Él no sabía que estaba creando un género; sus lectores ignoraban que estaban leyendo a un clásico, y sus sucesores, hoy, no tienen ni la más remota idea de quién fue Rafael Martínez Gandía. ¿Cómo iba a ser un clásico aquel veinteañero que en 1930 entró a trabajar en la redacción de Crónica? Era solo un chaval que se buscaba la vida y que, como no escribía mal, pensó que el periodismo quizás podría ofrecerle una oportunidad. Tuvo suerte: encontró un hueco en aquella revista. Recién fundada y con la ambición de hacer algo desenfadado y completamente distinto de lo que se estilaba, Crónica estaba buscando precisamente plumas como la de Rafael, joven y modernillo en su justo término, sin estridencias. Era el candidato perfecto, porque, ya se sabe, los principiantes siempre cobran menos y, además, no vienen maleados por las rutinas de los veteranos, que solo saben escribir artículos de fondo kilométricos con latiguillos sobados y a los que no se les puede pedir la heroicidad de salir de la redacción para hacer un reportaje, que eso es muy cansado y ellos están ya muy mayores para esos trotes.
Al principio Martínez Gandía se ocupó de poner literatura a las fotos publicitarias de las rutilantes estrellas cinematográficas que distribuía Hollywood («Cinelandia», lo llamaba él). Sin abandonar la mesa de aquel negociado, pronto salió a la calle a pasearse con las vedettes francesas que se dejaban caer por Madrid o las españolas, siempre y cuando respondiesen al «tipo auténtico de flapper norteamericana», como Erna Becker, una aspirante al estrellato que se agenció aquel nombre con glamur yanqui con la vana ilusión de que le ayudaría en la misión imposible en la que estaba embarcada, la búsqueda de un Lubitsch que la rescatase del destino de cualquier secretaria en los castizos Madriles de los años treinta: teclear en una máquina de escribir en horas de oficina y viajar en tranvía. Gandía miraba con arrobo a las misses, vampiresas, maniquís de moda y demás aspirantes, y jugaba a ser su partenaire mientras no llegaba el turno de la siguiente starlette con bob cut. Porque, no lo hemos dicho todavía, sus textos iban siempre ilustrados, fastuosamente ilustrados. El periodista, alto y bien plantado, guapetón y con un pelazo estupendo, no desmerecía para nada a las bellezas que entrevistaba.
Las fotos de Piortiz o Videa lo convirtieron en una verdadera estrella del nuevo periodismo, aquel en el que la noticia era la última peripecia del reportero. «La célebre artista parisiense Florelle paseando por el Retiro con nuestro compañero Martínez Gandía, que aprovecha la oportunidad para hacer una interviú», podía rezar el pie de foto. Efectivamente, ya de paso, Martínez Gandía hacía la entrevista, pero lo que importaba era el encuentro del galán de pelo ondulado con la belleza despampanante, el flirteo y la foto de la pareja. A Consuelo Valencia, por ejemplo, se la llevó a hacer alpinismo urbano, es decir, a escalar las montañas y vadear los barrancos de la calle Fuencarral en obras.
Gandía actualizó la tradición de periodistas que lo antecedieron, como el Duende de la Colegiata o el Caballero Audaz, poniéndole al periodismo flappers, su poquito de picante y un plus insólito en el periodismo de ayer y en el de hoy: la acusada conciencia de ser una pieza más del engranaje del show business. Tal vez la adquirió gracias a aquellas chicas con las que se fotografiaba y que no tenían ni un pelo de tontas; puede ser que la primera lección se la diese Maruja Suárez Morejón, Miss Asturias:
—Marujita…
Antes de que pueda preguntarle nada, ella me ataja, rápida:
—Mire, señor: tengo veintiún años, pelo ondulado, me gusta el mar y los macarrones, la literatura romántica y los paseos en automóvil. Tengo mucha afición al cine, pero no creo que llegue a trabajar en él. Me he presentado al concurso por unos amigos. Me levanto a las nueve o a la hora que me parece. Usted lo pase bien.
—¡Bravo! Es usted la perfecta interviuvada. Pero se olvida usted de un detalle.
—¿Cuál?
—El novio…
—No lo tengo. Y solo me casaré con un hombre que sea inteligente, aunque sea muy feo. Adiós.
Al reportero guaperas despedido de forma tan expeditiva como displicente solo le cabía añadir un dato, quizás un poco exagerado, pero importante: «Yo era el periodista número cuarenta y dos que hablaba con “Miss Asturias”». Miss Asturias, como sus compañeras, dominaba perfectamente los resortes del periodismo. Y Gandía, mientras hacía cola para hablar con sus resabiadas «Marujitas», como él las llamaba, tuvo tiempo para pararse a pensar si conocía tan bien como ellas su propio trabajo. Porque ¿en qué consistía realmente? Después de darle algunas vueltas concluyó que no ejercía más que como agente de publicidad de aquellas mujeres modernas sin sujetador ni justillo. El que iba encorsetado era él, y para hacer saltar por los aires alguno de los botones decidió meter en cada reportaje siquiera unas líneas de periodismo, exactamente aquellas en las que delata el teatrillo y se ríe del papel que desempeña en él. Un ejemplo, el final de la entrevista que le hace a la secretaria y actriz en ciernes Erna Becker:
—¿Qué opina usted del amor?
—¡No me haga usted preguntas idiotas!
—¡Hola!
—Sí, hombre, sí. Son ustedes inaguantables. Siempre preguntan las mismas tonterías. Estaba ya formando un buen concepto de usted, y me sale ahora con las preguntitas de ritual… «¿Qué opina usted del amor?», «¿Qué artistas prefiere…?». ¡Vamos, hombre…!
—Perdón, Erna. No le hacía esas preguntas con ánimo de publicarlas. Quería solo que no se llamara usted a engaño. Que viera que esto era un interviú en toda regla. Si no le hago este formulario, previsto seguramente en el Manual del reportero perfecto, tal vez hubiera usted pensado: «¿Qué clase de pájaro interviuvador será este que no me pregunta la edad que tengo, ni los deportes que prefiero?».
Era un todoterreno. Después de entrevistar a la Pasionaria o a Largo Caballero, Martínez Gandía podía marcharse a hablar con Pedro Campón Polo, pintor de chalina bohemia y fundador del Partido Eti-Estético. Podía también escribir el reportaje sobre la Casa de Fieras del Retiro, que era un standard de la época, porque el periodismo siempre tiene sus standards como los tiene el jazz. Y, desde luego, imprimía ritmo de swing a las crónicas sobre los nuevos escenarios del frenético estilo de vida que se imponía, como los modernos cafés, donde no quedaba rastro de la dama de la manteleta ni de aquellos viejos sofás de peluche rojo deslustrado, porque la clientela y la decoración —con luces indirectas y sillas cubistas— se habían vuelto decididamente «cosmopolitas». El periodista debía apurar allí el café de un sorbo antes de salir disparado al empecinado costumbrismo de los sucesos: a Villalcampo, donde habían matado a pedradas al Cholerón; a Vallecas, donde un hidalgo venido a menos se había suicidado; o a buscar a María Olga Cuartas, aficionada a novelerías y películas, que se había escapado de su casa en Torrelavega, harta de que una tía la apalease. Después de cinco largos años de meritoriaje, Martínez Gandía consiguió por fin un contrato. Para 1935 formaba parte de la plantilla de Crónica y se dedicaba casi en exclusiva a ejercer como reportero volante de sucesos. Primero fue a los entierros y, como era previsible, terminó ayudando a enterrar a los muertos de sus crónicas.
El Duende de la Colegiata, el Caballero Audaz y el detective Roskoff parecían viejos y adustos al lado de Rafael Martínez Gandía. Pero hay que reconocerles que fueron ellos, tan criticados por su exhibicionismo, los que abrieron el camino. Ya nadie se escandalizaba de las hazañas de sus sucesores. Y Gandía aspiraba a seguir su ejemplo hasta el final, que es el final con el que sueñan todos los periodistas sensatos desde que el periodismo es periodismo: dejarlo. El Duende había saltado de las páginas del Heraldo de Madrid al teatro, donde cosechó el aplauso del público y, por supuesto, el retintín de los viejos compañeros de profesión; y el Caballero Audaz se había dado a la novela erótica de quiosco (aunque las malas lenguas propagaban que al Carretero Audaz le escribía los libros un negro, lo que, de ser cierto, corroboraría que su éxito era todavía más descomunal de lo que ya parecía a simple vista).
Por su parte, Gandía probó suerte con los folletines. En las mismas páginas de la revista Crónica aparecieron por entregas, siempre ilustradas por Félix Vázquez Calleja,«Trini». Novela de una muchacha madrileña o El hijo del millonario. Vamos a ahorrarnos el argumento de estos culebrones, pero uno de sus personajes reclama inevitablemente nuestra atención. Se llama Raúl y, ¡oh, casualidad!, es un apuesto periodista de pelo ondulado que aparece retratado día sí y día también en el periódico para el que trabaja. A lo largo de su carrera se ha entrevistado «con políticos, con criminales, con vedettes, con generales, con potentados, con humildes… Con todos los gremios del género humano», lo que lo ha convertido, dice él, en un descreído. Descreído, desengañado, escéptico, pero en absoluto inmune a la cursilería, porque cuando recibe un pliego perfumado de color salmón de Marion proponiéndole una cita, acepta. Esta es una parte del diálogo que mantiene la pareja. Las elipsis entre paréntesis censuran las morcillas que no vienen a nuestro cuento, del estilo «Sus rodillas son de una perfección insospechada» o «Por desgracia, nosotros estamos vestidos».
—Usted, entre cientos de periodistas, me ha escrito precisamente a mí. Algo le ha llamado la atención.
—Quizá algo ajeno a su profesión.
—¿Puede ser?
—Puede ser. Usted se retrata mucho en los periódicos.
—¿Quiere decirse que me ha escrito por mi retrato, tan frecuentemente publicado?
—Sí. Usted es un hombre fotográficamente charmant. (…)
—Pero una mujer como usted no es capaz de escribir por una simple fotografía.
—¿Cómo que no? Usted se retrata casi todas las semanas. Ocurre a veces que al interviuvado no se le ve la cara; pero la suya se ve siempre perfectamente.
—Es una justa compensación. Ocurre, a veces también, que al interviuvado se le ve demasiado la inteligencia en la interviú y no se ve la del interviuvador, que es, en definitiva y en muchos casos, el causante de que aquel parezca inteligente por las inteligentes repuestas que el periodista pone tras sus preguntas. (…) Estábamos en que yo soy fotográficamente charmant. ¿Es así?
—Así es. (…) Le repito que [le he escrito] por su fotografía.
—¿Nada más?
—¿Le parece poco?
—Me parece mentira. Si fuera solo por una fotografía por lo que las mujeres escriben a los periodistas y escritores, creo que sería más interesante escribir a cualquier astro de la pantalla, de esos que llevan el cabello brillantemente planchado o brillantemente ondulado.
—Como usted.
—Le juro que mi cabello es ondulado por obra y gracia de la Naturaleza, sin que yo haya hecho nada por mi parte.
—Pues bien: yo le he escrito, después de haberlo visto retratado.
—Permítame suponer que si no me hubiera visto retratado me habría usted escrito igual.
—Puede que no.
—Puede que sí. ¿Usted lee lo que escribo?
—Algunas veces.
—¿No habrá sentido el deseo o la curiosidad de contrastar físicamente al hombre que escribe y se retrata?
—Más al hombre que se retrata que al que escribe.
—Pero ¿si no hubiera sido por el retrato, hubiera usted conocido al escritor? ¿Y si el escritor del retrato no hubiera llegado a pinchar en su curiosidad, habría sido usted capaz de escribirme un pliego de color salmón?
—Lo reconozco: no.
—Luego por el retrato vino usted al conocimiento del escritor y por el conocimiento del escritor ha venido usted al conocimiento de la persona.
—Porque me interesaba el retrato del escritor y el escritor del retrato.
—Agradecido y confundido.
—No se ruborice, por favor.
—El rubor, en un periodista, es, en la mayoría de los casos, algo tan invisible como el humo de sándalo aplicado a los párpados de una negra del Senegal.
Rafael Martínez Gandía publicó este tratado de periodística contemporánea bajo un título insólito: Marion, ni soltera, ni casada, ni viuda.
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