Un vizconde monta en taxi, un granjero lleva el tractor
Menudo viajecito. Menudo viajecito, joder, ya no estoy para estos trotes. Lo del avión bien, porque me encanta el avión. Pero el taxi… ¿en serio? ¿Tan difícil es llegar hasta aquí? Cómo se llamaba… ¿Carrick-on-Suir? Vaya nombre. Y luego que está lejos, lejísimos. Casi tres horas desde Dublín. En este coche ridículo. En fin, parece que ya llegamos. Sí, ahí lo veo. Subido en un tractor. Qué tipo…
Jean de Gribaldy sonríe. Encaramado sobre aquella máquina rugiente, barro y suciedad en ruedas y rostro, lo saluda un chaval de veinte años. Rubicundo, mirada casi transparente, cierta tosquedad en el gesto. Aspecto noble, como recién salido de la tierra que él mismo trabaja. Se llama Sean Kelly. Sus destinos están a punto de cruzarse. Aunque nadie hubiese apostado por ello. El príncipe y el mendigo, o similar. Algo más grande que el océano separa a estos dos hombres, claro.
Veamos a Jean de Gribaldy. El Vizconde, le dicen, por su origen aristocrático. Se llama Jean Prosper Laurent Simon de Gribaldy. Como comprenderán rápidamente, no es nombre de deshollinador. Forma parte de la nobleza saboyana, nada menos. Su familia, los «de Gribaldi» (con i latina) se establecieron en aquel reino por el siglo XVI. Una rama de la Casa de Broglie, nada menos. O, dicho de otra forma, rastreando por su árbol genealógico Jean de Gribaldy encuentra primeros ministros, mariscales, prohombres de las letras y las ciencias e incluso cierto príncipe del Sacro Imperio Romano Germánico. Por tener tiene hasta un Premio Nobel de Física en la figura de Louis-Victor de Broglie, primo lejano que anduvo trasteando con esas cosas de la mecánica cuántica. Más o menos.
Pero Jean salió un poco torcido. Y se dedicó a algo tan poco honorable, tan poco chic como la bicicleta. Profesional bastante malo en la segunda posguerra, sin demasiados resultados que echarnos a la boca. Y después, desde 1964, director deportivo. Poco menos que una apuesta lanzada por Jean Leulliot, creador del Tour de Francia femenino y colaboracionista con los nazis durante la contienda. Pero muy poco, casi de bromas, no se vaya usted a creer que yo… Pues este Leulliot lo retó un día. No hay huevos, pero en francés, que queda más fino. Pas d’œufs. Y así comenzó todo, con el Grammont-de Gribaldy. Maillot rojo y blanco. Uno de los técnicos más duraderos de siempre, también de los más exitosos. Con métodos propios. Equipos de cuatro perras, cien patrocinadores, asaltadiligencias a pedales mejor que campeones consagrados. Ese era su estilo. Gafas de sol, cabello bien peinado, aire de bon vivant. ¿Sufrir? No, no, yo vengo a pasearme, que para eso gasto trazas de flâneur. Qué se puede esperar de alguien que consiguió organizar en Besançon, su ciudad, un mundial de ciclismo en pista. Nada raro, de no ser porque en aquellos momentos no había óvalo alguno allí. Que nadie se preocupe, Jean de Gribaldy construye un velódromo rápidamente. Cuarta medalla de oro para Koichi Nakano, luego ganará otras seis.
Pero hablábamos de Jean. Porque la realidad se alejaba un tanto de aquel tópico esnob y despreocupado. No, no, De Gribaldy escondía en su cuerpo de Charles Swann ideas muy claras para con el ciclismo. Rígidas, casi dictatoriales. Entrenamientos cortos, mucha intensidad. Y costumbres monacales. Ora et labora. Ten cuidado con la comida. Y, sobre todo, aléjate de las mujeres. Algunos de sus pupilos recuerdan su temor reverencial a ese hecho. Intento evitar que un polvo bien echado arruine tu siguiente victoria, zagal…
Luego él, claro, vivía una existencia más relajada. Porque tampoco es lo mismo ser ciclista que director, aunque ejerzas la profesión durante casi un cuarto de siglo, nada menos. Así que tenía una avioneta. Para evadirse. Cosas de la nobleza, a mí no me miren. Y era amigo íntimo de Johnny Hallyday, porque ya de ser un poco golfo, vamos a serlo con estilo, ¿no creen?
Cómo acabó ese tipo en aquella apartada granja irlandesa es una historia extraña. Anómala. De Gribaldy, dijimos, amaba a los outsiders, a los mercenarios curtidos en mil batallas. Hombres rectos, inasequibles, capaces de vender a su padre por un puñado de lentejas, pero que jamás, jamás, osarían contrariar al Vizconde. Como Joaquim Agostinho, portugués bajito y moreno, corpulento como un toro, que había estado en Mozambique trayéndose mil heridas en el alma. Campeón insospechado, uno de los que más en toda la historia del ciclismo. De Gribaldy lo conoció durante la disputa de una Volta de Ciclismo Internacional do Estado de São Paulo. A Brasil el Vizconde acude con un equipo amateur, buscando que sus muchachos se curtan en el calor y la humedad. A Brasil marcha Agostinho… bueno, intentando labrarse algo parecido a un futuro. Tiene veinticinco años y es veterano de guerra colonial. Gana dos de las diecinueve etapas, la general con diez minutos de ventaja sobre el segundo y media hora al tercero. Esa misma noche, 1 de diciembre de 1968, Gribaldy se planta en su habitación, contrato en mano.
Con Sean Kelly va a pasar algo parecido. Ciclista en Irlanda cuando eso era, más o menos, como ser rapero en Villafranca del Bierzo. Tipo fuerte, duro. Silencioso y disciplinado desde su tierna infancia. Decidido, muy decidido. Tanto que, en 1976, con veinte añitos, se mudó a Francia para competir con un club de Metz. Fueron seis meses. Casi un exilio, en realidad. Kelly estaba proscrito con su país, con su selección nacional, después de haber participado en el Rapport Tour, una carrera celebrada en Sudáfrica, año 1975. El apartheid y esas cosas. Por allí estaba también Pat McQuaid, por cierto, quien después fue el máximo mandatario del ciclismo mundial. Ya ven.
En el continente Kelly destaca. Gana el Giro de Lombardía para amateurs. Pero no está convencido de que aquel sea su futuro. No. Vamos, que vuelve a su casita en el sur de Irlanda. Las vacas, las patatas, vida de granjero. Tranquilidad y honradez, sí, eso le gusta. Y, sin embargo, su recuerdo ha quedado en la retina de alguien. El estilo, esa manera esforzada de afrontar cada kilómetro, ese no rendirse jamás. Vale, quizá el chico no es un estilista, seguramente lleva demasiado abiertas las rodillas, pero desprende… algo. Y luego está lo otro. Lo del Tour de Haute-Marne. Allí Kelly detuvo al pelotón cuando se encontraron con un paso a nivel cerrado. Orgullo, respetar las reglas. Un francés intentó colarse de manera pícara y el chico de Münster lo agarró y le pegó dos bofetadas delante de todos. Luego ganó la carrera. Ese gesto. Esa forma de hacer las cosas. Le ha encantado.
Y ahora está allí. Jean de Gribaldy. Sean Kelly sonríe mientras baja del tractor.
El Vizconde lleva un contrato en la mano.
(El final de la historia es aún más llamativo. Sean Kelly, el chavaluco de pueblo, logró firmar por seis mil libras anuales. El documento que portaba De Gribaldy solo contemplaba inicialmente cuatro mil).
La década prodigiosa
Le costó adaptarse al profesionalismo, pero, durante los años ochenta, Sean Kelly fue lo más parecido a Eddy Merckx que jamás nadie iba a ver. Al menos en carreras de una semana y clásicas. Empezó siendo un tipo rápido que pasaba bien la montaña, esprínter de fuerza más y más peligroso a medida que pasaban los kilómetros, las dificultades. Pero luego sufrió una reconversión. De la mano del Vizconde, confiando en sus propias posibilidades, en la inquebrantable ética del trabajo que le hacía madrugar cada mañana.
En 1982 empieza el sueño de Kelly. Su primera París-Niza, hasta completar siete seguidas. Suiza, Cataluña, Itzulia, Critérium Internacional, Semana Catalana, Tour de Irlanda… todo fue cayendo en su zurrón año tras año, como si de un plan largamente preconcebido se tratase. Solo que Sean no era así. No. Su figura grandota, su corpachón de Maciste a pedales no engañaba a nadie. Él ganaba por rendición, por agonía, por soportar matarse uno mismo más tiempo que los rivales. Tipo sincero (salvo en el nombre, porque Sean se llamaba en realidad John James).
Incluso se atrevió con las Grandes Vueltas por etapas. Nunca logró dominar el Tour de Francia (pese a ostentar el récord de entonces en la clasificación por puntos, cuatro maillots verdes, sus mejores puestos fueron cuarto y quinto), así que fijó su mirada en la Vuelta Ciclista a España. Lo hizo en un trienio mágico, años 1986 a 1989. Y de la mejor manera posible, vistiendo los colores del renacido Kas, amarillo con ribetes azules que retornaban con ganas de comerse el mundo. Siempre con De Gribaldy a su lado, al menos hasta que un accidente de tráfico le segó la vida al Vizconde en enero de 1987. Meses más tarde, Sean estuvo a punto de conquistar el pódium de Madrid, pero hubo de abandonar cuando iba líder a causa de un forúnculo en el perineo. Entre lágrimas, que eran tanto de dolor como de tristeza por el homenaje pospuesto. Fiel a sí mismo, intentó todo antes de bajarse de la bicicleta, desde sajar el grano con bisturí hasta ponerse un trozo de carne entre la piel y el culote. No hubo manera. Volvió un año más tarde y entonces sí logró ganar la prueba. Ya tenía su Gran Vuelta.
No le hacía falta, en realidad. Porque donde Kelly expresaba toda su grandeza, donde salían a relucir esas cualidades que muchos llamaban defectos (cierta tosquedad en la pedalada, el estilo poco elegante) era en las grandes clásicas. Muy pronto se mudó a Bélgica (en los años ochenta, el mundo no era tan pequeño como ahora, amigos millennials). A Flandes, concretamente. De los flamencos aprendió a amar estas carreras, a disfrutar con la lluvia, el barro, ese viento gélido que llega desde el mar del Norte y se te cuela hasta los huesos. Cada vez que Kelly (a quien empezaban a denominar King) salía a sufrir entre fango y adoquines, el mismo Leeuw se estremecía. Cuanto peor, mejor, dicen los flandriens desde que el mundo es mundo (lo que sin duda sitúa al expresidente Rajoy como flamenco honorífico), y eso lo tomó Kelly al pie de la letra. Fango, charcos, guantes. Era su terreno, su retrato más icónico. Así se impuso en dos Roubaix, dos Lieja, una Gante. Se le escapó De Ronde (fue tres veces segundo). Hubiese completado los cinco monumentos del ciclismo. Único no belga en hacerlo.
Quizá es mejor así. Quizá en su propia imperfección encontremos la serena grandeza del mito.
La última clásica de entre los clásicos
En 1992, Sean Kelly es un hombre cansado. Después del Kas estuvo tres temporadas en el PDM, pero jamás llegó a sentirse parte del equipo. Demasiados egos, demasiados envites cruzados sobre una misma carrera. Los holandeses fueron un auténtico lupanar en el Tour de 1989, con Kelly contribuyendo con su buena ración de meretrices. Simbólicamente, claro. Así que decidió cambiar. Al Festina, proyecto de dimensión internacional, con sede fiscal en Andorra, nombre diferente dependiendo de dónde compitiera y, en general, ambiciones poco compatibles con los escrúpulos. Seguro que les suena algo de un maletero transformado en farmacia y varios tipos teñidos de rubio platino siendo arrestados tras retirarse de la Grande Boucle. Que lo tenían bien merecido. Por el dopaje y por el tinte.
Pues eso, Sean era un monstruo de otro tiempo. Aún conseguía resultados (en 1991 conquista el Giro de Lombardía por tercera vez), pero su figura resultaba, sobre todo, paradigmática. El gesto esforzado, el desarrollo excesivo, las arrugas cada vez más marcadas en el rostro. Y, sobre todo, lo de los pies. Sean Kelly sigue compitiendo con rastrales en un momento en el que todos han pasado a los pedales automáticos. Me va bien así, decía, para qué cambiar ahora.
Así que el 21 de marzo de 1992, John James Kelly, granjero convertido en ciclista, a punto de cumplir los treinta y seis años, es fantasma de otro tiempo. Qué hago aquí, entre todos estos chavales. A qué puedo aspirar ya. Mira mis pintas, mira estos culotes horribles, con toques fucsias. Putos años noventa, joder, con lo bien que me lo pasaba yo la década anterior. Sí, en el barro, en el mal tiempo. En fin, empezamos. Es lo que toca.
Clap, clap, clap… el sonido de cuatrocientas treinta y seis calas en Milán. Primer monumento del año. Son cuatrocientos treinta y seis pedales automáticos, y dos cinchas que se ajustan, que reproducen un gesto realizado miles de veces. Los rastrales de Sean Kelly.
La clásica entre las clásicas: la Classicissima
Kelly sonríe durante el recorrido. Viejas sensaciones. Recuerdos. Conquistó esta carrera en 1986, por delante de Greg LeMond y Mario Beccia. Ya entonces su estampa parecía sacada de otro siglo, casi de caballero andante batiendo sobre la línea de meta al astronauta americano, con las gafas cubriéndole todo el rostro, maillot de Mondrian, zapatillas que se unen así, clap, a los pedales. Cero pérdida de energía, Sean, deberías probarlo. Y Kelly negaba con la cabeza. Ahora, camino del Turchino, vuelve a hacerlo. Quizá mira sus pies. Escarpines negros cruzados por correas. Como toda la vida. Sí, era antiguo incluso de joven, imagínate ahora.
Se llega al punto culminante de la competición. El Poggio di San Remo. Y allí ataca con todas sus fuerzas Moreno Argentin. Latigazo seco, violencia creciente después de un pequeño descanso. Todos esperaban ese movimiento. También, claro, Michele Ferrari, por entonces su galeno. El antiguo campeón del mundo alcanza la cima con diez segundos de ventaja sobre los perseguidores. Juego acabado; al fin va a poder imponerse en esa horterada que adorna la costa ligur y donde cada año celebran (es un decir) cierto festival de música. Cuarto monumento. Los mismos que Sean.
Solo que, aquel día, Kelly lleva puesto un casco feísimo, casi un gorro de Calimero que le cubre por completo la cabeza y le echa encima (otros) diez años. Quizá pensaba hacer lo que hizo, a lo mejor fue casualidad. Pero ocurrió. El irlandés ha olido sangre y empieza a pedalear con fuerza cuesta abajo. Aprieta donde otros frenan, inclina en esos virajes que los demás toman con calma. «Sean, ¿pensaste en el descenso que eres padre de familia?», le preguntan minutos más tarde. Y él, imperturbable, contesta: «¿Qué querías que hiciera? ¿Ponerme a jugar a las casitas?». Finalmente, captura al italiano ya en plena recta de meta. Sprint, victoria. Es su segunda Milán-San Remo. Será la última gran clásica de este ciclista clásico. Nueve monumentos. Solo Eddy Merckx y Roger de Vlaeminck tienen más.
Aquella tarde en la Via Roma las hebillas que apretaban cinchas en sus pies brillaron más que nunca.
(Sean Kelly se retiró al finalizar la temporada de 1994. Corría en el Catavana-A.S. Corbeil-Essones-Cedico, un modesto equipo francés. Aquel último año sí utilizó pedales automáticos. Quizá por no irse sin probarlos).
Paisano, estupendo como siempre.
Sólo por corregir una nimiedad, Munster sin diéresis, que la otra está en Alemania.
Y obviamente Séan es John en gaélico irlandés, así que tampoco mintió tanto…
Saludos!
Emocionante semblanza que nos transporta a una épica antigua plena de enseñanzas. Segun mi modo de ver el mundo, el ciclismo ( trampas al margen) es un tratado de ética , una mirada a la altura de alpinismo.
Aprovecho la ocasion para felicitarle por la publicación de Bucle. Desde la lectura de Arriva Italia y Periquismo, soy un devoto seguidor de su obra. Salud y la mejor de las suertes
Oiga, pues muy agradecido… Intente hacerme llegar sus impresiones sobre «Bucle», las tengo siempre muy en cuenta
Y hábleme de tú, copón, jeje
Al leer el título me había hecho ilusiones de que por una vez se hiciera un artículo sobre motociclismo en JotDown. El motociclismo es tan rico en grandes y épicas historias como lo es el ciclismo, el tenis, el fútbol, el baloncesto, etc…deportes sobre los cuáles Jotdown tiene decenas de artículos. Siendo además España una de las potencias históricas en motociclismo.
Con todos mis respetos, un poco de variedad; hay vida más allá de futbol, el tenis y el ciclismo. Saludos
Supongo que en su tierra, cada vez que Sean Kelly entra en un pub y le reconocen, alguien paga una ronda en su honor. Y el propio Sean debe proponer un brindis por Jean de Gribaldy. Como debe ser. Le da una excusa para explicar de quién habla.
Joder, me he emocionado.
Ciclismo en estado puro. Muy buen artículo.
Maravilloso. Cada artículo con historias de «ese» ciclismo es delicatessen. Gracias por hacernos disfrutar con su lectura (y memoria de lo que disfrutamos a través de la tv en los 80/90).
Tremendo artículo. Grande Kelly. Cuenta en su autobiografía «Hunger» que cuando debutó en profesionales, en una carrera en un sprint quedó antes que Merckx (que estaba a punto de retirarse), que ello fue un verdadero orgullo para él. King Kelly!! John James «Sean» Kelly forever!
Ya. Háblenos de 1991 cuando se retiró todo el equipo holandés PDM, que contaba con estrellas como el holandés Erik Breukink, el irlandés Sean Kelly y el mexicano Raúl Alcalá. La versión oficial aseguraba que los corredores se vieron forzados a abandonar por una intoxicación colectiva. La oficiosa, que se les había ido la mano en el dopaje.
La Vuelta del 88 la ganó porque se la hicieron a medida para él poniendo bonificaciones hasta en la entrada en el hotel. Aquella Vuelta la mereció ganar Anselmo Fuerte.