«Maldito James Eads» sonrío mientras veo un vídeo de la construcción del Beipanjiang en China, que constituye el récord del mundo de puente con mayor altura sobre el suelo —535 metros—, superando en más de 100 metros al Baluarte Bicentenario en México. Un puente atirantado construido avanzando desde cada lado del abismo. Los operarios que cerraron la estructura en su parte más alta trabajaban prácticamente a la altura del One World Trade Center en Nueva York, el edificio más alto de occidente, pero no en la azotea del edificio, ¡encima de la antena!
La diferencia fundamental entre trabajar en un rascacielos o en un puente es que en los primeros —normalmente—las plantas que has terminado están debajo de tus pies y la altura se percibe al levantar la vista y mirar a tu alrededor, al horizonte. En un puente la estructura ya construida se encuentra a tu espalda y a tus pies una rejilla te permite visualizar la certeza de una muerte segura que te llegaría en diez segundos, si cayeras; los que se tardan en llegar al suelo desde medio kilómetro de altura en el puente de China.
Al suelo de rejilla hay que añadir que el resto de las condiciones de trabajo no mejoran la tranquilidad: la altura de las barandillas que protegen el perímetro de trabajo, que siempre parece escasa por altas que sean, o los efectos de la intemperie: el casi permanente viento que te azota, la lluvia y, sobre todo, el frío —jamás he pasado tanto frío como construyendo en altura con agua debajo—, completan el cóctel que implica trabajar en una estructura de este tipo. El suelo de rejilla que solemos poner, por si se lo han preguntado alguna vez, no responde a ningún tipo de autoflagelación, sino por seguridad. La acumulación de agua en las plataformas tupidas, que incrementaría el peso, o el hielo con el que podrías resbalar son más peligrosos que la sensación de que puedas caer.
Y por último, si eres el ingeniero responsable del tinglado, debes tener presentes en todo momento los parámetros que gobiernan el comportamiento de la estructura: la resistencia del hormigón o el par de apriete de los tornillos en el caso de estructura metálica, si la deformación del tablero cuadra con los cálculos —seguro que no y por qué no—, la tensión de los tirantes, si hubo problemas en el movimiento de avance, etc. Y todo eso intentando dejar de lado tus propios miedos: «céntrate, joder, que has subido a trabajar, no a mirar la caída». Un buen número de cuestiones a las que enfrentarse al construir una estructura evolutiva para las que no te prepararon en la Escuela de Caminos.
¿A qué llamamos estructura evolutiva?
La idea que hay tras el proceso constructivo del puente Beipanjiang es relativamente sencilla: construir sobre lo previamente construido desde las dos orillas hasta llegar al centro. Volar hasta encontrarse. A esta metodología la denominamos avance en voladizo y los puentes así construidos constituyen uno de los tipos de estructuras evolutivas; que serían, por tanto, aquellas que van creciendo durante la construcción soportándose a sí mismas con la mínima ayuda exterior posible.
Uno de los grandes retos a tener en cuenta son las deformaciones que va cogiendo el puente según avanzas en su construcción. Imaginemos poner una caña de pescar telescópica en horizontal, que cada vez que extraes parte de la misma baja más la punta. Si no tuviéramos en cuenta este fenómeno, al extenderla del todo nunca quedaría horizontal. Esta simplificación sirve muy bien para entender que desde antes de comenzar la construcción hay que conocer el estado final de la misma para llegar a encontrarse en el centro tanto en vertical como en horizontal, porque la temperatura y sus variaciones durante el día también afectan al elemento, como si de un girasol se tratara.
La sencillez, como ya se habrá intuido, se reduce solo a los conceptos, pues el proceso constructivo es más lesivo para la estructura que la vida que tendrá con tráfico por encima. Necesita por tanto de estudios y cálculos frecuentemente mayores y más complejos que la situación final, lo que obliga al trabajo conjunto de dos agentes. Como escribió Javier Manterola, nuestro internacionalmente premiado diseñador: «un puente es siempre un examen inquietante para proyectista y constructor puesto que la física de la gran escala no perdona la incompetencia».
A este tipo de estructuras se llegó tras siglos utilizando grandes cimbras de madera e importantes medios auxiliares que levantaban las pesadas piezas que constituían las bóvedas de los puentes. Y fueron posibles con la aparición de los nuevos materiales tras la Revolución Industrial que permitieron un cambio radical en la ejecución. Nacieron para abaratar los procesos constructivos y así poder levantar puentes donde antes era impensable. Y quizá el salto que más relevancia trajo a mayor número de puentes de la historia se produjo en 1867 sobre el caudaloso río Mississippi.
El puente Eads en San Luis
Es el hierro el primero que aporta las posibilidades de trabajar con piezas que se unen entre sí creando celosías con la capacidad de aguantar un voladizo con un peso relativamente reducido. Esto abre la posibilidad a nuevos procesos constructivos y, con ellos, a la realización de puentes mucho más grandes. Si antes del primer ejemplo en hierro en 1779 el arco más grande de piedra tenía poco más de 40 metros, unas décadas después la luz de los puentes se había multiplicado por 10. Y es en esta espiral de cambios, en la que se forja la leyenda de ingenieros como Telford, Brunel, Roebling, Eiffel o el propio Eads, que es quien inventa el avance en voladizo.
James Buchanan Eads había nacido en 1820 en el estado de Indiana y, como tantos pioneros de la ingeniería de aquella época —sobre todo los británicos—, no tenía ninguna formación teórica, déficit que suplía con una inagotable capacidad para la invención.
Se había mudado a los trece años con su familia a San Luis, en el estado de Misuri, y toda su vida estuvo relacionada con el río Mississippi. Con veintidós años diseñó una embarcación para rescate de barcos hundidos y una cámara de buceo. Con estos inventos, que él mismo utilizaba y que fue mejorando sucesivamente, dedica los siguientes veinte años de su vida a reflotar hasta un total de cincuenta barcos del río, que acaba conociendo al dedillo.
Cuando en 1855 se plantea la construcción del puente San Luis, su ciudad, el primero en hacer una propuesta para salvar los casi 500 metros que separan las dos orillas es John Roebling, cuya idea no es tenida en cuenta por descabellada —esa locura que posteriormente le llevaría a unir Brooklyn con Manhattan— y es James Eads el que consigue años después hacerse con el diseño con un puente de tres arcos con tablero superior de 500 pies —152 metros— cada uno. La diferencia entre ambos ingenieros es que Roebling tenía la tecnología para cruzar esa distancia con un puente colgante de más de 400 metros y Eads no; pero, por el contrario, este último era un gran conocedor de medios navales y se atrevía a cimentar en medio del cauce.
La solución contenía dos proezas, la comentada de realizar cuatro cimentaciones en medio del cauce del río y la de pretender realizar tres arcos de más de 150 metros. Para la ejecución de las cimentaciones Eads recurrió al sistema de cajones de aire comprimido, la misma que Roebling ahora sí estaba utilizando en Nueva York y con la misma suerte: en San Luis murieron quince personas y más de ochenta resultaron heridas por la enfermedad de la descompresión.
Con las cimentaciones y pilas construidas, quedaba el reto de construir los arcos de 500 pies que las separaban. Hay que tener en cuenta que en esos años muy pocos puentes habían alcanzado esa luz y eran todos colgantes, casi todos de cadenas, con un proceso constructivo más sencillo. Tal era el miedo a la construcción de los arcos que un comité de ingenieros estadounidenses emitió un informe contra la solución de Eads por peligrosa e irreal. Este defiende su proyecto y la belleza de sus arcos y consigue convencer a los responsables de la empresa creada para la construcción del puente por el bajo coste de su solución.
Con toda la opinión técnica de la época en contra y la presión de un posible fallo que acarreara más vidas humanas, Eads diseña por primera vez la solución del avance en voladizo ayudado por un colaborador avezado en el cálculo estructural. Tan sencillo y tan remoto hasta que alguien lo hace primero.
Cuando se ven las fotos de la construcción del puente de San Luis recuerdan a las gigantescas vigas del Firth of Forth de Edimburgo porque, de hecho, San Luis es el germen de ese puente y de todos los similares. Eads montó una torre temporal encima de cada pila, de forma que según iba construyendo el arco desde el arranque iba sujetándolo con unos tirantes provisionales desde la torre. Añadía durante construcción la estructura que el arco necesitaba por encima para aguantar. Una vez llegó al centro y cerró los arcos —y estos ya tuvieron capacidad portante por sí solos— desmontó todo el atirantamiento y montó el tablero.
El mismo concepto se ha desarrollado de distintas formas: atirantando como Eads o penalizando algo la estructura del puente para resistir el proceso de avance, la esencia es la misma. Casi un siglo después, el alemán Ulrich Finsterwalder cerró el círculo aplicando el avance en voladizo a los puentes de hormigón, en los que cuando el vano es muy grande, se vuelve a utilizar la misma torre y tirantes que utilizó Eads en San Luis.
Es seguro que James Eads no fue consciente de que acababa de inventar un procedimiento constructivo que hoy sigue siendo el que se utiliza en casi todos los puentes importantes a excepción de los colgantes. Porque la grandeza del sistema consiste en que puedes hacerlo igual 27 metros por encima del Mississippi o a más de 500 metros como en el puente Beipanjiang en China. El concepto es el mismo. Construir sobre lo construido. Volar hasta encontrarse.
Y por esa audacia que tuvo de hacerlo por primera vez, cuando cerremos un voladizo en pleno siglo XXI y ya descansemos en paz, a todo profesional de la ingeniería se nos podría escapar una sonrisa y pensar aquello de «maldito James Eads».
Gracias por tu articulo. Soy aeronautico, pero con amigos camineros. Tuve la suerte de visitar el Mike O’Callaghan-Pat Tillman Memorial Bridge en el 2008. Cuando estaba construyendose. Era impresionante!
https://youtu.be/u3hAOvkNlRI
Excelente artículo que me ha traído el recuerdo de viejos profesores, de aquellos que no se olvidan, especialmente cuando veo puentes o esos pequeños transformadores de tensión en la cima de un palo, frecuentes en zonas rurales. Enseñaba Física, y eran famosas sus anécdotas (o fantasías) y, para zafar del infierno y aburrimiento de sus fórmulas, le pedíamos que nos contara algo relativo a su materia pues, además, trabajaba ejerciendo como ingeniero, anécdotas que eran siempre las mismas: el bochorno o desesperación de uno de los primeros constructores de puentes en acero que no había tenido en cuenta la dilatación del material. Su puente levadizo a dos alas enfrentadas, por pocos milímetros no cerraban del todo. Había que esperar que bajara la temperatura. Ahora sospecho que lo hacía por motivos didácticos, ya que súbito luego nos machacaba con la fórmula de la dilatación de los materiales. La otra era esa especie de devoción que sentía por un aislador, de esos esmaltados y semejantes a un gorro frigio. Lo guardaba en su taller y hasta le había dado un nombre: El Gran Machazo, pues había resistido a todas las pruebas del pasaje de corrientes eléctricas sin colapsar. La que más recuerdo era aquella que acompañaba con aire de ensoñación: él habría dado lo imposible por poder asistir en un anfiteatro griego a la primera representación de una obra de Eurípides, o saber el nombre de aquel que, sobre el cauce de un riachuelo y por primera vez, comenzó a acumular piedras en ambos márgenes contemporáneamente hasta conseguir una estructura apoyada sobre un arco, de piedras y de aire, seguro de que sobre el se podía transitar sin peligro. Muchísimas gracias por la lectura.