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Los amantes rivales

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Detalle de Autorretrato como tehuana (Diego en mi pensamiento), Frida Kahlo, 1943.

Como siempre, cuando me alejo de ti, me llevo en las entrañas tu mundo y tu vida, y de eso es de lo que no puedo recuperarme. No estés triste, pinta y vive. Te adoro con toda mi vida…

(Carta de Frida Kahlo a Diego Rivera, 31 de enero de 1948)

El amor ha sido siempre una de las principales fuentes de inspiración, pero la relación entre parejas de artistas no siempre ha sido un camino de rosas. Pablo Picasso o Auguste Rodin minimizaron el talento de sus amantes por miedo a que su trabajo pudiera verse ensombrecido; Amedeo Modigliani le declaró amor eterno a la mujer de su vida, pero sus continuas borracheras y su muerte por tuberculosis destrozaron a la joven Jeanne, quien, incapaz de soportar su ausencia, acabó suicidándose; Carles Casagemas acabó pegándose un tiro por un amor no correspondido; Frida Kahlo y Diego Rivera se amaron locamente en una relación plagada de infidelidades y Édouard Manet y Berthe Morisot prefirieron vivir en secreto sus más de quince años de romance. Distintos tipos de amor, unos más apasionados y otros más turbulentos, algunos incluso con final trágico. Pero amor en definitiva.

Henriette Theodora Markovitch, más conocida como Dora Maar, es una de esas mujeres a quien el amor llevó a la perdición y que se vio asfixiada por el talento de Pablo Picasso. Su recuerdo siempre aparece ligado al gran pintor malagueño, a pesar de que cuando se conocieron en Les Deux Magots a finales de 1935 —los presentó el poeta Paul Éluard—, ella, a los veintiocho años, ya deslumbraba con sus obras fotográficas. Sentada junto a un grupo de amigos en el conocido café de Saint Germain, cuenta la leyenda que Dora Maar jugaba a clavar un afilado cuchillo en la mesa, entre sus dedos, pero en más de una ocasión no acertaba y rozaba sus manos, lo que se evidenciaba en sus guantes manchados de sangre. Picasso se dirigió a ella en francés y Dora le respondió en un exquisito español que terminó por conquistar al artista.

Fascinado por sus ojos azules y cejas gruesas, su rostro sensible e inquieto y su enigmática belleza, Picasso, que había roto meses antes con Olga Koklova, invitó a Dora a su casa unas semanas después de su primer encuentro en el café. Fue el inicio de una relación intensa y pasional, que se prolongaría durante casi diez años, y que abriría una de las etapas artísticas más importantes de Picasso. Dora Maar se desvivió por el artista y a ella le debemos el testimonio gráfico del proceso de creación del Guernica en el taller de la rue des Grands-Augustins. Él, por su parte, plasmó su romance pasional (también atormentado) con Dora Maar en La mujer que llora, una de sus obras maestras. A pesar de que alimentaron ambos la obra del otro, Dora Maar acabaría sacrificando su talento por el amor de Picasso. 

La aparición de una joven llamada François Gillet, que se convertiría en la nueva musa del artista, así como una breve estancia de Dora Maar en un psiquiátrico, sería el detonante de la ruptura, en 1946. A partir de entonces, la fotógrafa nunca volvería a ser la misma. «Todavía soy demasiado famosa por haber sido la amante de Picasso para poder ser aceptada como pintora», confesó al escritor James Lord, que conoció a la pareja poco antes de separarse. Inestable psicológicamente, Dora se fue apartando de muchos círculos y vivió enclaustrada en su casa de París hasta el fin de sus días. Dora Maar fue víctima de Picasso, pero también su gran amor. 

Pero no solo Picasso hizo sufrir a sus amantes. El artista italiano Amedeo Modigliani no se quedó atrás, si bien consideró a Jeanne Hébuterne el gran amor de su vida, a pesar de que hubo otras muchas y de las continuas borracheras que tan mal se lo hacían pasar a la joven. Su historia simboliza el amor infinito, ese que va más allá de la vida… y de la muerte.

Jeanne Hébuterne era una joven pintora, alumna de la Academia Colarossi, que frecuentaba el círculo de Montparnasse. Conoció al hombre de su vida en un café a los dieciséis años —ella propició el encuentro— y enseguida cayó rendida ante la belleza, el porte aristocrático y la elegancia del artista, que llegó a impresionar al propio Picasso, a pesar de la fuerte rivalidad que ambos mantenían. «El único hombre en París que sabe vestir bien es Modigliani», admitió el pintor malagueño.

Para Jeanne, Modigliani, que le doblaba la edad, lo era todo en su vida, tanto que el amor que sentía por él llevó a la joven católica a enfrentarse a sus padres, que no aceptaban la relación de su hija con aquel pobre artista judío, y a trasladarse al taller del artista, en la rue de la Grande Chaumière, donde vivían de forma miserable. Encandilado por la dulce belleza de Jeanne, su pelo castaño y sus misteriosos ojos azules, Modigliani retrató a su amante en varias ocasiones, siempre vestida porque no quería que nadie más pudiera verla sin ropa.

Ella se volcó en la relación con Modi, sin importarle lo que dejaba atrás. Él, enfermo de tuberculosis, bebía noche tras noche junto a sus amigos Soutine y Utrillo y recitaba fragmentos de la Divina comedia mientras trataba de vender algún dibujo para poder seguir bebiendo, mientras Jeanne, impaciente, le esperaba en casa. La relación entre ambos fue complicada, sobre todo por la adicción de Modigliani al alcohol y a las drogas, y el éxito del artista con las mujeres. El fuerte amor que les unía siempre prevalecía y, fruto de esta pasión, en 1918 nació su primera hija, Jeanne.

El éxito de Modigliani no llegaba y él se refugiaba en el alcohol. El 25 de enero de 1920 el pintor italiano fallecía en el hospital de la Caridad de París y, al día siguiente, una desesperada Jeanne, embarazada de nuevo e incapaz de seguir viviendo sin él, se arrojó al vacío desde el quinto piso de la rue Amyot, la casa de sus padres. 

Al igual que Jeanne Hébuterne, también la artista Camille Claudel tuvo que enfrentarse a su familia para luchar por sus verdaderas pasiones: la escultura y el hombre al que amaba, que resultaría ser Auguste Rodin. Al poco de conocerse, Camille Claudel, que tenía diecinueve años y empezaba a despuntar por su talento, ya empezó a posar para él y, en nada, se convirtió en su musa y discípula de día, y en su amante de noche. El escultor, de cuarenta y cuatro años y casado con Rose, a la que nunca abandonaría, se enamoró perdidamente de su discípula; prueba de ello son las cartas de desesperación que enviaría a Camille en los primeros años de su relación:

Te beso las manos, amiga mía, tú que me das tan profundos y ardientes goces. A tu lado, mi alma existe con fuerza y, en su furor amoroso, tu respeto siempre está por encima. El respeto que tengo por tu carácter, por ti, mi Camille, es una causa de mi violenta pasión. No me trates despiadadamente, te pido tan poco...

La relación se prolongó durante catorce años, marcada por numerosos encuentros y desencuentros y por la rivalidad entre uno y otro. Camille amaba a Rodin, ambos trabajaban juntos horas y horas, y ella le ayudaría a crear alguna de sus obras maestras. Sin embargo, aquella mujer de aspecto frágil quería demostrar al mundo entero que ella también era una gran artista —entre sus obras destaca La edad madura, Sakountala, Busto de Auguste Rodin o El vals—  y, tras unos años de celos, tanto artísticos como amorosos, acabaría abandonando al escultor.

Otro ejemplo de intenso y doloroso amor es el de Diego Rivera y Frida Kahlo. Resulta casi inconcebible pensar en el uno sin el otro, aun cuando su vida en común estuvo marcada por continuas peleas, infidelidades y reconciliaciones. Estuvieron juntos hasta la muerte, seguramente gracias a una fuerte admiración mutua, y su historia se ha convertido en una de las más célebres.

Se vieron por primera vez en 1928 y, aunque existía entre ellos una gran diferencia de edad —él era veintiún años mayor que ella—, enseguida conectaron por el interés que ambos sentían por México y su historia. Frida Kahlo acudió a Diego Rivera para que evaluara algunas de sus obras y al artista mexicano quedó deslumbrado no solo por el talento de la joven, sino también por su fuerte personalidad. En breve iniciaron una relación amorosa que culminaría en matrimonio en agosto de 1929 y que, lejos de ser una historia convencional, fue tormentosa y visceral. Las infidelidades de Diego Rivera hacían sufrir a Frida, a pesar de su pensamiento libre, y ella decidió devolvérsela por partida doble: le sería infiel con hombres y mujeres.

La pareja se divorció en 1940, para volver a estar juntos un año después. Se veían incapaces de estar separados. En una de las cartas que Frida enviaría a Diego, ella le declaraba su amor y admiración: «Como siempre, cuando me alejo de ti, me llevo en las entrañas tu mundo y tu vida, y de eso es de lo que no puedo recuperarme. Pinta y vive, te adoro con toda mi vida». 

Frida Kahlo murió con cuarenta y siete años y fue entonces cuando Diego Rivera descubrió sus fuertes sentimientos por ella. «Me he dado cuenta de que lo más maravilloso que me ha pasado en la vida ha sido mi amor por Frida», escribió tras la muerte de su amada.

Y si Frida Kahlo y Diego Rivera declaraban su amor a los cuatro vientos, Berthe Morisot, la primera mujer que se unió al movimiento impresionista, y Édouard Manet, autor entre otras obras de Almuerzo sobre la hierba, prefirieron mantener su pasión en secreto. Fueron más de quince años de un romance misterioso, de una relación que nunca fue oficial. 

Procedente de una familia burguesa y tataranieta de Jean-Honoré Fragonard, Berthe Morisot soñaba con poder vivir de la pintura. Su encuentro con Édouard Manet en 1868 en el Museo del Louvre, a donde acudía junto a su hermana Edma para copiar a los grandes maestros, cambió su vida para siempre, a nivel personal y artístico. Pronto se convirtió en la modelo favorita de Manet y en la protagonista de gran parte de sus obras, como El balcón o Reposo. Según se desprende de los trabajos de Manet y de las cartas de Berthe a su hermana, estaban obsesionados el uno con el otro, aunque no existen pruebas sobre su relación. 

Diez años menor que él, Berthe Morisot se sentía fascinada por la fuerte personalidad del artista y por el escándalo que habían levantado sus obras. Por su parte, Manet, casado con su  profesora de piano, Suzanne, admiraba los trabajos de Morisot ya antes de conocerla y solo quería como modelo a aquella joven, alta, delgada e inteligente. Sus trabajos revelan una gran complicidad y una influencia recíproca: ella posaba para él y él la ayudaba a progresar en su técnica pictórica. Se observaban, se influenciaban, pero reivindicaban su independencia.

En 1874, cuando Berthe tenía treinta y tres años, decidió casarse con Manet, aunque no con Édouard sino con su hermano, Eugène. «He entrado en una etapa positiva después de mucho tiempo viviendo de quimeras que no me hacían feliz», escribía la pintora ese mismo año. A diferencia de su hermana, que al casarse abandonó la pintura para siempre, Berthe siguió pintando y logró vivir de sus cuadros. Cuando Édouard Manet falleció en 1883, Berthe Morisot se convirtió en el principal apoyo a la obra del artista y fue la organizadora de la primera gran exposición dedicada a su obra.

Pero los grandes amores no son solo aquellos que llegan a consumarse sino también los no correspondidos, los vividos (o sufridos) en silencio. El artista catalán Carles Casagemas, amigo íntimo de Picasso, vivió perdidamente enamorado de la modelo Laure Gargallo, más conocida como Germaine, a quien conoció durante su etapa en París. Ella nunca mostró ni el más mínimo interés por él y el pintor, que ahogaba sus penas en el alcohol, era incapaz de asumirlo y amenazaba constantemente con quitarse la vida.

Tras pasar las Navidades en Málaga junto a Picasso, que intentaba que su amigo olvidara a la joven, Casagemas volvió a París obsesionado con Germaine. La modelo le rechazó una vez más y él ya no pudo soportarlo. El desaparecido Café de l’Hippodrome, en la plaza Clichy, fue el lugar escogido por Casagemas para poner fin a su vida de una manera premeditada y un tanto teatral. 

En el transcurso de una cena junto a algunos de sus amigos, Casagemas se levantó de la mesa como si fuera a decir unas palabras. Sin embargo, para sorpresa de todos, sacó un revolver y disparó a Germaine, pero erró en su puntería. Acto seguido, creyendo haberla matado, se volvió el arma contra sí mismo y se disparó en la cabeza, pasando a la historia como otro de los artistas malditos.

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Un comentario

  1. Anacleto, agente secreto

    Pues la tal Laure «Germaine» Gargallo era de cara difícil

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