En Italia nada es insípido. No he visto a nadie caminar por la calle con cara de bobo. Noto que estoy en Italia cuando cada mañana, al levantarme y salir a la calle, me encuentro rodeado de personas con la mirada centelleante. (Josep Pla, Cartas de Italia)
Me quedo un rato contemplando una foto en la pantalla de mi ordenador. Es muy probable que usted también la haya visto. Hasta es posible, tal fue su éxito viral, que la tenga almacenada en el carrete de su smartphone, perdida entre fotomontajes de dudoso gusto de Julio y Pablo Iglesias, curioso collage kitsch el de esta España mía, esta España nuestra. La foto en realidad no es una sino dos, dos fotos tomadas a principios de junio de 2014, poco antes de comenzar el mundial de fútbol en Brasil. Juntas parecen uno de esos pasatiempos de «Encuentra las siete diferencias». A un lado, la selección inglesa posando en la escalerilla del avión justo antes de partir a Brasil, perfectamente alineada en un plano de una simetría tal que parece filmado por Wes Anderson. Todos los integrantes de la expedición llevan sus sobrios trajes de lana fría gris de Marks & Spencer perfectamente abotonados, cada uno en posición de firmes, con el pecho enhiesto y el rostro hierático. Todos los cortes de pelo lucen discretos, sobrios y recientes. Al otro lado, en un claro contraste, se puede observar a la selección italiana, también posando en la escalerilla de su avión, en una formación totalmente anárquica, con pelos largos, barbas espesas, gafas de sol, corbatas aflojadas, atrevidos trajes Dolce & Gabbana de tres piezas y mostrando cierta actitud relajada, como de estudiantes de Erasmus desembarcando de vacaciones en Mykonos.
Lo que a primera vista puede parecer un simple chascarrillo, una extraña coincidencia, un juego de espejos con los tópicos y clichés culturales de cada país, muestra una verdad mucho más profunda. Y es que, tal y como ocurría con Gatsby cuando compraba su mansión justo enfrente de Daisy, al final estas coincidencias nunca son tales. Hay mar de fondo: la sprezzatura.
La sprezzatura es un concepto algo escurridizo y etéreo. Grosso modo, se podría definir como el estilo aparentemente informal a la par que elegante con el que visten muchos italianos. El ya icónico Jep Gambardella de la reciente La grande bellezza es un buen embajador de la sprezzatura. Combina trazas de dandismo, seguridad y descaro. La clave reside en vestir con un estudiado descuido. Nada se deja al azar. Aunque invite a pensarlo.
Si bien es cierto que lo primero de todo es la actitud, hay ciertos elementos recurrentes a la hora de vestir según los cánones de la sprezzatura que pueden ayudar a identificar un estilo propio. Hugo de Jaconet, editor de Parisian Gentleman, y Bruce G. Boyer, colaborador en la revista británica The Rake, han escrito varios artículos y extensos tratados sobre cómo alcanzar la sprezzatura en los que citan como puntos cruciales los siguientes cuatro:
(1) Una preferencia por unas prendas algo arrugadas en vez de prendas nuevas y lisas (sobre el tema, cabe mencionar el comentario de Nancy Mitford a propósito de la decoración de interiores: «las hermosas habitaciones son las que tienen un aspecto deslucido»).
(2) Un toque de excentricidad sentimental.
(3) Una preferencia marcada por las prendas que, por lo menos, parecen cómodas.
(4) La idea de armonía/contrapunto, basada en un sentido absoluto de la confianza en uno mismo.
¿Pero de dónde sale esta particular forma de vestir tan italiana? ¿Cuál es su origen? ¿Qué diablos es eso de la excentricidad sentimental?
Sumido en un mar de dudas, descuelgo el teléfono y contacto con Marta Blanco Carpintero, consultora para grandes firmas de moda, comisaria de exposiciones en el Museo del Traje y enciclopedia andante de la historia del arte del vestir, que me explica con gran profundidad y erudición el origen y auge del particular estilo italiano.
A principios del siglo XX, Inglaterra es el país que manda en el mundo de la moda. Sin embargo, a partir del crack del 29, Estados Unidos se erige como otro player fundamental en el sector, buscando alejarse de la rigidez y ortodoxia del estilo británico, y empezando a apostar por ropa más cómoda, casual y desenfadada. Se populariza el uso de camisas button-down y los pantalones vaqueros. Y es justo a principios de los sesenta cuando Italia vislumbra que puede aspirar a hacerse con un trozo del pastel entre estos dos gigantes del mundo textil. En un movimiento genial de marketing, Italia tiene la brillante ocurrencia de promover su ya famoso concepto de «Made in Italy», asociando la imagen de su país a puro ocio y estilo de vida. Y así es como se empieza a identificar la moda y el estilo italianos con sol, comida, terrazas, deportivos descapotables y paseos en Lambretta. Italia vende diversión. A espuertas. Y se la quitan de las manos.
Esta imagen, además, se ve reforzada por un par de hechos que juegan un papel fundamental: a) la oleada de inmigrantes italianos en Estados Unidos; b) el importante lobby italiano en Hollywood.
Los inmigrantes italianos exiliados en Estados Unidos miran a Italia con cierta nostalgia y la consideran una suerte de Arcadia perdida, un paraíso de sol, elegancia y buena comida que se dejó atrás, creando una mitología en torno al país y sus valores que se instaura a lo largo de Estados Unidos. El lobby italiano en Hollywood, por su parte, consigue mediante los sucesivos estrenos de Vacaciones en Roma, La dolce vita u 81⁄2 terminar de atornillar esta idílica imagen de Italia en el imaginario colectivo.
Así pues, Italia ve que ya tiene un terreno fértil en el que poder cultivar sus proyectos relacionados con la moda. Sabe que ha dado con un nicho de mercado a medio camino entre la sobriedad y rigidez inglesa y la comodidad carente de estilo y grazia de Estados Unidos. De este modo la jugada perfecta va a ser aunar la potente sastrería italiana con esa imagen desenfadada y de ocio que se trata de exportar de puertas para afuera. Conviene recalcar que en Italia siempre ha existido una gran tradición de sastrería que hunde sus raíces en la sastrería británica más ortodoxa y elegante. Así, de hecho, lo refleja el gran periodista Gay Talese, paradigma de la más alta elegancia, en su libro autobiográfico Vida de un escritor, al referirse a su padre, un tradicional sastre italiano:
Mi padre hacía cada traje puntada a puntada, sin usar máquina de coser, porque quería sentir la aguja en sus dedos mientras penetraba en una pieza de seda o lana y se movía a la velocidad de un gusano a lo largo de una costura de un hombro o una manga. Si algo se desviaba de su definición de lo perfecto, lo desbarataba enseguida y volvía a hacerlo. Tenía la esperanza de que las prendas que creaba produjeran la ilusión de no tener costuras, de alcanzar una expresión artística con la aguja y el hilo.
Poco a poco estos sastres italianos van introduciendo modificaciones en sus patrones más clásicos, aportando toques personales, innovaciones, arriesgando un poco más y saliéndose de las pautas establecidas aunque sin dejar por ello de lado cierto rigor. En definitiva, es una relajación del estilo británico.
Otro aspecto crucial para entender el particular estilo italiano a la hora de vestir es el culto al zapato. Mientras devoro unos fettuccine con cangrejos de río en La Tavernetta, mi restaurante italiano favorito de Madrid, la periodista italiana Eleonora Giovio me recalca este hecho, diciéndome que una de las mayores diferencias que encuentra entre los hombres a la hora de vestir en Italia y España, donde vive desde hace varios años, es lo tocante a los zapatos. En Italia dan más importancia a este aspecto. Son más presumidos y cuidadosos que los españoles a la hora de elegir lo que se ponen en los pies. De nuevo, como sucede con la casa Tod ́s y su creación más famosa, il gommino, ese zapato pensado para ir descalzo y con goma en las suelas para no resbalar, todo está orientado para conseguir esa fusión entre elegancia y comodidad. Como siempre, el ocio es la meta final. De hecho, si uno se mete hoy en la web de Tod ́s puede subir a la página oficial una foto propia llevando unos gommini pero exclusivamente en un ambiente de ocio, en la calle, en una terraza, en un jardín o tomando una copa. También es en Italia donde los zapatos más clásicos y elegantes, de corte británico, se comienzan a llevar sin calcetines o combinándolos dentro de looks más arriesgados.
Precisamente este culto al zapato en Italia es lo que hizo que el oscarizado Daniel Day-Lewis pasara una temporada, once meses en 1999, como aprendiz en el taller del prestigioso zapatero florentino Stefano Bemer, fallecido en 2008 a la temprana edad de cuarenta y ocho años. Ambos de carácter discreto, nunca quisieron dar mucho bombo a esta historia. Los herederos de Bemer siguen guardando cierto secretismo. Tras hablar con ellos, solo contaron que efectivamente Daniel Day-Lewis había estado como un aprendiz (cada año escogen a cuatro candidatos de todas las partes del mundo, ansiosos por aprender los secretos de este diminuto taller, quedándose solo con uno al final) porque era un enamorado del estilo italiano y de los zapatos que fabricaba artesanalmente Stefano Bemer, inspirados en la casa John Lobb, aunque con un toque ligeramente más informal y casual.
La moda y estilo italianos no entienden de clases sociales ni de cuestiones económicas. La elegancia no está reservada en exclusiva a las clases más pudientes, como sí pudiera ocurrir en otros lugares. «La clase se tiene, no se compra». Charles Dickens relata en su libro Estampas de Italia (1846) una divertida anécdota en la que un funcionario de un cementerio de Bolonia le pide limosna y el escritor inglés, al verle vestido de una forma tan elegante, se bloquea por completo y aturdido por la situación no sabe cómo reaccionar ante tal petición:
Repasé incrédulo su atuendo (sombrero de tres picas, guantes de gamuza y uniforme de buena hechura con botones resplandecientes) y rechacé muy serio la propuesta con un cabeceo. Pues, por el esplendor de apariencia, era como mínimo igual al caballero ujier de la Vara Negra, y me parecía monstruosa la sola idea de que se llevara tan solo seis peniques.
La clave del estilo italiano, sostiene Marta Blanco, está en ir siempre un paso más allá: un color chillón, un pañuelo de lunares, un botón de la camisa desabrochado de más, estar siempre un poco más morenos, más atléticos, llevar el pelo un par de dedos más largo, ir sin calcetines durante más tiempo. En definitiva, ser permisivos con los excesos y mostrar cierta seguridad y personalidad.
Ya en los años ochenta, Giorgio Armani termina por consagrar la moda italiana a nivel mundial. Vuelve a recurrir con mucha inteligencia a esa simbiosis moda-cine que tanto éxito tuvo en su momento. Se encarga de los vestuarios de exitosas películas como American Gigolo (inolvidable aquella escena en la que un encocado Richard Gere con el torso desnudo va eligiendo camisas, corbatas y trajes de Armani de un descomunal armario) o Los intocables de Elliot Ness (mafiosos, sí, pero con un gusto impecable a la hora de llevar trajes y abrigos). De pronto, todo el mundo quiere parecer italiano vistiendo. Porque ellos saben cómo pasárselo bien y, a la vez, ser elegantes.
En la última década, la moda italiana ha sufrido cierto proceso de estancamiento. Pese a ello, si hay algo en lo que todo el mundo coincide es en que Italia transforma a las personas en cuanto a su forma de percibir la moda. Hidetoshi Nakata, considerado el Beckham nipón, ha sido el futbolista japonés más famoso de los últimos años. Más allá de por haber desarrollado una fructífera carrera futbolística allende los mares de Japón, es todo un icono por su desarrollado sentido de la moda y por su rompedor estilo, imitado hasta la saciedad. Fue de los primeros futbolistas que no tuvo problemas en posar para gerifaltes de la moda como Calvin Klein.
Pude comprobar de primera mano las pasiones que levantaba cuando en un viaje a Roma en el 99 intenté comprar una camiseta suya en una tienda oficial de su equipo por aquel entonces, la Roma. Era la última que quedaba de mi talla con su nombre a la espalda y una adolescente me la arrancó literalmente de las manos con los ojos inyectados en sangre y echando espuma por la boca (o al menos yo lo recuerdo así). Recientemente, Nakata confesaba que tras retirarse a una edad temprana, veintinueve años, va a dedicarse profesionalmente a diseñar ropa, lo que ha supuesto una revolución en Oriente, y que todo lo que sabe de moda lo había aprendido en sus años de Italia.
Lo grandioso de la moda de Italia, sprezzatura, futbolistas, gigolós, dandis, actores y donjuanes mediante, es su capacidad evocadora, su facilidad para hacerte viajar, te encuentres donde te encuentres, hasta un café en Campo dei Fiori, un aperitivo en Stromboli, una mañana en una terraza de Piazza Navona bañada en negroni (esa granada color escarlata) o una trattoria destartalada en Nápoles.
El resto no es más que ropa.
Todos ellos a la sombra de Allegri, Vivaldi y da Vinci.
Nápoles ha sido y es la Némesis del estilo inglés.