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Historia de las pandemias (III): La hecatombe americana

Viruelaepide
Enfermos de viruela durante el asedio de Tenochtitlán, según una miniatura de la Historia general de las cosas de Nueva España, o Códice Florentino, de Bernardino de Sahagún., Biblioteca Laurenciana, Florencia. (DP)

(Viene de la segunda parte)

Las enfermedades infecciosas desconocidas siempre encontraron a la humanidad desprevenida. Como hemos experimentado en tiempos recientes, la aparición de un único patógeno nuevo puede desestabilizar sociedades enteras. En ocasiones han sido dos o más patógenos nuevos los que han circulado al mismo tiempo por una misma región, con consecuencias terribles. El ejemplo paradigmático es lo sucedido tras el descubrimiento de América, cuando una decena larga de infecciones llegadas desde Europa pusieron a la población local al borde de la aniquilación.

La coincidencia de dos pandemias ya se había producido en Europa. En 1485, mientras nuestro continente intentaba reorganizar su vida en mitad de sucesivos rebrotes de la peste bubónica, un extraño mal desconocido apareció en las islas británicas. Allí lo llamaron sweating sickness, «enfermedad del sudor». En el resto de Europa fue bautizada peste inglesa o sudor inglés. No se conoce su origen. De hecho, la propia naturaleza de la enfermedad es un misterio y ni siquiera existe una sospecha fundamentada sobre qué clase de patógeno la produjo. Hay pandemias antiguas fáciles de identificar porque los síntomas descritos por cronistas de aquellas épocas coinciden con los de enfermedades que aún existen, como sucede con la viruela o la propia peste. Por el contrario, es casi imposible identificar la sweating sickness con alguna enfermedad actual. Como veremos más adelante, se barajan algunas hipótesis, pero ninguna ha sido aceptada por consenso.

Lo que sí está claro es que la enfermedad descrita por las crónicas era inequívocamente distinta de la peste bubónica. Tan distinta, que ni en aquella época se les ocurrió confundirlas. El curso de la enfermedad era incluso más rápido que el de la peste: desde la manifestación de los primeros síntomas hasta la posible muerte del enfermo transcurrían menos de veinticuatro horas. El cardenal Jean du Bellay, embajador de Francia en Londres, fue testigo de la oleada inicial y, estupefacto, escribió en una carta: «De todas las enfermedades, esta es la que mata con mayor facilidad». Otro cronista, Edward Hall, habló de una enfermedad «tan cruel, que ha matado a personas en dos horas». El propio Hall usó una frase tan expresiva que se hizo célebre entre los historiadores médicos: Some merry at dinner and dedde at supper («Algunos están tan contentos a la hora de comer, y muertos a la hora de cenar»).

Desde el punto de vista epidemiológico, el sudor inglés se caracterizaba por brotes de corta duración pero muy intensos que solían concentrarse en el verano y a principios de otoño. Por lo que parece, una primera infección no generaba inmunidad, pues hubo personas que se contagiaron, enfermaron y se curaron, pero volvieron a enfermar poco tiempo después. El mal afectaba a ambos sexos, pero se cebaba de manera particular con los varones. En cuanto a la edad, los únicos que no enfermaban eran los bebés y los niños muy pequeños, de hasta cuatro o cinco años de edad, aunque los niños más mayores sí morían en gran cantidad como los adultos. La enfermedad solía comenzar de manera inusual: con un episodio de ansiedad. Aunque el enfermo aún no se quejaba de síntomas específicos, se mostraba muy intranquilo y decía sentir que algo no iba bien. Poco después, de manera repentina, llegaban los síntomas propiamente dichos. El primer efecto físico eran los escalofríos, que duraban entre una y dos horas. Después llegaba la etapa del sudor, cuando el enfermo se quejaba del calor y mostraba una inagotable sed unida a cefaleas y dolores en el cuello o tórax. En esa etapa quedaba ya postrado en cama. Si continuaba empeorando, empezaba a sufrir delirios producidos por la fiebre. Cuando habían transcurrido varias horas desde los síntomas iniciales, se producía la tercera etapa, que era la potencialmente letal: el paciente, agotado, sucumbía a un irresistible deseo de dormir. Muchos ya no despertaban.

La altísima tasa de mortalidad rondaba el cincuenta por ciento, similar a la del ébola. Al igual que pandemias anteriores, el sudor inglés se caracterizó por su falta de discriminación entre clases sociales y, de hecho, por una particular virulencia entre las clases altas de los entornos urbanos. Afectó a varios personajes famosos de la corte de los Tudor. El príncipe Arthur, heredero de la corona inglesa, tenía quince años y estaba recién casado con la princesa española Catalina de Aragón, que tenía su misma edad. Ambos se contagiaron. Arthur murió en pocas horas, mientras que Catalina sobrevivió. Tiempo más tarde, Thomas Cromwell, el consejero del rey Enrique VIII, perdió a su mujer y a sus dos hijas en un periodo de pocos meses. El rey Enrique se libró de la enfermedad porque fue viajando de una residencia a otra conforme la enfermedad se extendía por el país, efectuando así una curiosa modalidad de confinamiento móvil. Aterrorizado por la posibilidad de contagiarse, no quiso que lo acompañasen ni siquiera las personas de su círculo cercano. Cuando enfermó su amante Ana Bolena, que estaba confinada en su hogar familiar, el monarca se limitó a enviarle un médico que portaba una cariñosa carta, pero no fue a visitarla. Ana Bolena sobrevivió a la enfermedad (aunque, como sabemos, no sobreviviría al propio Enrique VIII, que ordenaría decapitarla ocho años después). Tras cebarse con Inglaterra, la plaga cruzó el canal de la Mancha y viajó al norte del continente. Llegó a ser tal la prevalencia del sudor inglés entre la aristocracia europea que un médico británico llamado Johannus Caius (versión latinizada de su auténtico nombre, John Kays) se especializó en asistir a enfermos de clase alta; pese a que muchos de sus pacientes morían —puesto que los tratamientos que él aplicaba eran en realidad inútiles—, aquellos que se salvaban le hicieron buena publicidad, y Caius acumuló una considerable fortuna.

El sudor inglés se presentó en cinco grandes oleadas a lo largo de sesenta y cinco años. El último brote documentado tuvo lugar en 1551. Después, desapareció por completo. Sigue siendo una de las epidemias más misteriosas de épocas pasadas, porque sus manifestaciones clínicas, bastante bien descritas por las crónicas de la época, no encajan con las sospechosas habituales de provocar infecciones pandémicas. Es verdad que en tiempos más recientes hubo algunas enfermedades similares, aunque no iguales. Entre los siglos XVIII y XIX, el sudor de Picardía afectó de manera recurrente durante décadas a esa región francesa; también mataba con mucha rapidez —a veces, en un par de días—, pero mostraba signos diferenciales como las erupciones cutáneas y el sangrado nasal, que no se habían visto en el sudor inglés.

Hoy se especula con varias posibilidades. El carácter estacional del sudor inglés se parece al de algunas enfermedades que son transmitidas por pulgas y piojos, como la llamada fiebre recurrente. Otra candidata es la infección por hantavirus, una familia de virus que provocan fiebres hemorrágicas y enfermedades pulmonares que, en ocasiones, también matan con muchísima rapidez. La sospecha de que pudo ser un hantavirus se debe a una enfermedad mucho más reciente que se detectó en 1993 entre nativos de los Estados Unidos. El caso que disparó las alarmas fue el de un varón de la tribu Navajo, que sintió una repentina falta de aliento; llevado con urgencia al hospital, murió por causa de un inexplicable encharcamiento de los pulmones. Era un hombre joven y con buena salud previa. Los médicos supieron que su novia había muerto días antes con síntomas similares, e igualmente inexplicables. Fue así como sospecharon que se hallaban ante el brote epidémico de una enfermedad desconocida. En las siguientes horas se efectuó un rastreo de la región y se detectaron otros cinco casos de muertes repentinas en individuos jóvenes sin patologías previas. La enfermedad se demostró difícil de identificar, pues los laboratorios locales no consiguieron aislar un patógeno responsable.

Pandemias
Prince Arthur of Wales (1486-1502). The Granger Collection, New York. (DP)

Fue cuando se enviaron las muestras al CDC, el organismo nacional responsable del control de enfermedades infecciosas, cuando se descubrió un tipo nuevo de hantavirus. La investigación in situ demostró que el portador del virus era un ratón habitual en las áreas rurales. Uno de los principales mecanismos de transmisión era, irónicamente, la limpieza de los hogares. Al barrer el suelo, se levantaban en el aire partículas infectadas procedentes de los ratones que se cuelan en las casas (tanto la saliva, como la orina y los excrementos de los ratones eran contagiosos). Esas partículas invisibles eran inspiradas por la persona que estaba limpiando, que poco después desarrollaba la enfermedad. Aquel nuevo patógeno fue bautizado como virus del cañón del Muerto en referencia a un paraje local, pero después, quizá pensando que no sonaba muy esperanzador para los enfermos, se decidió cambiarle el nombre a Sin Nombre virus (así, en español, pero con las palabras ordenadas al modo anglosajón).

Investigaciones posteriores demostraron que esta enfermedad recién descubierta podría no ser tan nueva. Se cree que pudo ser la responsable de un fallecimiento sucedido en 1959, y las crónicas tribales de los Navajos, que narran algunas muertes similares, hacen sospechar que la enfermedad se remonta como poco a un brote de 1933. Llamada síndrome pulmonar por hantavirus, su tasa de mortalidad es altísima, en torno al cuarenta por ciento. Ya se han descubierto casos en toda América, desde Canadá hasta la Argentina, y parece que siempre son los roedores los vectores de transmisión. Por fortuna, no se transmite de humano a humano, o hubiésemos tenido que enfrentarnos a un cataclismo de proporciones bíblicas, incluso peor que el del coronavirus del 2020. El síndrome pulmonar por hantavirus no encaja del todo con lo que se sabe de la sweating illness, de la cual se sospechaba en su tiempo que sí era contagiosa entre humanos. Pero el moderno hantavirus «sin nombre» mata con rapidez, y apenas transcurren entre cuatro y diez días desee los primeros síntomas hasta la posible muerte. Así pues, ¿pudo la sweating illness ser causada por otro tipo de hantavirus? No hay respuesta definitiva. De entre los patógenos hoy conocidos, un hantavirus parece ser el principal candidato, pero es imposible afirmarlo con seguridad.

El sudor inglés coincidió con la peste bubónica, lo cual era una conjunción terrible, pero si hubo una conjunción de pandemias como bno se había visto antes y no se ha vuelto a ver después, esa fue la ocurrida en América. En 1492, una expedición naval comandada por Cristóbal Colón puso pie en las Bahamas. Menos de treinta años después, el continente americano estaba lidiando con enfermedades europeas para las que las poblaciones locales carecían por completo de inmunidad. La larga lista de enfermedades invasoras incluía el sarampión, el tifus, el cólera, la varicela, la gripe, la malaria, la tuberculosis y hasta el resfriado común. Pero la más destructiva, con diferencia, fue la viruela. Al igual que había sucedido ocho siglos antes en Japón, la viruela aniquiló a cantidades ingentes de seres humanos, ayudada por el resto de enfermedades invasoras. En algunas regiones, la mortalidad llegó al noventa por ciento de la población. También hubo alguna enfermedad que viajó desde América hasta Europa, donde no había existido hasta entonces, aunque su mecanismo de contagio era distinto: la sífilis.

La primera gran oleada de viruela americana se produjo en 1520. En el actual México, millones de personas murieron. La ciudad de Tenochtitlan perdió casi a la mitad de su población en un solo año. El Imperio azteca quedó al borde del colapso, perdiendo un tercio de su población, o más, en cuestión de meses. Al igual que en Europa y Asia, la enfermedad era más destructiva en las ciudades que practicaban un activo comercio y tenían una alta densidad de población. Mataba por igual a pobres y a aristócratas. De viruela murió Cuitláhuac, líder de los mexicas y hermano de Moctezuma. También fue víctima Totoquihuatzin, el gobernante de la ciudad-estado de Tlacopan. Al norte de México, sin embargo, la dispersión de la población, la ausencia de grandes ciudades y el menor intercambio comercial entre regiones distantes retrasaron la extensión inicial de la viruela, aunque la enfermedad terminaría llegando más adelante, conforme los colonos europeos se asentaban.

Parece que en la América precolombina no se habían producido pandemias globales tan destructivas como las de Europa, Asia o África. Por supuesto, ya había enfermedades contagiosas. Los análisis de restos arqueológicos han mostrado que, además de la sífilis, en la América precolombina existían formas de tuberculosis, poliomielitis, rabia, disentería amebiana, hepatitis, herpes, y diversas variedades de infecciones de los huesos. Sin embargo, eran enfermedades con baja prevalencia y parecían domesticadas por su carácter endémico. Lo común eran las formas crónicas; hasta que llegaron los europeos, no se produjeron oleadas de cuadros agudos que matasen a mucha gente en poco tiempo. Los españoles no tuvieron tiempo de asociar a los nativos americanos con la buena salud porque vieron la rápida extensión de epidemias europeas en regiones muy pobladas, pero algunos de los primeros exploradores anglosajones de lo que hoy es territorio estadounidense notaron la excepcional buena forma física de los nativos de regiones menos urbanizadas. El pionero Bartholomew Gosnold, cuya expedición vivió entre los indios de la costa atlántica a principios del siglo XVII, escribió que los nativos eran «de constitución corporal perfecta, fuertes, activos e ingeniosos». Gosnold también comentó con asombro la buena salud que su propia expedición gozó mientras permaneció allí: «Pese a todo el trabajo, la pobre dieta y el mal alojamiento, ninguno de nosotros fue tocado por enfermedad alguna». Gosnold no lo sabía, pero bajo nuestra mirada moderna estaba describiendo una región donde, incluso con un sistema inmune debilitado por unas poobres condiciones de vida, a un europeo le era difícil contraer una infección aguda y severa. Exceptuando la sífilis, no hubo oleadas de enfermedades nuevas que viajasen de América a Europa para sembrar el caos.

No mucho después de la hecatombe mexicana, la viruela hizo estragos en Sudamérica. El Imperio inca también fue devastado y murieron de viruela el mismísimo emperador Huayna Capac, su hijo Ninan Kuyuchi y su hermano Auqui Tupac. La coincidencia de patógenos hacía difícil la supervivencia. Cuando la viruela afectaba a una población al mismo tiempo que enfermedades como el sarampión o el tifus, la masacre estaba asegurada. Los nativos de América también debieron de experimentar estas oleadas como el fin del mundo como lo habían conocido. Al igual que en otras partes del planeta, sus remedios tradicionales no servían para curar las enfermedades, y a veces las empeoraban. Por ejemplo, los rituales curativos en saunas resultaron ser muy contraproducentes en la lucha contra la viruela: la humedad favorecía la ruptura de las pústulas infecciosas de la piel, quedando gran cantidad de gérmenes libres en el vapor, donde eran respirados por todos los presentes. Así, las ceremonias curativas se convirtieron en el origen de muchos nuevos brotes. Esto no significa que los americanos no entendieran con rapidez el carácter contagioso de las nuevas enfermedades. Sin duda, los propios españoles informaron —como mínimo, a sus aliados locales— sobre lo que había pasado en Europa. Un monje franciscano que acompañaba a Hernán Cortés escribió que una de las primeras medidas tomadas por las autoridades aztecas consistió en emitir la orden de que cada familia quemase los cadáveres de sus fallecidos. Cuando una familia entera sucumbía, las autoridades sencillamente derribaban su casa para que nadie pudiese acceder a los cadáveres del interior. Los nativos, pues, comprendieron con rapidez el concepto de contagio, aunque les resultaba desconcertante la enorme proporción de ellos que moría con respecto a los españoles, muchos de los cuales ni siquiera enfermaban.

La llegada simultánea de varias enfermedades europeas a América es el mejor ejemplo de lo vulnerable que es la raza humana ante infecciones para las que carece de inmunidad. Se estima que durante los peores doscientos años de las oleadas pandémicas americanas pudo desaparecer entre un ochenta y un noventa por ciento de la población nativa. Es una estimación incierta, pues entre los nativos no existían censos exhaustivos y, al menos durante las primeras generaciones, los europeos recién llegados y sus descendientes realizaron cálculos demográficos tan variables que no se los puede considerar fiables. Pero está claro que, tras la llegada de Colón a América, ni las guerras, ni las conquistas, ni las hambrunas, aun todas ellas combinadas, consiguieron producir una fracción de la mortalidad causada por los gérmenes. Al igual que la Peste Negra fue el mayor cataclismo jamás conocido en Europa, por encima de las más terribles guerras y hambrunas, las pandemias que siguieron al Descubrimiento provocaron el mayor cataclismo jamás conocido en América. Los propios conquistadores españoles contemplaron con espanto y estupor la repentina expansión de las enfermedades entre la población nativa. Era un fenómeno que los conquistadores tampoco alcanzaban a comprender; aunque se produjeron casos de contagio entre ellos mismos, eran escasos y, por lo general, menos graves. Entre los nativos, sin embargo, las tasas de mortalidad podían ser muy superiores a las de la propia Peste Negra. Desconociendo conceptos como gérmenes e inmunidad, ni los españoles ni los nativos podían explicarse lo que estaba sucediendo.

La hecatombe de pandemias cruzadas contribuyó a la caída de naciones e imperios americanos. Sociedades enteras cayeron hechas pedazos por la mortalidad y por el hecho de que muchos cultivos quedaron abandonados, con la consiguiente escasez de alimentos. Esto favoreció sin duda el proceso de conquista y posterior colonización por parte de los españoles y, más adelante, por parte de otros europeos. Aun así, el propio establecimiento del sistema colonial se vio sacudido por las enfermedades. En las primeras épocas, cuando la extracción de metales preciosos era la principal obsesión de los invasores, muchas minas de oro y plata tuvieron que detener su producción porque la mano de obra local había sido diezmada por la enfermedad. Más adelante sucedió lo mismo en plantaciones agrícolas; fue cuando algunos terratenientes empezaron a recurrir a la compra de esclavos en África. Por su parte, conforme las colonias se iban estableciendo, y con el propósito de intentar detener el avance de la viruela y demás males que diezmaban a la población nativa, las autoridades administrativas empezaron a imitar las medidas que se habían adoptado para hacer frente a la peste en Europa: cuarentenas, confinamientos, cierre temporal de «fronteras», etc. Se construyeron hospitales, y, con la intervención de los eclesiásticos, se iniciaron obras de caridad para atender las necesidades de la población indígena.

En Europa, mientras tanto, continuaba la confusión sobre los mecanismos de contagio de la peste. Con el paso del tiempo y la observación, se volvió conocimiento común el hecho de que la respiración jugaba un papel fundamental, aunque la idea era sostenida todavía por la teoría epidemiológica imperante: los miasmas, los aires contaminados por partículas patogénicas que emergían por generación espontánea de la materia en descomposición. Aun así, la rapidez de avance de la peste dejaba descolocados a todos. Tan descolocados, que en los siglos XIV y XV no era inusual la creencia de que una persona podía contagiarse a través de la vista, simplemente con el acto de mirar a otra persona que estuviese infectada. Y no era una creencia exclusiva del pueblo iletrado, sino también sostenida por algunos estudiosos. Así de difícil les resultaba entender y explicar el veloz avance de la pandemia.

En el siglo XVI, el médico italiano Girolamo Fracastoro fue uno de los primeros en dar una nueva vuelta de tuerca a la teoría de los miasmas. Como muchos antes que él, Fracastoro sostenía que la enfermedad era trasmitida mediante semillas o esporas, aunque él no las llamó miásmata, sino seminaria morbi. Siguiendo las hipótesis del persa Avicena, pensaba que podían existir individuos curados y asintomáticos pero contagiosos. Además, tuvo una intuición muy aguda: no era necesario estar en la cercanía de un enfermo para contagiarse, pues las seminaria morbi podían quedar flotando en el aire o depositadas en los objetos, donde su capacidad de contagio continuaba por un tiempo.

Fracastoro
Girolamo Fracastoro. (DP)

La aparición de semillas de enfermedad en la materia descompuesta era, como ya vimos en partes anteriores, la hipótesis predominante desde la antigua Grecia. La biología del siglo XVII continuaba considerando la generación espontánea como un mecanismo válido para explicar la aparición de vida, o de algo parecido a la vida. Era una idea de sentido común, respaldada por la observación universal de que mucho seres vivos aparecían de la nada, esto es, sin que nadie hubiese conseguido explicar sus mecanismos de reproducción. El ejemplo más célebre, el que mejor justificaba la idea de generación espontánea o abiogénesis aristotélica, era el hecho constatado de que en los cadáveres aparecen gusanos a los que nadie, nunca, había observado desplazándose hasta un cadáver desde el exterior. Incluso se creía que era posible elaborar pequeños ecosistemas que favorecían la generación espontánea de organismos más grandes que los gusanos. El estudioso holandés Jan Baptist van Helmont quiso demostrar que se necesitaba poca materia prima para crear vida; tras hacer crecer un sauce y observar que la tierra circundante no disminuía en cantidad, dedujo erróneamente que ninguna materia sólida se precisaba para el crecimiento de un árbol. Aplicó la misma idea a los animales. Tras realizar algunos experimentos muy ingenuos, dejó por escrito varias fórmulas mediante las que, según él, era posible engendrar ratones, usando trigo envuelto en trapos húmedos, y escorpiones, colocando albahaca bajo unos ladrillos al calor del sol. La creencia en la abiogénesis era tan común que incluso Shakespeare mencionó la aparición «espontánea» de serpientes y cocodrilos en el Nilo. Casi nadie, culto o no, dudaba de ello.

Uno de los pocos discrepantes fue el médico inglés William Harvey quien, tras observar que las hembras de mamífero no parecían portar un embrión durante las primeras semanas de embarazo, dedujo que la vida procedía de un «huevo invisible» (hoy sabemos que las hembras sí portan un embrión en esas primeras semanas, pero Harvey, con sus primitivos medios, no fue capaz de detectarlo). Aun así, su deducción no se alejaba mucho de la realidad. La resumió en una tesis absolutamente revolucionaria: omne vivum ex ovo, «toda vida procede de un huevo». Publicó un libro titulado Exercitationes de generatione animalium, «Ejercicios sobre la generación de los animales», donde negaba con énfasis la posibilidad de que cualquier tipo de vida pudiera emerger por generación espontánea. Así, Harvey plantaba cara a casi dos milenios de tradición médica. Sus observaciones fueron profundas, extensas y bastante más agudas que las de muchos de sus contemporáneos. Mientras otros estudiosos discutían sobre el huevo de la gallina, preguntándose si era la clara o si era la yema la responsable del desarrollo del embrión de un pollito, Harvey, que había observado el proceso con detenimiento, contestaba desdeñoso que clara y yema eran ambas partes imprescindibles para la generación del embrión. Pues bien; en su época se sabía que aves, reptiles, peces y otros tipos de animales ponen huevos. Lo que Harvey hizo fue intuir que, de alguna manera, también los mamíferos se reproducían mediante huevos, solo que estos nunca abandonaban el útero de la madre.

Por muy brillantes que fuesen las intuiciones de William Harvey, y por muy furibundo que fuese su rechazo de la abiogénesis aristotélica, se necesitaba un experimento ilustrativo para empezar a erosionar la idea de que la vida puede emerger de la materia muerta. El hombre que ideó ese experimento fue el médico y biólogo italiano Francesco Redi, uno de los grandes pioneros de los modernos experimentos científicos basados en el control de variables. Redi, en la línea de Harvey, albergaba serias dudas en torno a la generación espontánea. Decidió poner a prueba el ejemplo paradigmático de los gusanos que aparecen en la carne que empieza a descomponerse. En la más famosa de esas pruebas, colocó tres pedazos de carne en tres jarras. Selló herméticamente una de las jarras y dejó otra destapada. Sobre la tercera puso una gasa que dejaba pasar el aire (y por tanto el olor), pero que impedía la entrada de cualquier gusano. Esperó. Y obtuvo un llamativo resultado. En la jarra destapada, la carne estaba repleta de gusanos como era de esperar. En la jarra hermética no había ninguno, lo cual ya le daba que pensar. Pero aún más interesante era lo sucedido en la tercera jarra, la que estaba cubierta con una gasa. La parte exterior de la gasa estaba repleta de gusanos, pero estos no podían acceder a la carne, así que eran de pequeño tamaño y habían muerto de hambre. Esto parecía demostrar que, por más que nadie los hubiese visto desplazarse, los gusanos sí llegaban a los cadáveres desde el exterior. Además, Redi observó que parecía haber relación entre la aparición de gusanos y la presencia de moscas, pues solo había gusanos allá donde podían acceder las moscas. Siguiendo otra espectacular intuición, decidió observar qué sucedía con los gusanos vivos. Así descubrió que terminaban sufriendo una metamorfosis, convirtiéndose en moscas.

Redi no solo descubrió el ciclo vital de la mosca y resolvió un misterio que nadie había conseguido explicar en milenios, sino que desmintió el más famoso ejemplo de supuesta generación espontánea en biología. Eso sí, le asustó ser portador de una noticia tan revolucionaria. Como amante de la verdad, nunca había evitado la polémica y era bien conocido por su afán en el desmentido de creencias erróneas; por ejemplo, había desmontado numerosos mitos populares sobre las serpientes, vistas por muchos como seres sobrenaturales, pero a las que Redi consideraba animales convencionales. Sin embargo, cuando vio que era capaz de desmentir dos milenios de creencia en la generación espontánea, decidió no publicar sus resultados científicos. Al igual que Copérnico, temió que sus ideas pudieran causarle problemas con las autoridades eclesiásticas. Francesco Redi murió en 1697, a los setenta y un años. Al igual que sucedió con Copérnico, su obra magna no fue publicada hasta meses después de su fallecimiento: se titulaba Esperienze Intorno alla Generazione degli Insetti (Experimentos en torno a la generación de los insectos) y contenía afirmaciones que, al ser leídas por fin, provocaron una oleada de estupor entre los estudiosos de los seres vivos. Imitando el ejemplo de Redi, muchos biólogos se lanzaron a realizar toda clase de experimentos variados y, en ocasiones, muy ingeniosos, que terminaban demostrando de manera invariasble que los seres vivos estudiados —ya fuesen animales, plantas, u hongos— procedían de otros individuos de su misma especie, y que nunca nacían de la nada.

sudor inglés
Imagen: Rue des Archives. Cordon Press.

Los hallazgos de Redi fueron particularmente importantes porque coincidieron con el nacimiento de un instrumento fundamental en el futuro estudio de las epidemias: el microscopio. Los primeros microscopios compuestos, los provistos con varias lentes que permitían ver objetos normalmente invisibles, aparecieron en Europa a principios del siglo XVII. No se sabe quién los inventó y ni siquiera está claro quién observó microorganismos por primera vez, puesto que la microbiología moderna nació de un proceso de ensayos y errores, más que de un único momento eureka. En 1658, el jesuita alemán Athanasius Kircher tuvo la ocurrencia, sin duda brillante, de usar el microscopio para estudiar la sangre de los enfermos de peste bubónica. Observó lo que parecían pequeñas criaturas a las que llamó animalcula (el mismo nombre que, desde Marco Terencio Varrón en el siglo I a. C., habían usado varios autores para designar aquellas hipotéticas criaturas que nadie había visto). Kircher dedujo quelas pequeñas y numerosas criaturas que veía en el microscopio eran las responsables de la peste, aunque hoy se cree que en realidad estaba viendo glóbulos sanguíneos, y que, al no saber lo que eran, los confundió con organismos invasores. En cualquier caso, su intuición iba bien encaminada respecto al hecho de que la peste estaba provocada por microorganismos y no por miásmata, como había sostenido la medicina hasta entonces. Kircher también puso bajo el microscopio muestras de otras sustancias líquidas como agua, leche o vinagre, comentando con asombro la cantidad de diminutos «gusanos» que pululaban por ellas. Poco después, el británico Robert Hooke puso en el microscopio una muestra de moho y vio formasque se apretujaban entre sí a la manera de celdas de un panal; bautizó ese tipo de forma como cell, término derivado de la palabra latina cella, que significa «celda» (en español usamos célula, del diminutivo latino cellula, «celdilla»). Esto, junto al progresivo declive de la creencia en la generación espontánea, sentaba las bases para el descubrimiento de un concepto acariciado por algunas pentes durante siglos, pero cuya existencia nunca se había podido demostrar: los gérmenes.

(Continúa aquí)

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4 Comentarios

  1. María Antonieta Ugarte y Chocano

    Debo felicitarlos por estos artículos…He leido los dos primeros capítulos de esta serie. Mucho tiempo he esperado para la tercera parte. Todo lo publicado es muy interesante y leyéndolos termino pensando que cundió muchísima ignorancia, en las autoridades, para hacer frente a la pandemia que hoy vivimos. El siguiente artículo, espero, que no demore demasiado.

  2. Eduardo Roberto

    Qué buena serie de artículos, señor. Una novedad absoluta esa del sudor inglés. Se lo agradezco.

  3. Felicidades por la serie de artículos. Espero con impaciencia el próximo!

  4. Eduardo Roberto

    Me olvidaba. Supongo que usted es el autor de «El carpintero que conquistó el Imperio Romano», pues entonces vayan mis felicitaciones y admiración. Se me hizo corta su lectura. Tres mínimas quejas sobre el mismo: Ninguna dedicatoria, los buenos libros siempre las tienen. Un final abrupto (sobre este punto confieso que talvez se deba a lo corto que me pareció su lectura o a la falta de un epílogo o consideraciones finales que contrabalancee el magnífico prefacio, y la más importante: ¿cuáles fueron sus fuentes para afirmar que Jesús era carpintero? Gracias por la lectura.

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