No princípio era o ermo…
Eram antigas solidões sem mágoa,
O altiplano, o infinito descampado…
No princípio era o agreste:
O céu azul, a terra vermelho-pungente
E o verde triste do cerrado.
(En el principio era el yermo…
Eran soledades tan antiguas que ni siquiera tenían dolor,
El altiplano, el desierto infinito…
En el principio era el agreste:
El cielo azul, la tierra roja y acre
Y el verde triste de la sabana(.
«O Planalto Deserto».
Antônio Carlos Jobim y Vinícius de Moraes, 1959.
Es una imagen tan presente en el mundo contemporáneo que se ha convertido en símbolo de las grandes inauguraciones; tan identificativa de los fastos como la antorcha olímpica encendiendo el pebetero, como los grupos de danzas regionales desplegados cual alfombra mutante y multicolor sobre el césped, como Los Manolos cantando junto a Peret para una audiencia de mil millones de personas o como el pezón de Janet Jackson en el descanso de la SuperBowl XXXVIII. Porque si rascamos sobre la pátina del espectáculo manufacturado, nos encontramos la estructura que lo sostiene y lo hace posible; y esa estructura de la realidad no siempre es tan alegre y festiva. A saber: decenas de arquitectos e ingenieros apurados para entregar a tiempo los proyectos, cientos de jefes de obra apurados para que la construcción siga a tiempo el contenido de los proyectos, miles de oficiales de construcción apurados para que las órdenes de sus superiores se cumplan a tiempo, decenas de miles de peones apurados para que los estadios y los pabellones estén operativos a tiempo. Cientos de kilómetros de infraestructuras y millones de toneladas de hormigón, acero, madera y vidrio a la distancia de un parpadeo de no estar colocadas a tiempo. Prisa, barullo, estrés. Tiempo. Falta de tiempo.
Lo hemos visto en casi cualquier gran acontecimiento deportivo —y no solo deportivo— de las últimas décadas, y con especial relevancia en los pasados Juegos Olímpicos de Río o en el Mundial de Brasil de 2014. Claro que, si la experiencia es un grado, deberíamos haber tenido total confianza en que los brasileños serían capaces de llevar a cabo tales empresas. No en vano, la capital de Brasil se levantó en menos de cuatro años. Desde la nada. Desde el desierto.
Al principio era el desierto
Quizá por lo exótico del apellido, a Juscelino Kubitschek le empezaron a llamar «JK» desde bien niño. Hasta su madre alternaba el «Juscinho» y el «Nonô» con el «JK», orgullosa de esa K que era la inicial de su propio apellido y que el pequeño había decidido adoptar. El padre de JK había muerto cuando él contaba con apenas tres años y su recuerdo tampoco era precisamente noble. Nocturno, bebedor y mujeriego, João César de Oliveira era lo que algunos llaman canalla pero que, en realidad, es lo que viene a ser un gilipollas. El caso es que, antes y después de muerto, los ingresos de la familia venían exclusivamente del lado de Júlia Kubitschek, hija de inmigrantes checos de etnia gitana. Esos ingresos no eran precisamente boyantes porque la señora K tan solo era la maestra de primaria de uno de los barrios periféricos de la pequeña ciudad de Diamantina, en el estado de Minas Gerais. Y a principios del siglo XX, la vida de una joven madre de origen extranjero en el centro de Brasil no se parecía mucho a la opulencia campestre de Dona Beija. Era una vida dura y jodida, y más teniendo que sacar adelante a dos hijos de corta edad. Entre clases, comidas y lavanderías, la señora K poco podía imaginarse que, cinco décadas después, su pequeño «Nonô» se convertiría en el vigésimo primer presidente de Brasil. Y, por cierto, el primer mandatario del planeta con sangre gitana. También sería el hombre que cambió el corazón del país.
Los aplausos retumbaban en la plaza consistorial de Jataí la noche del 5 de abril de 1955. Kubitschek acababa de iniciar la campaña electoral acompañado de Serafim de Carvalho, colega del PSD y antiguo compañero en la Escuela de Medicina de Belo Horizonte, y los habitantes del estado central de Goiás parecían en sintonía con las proclamas del político geraista. Al fin y al cabo, JK también era oriundo del interior y uno de los puntos más celebrados del mitin fue la promesa de cumplir de una vez el artículo 4.º de la Constitución de 1946: «La capital de la Unión será transferida al altiplano central del país». Y digo «de una vez» porque la idea de sacar la capital de la costa era tan antigua como el propio Brasil. Ya en las primeras demandas independentistas que, en 1821, José Bonifácio presentó a la corona portuguesa se incluía la necesidad de construir una capital en el centro, como manera de optimizar las comunicaciones en un territorio tan vasto, además de para prevenir los ataques marítimos que sufría la entonces capital Río de Janeiro. De hecho, junto a la petición se incluía un párrafo apócrifo que ya identificaba el nombre de la nueva ciudad como «Brasilia, o cualquier otro». Pese a lo perentorio del asunto, cuando se firmó la primera Constitución de la República de Brasil en 1891, la capital seguía en Río, si bien el tercer artículo de la Carta Magna ya definía con precisión que «En el altiplano central de la República será expropiada un área de 14 400 kilómetros cuadrados, que en breve será demarcada para que allí se asiente la futura capital federal».
Se ve que lo de «en breve» había sido una hipótesis demasiado optimista, porque pasaron otros sesenta años y la capital no se había movido de su sitio. Sea como fuere, JK decidió que las promesas ya habían durado demasiado, así que lo primero que hizo cuando asumió el cargo presidencial el 31 de enero de 1956 fue poner en marcha la Companhia Urbanizadora da Nova Capital (Novacap), que haría efectiva la expropiación de unos veinte mil kilómetros cuadrados en un páramo central del estado de Goiás y pondría los cimientos —administrativos, pero también físicos— del nuevo centro administrativo y capital de la nación. Tras más de ciento treinta años desde que se la nombró por primera vez, el país vería, al fin, el nacimiento de Brasilia. Y JK tenía claro que sería antes de que se acabase su legislatura.
El altiplano intacto
Cuando bajó de la camioneta el 6 de septiembre de 1956, Lúcio Costa solo vio la silueta de Oscar Niemeyer recortada contra la nada. Niemeyer había sido nombrado director técnico de arquitectura de la Novacap y Costa visitaba el terreno preparando el que sería el trazado urbanístico de la nueva ciudad, el denominado Plan Piloto de Brasilia. Ambos eran amigos desde que Oscar fuese alumno de Lúcio en la Escola Nacional de Belas Artes en Río, ambos eran socios en un estudio de arquitectura de Río y, pese a que Costa había nacido en Francia y había recorrido el mundo siendo un niño, ambos eran de Río. Esa mañana descubrieron algo que los cariocas sabían pero que solo podía comprenderse en el propio territorio: la brecha social y económica entre la costa y el interior se solidificaba en una inabarcable brecha física. Porque, frente a la exuberancia montañosa y oceánica de Río, la meseta era un páramo infinito. Hectárea tras hectárea de tierras rojas y duras. Yermas. Caminos absorbidos por los matorrales y apenas algunas nubes de polvo donde se empezaba a colocar la maquinaria pesada, girando sobre el viento como engranajes flotantes. Jobim y Vinícius lo cantarían tres años más tarde: «O Planalto Deserto». El altiplano desierto.
El problema era serio porque, aunque pudiese parecer lo contrario, el desierto es el peor territorio posible para la creación arquitectónica. No había ningún límite y, por tanto, no había ningún apoyo. Ninguna solicitación; ni agrícola ni geográfica ni topográfica ni siquiera histórica o cultural. Era una soledad sin referencias.
En Las ciudades invisibles, Italo Calvino dijo que las ciudades, como los sueños, están hechas de deseos y miedos. Lo bueno es que el escritor italiano no publicó su texto hasta 1972, así que Niemeyer y Costa no le hicieron ni puñetero caso (tampoco es que se lo hubieran hecho de haber podido leerlo). El material de la ciudad no sería el deseo ni mucho menos el miedo; el material de Brasilia iba a ser la fe. Porque sin relaciones exteriores, la única referencia podía venir de dentro: la convicción plena de que la mejor arquitectura posible era la arquitectura moderna. La arquitectura de su tiempo.
Por eso, cuando el presidente Kubitschek inauguró oficialmente las obras ese mismo octubre, Niemeyer ya llevaba varias semanas trabajando en el proyecto de los primeros edificios, como el Catetinho o el Palácio da Alvorada, la futura residencia presidencial. Aunque el Plan Piloto no se elegiría y aprobaría hasta seis meses después y dichas construcciones aún no tuviesen un solar definido. Porque, esta vez sí, los edificios podían comportarse como ovnis y posarse en cualquier sitio. Porque no pertenecían al sitio, solo pertenecían a la arquitectura y, por tanto, solo pertenecían al ser humano.
Costa y Niemeyer orbitaban la cincuentena y ambos eran responsables centrales de la introducción de la arquitectura contemporánea en Latinoamérica. Discípulos transoceánicos de la modernidad europea, y en particular de Le Corbusier, sabían que la arquitectura del hombre no debería residir en la ornamentación o el simbolismo vernáculo sino en el espacio y la luz. Así, cuando el Plan Piloto de Costa fue aprobado en marzo de 1957, el trazado urbano se alejaba de cualquier residuo de la ciudad tradicional y apostaba con firmeza por los postulados de la Carta de Atenas de 1933. No había ni calles ni callejuelas ni callejones ni plazuelas ni rinconcitos ni por supuesto favelas. Los edificios se disponían en un dibujo que, visto desde el cielo, parecía un pájaro o un avión; un Superman urbanístico o quizá un guiño a la futura «Samba do Avião» que Jobim —otra vez Jobim— compondría en 1963. Las viviendas se separarían de las oficinas y estas, de los comercios. Las carreteras no se cruzarían con los paseos y los coches no invadirían las praderas del hombre.
Mientras, Niemeyer diseñaría decenas de edificios con el único objetivo de hacer la vida mejor a quienes los fuesen a habitar. El Palácio da Alvorada, sí, pero también el Ministerio de Asuntos Exteriores, el Tribunal Federal Supremo o el Palácio do Planalto, sede del Gobierno. Paramentos de vidrio que se extendían en reflejos más allá de las propias construcciones. Siluetas que eran símbolos del programa y el uso al que servían. La transparencia de los órganos de gobierno; la unidad de los hemiciclos en el Congreso Nacional y la plaza de los Tres Poderes; la jerarquía abierta y cariñosa de la catedral de Brasilia, imponente respuesta circular al Concilio Vaticano II.
Y, alrededor de todos ellos, espacio y luz. El gran lago Paranoá, cristalino y artificial como el vidrio de las fachadas. Las enormes explanadas peatonales, formidables extensiones verdes que afloraban como esmeraldas, como fragmentos de un altiplano que, de alguna manera, seguía conservándose intacto. Pero ahora fértil.
Brasilia fue inaugurada oficialmente por JK el 20 de abril de 1960, aún con muchos edificios en construcción e incluso varias hectáreas de terreno sin expropiar. Sin embargo, desde el principio se la consideró como el experimento urbanístico y arquitectónico moderno más ambicioso y, hasta cierto punto, más eficaz. Como casi todas las ciudades del mundo, y aún más en Brasil, sufrió problemas de crecimiento desmedido y pobreza, pero en un grado mucho menor que el resto de las grandes urbes del país. Hasta el punto de que, en 1987 fue designada como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, tan solo veintisiete años después de su fundación. Es más, en 2015 contaba con cerca de tres millones de habitantes, convirtiéndose así en la cuarta ciudad de la nación, y su Índice de Desarrollo Humano —indicador social elaborado por las Naciones Unidas y basado en la vida larga y saludable, la educación y el nivel de vida digno— era de 0.936. El más alto de Brasil e incluso superior a la media de países como Suecia, España o los Estados Unidos.
La señora Júlia Kubitschek murió en 1971 a los noventa y ocho años de edad. Su hijo Juscelino murió en 1976 a los setenta y tres. Lúcio Costa murió en 1998 a los noventa y seis y Oscar Niemeyer falleció en 2012 a punto de cumplir ciento cinco. Todos tuvieron vidas provechosas y longevas. Y todos vieron nacer una ciudad que duraría —y durará— mucho más que ellos y que todos nosotros, extendida con las alas desplegadas sobre un altiplano que ya nunca estará desierto.
Buenos días. Un articulo estupendo con el que no puedo estar más de acuerdo en su narrativa. Me ha recordado un tema que tratamos en mis tiempos de estudiante. Las pinceladas musicales son brillantes entre textos técnicos acertados
Gracias por ser un referente en la lectura cultural.