Gustave Doré hubiese sido un gran director de fotografía. Veía las cosas desde el punto de vista de una cámara. (Ray Harryhausen, creador de efectos especiales cinematográficos)
[El trabajo de ilustración de Gustave Doré para una edición del Quijote] ha sido descrito como el acto de ilustrar una obra. Yo creo que ha sido el acto de reescribirla. En vez de tener una obra maestra, la humanidad tiene ahora dos. (Émile Zola)
En el siglo XIX, el Quijote era la obra literaria más vendida del mundo, solo por detrás de la Biblia. De estas dos obras existían muchas ediciones utilitarias lanzadas por empresarios oportunistas que buscaban redituar con rapidez la imperecedera demanda. Sin embargo, para los grandes editores, para los más ambiciosos, la Biblia y el Quijote eran las piedras de toque sobre las que cimentar su prestigio. El trabajo que los editores hiciesen con aquellos dos títulos podía determinar la percepción que el público tenía de ellos.
Traductores, impresores y cualesquiera profesionales involucrados en la edición de estas dos obras sentían también el vértigo de las tablas, la necesidad de superarse, de arrancar los aplausos del público y de, ante todo, asegurar trabajos futuros. Los libros bien presentados eran un adorno de lujo para la creciente burguesía y un santo grial para los bibliófilos; aunque eran caros, se vendían bien y en ellos había dinero para los buenos profesionales. Incluso los artesanos invisibles que diseñaban y confeccionaban las cubiertas de cuero entendían que la Biblia y el Quijote presentaban la ocasión de compendiar sus habilidades, de ofrecer un testamento de su experiencia. El esmero con el que se confeccionaban determinadas ediciones era más producto del orgullo profesional que de una feroz competencia; el mercado para estas dos obras era amplio y los compradores pudientes rara vez se conformaban con una sola edición, pudiendo coleccionar varias diferentes.
Un ilustrador, sin embargo, decidió convertir una edición del Quijote en una competición: él contra todos los que habían creado ilustraciones antes que él. Y contra todos los que pudiesen crear ilustraciones en el futuro: Gustave Doré. Había sido un niño prodigio, después un adolescente de talento polifacético y asombroso, y por fin un artista que era aún muy joven cuando consiguió hacerse un sitio perdurable en el ámbito profesional.
Pasada la treintena, ya laureado con la fama y nunca falto de dinero, recibió el encargo de ilustrar la novela de todas las novelas, el Quijote. Y quiso que aquella encomienda sirviese para mucho más que servir de acicate y superarse a sí mismo. Quiso superar a todos los demás. Lo había dicho a sus amistades. Lo había escrito en cartas. Y lo cumplió. Sus imágenes de Alonso Quijano y Sancho Panza arrasaron la memoria colectiva como un incendio arrasaría un bosque de árboles de papel cuyos follajes hubiesen sido las ilustraciones ajenas. Las ilustraciones de Doré para aquella edición del Quijote se convirtieron en un arquetipo visual como los propios personajes se habían convertido en un arquetipo literario doscientos cincuenta años atrás. Y así sucedió que, desde la década de 1860, un Cervantes que llevaba casi tres siglos muerto y enterrado se ganó un acompañante para la eternidad; un alsaciano a quien nunca pudo conocer. Un francés de bigote angulado y —por entonces— pobladas patillas que se había propuesto dibujar, o grabar si somos exactos, al Quijote de todos los Quijotes.
Y el Quijote que hoy tenemos en nuestra mente es el de Cervantes, y también es el de Doré.
El sentimiento de superioridad de Gustave Doré, ese olfato para la propia grandeur, esa intuición casi bélica que le permitió predecir su napoleónica victoria sobre los demás ilustradores cervantinos, procedía de un hombre muy consciente de haber creado un paradigma; ya antes de su inmortal Quijote, las estampas literarias de Doré se habían convertido en el estándar en Europa y los Estados Unidos. Había ganado mucho dinero con ellas; también vendió lienzos y esculturas con facilidad; en un mundo paralelo donde no hubiese gozado de su mayor fama con los grabados, podría haberse ganado un puesto en la historia con aquellas otras formas de arte. Doré, en cualquier caso, había sido señalado con la varita mágica del éxito. Su espina fue la de no convertir el éxito en el respeto de la crítica. Gustave Doré, el ilustrador más famoso del mundo, era amado por literatos, burgueses, lectores, diletantes y observadores de todas las clases sociales, pero también era ignorado por otros pintores cuando pintaba y paternalmente desdeñado por otros escultores cuando esculpía.
No ayudaba la ausencia de aureola romántica. Doré fue un solterón adinerado y poco imponente que, cuando no viajaba, convivía con su madre y desconocía los menesteres físicos. Un pequeñoburgués. El conjunto de su obra era, sin embargo, monumental. A veces de manera literal, como sucede con el lienzo gigantesco de Cristo bajando del pretorio, un cuadro que parece concebido con el propósito de que el observador se estremezca ante el entendimiento repentino de la insignificancia de sus propias dimensiones. Era difícil, si no imposible, conocer todo lo que Doré había producido en los diferentes ámbitos y géneros del arte visual; un universo tan variado como para no soportar un juicio general a la ligera.
Como muchos artistas de su tiempo, Doré tenía el corazón divido entre el barroquismo y el romanticismo; entre la forma y la idea; entre el cuerpo y el espíritu. Sus grabados, los más célebres y los que cimentaron su inmortalidad, no parecen apoyar esa dicotomía, pues son inconteniblemente románticos; están repletos de sueños, fantasmas, símbolos, mitología bíblica, ángeles y demonios. Son la encarnación de las visiones febriles de Cervantes, Dante, Poe o Balzac. Trabajos de encargo donde todas las historias literarias, sin importar la naturaleza colosal de sus autores, terminaban convertidas en escenas dentro del particular universo onírico de un único ilustrador. No solo el Quijote; los grabados para La divina comedia con sus monstruos, sus espectros y sus alucinantes círculos de ángeles bastaron para prender la mecha de muchos artistas posteriores; su influencia está por todas partes, hasta en el cómic: Jean Giraud, Moebius, creció contemplando aquellas láminas y las rehízo un siglo después, traduciéndolas a su propio lenguaje.
Son la pintura y la escultura de Doré, menos recordadas hoy, las que combinan de manera más evidente lo romántico y lo terrenal. En especial sus cuadros, que iban desde los grandes aparatos barrocos presididos por un Cristo inmaculado e inmaterial, hasta las visiones de pesadilla en las que Dante y Virgilio visitan juntos el infierno, pasando por los velazqueños dramas cotidianos de los feriantes. Y aún quedan sus paisajes escoceses con cielos oxigenados de azul y las tierras en las que el ocre, y a veces el sanguinolento rojo del musgo, doblegan al verde tan querido de otros pintores. Aún quedan sus retratos de un Londres chocante, nocturno y fantástico. Aún queda su París fantasmal y medievalizado, donde sus contemporáneos son transparentes, donde los vivos parecen vestir ropas decimonónicas por un error de la creación.
Es verdad que de entre toda la obra de Doré las ilustraciones literarias son las más famosas, pero para los españoles de hoy quizá sea todo lo relacionado con España lo que más asombro pueda producir. Doré vino a nuestro país varias veces, impulsado primero por su obsesión con el Quijote y después por una apasionada hispanofilia. Captó luces, formas y ambientes que permanecen en nuestros pueblos y ciudades incluso después de un siglo largo de insensatos urbanismos y modernizaciones lamentables. Sus soleadas estampas de una España exótica y vibrante, repleta de gitanas, pedigüeños, mercaderes, bailarines y toreros, van mucho más allá del tópico. Porque sus personajes son los estereotipos, los rebordes folclóricos de la sociedad española; aquellas cosas humanas que, por su disimilitud, constituían atracciones obvias para el artista extranjero. Pero está esa otra España, la paisajística, la monumental, que bajo la mirada de este francés se tornó en una colección de visiones legendarias.
Si para Doré Escocia era la calma bucólica, Londres un laberinto surrealista y París una niebla de vanidad, España era un Egipto europeo: lo inamovible y lo que, al menos en sus grabados, se antoja inmortal. Su disección del puerto y la catedral de Málaga, su serenata en Córdoba o su arrebatador esbozo de Lanjarón; edificios que no aparecen distorsionados como los de Londres, tampoco vaporizados como los de París, sino rotundos en toda su pétrea esencia. Doré contempló una España para él imperecedera y ni siquiera la propia Notre-Dame gozó de ese tratamiento tan cuidadoso nacido de la veneración de un extranjero hacia lo ancestral. Los rincones españoles que Doré retrató no tienen una representación mejor; ninguna fotografía ennoblece la torre de Comares como el puño de Doré la ennobleció en su día. Ningún Despeñaperros inspira tan aterrado pasmo como el Despeñaperros de Doré. Ninguna Segovia despierta fantasiosas ensoñaciones como la Segovia de Doré. Los edificios, los paisajes, los momentos del día, el propio sol: todo esto lo asimiló Doré con una inefable mezcla de precisión quirúrgica y vibrante entusiasmo que ya hubiesen querido para sí muchos otros retratistas de nuestros paisajes. Vio lo que nosotros mismos, habitantes que pululamos entre esos vestigios, no veíamos entonces y continuamos sin ver ahora, salvo en sus grabados.
En el conjunto del trabajo de Gustave Doré casi cada obra invita a la hipnosis. En ellas, siempre sucede algo. Hasta en las escenas de mayor quietud se percibe un drama, el de la tensión entre lo que existe y lo que Doré quiere que creamos que existe. Antes del uso del celuloide, Doré componía fotogramas e imprimía en ellos movimiento, situaba luces cortantes e implacables como focos eléctricos, obligaba a que la mirada del observador se dirigiese en primer lugar hacia un punto concreto desde el que entender todo el resto de la imagen. Su raro instinto para la épica fue, de hecho, imitado muchas veces por el séptimo arte, basta ver a su Moisés elevando las Tablas de la Ley, que fue el primer cartel de cine, hecho antes de que el cine existiese siquiera. A quien no conozca toda esa obra le esperan muchos, largos y placenteros ratos de descubrimiento tras descubrimiento. Gustave Doré es interminable; felicidades si empieza a recorrer ese largo camino ahora mismo.
Lástima que el Quijote no hubiera sido dibujado por Hugo Pratt, ¡que ése sí que dibujaba de cohones!
Si dijera que los grabados de Duré no son arrebatadores, mentiría cual bellaco. Pero para mí hay dos clases de libros. Los que ilustró William Blake, y los que no.
Para mí, la oferta es mucho más variada. Entre los ilustradores de libros que señalaría antes que Doré se encuentran John Tenniel («Alicia en el País de las Maravillas»), EH Shepard («Winnie the Pooh») o Maurice Sendal («Donde viven los Monstruos»). Y si tenemos en cuenta que los libros de comics también son libros, me decantaría por Ibáñez & Co., RAF & Co., el Vázquez de Anacleto (después se desorientó), Nené Estivill («Agamenón»), Victor Mora («El Jabato» en b/n), Jordi Bernet («El Torpedo» y, casi más, «El Kraken»), Juan Giménez (DEP, maestro), Moebius («El Incal»), Riad Sattouf («El Árabe del Futuro») y un larguísmo etcétera.
A mí, Doré, aún reconociendo su valía, me parece un punto relamido. Nada que ver con Vañó (los dos) en su gran creación de Roberto Alcázar y Pedrín o Manuel Gago y su excelso dibujo para el Guerrero del Antifaz. Me dirijo a ti porque parece que somos de la misma cuerda.
Sí, la cuerda de los idos de olla. Aunque me parece que tú vas de irónico, ¿eh, Mochales?
Desde niño siempre me impresionaron las ilustraciones de Dorè para la Divina Comedia y para El Quijote, increíble
Sólos ¡no somos nada!. Sin la gráfica previa -ilustraciones, pinturas, esculturas – un artista tan maravilloso como Doré no habría existido. Si hombres como Doré no tendríamos la formidable gráfica actual.
Yo sí estoy totalmente de acuerdo con la preeminencia de Doré. Mi primer acercamiento a él fue precisamente con el Quijote. Para mí, la ilustración de ese libro que más me gusta es la de un caballero montando un dragón rodeado de nubes. Completamente fuera de contexto los quieren equiparar la maestría de este genio con los ilustradores de comics. Hay algunos mangakas que hacen trabajos extraordinarios, pero hay que tener en cuenta que el talento de Doré se manifestó en una época sin la tecnología que se dispone hoy en día. Felicidades por la redacción impecable y por lo delicioso del contenido.
Alguien tenía que decirlo.
Durero, Grosz y Alfons Mucha.
¡Gracias!
Me ha encantado,muchas gracias.
En estos tiempos leer Jot Down, es como escuchar una canción en la tormenta. Salud y saludos.
Para mi es como escuchar Mi carro de Manolo Escobar en un tifón desos de Filipinas!
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