No hay nada tan estúpido como un príncipe. (Stendhal)
El príncipe azul, múltiple pero único, siempre el mismo, tan genérico que ni siquiera necesita un nombre propio; la princesa encantada o encantadora, cautivadora o cautiva, soñadora o durmiente; el principito suicida, fruto de una alucinación y semilla de muchas… Si hay algo tan estúpido como un príncipe —o una princesa— es el uso que del símbolo ha hecho nuestra cultura, y muy especialmente la mal llamada literatura infantil.
En esos «pequeños mitos» que —en palabras de Lévi-Strauss— son los cuentos maravillosos tradicionales, el protagonista suele culminar su peripecia iniciática casándose con la princesa de turno (o, menos frecuentemente, la protagonista con el príncipe) y subiendo al trono, el vértice simbólico de la pirámide social. Y en numerosos relatos inspirados en el acervo tradicional, análogos símbolos suelen transmitir las mismas ideas y valores. Y algunos incluso logran superar a sus modelos en toxicidad potencial. Y digo «potencial» porque el efecto estupefaciente de los cuentos maravillosos y sus derivados depende, en buena medida, de cómo se presenten e interpreten, sobre todo cuando van dirigidos a un público infantil. En este sentido, es especialmente significativo el caso de El principito.
Cuesta entender que algunos progenitores y docentes pongan en manos de niñas y niños de corta edad un libro como El principito, concebido —según cuenta el propio autor— con el cerebro recalentado por el sol del desierto e impregnado de una profunda melancolía, así como de un visceral —por no decir neurótico— rechazo de «las personas mayores». En vez de invitar a superar esa etapa de indefensión e incompletitud que es la niñez, a aventurarse en el mundo adulto —a crecer, en una palabra—, El principito induce al inmovilismo o a la regresión con su visión nostálgica e idealizada de la infancia, una infancia supuestamente edénica, pura e incontaminada.
«Las personas mayores nunca entienden nada —dice Saint-Exupéry— y es fatigoso, para los niños, tener que explicárselo siempre todo… A las personas mayores les gustan las cifras… Pero, por supuesto, los que entendemos la vida nos reímos de los números».
Este tipo de comentarios pueriles —en el mal sentido de la palabra— vertebran toda la narración; algunos, tomados aisladamente, pueden parecer irónicos, pero el relato completo, a pesar de su ambigüedad, resulta inequívoco, al menos en este aspecto.
No deja de ser significativo el anaritmetismo militante del autor, sus reiterados ataques a los números, los cómputos y las mediciones, puesto que el pensamiento cuantitativo supone la madurez de la razón, y no solo a nivel individual, sino en la evolución misma de la humanidad. La ciencia propiamente dicha empieza cuando Galileo proclama que el libro del universo está escrito en el lenguaje de la matemática y lanza su consigna fundacional: «Hay que medir todo lo que es medible y hacer medible lo que no lo es». Saint-Exupéry, aviador apasionado, parece olvidarse, en su delirio regresivo, en sus pueriles ataques de aritmofobia, de que si puede volar es gracias a los cálculos y las mediciones de esas «personas mayores a las que les gustan las cifras».
El principito vive en un diminuto asteroide, clara metáfora del restringido y egocéntrico mundo infantil. Llega a la Tierra en busca de amigos y encuentra al menos dos: el zorro y el propio narrador; pero decide regresar a su isla celeste, a cuidar de su engreída rosa. Da la espalda al mundo de los otros, que acaba de descubrir, deseoso de volver a su torre de marfil, a su relación masoquista con su tiránica flor, a su fóbico rechazo de la sociedad. Y para poder marcharse se hace picar por una serpiente venenosa, puesto que el suicidio es la única forma de liberarse del peso del cuerpo y abandonar este mundo. No en vano El principito es el testamento literario de un hombre profundamente desengañado que corría —volaba— hacia la muerte.
No se trata de cuestionar el derecho de Saint-Exupéry a suicidarse, si es que lo hizo (sabía que no estaba en condiciones de volar cuando despegó por última vez en julio de 1944), o a volcar su angustia en un cuento, sino de impugnar la conversión de ese canto a la regresión en un clásico de la literatura infantil. Las historias destinadas a las/os más jóvenes no tienen que edulcorar la realidad ni eludir sus aspectos negativos; pueden —y acaso deban a veces— asustar a los niños, pero no deprimirlos; pueden transmitirles preocupación o inquietud, pero no amargura. Pueden —y deben— criticar el mundo de los adultos, pero no descalificarlo con argumentos pueriles o contraponiéndolo a una infancia supuestamente idílica.
Decía Chesterton que los cuentos maravillosos nos dicen dos cosas: que hay ogros y que podemos vencerlos. Ese es su mensaje más claro y reconfortante, la tranquilizadora moraleja tras el susto de ver a Pulgarcito y sus hermanos a punto de ser devorados. Esa es su función exorcística, que pasa por ponerle nombre y rostro al miedo para poder desactivarlo, o cuando menos atenuarlo, mediante la derrota del monstruo o el «malo» de turno. Y eso explica, al menos en parte, la paradójica atracción que sienten muchos niños y adolescentes por las historias de terror. Pero si, veladamente, el cuento nos dice que el ogro es el mundo y que la bruja caníbal es la sociedad o la vida misma, en vez de conjurar el miedo lo convierte en tristeza (esa tristeza roedora que Neruda llamó huevo de telaraña).
Es muy revelador que El principito, el libro (supuestamente) para niños más vendido de todos los tiempos, y los cuentos de Hans Christian Andersen, el más famoso autor de la mal llamada literatura infantil (cuyo premio internacional más prestigioso lleva su nombre), respondan a la misma fórmula: una mezcla de humor, poesía, sentimentalismo y nostalgia tan seductora para muchos adultos como potencialmente tóxica para las/os más jóvenes.
Si Andersen siempre hubiera escrito en la línea de El traje nuevo del emperador, cabría situarlo junto a los Swift y los Voltaire en la gran corriente satírica de la literatura occidental. Pero no podemos dejarnos engañar por los ocasionales —y a menudo geniales, todo hay que decirlo— rasgos de humor del autor de La pequeña cerillera y El soldadito de plomo. Andersen transmitió su escapismo compulsivo (1), su enfermizo sentido de la resignación y su rechazo de lo terrenal a muchos de sus lacrimógenos cuentos, que invitan a pasar del presunto paraíso de la infancia al ilusorio paraíso del más allá, con notable desprecio de la vida adulta y responsable que hay —o debería haber— en medio.
«En la gélida madrugada, encontraron a la niña sentada aún en el rincón de la calle, con las mejillas amoratadas y los labios entreabiertos en una sonrisa, muerta de frío durante la Nochebuena. El sol de Navidad se apresuró a amortajarla con sus primeros rayos. La niña estaba rígida, y guardaba aún en su delantal la caja de cerillas». Ni Poe ni Lovecraft lo habrían hecho mejor.
¿Qué cuentos les contamos a las niñas y niños de corta edad, en esa indefensa etapa denominada «fase de impregnación»? ¿Qué libros ponemos en sus manos cuando empiezan a leer? ¿Qué escribimos quienes nos dedicamos a la mal llamada literatura infantil? ¿Nos lo preguntamos tan siquiera, o nos limitamos a seguir pautas establecidas desde antiguo y rara vez cuestionadas? De las respuestas que demos a estas preguntas, y de lo que hagamos en consecuencia, depende, en buena medida, la salud mental de las próximas generaciones. Es decir, el futuro de la humanidad.
(1) Un escapismo no solo metafórico: Andersen siempre viajaba con una larga cuerda en la maleta por si tenía que huir descolgándose por una ventana.
Vaya, se le han indigestado el aviador cuentista y el danés narigudo. El primero por aritmófobo (algo repulsivo para un matemático como Don Carlo) y el segundo por escapista (algo imperdonable para un escritor comprometido como Don Carlo, número uno entre los concienciables pioneros cubanos).
Se me indigestaron de niño; para un adulto son lecturas interesantes y con muchos matices, que no se pueden despachar con un par de adjetivos. Y en el caso de Andersen, no creo que sea el escapismo su mayor contraindicación de cara a un público infantil, sino su carácter depresivo.
Siempre pensé lo mismo de El Principito, aunque siempre para mis adentros porque su aceptación parece ser unánime. Refresca leer una crítica, bastante lúcida por demás, a esta obra.
Gracias, Andrés; pero no estamos solos: en los años sesenta hicieron una encuesta entre los escritores franceses más prestigiosos del momento, y varios coincidieron en elegir «El principito» como el peor libro de la literatura francesa contemporánea. Yo no estoy de acuerdo con una descalificación tan extrema, pero no deja de sorprenderme su extraordinario éxito, que se renueva año tras año.
Me pasaba lo mismito, al menos veo que no soy un bicho tan raro al pensar lo que pienso sobre El Principito. Lo he leído hasta en su lengua original por si acaso, pero ni eso.
Puedes probar en alguno de los 250 idiomas a los que ha sido traducido, a ver si le pillas el punto. :)
Supongo que ya sabemos todos que Andersen expresaba su homosexualidad reprimida en sus cuentos: el patito que no era querido por los demás porque era otra cosa, el soldadito al que le faltaba algo, los amores imposibles de la sirenita o el terror a presentarse con el traje nuevo del emperador en público. Pánico a la integración por todos lados. El problema es que no puede usted leer ni recomendar un cuento (o censurarlo) con los ojos de un adulto a un niño. Entre otras cosas porque la hermenéutica es diferente. Si usted echa un vistazo a Tintín, encontrará que éste vive con el capitan Haddok y el profesor Tornasol, los que según algunos psiquiatras es confundir al niño identificando la imagen de una familia con una comuna «gay». Si lee los cómics de Tintín como un adulto, entonces, enhorabuena: n.p.i. de cómo se lee un cómic. Lo ha desencantado. Usted leerá poco más que sus propios prejuicios. Tampoco se puede criticar a Andersen, ni a Saint-Exupéry, ni los Grimm, ni a Disney (como leí a una pánfila en otro artículo hace poco) desde prejuicios pequeño-burgueses salvo en el fondo reafirmándolos…
Lo importante será que haya alguien que les lea, no qué se les lea. Por mí, como si se les lee la «Ilíada», «Las Mil y una Noches» o los «Elementos» de Euclides.
Queriendo ir de progre anda usted de un retro a la manera de M.V. Llosa. Va a terminar diciendo a las ovejas de qué hierba tienen que comer.
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Por Saint-Exupéry siento el más profundo de los respetos. Fue un héroe. Contra los nazis y contra De Gaulle.
Es exactamente al revés: si lees a Andersen o a Saint-Exupéry como un adulto, la lectura es interesante y provechosa; pero para un niño son potencialmente tóxicos. Y la clave está en lo que tú mismo apuntas: le podemos leer cualquier cosa a un niño si se lo presentamos, explicamos y contextualizamos adecuadamente. Y el respeto en lo personal no tiene nada que ver con la crítica literaria; un héroe no tiene por qué escribir bien (hay ejemplos notorios al respecto). Y a las ovejas no hace falta decirles qué hierba tienen que comer, pero a los niños sí que conviene orientarlos en sus lecturas. Y en cuanto a los adjetivos que aplicas a los demás y a las comparaciones que estableces, deberías ser más cuidadoso, aunque solo fuera por dignidad; con ese tipo de descalificaciones, solo te descalificas a ti mismo.
Me remito a «Verdad y Método» de Gadamer a propósito de la hermenéutica de una obra de arte. También, al brevísimo artículo «¿Qué es la Ilustración?» de Kant, donde encontrará una caracterización a propósito de los tutores, de los que te dicen qué has de leer o pensar (Harold Bloom) o los que te dicen qué no has de leer, pensar o escribir (usted por ejemplo). Estoy harto de los policías de la moral, los gendarmes del arte y los alguacilillos del lenguaje.
Recuerdo ahora mismo el párrafo del zorro. Si hubiera de elegir entre esa página de Saint-Exupéry y, por ejemplo, toda la producción de Carlo Frabetti, se iba usted a llevar una decepción. Yo lo tengo muy claro: al lado de Saint-Exupéry soy nadie. Todo lo que escriba no valdrá una m. en comparación con lo que él escribió y como hombre, probablemente tampoco lo valga (pues mientras que su hombría está fuera de toda duda, mi valor lo supongo porque no ha sido probado). Yo no soy quien para criticar a un ser humano semejante. Por fortuna, todavía me asiste la cordura suficiente para darme cuenta de mi pequeñez y cortedad.
Pierde a un lector. No me aporta usted nada.
Lo lamento de veras. Exabruptos aparte, a mí tus comentarios sí que me aportan algo.
Lo diré absolutamente en serio.
Me has llamado hijoputa, cerdo e idiota, entre otras lindezas.
En el artículo del algoritmo del suicidio estuve a punto de contestarte algo, pero se me pasó por la mente que, aunque fuera muy improbable, cabía la posibilidad real de hacerte daño, y me abstuve de replicar y he estado varios días sin participar.
Ahora veo este ataque gratuito a una persona que se ha caracterizado por su amabilidad y atención, y lo digo desde la discrepancia en muchas de sus posiciones éticas y políticas.
Has conseguido ofenderme más con esta respuesta a Frabetti que todas las veces que me has provocado e insultado a mí directamente.
De verdad, es enfermizo cómo contrasta tu discurso moralista con tu conducta soberbia y, en este caso, directamente grosera.
¿Quién te crees que eres para tratar así a las personas?
No eres nadie porque nadie es más que nadie.
Eres un hombre, como cualquier otro, y ese es tu único valor; por cierto, el mismo que el de todos los que andamos por aquí.
El comentario sobre que el autor era un héroe contra De Gaulle es bastante insultante para los franceses, aparte de innecesario.
Pues mire usted. Siento el mayor de los respetos por Saint-Exupéry. Hasta donde llega mi conocimiento, él consideraba que De Gaulle, ponía su ambición personal por delante del bienestar de Francia. Al general le pareció que tal opinión era mala publicidad y vetó a Exupéry para que quedase en tierra como si fuera un colaboracionista. Sobre el tema que nos ocupa, lea:
http://news.bbc.co.uk/2/hi/programmes/from_our_own_correspondent/3541662.stm
Ahora bien, ya que lo saca usted a colación, a propósito del mito forjado por De Gaulle de la «Francia resistente» lea el texto de Schwarz Geraldine titulado «Los Amnésicos», y sobre todo «La Francia de Vichy» de Robert O. Paxton.
Lo mismo se siente usted menos insultado y más avergonzado.
Todo este palabrería demuestra que es usted tan soberbio como Exupéry.
Vergüenza es que usted insulte así gratuitamente al padre de la nación. Igualmente, si quiere hablar de vergüenza ya ha llamado la atención el autor del articulo, por descalificar sin venir a cuento y ser indigno.
Parece que admira mucho a los héroes y quizá usted cree que es un héroe por criticar a De Gaulle desde detrás de una pantalla.
De Gaulle es el padre de la V Republica, no de Francia. Franceses hubo muchos antes que el y más eminente. Es responsable de muchos de los problemas que lastran, como la extrema derecha. Montaigne o Saint-Exupéry definen más a nuestro pais que el. Verguenza deberia darte llamar soberbio a Exupéry.
Te pido excusas, me excedi.
No comparto lo que dices de De Gaulle, pero aunque fuera verdad que Montaigne y otros pueden representar mejor a Francia o a todos los franceses, para mi no es adecuado decir lo que ha dicho el comentarista.
En todo caso, fue un gran hombre, un hombre de estado y somos muchos los que respetan su memoria.
https://eldebatedehoy.es/noticia/entrevista/06/12/2020/pablo-perez-lopez/
El malvado De Gaulle.
Creo que leerle a un niño pequeño los «Elementos» de Euclides es maltrato infantil, jaja.
El principito me gusta, porque me suele gustar lo cursi y lo emo, jaja. Pero también opino que es más digerible a partir de la juventud y en la etapa adulta.
El término incompletitud para referirse a los niños me parece equívoco. En psicología social se ha discutido bastante sobre la concepción social de los niños como seres incompletos, sin pleno derecho y sus consecuencias negativas.
Estoy de acuerdo con Constantino que es muy bueno tener una persona adulta al lado a la hora de leer, ver películas… para ayudarles a desarrollar un espíritu crítico.
También veo interesante que exista material didáctico que los niños puedan leer solos. Y además si se basan en los conocimientos neurocientíficos que se tienen del cerebro, mejor. Por ejemplo, se sabe que hay unas edades sensibles para aprender conceptos abstractos o adquirir cierto vocabulario o estructuras gramaticales complejas. Es decir, obras llenas de “nutrientes” intelectuales para cada etapa de desarrollo cerebral.
Tienes razón, el término «incompletitud» es equívoco, aunque unido a «indefensión» me parece que lo es menos: es una etapa en la que los niños no tienen completo su repertorio de herramientas para desmontar ciertos discursos, sobre todo los metalingüísticos, como la publicidad, y eso los hace especialmente vulnerables; por otra parte, «incompleto» y «sin pleno derecho» son cosas distintas; un hombre manco está anatómicamente incompleto y no por so tiene menos derechos.
Pues yo se lo leía a mi hija mayor cuando tenía cuatro o cinco años y no le ha quedado ningún trauma ni nada parecido. Estudiando por esos mundos De Dios anda ahora. La ha tomado usted con Saint-Exupery y con Christiansen hoy Frabetti, y al menos en el caso del primero tendrá que reconocer que sus motivos tenía para renegar de los adultos (recuerde que el libro se publica en el año 43) y preferir volver a la infancia. Es algo que se ha apuntado también de Tolkien por aquí hace poco, exactamente por el mismo motivo.
Lo de los números….Alguien que volaba en aviones de los años 40 tenía que saber de números a la fuerza para poder navegar. Solo le ha faltado acusarle de que le gustaran los chuletones.
Por cierto yo sigo pensando que el libro es precioso. Y creo soy totalmente consciente del mundo en que vivo. Lo que no quita que, como todos, tenga momentos en que es mejor desconectar, abstraerse y largarse a un lugar muy lejano.
Sigue siendo un placer leerle por aquí.
Habrás observado que siempre añado el adjetivo «potencialmente» cuando hablo de la toxicidad de El principito o de algunos cuentos de Andersen, y digo, además, que todo depende -como en el caso de algunos cuentos maravillosos que pueden resultar terroríficos- de la forma en que el adulto ponga al niño en contacto con la historia. En cuanto a los momentos en que es mejor desconectar, nadie lo discute (no yo, al menos), pero no afecta a mi argumentación; es como si en un artículo sobre los peligros del alcohol alguien dijera «Pues está muy bien tomarse una caña de vez en cuando». Yo hablo sobre todo, insisto, de la toxicidad potencial de algunas historias para los niños.
¿Tenía motivos Sant-Exupéry para renegar de los adultos? No. Tenía motivos para renegar de algunos adultos y para estar muy orgulloso de otros, entre ellos muchos compatriotas suyos. Y conste que no discuto su derecho a desear refugiarse en la infancia ni a buscar la muerte; solo digo que El principito no es una lectura adecuada para los niños, por más que haya pasajes hermosos e incluso divertidos.
Con respecto a Andersen hay por casa una edición ilustrada publicada con motivo del bicentenario de su nacimiento que es una maravilla. Y coincido con usted que el cuento de las fosforera se las trae. Que es duro de masticar. Claro que si lo piensas, la realidad de los pobres en cualquier ciudad europea del siglo XIX debía de ser algo duro de ver. Quizá ese reflejo social lo hicieron otros escritores. En algún sitio he leído que Hansel y Gretel reflejaba una realidad de centroeuropa en el siglo XV y XVI, el abandono de niños que no se podían alimentar.
Así es. Por desgracia, seguro que hubo muchas pequeñas cerilleras que acabaron igual o peor. Y no hay que ocultarles esa realidad a los niños; pero la forma de mostrársela y explicársela es muy importante.
En cuanto a Hansel y Gretel, Pulgarcito y otros cuentos de abandono y canibalismo, la realidad subyacente es aún peor: durante las hambrunas, no era infrecuente comerse a los niños.
El principito, del que teníamos en casa dos ediciones bastante añosas, una francesa y otra española, siempre me causó una especie de angustia metafísica. No conseguí acabarlo hasta que tuve treinta y tantos años.
Lo tengo por un genuino relato de terror.
Lo es. El tipo de terror, además, en el que el ogro se come a Pulgarcito. Lo cual no es necesariamente malo, siempre que no seas Pulgarcito.
Sinceramente creo que los niños tienen (tuvimos) un estómago de hierro, capaces de digerir cualquier cosa. Yo no me preocuparia tanto de la dieta lectora de un niño, mientras sea variada, eso sí. Fui muy lector, no tenía tele en casa, y no recuerdo que ninguna lectura me haya “traumatizado”. Los traumas de los niños dependen de las cosas que les pasan fuera de los libros, son capaces de distinguir la ficción de la “realidad”. El Principito me gustó, aunque no lo leí de muy pequeño. Es melancólico sin duda. El único libro que me ha acompañado toda mi vida, sobreviviente de dos exilios, y que en cuanto a la literatura infantil es para mí la medida de todas las cosas, son los Cuentos Populares Rusos, de la editorial Progreso. Personajes fascinantes y muchas veces ambiguos, como la bruja Yagá, que tanto era capaz de devorarte si no la tratabas con la consideración que merecía, como de ayudarte a resolver tu problema si le caías en gracia. Carlo, tu que hablabas de maniqueísmo el otro día con Tolkien, creo que le darías buena nota a este libro.
Sí, los niños tienen un estómago de hierro, capaz de digerir cualquier cosa, y precisamente por eso se intoxican con facilidad (hay cosas que, de pequeño, es mejor vomitarlas antes de que el organismo las absorba).
Baba Yagá es otra cosa; sus cuentos (que, junto con otros cuentos rusos, inspiraron a Propp su teoría de las 31 funciones) pueden dar miedo, pero no transmiten amargura ni melancolía. En cualquier caso, creo que es importante contextualizarlos y comentarlos cuando se les cuentan a los niños de corta edad ciertos cuentos, pues no solo se trata de distinguir ficción y realidad a nivel racional. En cuanto a la nota a los CPR, un 10, por supuesto.
Me encanta el bad romance q se llevan Máximo y Constantino. Esto termina con uno de los dos mordiendo la almohada…
Mire, Lucio, me ha hecho reír.
Unos iremos a vela y otros, a motor.
Buena cosa, tener sentido del humor.
De El Principito me quedó la angustia por esa soledad que buscaba con una prosa excelente. Mis hijos lo leyeron ya adolescentes. Nada puedo aportar entonces. Solo que no sé cómo sacármelos de encima, visto que continúan a romper mi santa paz para reír con mis historias absurdas y esperar que les cocine delicias. Bromas aparte, y haciendo hincapié en el comentario de Constantino, que sin dudas se refería a un artículo reciente sobre Disney, me pregunto cuánto de grave hay para una niña ver que, gracias al beso de un príncipe la bella durmiente se despierta. Fue el comentario de un padre, por lo visto con hijas pequeñas que, dentro de otras consideraciones sobre el papel moderno de las mujeres en los últimos films de esa multinacional, decía que era un delito besar a una mujer sin su consentimiento aun si dormía. Por supuesto que tiene razón, pero diablos, décadas recordando esa escena sin hacerme la más mínima pregunta. Todavía la ando rumiando. Debe de ser por mi “velo” masculino. Siempre un placer leer tus cosas que me hacen reflexionar.
No he leído el artículo al que te refieres, pero voy a hacerlo ahora mismo. En cuanto al beso, el delito está en la metáfora: la mujer es una «bella durmiente» que necesita el beso de su príncipe azul para «despertar».
El placer es mutuo (no como en el beso del cuento, que es unilateral), gracias, Eduardo. Y cuando cocines delicias para tus hijos, decántate por la tarta pascualina antes que por el asadito: su colon y la naturaleza te lo agradecerán.
Esto de no poder comer cordero siempre me recuerda a:
https://www.youtube.com/watch?v=U4boixBxUlg
Tras leerte, Constantino, he ido a una librería y estoy leyendo a mi hijo el Principito. ¡Vuelve más por aquí!
Me quedo tristemente sorprendido de ver cómo cualquier cosa vale para agredir a un articulista. Carlo Fabretti es un intelectual que ha volcado generosamente su talento en cuidar y entretener a la infancia, pocas cosas más nobles. Yo he crecido con algunas de sus aportaciones y al ejército ilustrado de mentes democráticas de mis años de EGB, en la escuela o fuera de ella, le debo buena parte de lo bueno que tengo. La crítica me parece respetuosa y atinada, se esté de acuerdo o no. En las «cosas para niños» se ocultan a veces elementos oscuros y no está de más ponerlos en discusión, sin aspavientos morales ni histeria, pero sí con espíritu crítico. Gracias por haber cuidado de nosotros, señor Fabretti.
A ver si le dedica un artículo a Pinocho, merece otra lectura.
Gracias, Javier, por los ánimos y la sugerencia, que no dudes atenderé (como tantos niños italianos, me enfrenté a Pinocho -a la versión original- con una mezcla de fascinación y terror). Y que no te entristezcan esas agresiones: cuando pasa un tiempo sin que me ataquen, me preocupo. Teniendo en cuenta cómo está el patio, si no molestas a nadie es que te has apoltronado.
Aprovecho para promocionar el humilde proyecto de comunicación de unos amigos; un niño aún que, cuando sea mayor, querrá ser como Jot Down: http://www.laenzina.es. Venga, que estará en su casa.
Cuánta controversia e insultos ha generado un artículo. A mí El Principito no me entusiasmó nunca demasiado, aunque quizá se pueda salvar algo de su sentido antipragmático. La cuestión es si un libro así es el mejor modo de hacer entender que lo práctico no ha de ser el objetivo de la vida (sobre todo cuando he visto a gente votante de derechas, amante de la «magia de la Navidad», elogiar ese libro, como elogian a Chesterton o a Dickens). La cuestión también es saber por qué nos atraen los cuentos de hadas, o los cuentos de terror, o las historias un poco cursis. ¿Tendrá razón Castoriadis cuando dijo que él veía que el ser humano no quiere saber, sino que quiere creer? ¿Qué hacemos entonces si el ser humano es más feliz «creyendo» que «conociendo»? De ahí quizá el éxito de los cuentos, las fábulas y las religiones.
Por otro lado diría que las matemáticas y la ciencia, obviamente, son muy importantes… pero pueden conducir a un mundo excesivamente administrado por la eficiencia, la productividad, la puntualidad, lo pragmático. Un mundo en donde no hay lugar para una cierta «magia». ¡Saludos!
Como dijo Ortega (que no es santo de mi devoción, pero hay que reconocerle grandes aciertos en medio de su verborrea elitista): «Las ideas las tenemos, en las creencias estamos». Necesitamos dudar y necesitamos creer, y, como en todo, algunos dudan mucho y creen poco, y otros creen mucho y dudan poco. ¿Qué nos hace más felices? Puede que creer, pero al precio de adormecer la mente. Y a algunos no nos compensa.
La ciencia es un vehículo puede ir a cualquier parte, según quien conduzca: a la bomba atómica o a la penicilina. Pero la verdadera ciencia, esa que busca el orden a través de la sorpresa, lejos de abolir la «magia», la aumenta sin cesar. No es casual que Lewis Carroll fuera a la vez un gran matemático y un maestro de la fantasía.
A mí tampoco me compensa «creer», más que nada porque lo asocio a la religión con todas sus peores consecuencias: fanatismo, superstición, dominación injustificada de los diferentes, herejes, animales, etc. Otra cosa es cómo «viene de fábrica» el ser humano y de cómo el ser humano «escapa» de la realidad cuando ésta no le compensa. Por otro lado, quizá la matemática tiene «magia», como la ciencia, pero es verdad que es muy distinta. El amor, por ejemplo, no es cuantificable matemáticamente. Todo esto sería genial poder hablarlo en algún encuentro, taller, charla… pero en esta época covid parece que no va a ser posible.
En cuanto a Chesterton y Dickens, son buenos ejemplos de que no se puede despachar una obra, y menos a un gran autor, con un par de adjetivos. Tienen un lado conservador que los hace muy queridos por la derecha; pero la riqueza de sus personajes y sus tramas los convierte en clásicos indiscutibles y muy valiosos, en los que cualquiera puede encontrar alimento para el espíritu. En menor medida, pues son muy inferiores como narradores, es también el caso de Saint-Exupéry, Andersen o Tolkien.
Quizá Chestertron y Dickens sean buenos autores, no lo sé; no pretendía despacharlos con un par de adjetivos. Apenas los he leído; sólo la autobiografía de Chesterton; me pareció que no era para tanto. Curiosamente Chesterton parece bastante racional (religioso, pero racional, como Tomás de Aquino) y, quizá por eso, atrae a muchos católicos. Y de hecho creo que el mundo católico es poco «mágico», porque todo está demasiado ordenado, demasiado explicado. A mí a veces me parecen más «rebeldes» personajes de Balzac o Stendhal, por lo que tienen de apasionados. Esa pasión los sitúa en una dimensión en rebeldía contra el ordenado mundo capitalista (y religioso). Pero esto ya es otro tema. Saludos.
Balzac y Stendhal, en mi opinión, además de estar entre los más grandes desde el punto de vista literario, llevan la capacidad crítica de la novela más allá que la mayoría, y eso los hace muy especiales y muy valiosos. En cuanto a Chesterton, creo que lo mejor de él son sus relatos breves, y probablemente exagero al equipararlo a Dickens; pero a mí, paradójicamente, me ayudó a abandonar el pensamiento religioso y a descubrir mi vocación de escritor, y le estoy muy agradecido. Creo que, igual que hay escritores que se creen progresistas y no lo son, Chesterton era menos conservador de lo que decía.
En cuanto a la «magia» y su relación con el misterio, es un tema apasionante, desde luego. Intentaré dedicarle un artículo. Gracias por la sugerencia.
Me tengo que leer «Alicia en el país de los números» para entender mejor esta crítica al Principito :)). Lo de la toxicidad potencial para las mentes infantiles es un asunto muy arduo. ¿Sabe alguien con qué nos quedamos de esos relatos?. Mientras para unos el Principito no dejó huella alguna en la infancia, para otros fue un referente por la defensa que hace de cuidar las cualidades creativas y no perder la esencia de lo que somos. Es lo que tiene el simbolismo, que da libertad para la interpretación. De pequeña me encantaban los cuentos tradicionales por su parte mágica e incluso por su brutalidad como en Piel de Asno. Ahora cuando repaso a los puñeteros Hermanos Grimm o a Perrault me echo las manos a la cabeza por lo infumable de su rancio mensaje. Supongo que deconstruir el aprendizaje es parte esencial del proceso.
Sí, eso ocurre: a mí me gustaba el mundo mágico de los cuentos… ¡¡pero ni siquiera los leía!! ¡¡No me gustaba leer de niño!! Pero sí los disfrutaba en los dibujos, en la animación, etc. Pero es verdad lo que dices: podían ser «mágicos» en la ambientación y demás, y luego, en el contenido ser horripilantes, y contener mensajes rancios, machistas, etc…
Si, exacto!. Y de alguna manera, si había algo en el cuento que no te acaba de convencer, nosotrxs lo rehacíamos en nuestras pequeñas cabezas. Te quedabas con la magia, con los reinos muy lejanos, con el tiempo pasado y desconocido, con las espadas y las batallas siempre que ganasen los buenos. Y es que, ya desde pequeñxs, sabíamos quienes eran los buenos… Te preguntas en qué momento cambió eso.
Yo recuerdo con vergüenza que, como tantos otros niños, aplaudía en el cine cuando aparecía el 7º de Caballería y salvaba a los colonos del ataque de los despiadados apaches. Descubrir que en realidad el malo era John Wayne fue un auténtico trauma (del que aún no me he repuesto del todo).
Sí, esa es la clave, deconstruir el aprendizaje (en mi programa de TV «La bola de cristal» lo llamábamos aprender a desaprender), y por eso insisto en la necesidad de acompañar a niñas y niños en sus primeras lecturas y ayudarles a ver el reverso de ciertos mensajes. Llevo muchos años escribiendo «literatura infantil» y teniendo encuentros con mis jóvenes lectoras/es, y eso me ha hecho especialmente consciente de la ambivalencia de muchos productos, tanto literarios como cinematográficos, supuestamente infantiles o juveniles, y del daño que pueden hacer. Y en gran medida, ya que lo mencionas, todo empezó con Perrault y sus versiones «moralizantes» y sexistas de los cuentos tradicionales, y Disney se encargó de difundir su mensaje. Hay un nexo entre los besos unilaterales de los príncipes azules a Blancanieves o la bella durmiente y los continuos abusos sexuales propios de nuestra sociedad patriarcal.
… y sin embargo esos dos, Blancanieves y la Bella Durmiente, son de los que más me gustan. He llegado a la conclusión de que contienen una plasticidad de la que otros relatos carecen. Con todo lo sexista, clasista, aporofóbico y racista de su contenido, son dos cuentos fáciles de convertir y llevarlos a otro terreno como la Fantasía Épica en el caso de Blancanieves o a la Ciencia Ficción en el de la bella durmiente (¡¿alguien más la imagina criogenizada y despertada por una IA o soy solo yo?!). Hacen falta buenos maestros como tú para llevar a los peques por ese camino, el de darle otra vuelta a las cosas. Sobre el inestimable trabajo que hiciste con la Bola de Cristal prefiero no meterme -ahora- porque no cabría en este comentario toda mi gratitud y mi el reconocimiento que mereces por ello. Es mucho. Es muchísimo.
Los cuentos maravillosos tradicionales son «pequeños mitos», como dice Lévi-Strauss, y como tales contienen las esencias prístinas de nuestra cultura y se prestan a muy diversos usos. Por eso nos fascinan, y no hay que desecharlos en absoluto; pero, insisto, la manera de presentárselos a niñas y niños es crucial, y la manera de Perrault y Disney es lamentable. La Bola fue mérito de un equipo muy unido y entusiasta, y en gran medida muy joven (no era mi caso), y fue posible gracias a un momentáneo vacío de poder -y de criterio- en TVE. Hoy sería impensable un programa así. Gracias por tus palabras de aliento.
Pues me acabo de enterar (no tenía ni idea) de que usted es uno de los «implicados» en aquella locura maravillosa que fue La bola de cristal. Que yo ya no era precismente un niño (con 15 añitos me pilló el estreno) pero era de visión obligatoria, sábado tras sábado. Estoy en deuda con usted, Frabetti. Que lo sepa.
Me cobraré la deuda en comentarios.
Vine a este mundo para sembrar
desconcierto, de macho, de varón.
Por supuesto sin mi consentimiento
pero doy gracias por la sabia elección,
a quién no lo sé, pero últimamente
sospecho que podría haber sido de
otra manera, que no estamos aquí
para despertar a “nuestras mujeres”
que ahora se atreven a alzar la cresta
y junto a doctores sugieren cambiar la
dieta ignorando que con tortas pascuales
arriesgamos nuestra extinción, que sin
energía cárnica no puede haber combustión
y menos aún un saludable metabolismo
siempre veloz. Se salvarán los más fuertes,
los que no esquivan la guerra, el pugilato,
la corrida de toros, la competición financiera.
Buena suerte les deseo a los otros.
Que grande!!
I feel a disturbance in the Force
Sospecho que es un poema irónico, pero tal vez se me escape algo.
Puede ser una impresión mía, pero tuve la sensación de que a Eduardo Roberto no le convenció mucho tu idea de incorporar la pascualina en su dieta. Es más, su reacción me recordó a la de Smaug cuando Bilbo le robó la Piedra del Arca. Cuidado. Estás advertido. Entre las páginas de Jot Down acechan criaturas que se desayunan con matemáticos crudos.
No hay que alarmarse. Con esa dieta no llegarán lejos. En cuanto a la tarta pascualina, máximo logro de la cocina italoargentina, ni un troll le haría ascos.
Este Rafa es tremendo..
No se te escapó nada, Carlo. Es una ironía, un producto de mi “velo” masculino que se horroriza con ciertas realidades de mi género. Para aliviar tu preocupación por imponer una sana dieta, te digo que la torta pascualina es una de mis delicias, con una modalidad que desconocía: los huevos no se introducen ya duros, si no que se rompen y vierten en una concavidad previa en la torta cruda, antes de meterla en el horno ardiente… por horas cruje y cambia de color la masa, mientras que adentro la clara del huevo se expande confundiéndose con la ricota, un perfume invade la casa, un perfume de resurrección cotidiana y pagana, las voces se cruzan, rebotan, se van en exilio, se presentan de prepo palabras, colinas y niños, alguien pregunta dónde está el vino para evitar preguntar dónde andarán los que faltan…
No conocía esa variante, pero pinta maravillosa y pienso experimentarla en versión vegana. Gracias por la receta y la prosa poética que la acompaña.
Creo que así me explico mejor.
…por horas cruje y cambia de color
la masa, mientras que adentro la
clara del huevo se expande blanca
confundiéndose con el requesón,
un perfume de nuez moscada invade
la casa, un perfume de resurrección
cotidiana y pagana, las voces se cruzan,
rebotan, se van en exilio, y de pronto
se presentan de prepo palabras, colinas
y niños, se exige inútil urbanidad a perros
y gatos, alguien pregunta dónde está
el vino para evitar preguntar dónde andarán
los que faltan…
Las mujeres imponen el ritmo que no
lloran al cortar la cebolla en juliana
mientras agregan especies exóticas,
ellas, que en línea recta y a través
de todas las madres pueden llegar hasta
Eva mientras que nosotros nos quedamos
a mitad… hay algo que no encaja en esta
fervorosa realidad, me siento indigente aun
sin serlo, me descubro ignorante sabiendo
de todo, mudo en medio de la verborragia
con una torta pascualina en el horno
que se está por quemar.