¿Acaso un minuto de felicidad puede llenar toda una vida? Durante las semanas de confinamiento me asaltó a menudo esta pregunta dostoievskiana. Así acaba Las noches blancas, con una interpelación al lector. Se la formula a sí mismo el soñador y solitario protagonista, cuando se esfuma para siempre su amada, la también idealista Nástenka. Al menos los personajes de ficción son libres de dar largos paseos en estos días. En cada viaje alrededor de mi habitación, mi mente parece acumular aceleración centrípeta para retroceder en el tiempo y hacer acopio de esos minutos vividos, capaces, ahora, de hacer olvidar las adversidades, como semillas que germinan en terreno pedregoso. Algo de eso hay también en la traducción: el viaje de una lengua a otra es como la labor del antiguo botánico, monje o comerciante, que llevaban consigo semillas y esquejes de tierra extranjera e intentaban que echara raíces en la propia. Los traductores serían, pues, algo así como jardineros de palabras que importan exquisiteces exóticas. ¿Qué sería de nuestra parte del mundo sin el sabor del melocotón, la almendra, la naranja y el tomate, todos venidos de otras latitudes? Semillas nómadas que expanden los significados en nuestra lengua, para que podamos describir una piel aterciopelada, la belleza de unos ojos orientales, los últimos rayos de una puesta de sol o la timidez que tiñe un rostro de rubor.
Leo estas y otras historias en Jardines: Los verdaderos y los otros (Elba, 2014), del milanés de corazón rifeño Umberto Pasti. Historias como la del origen turco del tulipán, que me reafirman en mi idea feliz, cuando él también pregunta a sus lectores: «¿Puedes imaginarte el campo siciliano sin las chumberas (importadas por los españoles, que las habían “descubierto” en América)? ¿La costa de Amalfi sin agaves? ¿Un jardín lombardo sin rododendros y camelias (ambos originarios del Lejano Oriente)? ¿Un parterre estival de flores sin dalias, zinnias y claveles de moro (América Central)?».
Cuando viví en Tánger, Umberto Pasti era un nombre que conocía de oídas, como el de otros viejos expatriados que se habían trasplantado allí por las razones más variopintas y que habían cultivado una suerte de benigna excentricidad, tan mimada y consentida aún en la antigua ciudad internacional. Cuántos viajeros que recalaron en la ciudad blanca para unas breves vacaciones, dijo Truman Capote hace siete décadas, acabaron quedándose y viendo los años desfilar por el Estrecho, como las embarcaciones que las almas morosas siguen con la mirada desde la necrópolis fenicia, a modo de pasatiempos. La relación que uno entabla con los lugares es tan personal que parece un acertijo sin solución, pero, si uno no sabe por qué le gusta algo, concluyó Paul Bowles cuando se propuso hacer lo propio con Tánger, «por lo general vale la pena intentar averiguarlo». Y, detrás de esos fulares, americanas de colores vivos y los modales de nobles exiliados de esos expatriados, sin duda se escondían historias que también valía la pena intentar averiguar.
En un amplio reportaje del New York Times los llamaban «los estetas», como si fueran miembros de una corriente artística o de un club de distinguidos diletantes, y aparecían retratados en sus espléndidas casas —entre platos decimonónicos belgas, sofás indios estilo Regencia, azulejos sevillanos del siglo xvi, o incluso un gallo-mascota apodado «Gregory Peck»—, mansiones que tal vez no habrían podido permitirse en Europa. En cualquier caso, algo se puede afirmar con rotundidad: no estarían bañadas por esa luz tangerina que, según sople el viento, atraviesa gotas del Atlántico o del Mediterráneo. Ahora los expatriados de Tánger forman parte inseparable del paisaje autóctono, ya sea entre la estereofonía del Zoco Chico, en las pendientes de la Vieille Montagne o las callejuelas umbrosas de la casba. «Los extranjeros que se instalan en Marruecos —ha escrito Pasti, para no demorarse en misterios— buscan lo de siempre: luxe, calme y volupté, pero a buen precio».
Una tarde de julio de hace unos años, Umberto Pasti presentó en los jardines andalusíes del Museo de la Kasbah, entre árboles que han dado ocho siglos de sombra, la edición francesa de La felicidad del sapo (Elba, 2015), una colección de relatos en los que hace hablar a lirios, halcones y sapos. Allí desplegó su filosofía de la jardinería y el imperativo moral que todos teníamos de plantar algo antes de morir, aunque fuese un geranio en una lata de conservas. Me acordé del ajetreado médico de Tío Vania, que proyectaba bosques como única manera eficaz de salvar el mundo para las generaciones futuras. Al escuchar a Pasti, se entendía que parte de su interés en el cuidado de las plantas es que se trata de un ejercicio constante de la imaginación, porque un jardín está en continuo cambio y, por tanto, te hace tener siempre un ojo en el futuro, en la próxima estación. «Hacer un jardín es rendirse a él hasta el punto de olvidarse de uno mismo. Surgen de una escucha atentísima de la voz de la naturaleza. Escucharlo, abandonarse a su voz, significa abandonarse a la voz más secreta y más loca que hay en ti. Para nosotros, los jardineros, el paraíso no existe en otros lugares, está aquí. Se llama mundo, y el lugar donde se encuentra lleva por nombre realidad».
Solo ellos, los jardineros, parecen no haber caído en la ceguera que advirtió un místico alemán, Jakob Böhme. El Paraíso está aún en la tierra, decía, pero los seres humanos ya no sabían verlo. Cuando hacia el final Pasti explicó que una de las virtudes de un buen jardín es estimular la sensualidad de quien lo contempla, de quien camina por él o en él se detiene, comprendí que jardinería y literatura, para él, buscan lo mismo. Las dos, para acertar, deben ser humildes: la primera con la naturaleza, la segunda con el lenguaje. De todo lo dicho aquella tarde, me quedé con una palabra que se repitió varias veces: Rohuna. «Es el centro del mundo», añadió. Así pues, se trataba de un lugar, pero en ese momento no supe ni siquiera si estaba en Marruecos. Si era una montaña, un acantilado o una aldea…
Cuando leo las noticias de que Marruecos ha decretado el cierre de fronteras, escribimos desde Cracovia un breve correo a Pasti, un mensaje que, supongo, se cruzaría en cables y servidores, en su camino hacia su destinatario, con otros millones de impulsos eléctricos portadores de la misma pregunta: «¿Estás bien? ¿Dónde te sorprendió la pandemia?». En el tiempo de espera a su respuesta, repasé con más claridad aquella presentación de Pasti en la que charló con Simon-Pierre Hamelin, el director de la Librairie des Colonnes. Kundera formuló la relación secreta entre lentitud y memoria: «la velocidad es proporcional a la intensidad del olvido», y citaba el ejemplo de la persona que va por la calle y, para intentar recuperar un pensamiento que se escapa, afloja el paso e incluso se detiene. Ahora que todos hemos aflojado el paso, parece que los recuerdos por fin nos alcanzan. En aquella ocasión, Pasti dijo que el estado permanente de la jardinería es la espera: uno se convierte en jardinero cuando descubre ese placer, con los huesos rotos por la fatiga.
En cualquier caso, si la humanidad alguna vez tuvo alma de jardinero, la inmediatez de la Red la ha aniquilado. La respuesta, que solo tarda unas horas, parece llegar ya con retraso: «Estoy en Tánger. La Lombardía ha sido, y es, una pesadilla… No puedo escribir, estoy bloqueado. Triste por no poder ir a Rohuna… De momento, todo bien…». Le comento que estoy leyendo su libro en español, Perdido en el paraíso (Acantilado), cuya publicación estaba prevista para marzo. En la cubierta aparece, entre maleza, una silla que hizo Najim, uno de los chiquillos que conoció al llegar a Rohuna y a quien convenció de que estudiara carpintería: hoy vende sus obras por todo el mundo. En el libro cuenta sus años de lucha —con las autoridades, con la burocracia, con los propietarios, con las leyes arcaicas, con los elementos— por hacer realidad su reserva botánica de especies autóctonas en ese lugar, en Rohuna, un pueblo de unas quinientas almas a una hora de Tánger, entre Arcila y Larache. «Es un lugar arcaico y solemne, donde uno confunde a los perros con unicornios, y las vacas, de regreso a la puesta del sol, si no prestas atención, se transforman en minotauros. Un extraño lugar, donde las especies se confunden entre sí, y los reinos se invaden el uno al otro engendrando híbridos, chicos-sardina, hombres-olivo, mujeres-obsidia y mujeres-gaviota».
Aunque podrían parecer descripciones de mitologías antediluvianas, la obra natural que Pasti ha creado con sus manos, y con las de otros hombres y mujeres del pueblo, tiene algo de bíblico: un arca de Noé varada para la conservación de especies vegetales que las excavadoras y los buldóceres, esa maquinaria empeñada en cultivar carreteras, urbanizaciones con palmeras y campos de golf a lo largo de todo el litoral normarroquí, han ido exterminando. A Pasti, cuando buscaba bulbos en los solares en construcción y en los arcenes de las carreteras, lo apodaron el «nezrani (cristiano) de las flores».
Mi visita a Rohuna se produjo tres años después. Llegar hasta allí requiere cierta logística. Desde Tánger, Zakaria, un informático que se ocupa también de los asuntos de Pasti en la ciudad, nos acercó por una estrecha carretera ascendente que parte de las «playas lunares» hacia las colinas bajas de la región de Sahel Chamali, donde viven unos miles de sahli, campesinos «costeros». Luego, un todoterreno nos esperaba al principio de un camino pedregoso que trepaba hacia arriba. «Por aquí, al principio, solo iban los burros. No había ni camino, ni agua, ni nada. Solo piedra», nos contó luego Pasti. La historia de su arca bien podría ser el guion de una película de Werner Herzog. El final del trayecto se adivinó cuando por fin apareció la visión del océano abajo. La lluvia, que caía cada vez mas fuerte, nos dio la bienvenida. Nadie parecía triste, al contrario. El campo necesitaba beber, después de un par de años de escasas precipitaciones. Cielo y tierra se confundían, como en una acuarela de Turner. La palabra paraíso deriva del persa pardis, que también se refiere a los jardines amurallados para el goce de los sentidos. Leo en Pequeños paraísos: el espíritu de los jardines, de Mario Satz (Acantilado, 2017), que paradesha, en sánscrito, significa «lugar elevado».
Rohuna, pues, parece el ejemplo perfecto para ilustrar la noción de «jardín paradisíaco». Y eso en un lugar donde antes solo había un llano pelado a la intemperie, radicalmente transformado después de acarrear hasta allí toneladas de tierra. Cavar decenas de metros para encontrar agua… Amoldarse al tiempo y a los vientos… El sharqi, en verano, explica Pasti, sopla del este sobre la tierra candente, dejándola sedienta; el ghdiga, en invierno, devastador como un Gengis Kan y un Tamerlán juntos. En nuestra visita a Rohuna, nos dice que ha recopilado, en un grueso manuscrito, los vientos marroquíes, tan indomables como la burocracia del país o los intereses de las constructoras, que esquilman sin miramientos la arena de las playas.
¿Es un desertor quien huye de la aparente civilización hacia una zona deshabitada para vivir conforme a sus dictados internos, según sus propias leyes? La respuesta la da Josep Maria Esquirol en La resistencia íntima: no, es «sobre todo, un resistente. No necesita coraje para expandirse sino para recogerse y, así, poder resistir la dureza de las condiciones exteriores. El resistente no anhela el dominio, ni la colonización, ni el poder. Quiere, ante todo, no perderse a sí mismo, pero, de una manera muy especial, servir a los demás». Ha habido muchos desertores memorables que nos han ayudado a detenernos a pensar. Por ejemplo, Thoreau, que vivió en una cabaña junto al lago Walden; Ludwig Wittgenstein, que hizo lo propio al lado del fiordo de Sogn; el compositor Edvard Grieg en el lago Nordås (ambos en Noruega); o el poeta Dylan Thomas en el estuario del río Taff (Reino Unido).
Ataviado con un chubasquero, Pasti nos esperaba en el portal y nos condujo hacia el interior de su casa, construida con las mismas piedras que los muros del jardín. «Aquí empezó todo», dijo, y señaló una higuera, con sus brazos alejados a muchos metros de distancia del tronco. «Hace más de veinte años, yo venía del bullicio de Marrakech. Cansado de la caminata, me quedé dormido bajo esa higuera. Cuando me desperté, entendí que no podía marcharme de aquí». En Marruecos se dice que algunos árboles esconden jinn (genios), como la higuera. Las palmeras y los olivos, por su parte, tienen baraka. Si duermes debajo de una higuera, se suele creer, puede poseerte y hacerte enfermar, a menos que antes golpees su tronco, o le hagas un corte y digas: «Te herí yo, antes de que tú me hirieras a mí». Creo que Umberto se dejó arrebatar durante ese sueño, sin contemplaciones. «Las ideas son paisajes», añadió luego. Dentro de la casa, su cocina me recordó un jardín interior, con su cestería colgada del techo, los bellos jarrones traídos de los mercados locales, las aromáticas ristras de ajos y cebollas, los platos de cerámica con motivos florales… Fuera caía el gran diluvio. Cuando entraron Hamidou, Ciniui, Lofti, Nabil, Hisham y Mouahcine, todos sonrientes, los brazos que ayudan a que todo allí florezca, se pusieron a contar historias en torno a la mesa. Era la hora del postre. «El secreto está en coger un trozo de realidad y envolverla en ficción», sugirió Pasti.
Minutos de felicidad impensada en el centro del mundo, capaces de llenar esos largos días de confinamiento.