Arte y Letras Historia

Progreso: de la máquina de vapor a la renta básica universal (I)

George Childs Dowlais Ironworks 1840
Acería en Dowlais, por BEroge Childs.

Es muy interesante e instructivo mirar hacia atrás, revisando los varios cambios tecnológicos que han ocurrido, y trazando la manera en que el presente evolucionó desde el pasado. Proyectando esas mismas líneas de avance hacia adelante, podemos predecir el futuro hasta cierto punto, y reconocer algunos de los campos de utilidad que se abren ante vosotros.

(Alexander Graham Bell, en un discurso de 1917)

La máquina de vapor ha hecho más por la ciencia que la ciencia por la máquina de vapor.

(William Thompson, barón de Kelvin)

Quien descubrió cómo obtener fuego desde la nada no sabía que estaba cambiando el mundo. Sí supo que estaba cambiando su vida cotidiana y la de los miembros de su comunidad, quienes debieron de mostrarle agradecimiento y admiración. Pero no se les ocurrió, suponemos, construir un gran monumento en honor de Neanderthal Pérez, la primera persona que chocó una piedra contra la otra para producir una chispa con la que encender una hoguera. La idea de que el género humano puede progresar gracias a momentos como ese es una idea muy reciente.

El progreso, entendido como la suma de los avances científicos, tecnológicos y sociales cuyos efectos acumulados conducen a la humanidad hacia un estado cada vez mejor, es un concepto que se afirmó en el pensamiento colectivo hace unos doscientos años. Hoy, la suma positiva de muchos avances es una variable fundamental en la ecuación con la que cualquiera de nosotros analiza la realidad: las sociedades necesitan progresar, necesitan encontrar mejores soluciones para los problemas, o se estancan y empeoran. Lo pensamos porque sabemos que la humanidad, incluso con sus numerosos tropiezos, ha avanzado prácticamente desde que empezó a existir. Pero no siempre se pensó así y no siempre ese avance fue evidente. No es que nosotros seamos más inteligentes o despiertos que los humanos de otras épocas. Si el progreso humano fuese una planta, hoy vivimos en la época en que ha florecido por primera vez: podemos contemplar los pétalos de la flor y entender que ha existido un cambio. En otras épocas, sin embargo, no había flores a la vista y la planta crecía con tanta lentitud que era imposible percibir que estaba encaminándose hacia una inesperada primavera.

Durante milenios, la historia fue entendida como una crónica de sucesos discretos que habían ido dando forma a las distintas épocas, pero no se creía que los cambios producidos por esos sucesos se acumulasen para forzar, al final, un avance. A veces, el mundo mejoraba porque predominaban los sucesos positivos, pero otras veces empeoraba por culpa de los sucesos negativos. La humanidad no «progresaba» en una línea ascendente, sino que se bamboleaba con la imprevisible cadencia de un péndulo irregular: yendo y viniendo, yendo y viniendo, y al final tendiendo al equilibrio.

Siempre hubo avances en ciertos ámbitos del saber, desde luego, pero sus efectos sobre la realidad cotidiana solían resultar imperceptibles para sus contemporáneos. Más allá de la inusual adopción de algún esporádico invento que mejorase las condiciones inmediatas de supervivencia, la gente común tenía la percepción de que los cambios rápidos y profundos acostumbraban a ser de signo negativo: guerras, epidemias, hambrunas, inflaciones o desastres naturales. Los desastres, además, favorecían el conservadurismo. Demostraban que la continuidad era buena señal, pues indicaba la ausencia de momentos críticos. Los cambios positivos tenían efectos efímeros: una buena cosecha apenas dejaba notar sus efectos durante meses o, con suerte, unos pocos años. La ascensión de un gobernante sabio y eficaz podía extender sus efectos positivos durante décadas. Pero, más allá de estas cosas, apenas se percibían en el contexto colectivo variaciones positivas capaces de dejar una huella perdurable. Las generaciones se sucedían sin que los seres humanos reparasen en el avance acumulado, y era difícil creer en ese avance cuando uno de los indicadores fundamentales para medir el florecimiento humano, la demografía, daba casi tantos pasos hacia atrás como los daba hacia adelante.

Únicamente la perspectiva de los siglos permitía que los historiadores antiguos reconociesen grandes metamorfosis que habían pasado desapercibidas para quienes las habían vivido. Pero solían ser vistas como procesos negativos. Un buen ejemplo es la caída del Imperio romano de Occidente: en Europa, la Antigüedad se transformó en Edad Media sin que la gente común se diese cuenta. Dado que casi toda la población era pobre y su objetivo consistía en sobrevivir un año más, solo unos pocos eruditos podían entretenerse en leer crónicas históricas para intentar poseer una visión global del pasado y, por lo tanto, una visión del cambio a largo plazo. No pensaban en términos de progreso acumulado, pues su visión del pasado solía estar embellecida por la nostalgia. El fin del Imperio romano de Occidente era recordado como una catástrofe de pesadilla con bárbaros que lo incendiaban todo, por más que, en su momento, muchos ciudadanos se sintiesen favorecidos por lo que —para ellos— no había sido más que un difuso cambio en la cúpula política. Para quienes no disponían de tiempo ni recursos para estudiar el pasado —esto es, para casi todos los humanos del planeta—, la historia se reducía a un puñado de relatos y leyendas de la tradición oral, que no hablaban de avance, sino de idas y venidas. Este conocimiento ha cambiado muchísimo para mejor: en nuestro siglo XXI, casi cualquier niño que va a la escuela sabe mucho más sobre el pasado humano de lo que sabía el adulto promedio de la Antigüedad o la Edad Media.

Lo mismo sucede con el conocimiento sobre el propio universo. En 1543, al morir Copérnico, se publicó su libro póstumo en el que describía un universo heliocéntrico donde la Tierra giraba alrededor del sol. La gente común no se sintió concernida por la escandalosa hipótesis y quienes se enteraron lo hicieron por la propaganda de agitación que, por motivos religiosos, pudiesen iniciar algunas autoridades. En 1610, Galileo presentó sus observaciones astronómicas, que una vez más hicieron mucho ruido entre las minorías que disponían de tiempo y recursos con los que preocuparse por la filosofía. La población pobre —a la que el propio Galileo, en una carta a su amigo Elia Diodati, describió como «tosca e incompetente»— no estaba interesada. Para el ciudadano común, no iban a resultar más fáciles los trabajos de la jornada por saber que Júpiter tenía sus propias lunas, si es que llegaba a enterarse. La única manera de atraer la atención del público sobre estos asuntos era pronunciando la palabra «blasfemia». Incluso amaneciendo ya la era de la Ilustración y con ella las primeras nociones sobre el progreso, el saber todavía era materia de unos pocos privilegiados que habían recibido una educación superior. La población general, en su mayoría analfabeta, estaba excluida de la esfera intelectual y no podía interesarse por el progreso, concepto que no entendían. No lo podrían entender hasta experimentar en sus propias vidas las aplicaciones prácticas de ese enigmático progreso.

Galileo Galilei demostrando sus nuevas teorias astronomicas en la universidad de Padua Museo Nacional de Arte
Galileo Galilei demostrando sus nuevas teorías astronómicas en la universidad de Padua. Museo Nacional de Arte, Mexico. (DP)

La aplicación práctica que de verdad cambió la percepción que la gente común tenía sobre el progreso fue el uso del vapor de agua como fuerza impulsora de las máquinas. Este hipotético uso había intrigado a muchos estudiosos pues, en el plano teórico, las posibilidades del vapor eran bien conocidas desde la Antigüedad. Pero antes del siglo XVII nadie había conseguido diseñar artefactos que sirviesen para otra cosa que entretener, como la eolípila de Herón de Alejandría, una esfera «mágica» que giraba a gran velocidad por efecto del vapor, causando un asombrado estupor entre los espectadores. O un famoso órgano a vapor de la catedral de Reims, vetusto antecedente de otros similares y del circense calíope del siglo XIX. Algunos ingenios ni siquiera habían llegado a ser más que un boceto sobre papel, como el architronito, un cañón de vapor diseñado por Arquímedes, y que Leonardo da Vinci analizó en sus escritos.

La fuerza del vapor no fue empleada de manera eficaz hasta la España de principios del siglo XVII. Y cuando decimos eficaz nos referimos a que de verdad pudo ser usada como fuerza de trabajo. Hasta entonces, todo trabajo que requiriese fuerza había consistido en el uso de mano de obra humana o animal. Y, en ciertos casos, de la fuerza de las corrientes naturales de agua y aire. El pionero del moderno uso del vapor como fuerza de trabajo fue el polifacético Jerónimo de Ayanz y Beaumont quien, después de haber desempeñado con distinción en la carrera militar, fue nombrado administrador general de las extracciones mineras del país por el rey Felipe II. Tras su nombramiento, demostró que la confianza depositada en él no era vana: lejos de limitarse a ejercer como gerente económico desde un cómodo despacho, Ayanz se sumergió de lleno en la búsqueda de soluciones técnicas para los muchos problemas de ingeniería que presentaba la actividad minera de entonces. Uno de aquellos problemas eran las frecuentes inundaciones que interrumpían los trabajos cada vez que una excavación daba con un acuífero. Vaciar el agua de una mina suponía un considerable desgaste en tiempo, dinero y recursos humanos. En 1606, Ayanz patentó el diseño de la primera máquina de vapor moderna: una bomba de extracción que sirvió para vaciar de agua la mina de plata de Guadalcanal, en Sevilla. El mecanismo permitía solventar la emergencia con gran eficacia y rapidez, y sin necesidad de agotar a la mano de obra humana.

El invento de Ayanz, eso sí, pasó desapercibido en el extranjero. Durante las siguientes décadas hubo varios intentos europeos de emplear la fuerza del vapor, pero, como nadie parecía conocer el trabajo de Ayanz, estos intentos eran fallidos o primitivos. No fue hasta el último cuarto de siglo que empezaron a surgir nuevos artefactos: por ejemplo, la olla de vapor que el francés Denis Papin presentó a sus colegas científicos en 1679. Once años después, Papin construyó otro artefacto mucho más prometedor: el primer pistón de vapor. Curiosamente, el francés debió de sentirse un tanto perplejo ante su propio invento, pues opinó que el pistón de vapor nunca sería de utilidad. Estaba mucho más orgulloso de su olla.

En 1698, el inglés Thomas Savery diseñó una bomba de extracción de agua que funcionaba mediante vapor y, demostrando más instinto publicitario que Ayanz, la bautizó como «la amiga del minero». Aunque su máquina era muy similar a la de Jerónimo de Ayanz, el inglés la consideró una invención propia, y cabe creer que era sincero: es muy posible que de verdad desconociese la existencia del ingenio pionero que, casi un siglo atrás, había construido un ignoto funcionario español. En 1712, el inglés Thomas Newcomen refinó el diseño de su compatriota Savery, mejorándolo gracias al pistón de vapor (ese mismo que cuarenta años antes había descartado como «inútil» su propio inventor, Denis Papin). Newcomen bautizó su creación como «máquina atmosférica». Su bomba extractora resultó tener un mayor atractivo comercial que cualquiera de las anteriores, pues en 1735 ya existían cerca de un centenar de «máquinas atmosféricas» en las minas de Inglaterra. A finales del siglo eran más de dos mil, comercializadas por una sociedad de novelesco nombre: Los Propietarios de la Invención de Alzar el Agua Mediante el Fuego (sí, los nombres de empresa han empeorado mucho desde el siglo XVIII). A Newcomen se lo suele llamar el «padre de la Revolución Industrial»; no lo fue en el sentido intelectual, pues no «inventó» la máquina de vapor, pero sí lo fue en el sentido económico y social.

Los mineros fueron los primeros ciudadanos de a pie que entendieron que el vapor de agua propiciaba un salto de calidad en su trabajo y, por lo tanto, en sus vidas. El resto de la población general solamente notó ese cambio cuando el vapor dio el salto a la actividad textil, con la invención de telares a vapor que permitían confeccionar tejidos con mucha mayor velocidad. Era la primera vez que el vapor servía no solo para extraer, sino para manufacturar. Esto marcaba el comienzo de la llamada «Primera Revolución Industrial»: el periodo comprendido entre 1760 y 1840, iba a ser, para lo bueno y para lo malo, extraordinario. Por primera vez en la historia, un individuo humano podría percibir, en el breve tiempo en que transcurría su vida, una variación profunda de su entorno que no estuviese propiciada por un evento catastrófico, sino por la repentina acumulación de avances científicos y técnicos.

Los telares de vapor tuvieron sus defensores y ciertamente también tuvieron muchos detractores, pero provocaron enormes cambios sociales sin ser una guerra, una pandemia o una erupción volcánica. Aquellos telares ejercieron como heraldos de una nueva época pues, desde su aparición, cada vez fue más difícil ignorar que la historia había tomado una dirección concreta: «hacia adelante». El futuro ya no era predecible, incluso en ausencia de cataclismos. Quienes trabajaban con máquinas de vapor no necesitaban estudiar física: aprendían a manejarlas, a repararlas y, aunque fuese solo de manera pragmática, a asimilar los principios básicos de su funcionamiento. Así, lo que se había concebido en la teoría científica y se había aplicado en la práctica llegaba al pueblo y ya no se podía olvidar. La ciencia ya no se componía solo de conocimientos herméticos para minorías selectas, sino que su aplicación extendía ciertos conocimientos a otras capas de la sociedad. Y con esos conocimientos, una nueva manera de pensar: los cambios podían ser definitivos. La humanidad ya no se movía como un péndulo.

Esta idea se empezó a aplicar también a la sociedad y la política. La revolución francesa de 1789 y el ascenso de Napoleón Bonaparte dejaron una profunda huella en la mentalidad de la época. Fueron el equivalente político de la Revolución Industrial: un cambio repentino cuyas implicaciones despertaban tantas esperanzas como temores. En su Psicología de las masas de 1896, el sociólogo Gustave Le Bon describió el ascenso de un nuevo agente, el pueblo llano, dotado de un poder hasta entonces inédito como entidad «que constituye una personalidad superior poseedora de los atributos que son peculiares de los dioses, nunca teniendo que responder por sus acciones y nunca cometiendo errores. Sus deseos deben ser humildemente concedidos». Más allá de la opinión negativa de Le Bon sobre lo sucedido en Francia, (al pueblo se le «perdonaba lo imperdonable»), su reflexión demuestra que a finales del siglo XIX el pueblo era ya percibido como un agente de cambio, algo que rompía con la vieja lógica histórica de «la nariz de Cleopatra», la hipótesis que recalca el papel decisiva de los individuos excepcionales, más que el de los procesos colectivos, en el devenir de los cambios.

Napoleon retirandose de Moscu por Adolph Northen.
Napoleón retirándose de Moscú, por Adolph Northen.

Napoleón Bonaparte, sobre el papel, era el más perfecto ejemplo de la vieja hipótesis de «la nariz de Cleopatra», pues había ascendido desde lo más bajo para convertirse en el individuo más decisivo en la política de su época. Una aureola cuasi divina, propia de un Alejandro o un Julio César, había rodeado al militar corso. Pero incluso Napoleón había trastocado la marcha «lógica» de la historia. No porque fuese el primer líder militar carismático, ni siquiera el único reciente. Un revolucionario del siglo anterior, Oliver Cromwell, había trastocado la lógica histórica, pero había constituido un paréntesis, un estornudo anómalo en una normalidad monárquica recuperada —para alivio de muchos— después de su muerte. Al contrario que la revolución cromwelliana, la revolución francesa sí fue vista como un cambio de paradigma, y Napoleón había sido un subproducto revolucionario que había crecido en importancia hasta convertirse él mismo en una segunda revolución. Napoleón no había sido el producto de un sistema político ya establecido, como César (cónsul) o Cromwell (parlamentario).

El propio Napoleón se resistió, sin éxito, a la realidad de que era parte de un cambio. Intentó frenar las consecuencias de la revolución para reinstaurar el statu quo anterior, personificado en él mismo como emperador, pero había fracasado en su intento porque la Europa de las monarquías absolutas lo rechazó como a un cuerpo extraño. Y con razón, pues, más allá de sus aspiraciones dinásticas, Napoleón fue un reformista incluso cuando ejerció como todopoderoso emperador. Así, unos quisieron ver a Napoleón como un gobernante civilizador, digno hijo de la Ilustración. Otros lo vieron como un tirano oportunista. Pero todos estaban de acuerdo en que Napoleón había contribuido a resquebrajar el Antiguo Régimen del que intentó, al mismo tiempo, formar parte. Su imperialismo no dinástico había descoyuntado el equilibrio de poder continental.

El efecto psicológico del ascenso de Napoleón no disminuyó después de su derrota definitiva en Waterloo. Incluso años después de que Napoleón muriese confinado en 1821, su figura sería objeto de intensos debates entre la intelectualidad europea; de hecho, se escribía sobre él, y no con menor pasión, en naciones tan lejanas como China o Japón. Napoleón había sido un emperador atípico, una anomalía. Un desconocido oficial de artillería que, valiéndose de sus cualidades personales —en especial su genio militar—, y sin los juegos palaciegos o parlamentarios de costumbre, había terminado conquistando Europa occidental. De hecho, pensaban entonces, podría haber controlado casi todo el planeta de no haber caído en las garras del invierno ruso, y de no haber perdido la batalla naval de Trafalgar, derrota que le impidió asestar un posible golpe definitivo al Imperio británico (pues se sabía bien las islas británicas no habían estado preparadas para resistir en el caso de que Napoleón hubiese logrado desembarcar allí con su ejército). Semejante figura había sido un anacronismo.

Napoleón fascinaba por muchos motivos, y el principal fue el haber demostrado que, después de 1789, la historia se había vuelto inestable e imprevisible. Si un Napoleón podía ascender de la nada, cambiar el mundo y volver a la nada con tanta rapidez, ¿cómo de voluble iba a resultar la modernidad? ¿Cómo de inestable iba a ser el nuevo orden europeo, si, apenas inaugurado, lo había puesto patas arriba un único individuo? Estos temores sobre la inestabilidad política, como hoy sabemos, estaban muy justificados. El siglo XX se encargaría de demostrar que la aprensiva equiparación entre modernidad y tendencia al desorden no era equivocada, o no del todo.

(Continúa aquí)

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13 Comments

  1. Constantino

    Estamos a punto de asistir a un momento Godwin.

    • Máximo

      Un campo de reeducacion en Xinjiang es lo que te hace falta a ti, Costi. Por cursi.

      • Marco

        Si no tienes nada que decir a propósito del artículo en cuestión, ¿por qué no te vas a otra parte a hacer gracietas?

        • Máximo

          Hola Marco
          Si no hubiera un pasado tendría toda la razón del mundo.
          Pero este [NO SE PUEDE INSULTAR], me lleva semanas tocando las narices.
          Le dije que me dejara en paz y me ha buscado (quizá es dipsomano) y ahora se las voy a tocar yo a él un ratito.
          No se merece nada en Xinjiang, se merece un gulag años 50 en Siberia.
          Saludos.

          • Jesús Ángel

            Tambien soy de la opinión de que si no tienes nada que decir a proposito del articulo, te vayas a otra parte con tus comentarios. Es cuestion de tiempo que la publicacion se cierre a los usuarios de pago. Tu mala actitud acerca ese dia.

            • Máximo

              Mi mala actitud se explica por la mala actitud previa de aquel [NO SE PERMITEN INSULTOS]. No me deja, no le dejo. Eso es lo que hay, aquí estoy. Si no me toca las narices, no le tocaré las narices.
              Saludos.

            • Alminar

              Lo he repetido muchas veces:
              1. Comentarios abiertos sólo a los suscriptores.
              2. Poder puntuar los artículos. Hay firmas que son de interés, pero otras para nada.
              3. Karma para los comentarios. El que acumule negativos, se queda sin escribir.
              Democratizar la publicación al máximo. Por supuesto, este tipo de personaje que ni siquiera lee los artículos sino que pasa por aquí a ajustar cuentas a quienes no le caen bien o le han criticado, sobra por completo.

              • Máximo

                Sí, los leo y comento a menudo.
                Esta persona, que me ha llamado cerdo y profesorcillo, entre otras lindezas, y que no me ha dejado en paz cuando se lo he dicho va a seguir recibiendo mis dardos mientras me parezca y me dejen.
                Tengo muchos años y mal carácter para aguantar imbecilidades de un cursi.
                Usted también debe revisar alguna cosa, la coherencia, por ejemplo.
                Así que restringir los comentarios a los suscriptores (quién le ha dicho que no lo soy) es democratizar. Y supongo que la guía de lo correcto y de lo incorrecto es el karma populista ese. Está usted hecho un convencionalista de los buenos. Entre eso y la democracia parece un sofista.
                O un elitista de chichinabo, como Costi.
                Saludos.

              • Máximo

                Que, por cierto, para qué quiere democratizar la publicación al máximo.
                La publicación será lo que quieran sus dueños.
                ¿No será usted un podemita democratizador de lo ajeno y dictador de lo propio?
                Saludos.

  2. Máximo

    Lamento haber ofendido a los demás. A menudo olvido tomar mi medicación. Sufro de ansiedad. Me dejó mi novio y una siente mucha soledad. Gracias a todos.

    • Máximo

      No te preocupes por mí, Máximo, mi novio es cariñoso y tomamos las drogas juntos en la camita.
      Dile a Costi que lo esperamos cuando vuelva de Siberia.
      Saludos.
      Máximo.

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