Hace una mañana radiante en Cap-martin. He dormido tranquilo en el cabanon y el Mediterráneo occitano es fresco y limpio como todas las mañanas de verano. Creo que nadaré un rato. En este mar sí que se puede nadar. Es azul y brilla al sol. Es tan distinto a la Laguna Veneta.
Es curioso, pero no recuerdo muy bien la primera vez que visité Venecia. He ido en tantas ocasiones que se me emborrona la memoria y ahora mismo no quiero repasar mis dibujos. Son demasiados papeles, es toda una vida pautada. Señales y jalones. Viajes, croquis y fechas. Es una obra completa.
En realidad, lo que no recuerdo muy bien es en qué año fue, porque sí recuerdo perfectamente la primera vez que me asomé a una ciudad única. Verdaderamente única. En su propia complejidad. En su propia realidad.
El amor
Tendría diecinueve, quizá veinte años y nunca antes había salido de Suiza… así que debió ser en 1907. Sí, a finales del verano de 1907, cuando aún me llamaban Charles. Recuerdo el trayecto en un viejo tren de vapor. Bueno, ahora nos parecería viejo si lo comparamos con los veloces coches que cruzan el país y con las modernas locomotoras diésel que cruzan Europa y con los poderosos jets a reacción que cruzan el mundo, pero en realidad, en aquella época, hace ya casi sesenta años, era un tren nuevo.
Habíamos dejado el Forte Marghera a la izquierda, con sus puntiagudas murallas renacentistas, y traqueteábamos entre el continente y la ciudad-isla. La Via Libertà se me hizo eterna pese a que apenas recorría un par de kilómetros. El Adriático a ambos lados del estrecho camino de hierro. Atrás, la vieja Italia. Al frente, Venecia. La ciudad sin suelo. La ciudad sin tiempo.
La Stazione di Santa Luzia abrazaba a los vagones en un corpulento edificio decimonónico que quería ser renacentista. Una imitación. Yo ya sabía que no pertenecía a su época, que era un intento de agarrarse al pasado. Que Venecia quería seguir fuera del mundo, como si realmente necesitase demostrarlo. Y no, no lo necesitaba.
Luego, el laberinto.
La ciudad intentaba parecerse a la que Canaletto había pintado dos siglos antes, pero no podía resistirse a su realidad, mucho más compleja y mucho más intensa. Mucho más real. No, no necesitaba parecerse a nada, ni siquiera a su propia historia. Venecia culebreaba como culebrea un río en mil meandros y mil recovecos. Se retorcía fuera de la tierra como los árboles en la orilla de un manglar. Sujeta con sus largas patas, sus raíces, a la vista, enroscándose dentro del mar.
Caminé tomando notas y esbozando croquis entre unas calles que no se llamaban calles, sino ríos: el Río de la Madoneta, el dei Tolentini, el de San Anzolo y el Río de la Vesta que giraba en una curva alrededor del Teatro de la Fenice. Una curva peculiar, una curva espontánea, sin ejes ni geometría dirigida. Una curva trazada por la mano alzada del tiempo y la Laguna Veneta. Recuerdo pasar varias horas dibujando esa curva. Me gustaba mucho.
Salvo en el Canal Grande, donde Venecia vestía de gala sus fachadas, tuve la sensación de que el resto de la ciudad se enredaba en esquinas y edificios tan próximos que podían darse la mano. Edificios que se ponían de puntillas y se remangaban las perneras del pantalón para asomarse al sol. Enseguida lo entendí: las casas amaban al Adriático, pero lo amaban a distancia. Lo amaban de lejos. Lo amaban en pinturas y en recuerdos. Exactamente igual que sus habitantes. Exactamente igual que los adinerados venecianos.
La enfermedad
Visité Venecia en muchas otras ocasiones pero volví una segunda primera vez. La primera vez que fui con Yvonne.
Fue en el 48 o el 49. En verano. Un verano de posguerra, pero un verano adriático como son los veranos adriáticos. Luminoso. Resplandeciente.
Pero de lejos.
«¿Dónde están los venecianos?», me preguntó Yvonne.Los venecianos no estaban en la calle. Los venecianos vivían en sus áticos al sol, como habían hecho desde siempre. Venecia estaba atiborrada de turistas. Sus curvas y sus meandros y sus recovecos se coagulaban de acentos e idiomas. De cien paseos y cien lanchas y cien góndolas. Y del olor.
Porque Venecia seguía en guerra. Una guerra entre el espectáculo y la realidad. Entre los remos, el vapor y el carbón contra el gasoil y la basura de la Laguna Veneta. Buscamos la esquina que Henry James dijo haber visto. La esquina limpia, perversamente limpia que le parecía holandesa y no veneciana. Pero no la encontramos. Ni siquiera en la Piazza San Marco, el único pulmón que se abría en el laberinto. La Piazza se vestía cada día como si fuese la mañana de su boda, pero ni las sombrillas ni los cafés ni las fotografías ni los sonrientes gondolieri podían ocultar la realidad. Porque ellos formaban parte de la realidad. Y la realidad eran los cafés y las sonrisas, pero también la humedad, los mosquitos y el olor del Adriático.
El mundo estaba en paz, pero Venecia seguía en guerra. En guerra contra sí misma, contra su propia realidad. En guerra contra una laguna a la que necesitaba amar pero que le enfermaba como una toxina. Y esa guerra, como todas las guerras, solo podía soportarse si no vivías en el frente, entre el fuego de artillería y los morteros. Esa guerra la soportaban los turistas que apenas pasaban tres, cinco, quince días en la ciudad. Por eso Yvonne no vio a ningún veneciano en las calles de Venecia.
Pero nosotros éramos visitantes y, entre spritz y espressi, Angiolo Mazzoni y Virgilio Vallot nos enseñaron el proyecto inicial de la nueva Stazione di Santa Luzia. «¡Pero si es la Ville Savoye!» rió Yvonne. Claro que era la Villa Savoye.
Nunca lo admitiría en público, pero los arquitectos italianos sabían que donde los pilotis adquirían su completa naturaleza era allí, en Venecia. Mucho más que en Poissy o en Marsella. Mucho más que en Harvard. Mucho más que en la cubierta del Patris II, donde aquel julio del 33, junto a mi buen amigo Josep Lluis Sert, redactamos la Carta de Atenas.
El mundo necesitaba higiene, necesitaba aire y luz y sol. Y las laderas francesas y los campos de Boston, en realidad, ya estaban repletos de aire y de luz. Pero Venecia no. Venecia era un laberinto de curvas y olor.
Venecia necesitaba higiene y necesitaba pilotis. Porque necesitaba separarse de su virus.
La cura
«Es fantástico. Es un laberinto», dijo Giovanni Favaretto Fisca cuando vio los primeros planos que le presentamos. Fue el año pasado y yo regresé a Venecia solo. Yvonne, mi querida Yvonne, mi bellísima Yvonne había muerto en 1957.
Hace ya tres años que el Ayuntamiento me encargó el proyecto del nuevo Hospital de Venecia. Se construirá en el barrio de San Giobbe, al noroeste de la ciudad, justo al lado de la Stazione di Santa Luzia que me vio llegar en un tren de vapor a principios de siglo. Justo al lado del nuevo edificio de Mazzoni y Vallot. El alcalde Favaretto Fisca, amigo personal de Peggy Guggenheim, parece por fin haberse dado cuenta de que Venecia no es una fotografía. Que no puede seguir anclada a una lucha continua contra una imagen de su pasado. Por eso, cuando hablé por primera vez con él, me dijo: «Quiero que el nuevo hospital sea un estandarte de la arquitectura más moderna posible». «Yo no voy a construir la arquitectura más moderna posible», le contesté. «Yo voy a construir la mejor arquitectura posible».
Porque lo construiré en Venecia. Y porque es un hospital.
Y sí, claro que es un laberinto. Pero un laberinto sin curvas. Guillermo Jullian no quiere curvas y yo tampoco. Ni las curvas de Lamain ouverte ni las curvas de Chandigarh ni las curvas de Ronchamp. Ni las curvas de la Fenice ni del Canal de la Vesta. Las curvas están en la naturaleza intrínseca de Venecia y nosotros no vamos a imitarla.
En el proyecto preliminar, Guillermo planteó una silueta ortogonal. Es perfecto. Es un laberinto racional. Un conglomerado de calles en ángulos rectos. Tan veneciano como distinto. Subyacente a la realidad de la ciudad, pero mucho mejor que la ciudad. La cura de Venecia extraída desde la propia Venecia.
Pero la cura no es solo el recorrido y la circulación. La cura es la luz. Por eso hacemos lo que los venecianos llevan haciendo desde siempre: remangarnos las perneras y mirar al cielo. Por eso nos separamos del mar, que es la esencia última de Venecia, pero que debemos tener lejos. Por eso nuestro regalo a los enfermos es el sol.
Primero, los pilotis; las raíces del manglar de hormigón, que nos apartan de la humedad y el olor. Después, el primer laberinto; los vestíbulos, los despachos administrativos y las cocinas. Más arriba, el segundo laberinto; el laberinto oscuro de los quirófanos, que necesitan luz eléctrica y focos dirigidos. En la tercera planta, los pasillos de acceso a las habitaciones. Y al final, en la cuarta planta, las habitaciones para los pacientes. Solo los pacientes.
Arriba del todo, el sol. Arriba del todo, la cura.
Las habitaciones no tendrán ventanas laterales porque los pacientes necesitan paz y Venecia es bullicio. Pero sí que tendrán sol. Un sol controlado a través de lucernarios que recogen la luz y la devuelven amable como un arroyo. Directamente sobre las camas de los pacientes.
Directamente sobre sus cuerpos. Sobre sus pieles y sus pulmones y sus almas. Sin pasillos y sin ruidos. Sin vapores, sin olores y sin gritos. «Solo la luz y el silencio», dice Guillermo.
Guillermo es muy bueno. Muy bueno. Lo necesito ahora tanto como lo necesité al principio del proyecto. Necesito que desarrolle los planos técnicos y que convenza definitivamente a los políticos venecianos para iniciar la construcción. Yo volveré a Venecia a finales de año, cuando todo esté en orden, porque ahora mismo los viajes me agotan. Los trayectos en tren son mucho más rápidos y más cómodos que hace seis décadas, pero yo ya no tengo ni diecinueve ni veinte años.
Ahora solo quiero disfrutar de esta mañana radiante. Porque aquí es donde descanso. Porque aquí es donde me curo. Los médicos me han dicho que tengo el corazón delicado y que, a mi edad, no debo someterlo a esfuerzos extraordinarios. Qué sabrán los médicos. Si me voy a curar será aquí, al sol del Mediterráneo. En este mar que es limpio y huele fresco. Sin basura y sin petróleos. Lleno de la luz del verano.
Sí, dejaré las gafas y la camisa en el cabanon y nadaré un rato. Como cada mañana.
El 27 de Agosto de 1965, unos bañistas encontraron el cuerpo de Charles-Édouard Jeanneret-Gris «Le Corbusier» flotando junto a la playa de Roquebrune-Cap-Martin. A las 11.00 horas, los médicos le declararon muerto, posiblemente de un ataque cardiaco. Su funeral, celebrado el 1 de septiembre en el Louvre de París, fue un acontecimiento cultural mundial, pero su cuerpo fue enterrado junto a su mujer, Yvonne Gallis, en la tumba que le había construido frente al Mediterráneo. Pese a los esfuerzos de Guillermo Jullian para construir el Hospital de Venecia, el nuevo equipo de gobierno de la ciudad decidió abandonar el proyecto en 1972. Aún hoy es una de las obras más estudiadas de Le Corbusier. Y el mejor ejemplo de cómo curar a una ciudad del amor que la enferma.
No sabía de este intento. Excelente divulgacionón y muy buena lectura. Poco sé de arquitectura moderna, pero por las fotos de sus creaciones veo que coinciden con mi primitivo instinto habitacional, de espacios amplios y tanta luz, parámetros difíciles de conseguir en mi país donde los predios son angostos, como lo es donde diseñó esa casa en La Plata. Tampoco sé cómo era la estación de Santa Lucía a principios del siglo veinte, pero la actual es un paralelepípedo chato y frio. Supongo que, si hubiera podido construir ese hospital, lo habría hecho respetando la inocente arrogancia antigua de esta ciudad maravillosa que no se ha salvado de recibir en su seno construcciones alienas. Hay algunos horribles edificios públicos con ventanas egoístas sin geranios, su flor distintiva, con áridas fachadas y de aristas y líneas filosas y rectas que contrastan con la curvatura natural de Venecia. El puente de Calatrava es espectacular, moderno, pero no lo entiendo dentro de ella. Además, crea una sensación de inseguridad caminar sobre sus lastras de vidrio, pero es una ciudad de la cual es difícil no enamorarse especialmente de sus ladrillos milenarios.
Ladrillos,
entre el amarillo desvaído
y el antiguo rojo ocre,
consumidos,
Venecia sobre el agua
semejante a sus cielos…
y en aquellos cielos flota
con el barrio de sus judíos
y sus libros impenetrables
de este Dios,
que ojalá se expresase
con la belleza
de sus puentes
y sus ventanas sin gente
a los canales,
¡Ventanas con arcos!
¡Arcos!
de gusto gótico-árabe.
Interesantísimo artículo.