Hasta hace treinta años, la gente veía pocas cosas llamativas. Era una limitación física: solo podíamos ser testigos de un puñado de momentos y teníamos pocas opciones de ver situaciones verdaderamente raras.
Pero eso cambió en los últimos cincuenta años. Primero se popularizaron las cámaras de vídeo, y la televisión se llenó de «vídeos de primera»: tartas nupciales por los suelos, toros que se salían del ruedo y niños que en lugar de darle a la piñata le rompían los huevos a su padre.
Era solo el principio. La verdadera revolución ocurrió este siglo: Steve Jobs inventó el iPhone y ahora dos mil millones de personas nos pasamos el día con una cámara en la mano. Los vídeos se han multiplicado, se han vuelto más cortos y sobre todo mejores. Las maravillas que recibimos por WhatsApp o Twitter hubiesen sido inimaginables hace quince años. He repasado los vídeos que recibí este mes y hay joyas: un chaval en TikTok saltando entre dos rascacielos, un caracol que se come un champiñón, un mono en moto que casi rapta a un bebé, un gato enfadado que le boicotea un vídeo cursi a un youtuber y lo castra prácticamente (al youtuber), una morsa subida a un velero (que casi vuelca), un cadáver alienígena (que era un caldo de pollo con remolacha), una ardilla que intenta subir por el mástil de un comedero de pájaros pero no puede porque le han echado aceite (te meas) y un gato diminuto que, si le disparas con el dedo, se hace el muerto (¡lo juro!). En fin. En mi casa nuestra preferencia son los animales graciosos, pero me consta que hay otros mundos de vídeos asombrosos.
Es imposible cansarse de estos vídeos. Los instantes que vivimos en persona no pueden competir, porque son objetivamente peores, pero compiten porque juegan en otra liga: todos tenemos predilección por los momentos que vivimos en directo. Son historias que has repetido muchas veces. Dios sabe a estas alturas cuánto queda de verdad en ellas y cuánto es invención. No importa mucho. Son anécdotas valiosas porque lo que vuelve interesante a una persona son las historias que cuenta, que casi siempre son robadas de libros y de otra gente.
Me viene a la cabeza uno de esos momentos.
Lo viví de resaca y en alta mar, que es una mala combinación. Estaba en Ibiza con amigos de la adolescencia, fingiendo sin éxito que todavía éramos veinteañeros. Eso explica que me levantara, con mil agujas clavadas en el cráneo y el cerebro pidiéndome agua hasta por fax, para subirme a una lancha y recorrer la isla a velocidades supersónicas. Íbamos tan rápido que no quedaba claro si éramos horteras o personajes de Fariña.
El plan funcionó sorprendentemente bien durante una hora: «Somos jóvenes», pensamos viniéndonos arriba. Pero era un espejismo. Pronto se levantó viento, el mar se embraveció y unas nubes negrísimas ocultaron el sol. Delante de mis ojos se estaba pintando un cuadro de Turner y me iba a coger con la mayor resaca en años. Además, hacía frío y dábamos saltos de ocho metros por ir a tope con la lancha. Poco a poco se nos fueron borrando las sonrisas y acabamos todos mareados. Muy mareados.
Ahí empezó el momento estelar.
Nuestro capitán recomendó que los mareados se diesen un baño, porque «ya veréis como se os pasa». Entonces mi amigo más antiguo se echó al mar, rezando por que eso le espantase el mareo, pero no debió de funcionar, porque se puso directamente a vomitar. En el barco, la conclusión fue unánime: vomitar dentro del agua es poco práctico y bastante desagradable, porque el vómito se queda flotando a un palmo de tu cara y las olas resultan amenazadoras. El lado bueno es que a los demás sí se nos fue el mareo de tanto reírnos. Y aún faltaba un último giro. Estábamos ahí mirándolo bracear cuando la naturaleza decidió redondear la imagen: mientras mi amigo chapoteaba entre vómito flotante, el agua alrededor comenzó a agitarse y del mar emergieron cientos de pececillos que se lanzaron a comer lo que su cuerpo había rechazado. Que te entre la risa cuando ya te estás riendo es de las mejores cosas en la vida.
Todos tenemos recuerdos así. Son historias que os encantan a ciertas personas porque las compartisteis, aunque en realidad no tienen demasiada gracia. Es algo que descubres cuando tu novia conoce a tus viejos amigos. Alguien cuenta esas historias y ella finge divertirse con educación, pero es evidente que no puede participar. La miras ilusionado y te entristece que no lo vea —¿cómo no se muere de risa? ¡Salieron peces del mar a comerse a tu amigo con vosotros ahí mirando!—. Todos sabemos lo que está pasando en realidad: vuestros recuerdos son anécdotas corrientes que jamás podrán competir con los vídeos asombrosos de internet. Pero tú no puedes reconocerlo porque tus momentos estelares tienen una propiedad que los hace absolutamente especiales: son los únicos realmente tuyos.
Somos lo que transmitimos. Una vez más gracias Kiko por la historia.