En uno de sus últimos poemas, «Epílogo», escrito dos años antes de su muerte, Luis Cernuda (1902-1963) habla de su «existir oscuro y apartado». La oscuridad era relativa, puesto que, aunque él no lo percibiese, estaba alumbrado con su ejemplo, que aún nos llega. El apartamiento sí era absoluto: porque se apartó y porque lo apartaron. Pero esto, que fue malo (o difícil) para su vida, fue bueno para su obra: la preservó. Le ocurrió como al magnolio que describe en Ocnos: «era precisamente aquel apartado vivir del árbol, aquel florecer sin testigos, quienes daban a la hermosura tan alta calidad». Cernuda fue una de mis primeras fidelidades, y se mantiene. Escribir sobre él sigue siendo un ejercicio de admiración.
Admira ante todo su integridad, personal y artística. Cómo se mantuvo firme, insobornable, en las dificultades. En otro poema del final, «Peregrino», se advierte a sí mismo: «No eches de menos un destino más fácil». Hizo de la sentencia de Heráclito «carácter es destino» su divisa: su biografía ya estaba inscrita en su forma de ser. Además de los rasgos poco sociables de su personalidad (retraimiento, susceptibilidad, hipersensibilidad), fue decisiva su doble condición de homosexual y de poeta, que asumió como vocaciones. La primera era previsible que chocara con la sociedad, y más ejercida con la valentía (desafiante) con que él la ejerció. Pero la segunda también, dado que fue poeta radicalmente, sin concesiones. Desde estos dos núcleos de pureza, se las apañó como pudo en el mundo real, menesteroso; el que le tocó, azotado con particular crueldad por la historia.
Cuando lo común era disimular, como hizo su amigo Vicente Aleixandre con esos «ella» que han estropeado su poesía, Cernuda habló abiertamente en sus versos de hombres, de muchachos. El precedente de André Gide en Francia le dio valor, y fue capaz de escribir en España un libro como Los placeres prohibidos (de 1931 pero publicado en 1936, en la primera edición de La realidad y el deseo). Él era, por supuesto, consciente de su osadía. En su poema en prosa «El escándalo» dice de esos «seres misteriosos a los que llamaban los maricas», según un recuerdo infantil: «Al fin surgían, risueños y casi envanecidos del cortejo que les seguía insultándoles con motes indecorosos». De mayor fue digno de ellos: cultivó el escándalo, aunque sin alardes; con naturalidad y con elegancia. Con distanciamiento de dandi.
Pero su disidencia no estaba solo en el objeto prohibido de su amor, sino en la concepción arrebatada del amor mismo. Se acogió, desde su singularidad, a la revolución surrealista, que propugnaba la liberación de los corsés burgueses, mediante la triple luz del lucero del alba, Lucifer, según André Breton: la libertad, el amor y la poesía. Su erotismo diferente, si acaso, enfureció su protesta. En el poema inaugural de Los placeres prohibidos escribe: «Una chispa de aquellos placeres / Brilla en la hora vengativa. / Su fulgor puede destruir vuestro mundo». Su furor se da sin culpa, de acuerdo con la memorable afirmación de Octavio Paz: «En Cernuda apenas si aparece la conciencia de culpa y a los valores del cristianismo opone otros, los suyos, que le parecen los únicos verdaderos. Sería difícil encontrar, en lengua española, un escritor menos cristiano». El propio Cernuda lo proclamó: «Porque nunca he querido dioses crucificados».
Sin culpa pero, obviamente, no sin conflicto. Por un lado, el conflicto con la sociedad que estamos viendo; por el otro, el conflicto ontológico del desacople entre la realidad y el deseo, es decir, el de la imposible restauración de la unidad del ser. El deseo es absoluto, pero su satisfacción es parcial o pasajera. Se cumple en el amor, siempre malogrado, y en la experiencia casi mística que Cernuda denomina el acorde, en que «borrando lo que llaman otredad, eres, gracias a él, uno con el mundo, eres el mundo». Un instante eterno en sí, pero del que se vuelve a caer en el tiempo. La grieta es irremediable, trágica, porque, como apunta el profesor Philip Silver, «no es el resultado de la ausencia de nada o nadie; es más bien resultado de una presencia, la de un vacío. […] Sentimiento ab initio de separación y alienación. Sentimiento ab initio de añoranza y nostalgia. […] Más que la voz de un poeta en desamor, es la de un poeta que vive y por lo tanto dice la división existente en el fondo del ser mismo». El también profesor Derek Harris señala por su lado: «El problema existencial de la disgregación producida entre el yo del poeta y el mundo en que vive, que Cernuda formula como un conflicto entre la realidad y el deseo, provoca una inevitable y doble reacción: la tendencia a retirarse del mundo enemigo hacia el jardín escondido de los sueños y la de afirmarse dentro del mundo hostil».
En su autobiografía poética, Historial de un libro (1958), se refiere a una de las grandes decepciones de su vida: la mala recepción de su primer poemario, Perfil del aire (1927). «Me mortificó tanto más —escribe— cuanto que ya comenzaba a entrever que el trabajo poético era razón principal, si no única, de mi existencia». La herida no se cerró nunca, hasta el punto de que vuelve a ella en su último poema, el que cierra Desolación de la Quimera (1962), «A sus paisanos»:
No me queréis, lo sé, y que os molesta
Cuanto escribo. ¿Os molesta? Os ofende.
¿Culpa mía tal vez o es de vosotros?
Porque no es la persona y su leyenda
Lo que ahí, allegados a mí, atrás os vuelve.
Mozo, bien mozo era, cuando no había brotado
Leyenda alguna, caísteis sobre un libro
Primerizo lo mismo que su autor: yo, mi primer libro.
Algo os ofende, porque sí, en el hombre y la tarea.
Su queja puede parecer puntillosa, y así se consideró durante años, en que se tomó a Cernuda como un «licenciado Vidriera», como lo llamó Pedro Salinas. Pero la publicación de la correspondencia entre este y Jorge Guillén puso las cosas en su sitio. En su excelente biografía de Cernuda, Antonio Rivero Taravillo recoge una carta de Salinas a Guillén en que se dicen lindezas como esta: «porque es imposible ya evitar la salida de Perfil del aire y eso a ti te contraría un poco, por lo que veo. Es imposible evitarlo por razones materiales […] yo estoy verdaderamente desesperado porque me considero el culpable de todo». Resulta que la intuición de Cernuda era infalible. Por su parte, Guillén le escribía a Salinas frases así: «¿Qué tenemos tú y yo que ver con un marica?». Pero Cernuda los despreció a ellos más, y con mayor acierto: encarnaban para él el conformismo burgués, con estufa, hogar, mujer e hijos.
Las esperanzas de libertad, de vida nueva, que Cernuda puso en la República se vinieron abajo en la guerra civil. Antes incluso de la instauración del franquismo, tuvo que sufrir la homofobia de los comunistas, que le hicieron quitar unos versos alusivos a la homosexualidad de Federico García Lorca en la elegía que le dedicó en 1937 a su amigo asesinado, «A un poeta muerto». Mantuvo su lealtad al bando que resultaría perdedor, y acabó exiliado para siempre. Pero su antifascismo no le impidió execrar los crímenes estalinistas, sobre los que se pronunció de manera inequívoca, con el coraje que le era propio: «La marcha de los sucesos me hizo ver, poco a poco, cómo en lugar de aquella posibilidad de vida para una España joven, no había allí sino el juego criminal de un partido al que muchos secundaban pensando en su ventaja personal». Naturalmente, también fue inequívoca su execración del franquismo. En 1942 escribió, por ejemplo, estas palabras que cita Andrés Trapiello en Las armas y las letras: «solo el nombre de franquista basta para levantar una ola de asco y repulsión en mis sentimientos. Para mí el levantamiento es responsable no solo de la muerte de miles de españoles, de la ruina de España y de la venta de su futuro, sino que todos los crímenes y delitos que puedan achacarse a los del lado opuesto fueron indirectamente ocasionados también por los franquistas. El pueblo es ciego y brutal, todos lo saben, por eso no debe dársele ocasión de que se manifieste como tal, ni provocarle».
El exilio político, con la repulsión hacia lo que queda dentro del país perdido, marca el punto de mayor apartamiento de Cernuda: iniciado en 1938 y mantenido ya hasta su muerte, veinticinco años después. En el poema «Impresión de destierro» (1939) escribe: «“¿España?”, dijo. “Un nombre. / España ha muerto”». Y en «Díptico español» (1960-1961): «La historia de mi tierra fue actuada / Por enemigos enconados de la vida. / El daño no es de ayer, ni tampoco de ahora, / Sino de siempre. Por eso es hoy / La existencia española, llegada al paroxismo, / Estúpida y cruel como su fiesta de los toros. / […] esa España obscena y deprimente / En la que regentea hoy la canalla». Esa España, mientras tanto, producía documentos como este informe de censura que desaconseja en 1952 la publicación un estudio de Ricardo Gullón sobre Cernuda por las siguientes razones (lo recoge Julio Rodríguez Puértolas en el libro colectivo Nostalgia de una patria imposible): «Numerosas alusiones a poemas prohibidos, exaltación de un autor que se mostró comunista en la Antología de 1934 de Gerardo Diego, que ha combatido públicamente al Régimen y continúa en el exilio manifiestamente hostil. No se trata de tachaduras como las aconsejadas en las pgs. […], sino del problema de resolver sobre la apología de una figura y una temática declaradamente enemiga de los principios religiosos: es blasfematorio; morales: es uranista; y políticos: es rojo».
Cernuda tuvo un encontronazo con un hombre del franquismo: el poeta Leopoldo Panero. Fue en Londres en 1946. Según cuenta Rafael Martínez Nadal (puede leerse en la biografía de Taravillo), en una velada amistosa Panero le insistió a Cernuda para que leyera un poema. Cernuda, a regañadientes, leyó «La familia», compuesto de versos descarnados contra la institución familiar. Panero, bebido, no lo pudo soportar y le interrumpió: «¡Basta! No lo admito. La familia es lo más sagrado y tú la denigras. Buscas la popularidad con malas mañas». Cernuda se marchó abochornado y le dijo a Martínez Nadal, temblando «de ira y de desprecio»: «La culpa la tengo yo por haber cedido; esa es la España de Franco: sacristanes, hipócritas, cursis y pueblerinos». El defensor de la institución familiar Panero no sabía aún los hijos Panero que venían detrás. En especial Leopoldo María, que le espetaría a su madre Felicidad Blanc, a partir de la historia de su amor con Cernuda que ella contaba: «Lo que nunca te perdonaré, mamá, es que pudiendo haber sido yo hijo de Luis Cernuda me tuvieses con el Conejito Blanco» (así es como llamaba al padre).
¿Es Cernuda un maldito? Si Francisco Umbral lo afirmó de Lorca en su ya clásico Lorca, poeta maldito, con más razón se podría afirmar de Cernuda. Además de ser «un desarraigado, un desclasado» que «decide hacer su arte contra la sociedad», el creador maldito ha de reunir, según Umbral, estas tres condiciones: «arraigo estético y humano en los poderes demoníacos o, cuando menos, daimónicos, como le gustaba decir a Goethe; heterodoxia sexual y muerte trágica y prematura». De la heterodoxia sexual de Cernuda, vivida sin disimulo, ya hemos hablado. Muerte trágica no tuvo, pero sí años de exilio y aislamiento, casi una muerte en vida, como da a entender uno de sus títulos: Vivir sin estar viviendo (1949). En cuanto a los poderes demoníacos, Cernuda fue explícito al respecto, como en el poema «Noche del hombre y su demonio» o el que empieza «Demonio hermano mío, mi semejante…»; y aludió directamente a lo demoníaco en Goethe, como en sus Palabras antes de una lectura (1935). Por lo demás, tuvo entre sus referentes a poetas malditos, de los que aprendió y escribió: Baudelaire, Nerval, Lautréamont, Verlaine o Rimbaud. A estos dos últimos les dedicó su célebre poema «Birds in the night», que es un canto al malditismo, alimentado (el canto) por la rabia contra las autoridades que reconocen, una vez muertos, a los poetas a los que en vida despreciaron: «Al acto inaugural asistieron sin duda embajador y alcalde, / Todos aquellos que fueran enemigos de Verlaine y Rimbaud cuando vivían». El poema trata también del coste de la libertad: «Pero la libertad no es de este mundo, y los libertos, / En ruptura con todo, tuvieron que pagarla a precio alto». El final es excelso, inolvidable:
¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?
Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable
Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella,
Como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita
Acá la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno
Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.
Tal vez exageraba: si fuera solo una cucaracha, y aplastarla.
Final que recuerda al del poema «Limbo», en que Cernuda, indignado por esa asimilación póstuma del poeta («Su vida ya puede excusarse, / Porque ha muerto del todo; / Su trabajo ahora cuenta, / Domesticado para el mundo de ellos, / Como otro objeto vano, / Otro ornamento inútil»), concluye: «Mejor la destrucción, el fuego».
Sin embargo, indócil ante todo, Cernuda lo fue igualmente ante el malditismo al uso. Octavio Paz lo señala con limpidez en La palabra edificante:
Gide lo animó a llamar las cosas por su nombre; el segundo de los libros de su periodo surrealista tiene por título Los placeres prohibidos. No los llama, como hubiera podido esperarse, placeres malditos. Si se necesita cierto temple para publicar un libro así en la España de 1930, mayor lucidez se necesita para resistir a la tentación de representar el papel de rebelde-condenado. Esa rebelión es ambigua; aquel que se juzga “maldito” consagra la autoridad divina o social que lo condena: la maldición lo incluye, negativamente, en el orden que viola. Cernuda no se siente maldito: se siente excluido. Y no lo lamenta: devuelve golpe por golpe.
El enfrentamiento de Cernuda es defensivo. Solo pretende abrirse espacio, vivir su vida. La intensidad de la violencia (verbal) nada más es índice en su caso de la intensidad de la opresión. En Historial de un libro escribe: «Una constante de mi vida ha sido actuar por reacción al medio donde me hallaba». Y tras mencionar su «vena protestante y rebelde», reconoce que tal vez se le considere «un inadaptado». Pero añade: «Yo no me hice, y solo he tratado, como todo hombre, de hallar mi verdad, la mía, que no será mejor ni peor que la de los otros, sino solo diferente». En la búsqueda, y la defensa, de esta verdad diferente, y en la autenticidad con que se empeñó en ellas, está la clave de Luis Cernuda.
Queda una sensación casi mágica: su vida ardua resultó perfecta para su obra. Por eso esta se mantiene intacta: perdura.