardió en su propia luz».
He vivido bajo la piel de los días intransitables que son los que no tienen tiempo, trato de ser amigo de mis amigos, soy un insecto on the road. (Samuel Noyola a Armando Alanís en 2004, La Jornada Semanal, 1 de noviembre de 2015).
En su última pieza publicada antes de desaparecer, fechada en noviembre de 2007, Noyola habla de su vida callejera en el Madrid de los marroquíes con los que se juntaba a principios de los noventa. Se lo dedica a un poeta del barrio de Salamanca, Luis Alberto de Cuenca, y lleva este epígrafe de Saadi: «Quien conoce a Dios guarda silencio».
Gracias por un texto tan bello, gracias por darme a conocer ese gran poeta (con tan solo leer los trozos que aparecen en su texto se evidencia eso, que era o es un gran poeta). Tal vez se perdió en una última curda, la vida es una herida absurda.
Hay un documental en netflix sobre Noyola, se llama «Vaquero de mediodía». Un excelente complemento para quienes estén interesados en saber más sobre el hombre y el poeta.