Me encantan los libros. Vivo de los libros. Con los libros. Entre libros. Entre montañas de libros. Libros nuevos y libros viejos. Entre escritores. Con escritores. Vivos y muertos. Me vuelven loco los libros, aunque a veces me desharía de todos.
Félix Romeo (1968-2011)
Bueno, Félix, aquí está: la calle Donceles de la que tanto te hablaron y tanto anhelaste. El corazón del corazón de México, una de sus calles más antiguas. Tanto que ya se llamaba Donceles en 1524, apenas tres años después de la conquista. Dicen que porque en una antigua placita, donde hoy se levanta la Asamblea Legislativa de la capital, hubo un mercado de esclavos jóvenes, pero no está muy claro. Mira cómo va rumbo al oriente, ondulada —¡el lago bajo sus piedras, qué quieres!—, hasta llegar al Templo Mayor, las ruinas de la vieja Tenochtitlán. Eso te interesa menos, ya sé, que lo que tienen para ofrecerte estos novecientos metros de calle: librerías, librerías de viejo. Tú también las llamas así, ¿verdad? Por ahí les dicen también librerías de ocasión, anticuarias, de segunda mano, de uso, de lance.
«Cuando voy a un país cuya lengua no conozco sufro mucho, pero no dejo de ir a las librerías», escribiste, así que bienvenido al paraíso. Al «puto paraíso», me pide repetir con precisión Sergio Campos, otro perseguidor de rarezas bibliográficas. De las sesenta y dos librerías de viejo que hay registradas en la Ciudad de México, quince están solo en Donceles. Ya cerraron La Casona de Aura, Marconi y Adiós a los Libros. Corren malos tiempos para el papel, cada vez peores, y los números son feos. Sebastián Rivera Mir consigna que solamente el dos por ciento de los libros que se compran en México sale de una librería de viejo, y que el cincuenta y siete por ciento de los mexicanos no ha entrado en una de ellas. Pero este no es un paseo para los que no entran, sino para los que sí. Tampoco es para complacer a los que odian o a los que ignoran, y menos tratándose de ti, que siempre diste las batallas de la libertad y del amor.
Ven, entremos en El Callejón de los Milagros; salivarás con la escalera y el altillo, con sus pilas de libros custodiándolos. ¿Cabes bajo ese techo? Si no, crucemos a El Tomo Suelto, donde podrás vagar a gusto. Te veo perdiéndote en cualquiera de los seis cuartos que forman sus recovecos, subiéndote en las escaleras hasta el techo, persiguiendo algún libro de Ramón J. Sender o Max Aub. «Los libros viejos producen una extraña fiebre», escribiste, «que hace que te pongas a buscarlos por todas partes, compulsivamente». Y no importa si los tienes repetidos. Tú mismo recordabas a Juan Ramón: «Un libro en ediciones distintas dice cosas distintas».
Creo que así les pasa a los bibliómanos. ¿No te reconoces en esta cita de José Juan Tablada?: «Era un bibliófilo y lo demostraban sus miradas ansiosas que revisaban pacientemente los anaqueles, el ademán acariciador y sensual con que ansiaba el libro que le parecía de mérito y la manera rítmica y parsimoniosa con que volteaba las hojas para ver al trasluz el exacto registro de las páginas». No sabías describir el olor de las librerías de viejo, pero sí tenías claro que, al tocar los libros, te ibas transformando («algo bastante parecido a lo que le había sucedido a Peter Parker cuando le picó una araña»).
¿A qué huele una librería de viejo? Yo diría que a bosque en otoño. De hojas secas y dulces, unas; de suelo mojado tras la lluvia, otras. La librería Regia es de las primeras. Presume de ser la mayor librería de México, con más de un millón de libros disponible, pero esto tampoco es seguro. Ninguno de los libreros que interrogues hoy sabrá a cabalidad cuántos libros tiene, en su local o en las bodegas. ¿Así, como esos montones, estaban los libros en tu casa? Tú mismo lo confesaste: «Vivimos en un almacén de libros, más que en una casa. Tenemos que caminar con cuidado para que las torretas de libros, que crecen en equilibrio inestable desde el suelo hasta el techo, no se desplomen». Ricardo Cayuela lo corrobora: dice que sí, que los libros proliferaban por los suelos, las mesas, los sillones, que invadían todos los espacios en un caos aparente, pues siempre sabías dónde estaba un libro. Así estos libreros de viejo. Anda, pregúntales por un título.
Te cuento que desde que se imprimió el primer libro de América, en 1539 —en la imprenta de Juan Pablos, Breve y más compendiosa doctrina Christiana en lengua Mexicana y Castellana, de Juan de Zumárraga—, las librerías se fueron abriendo, lógicamente, en el Centro Histórico. Aquí, además, es donde estuvieron las escuelas universitarias hasta 1950 —cuando se construyó Ciudad Universitaria, sobre la piedra volcánica del sur de la ciudad—, así que estaban cerca de sus clientes naturales, profesores, estudiantes, letrados. La historia de todas estas librerías que ves ahora, sin embargo, no es tan antigua: va unida a Donceles desde los años sesenta y, te sorprenderá saberlo, pertenece a una sola estirpe, los López Casillas.
El relato de esta saga familiar lo encontrarás en Libreros. Crónica de la compraventa de libros en la Ciudad de México, pero te hago un resumen rápido. Ubaldo López Barrientos, comerciante nacido en un barrio humilde del centro, se inició en la venta de libros en los años cuarenta, a instancias de su cuñado Nicolás Casillas. Gracias a su memoria prodigiosa y a su buen ojo, se volvió un librero afamado entre los especialistas. A la expansión de sus negocios contribuyó sin duda la extensión de su progenie: Ubaldo y Berta tuvieron once hijos —dos hijas más no superarían el año de vida—, que también se hicieron libreros. Más de setenta librerías llegaron a tener. Hoy, entre todas las ramas familiares, separadas en distintas firmas, conservan la mitad, pero la tercera generación ha recogido el relevo con nuevos bríos. Luego te presento a una nieta de Ubaldo, Selva Hernández, que regenta desde 2016 La Increíble Librería, en la avenida Álvaro Obregón de la colonia Roma. En ella quizá encuentres algunos de los títulos de los que nos deshicimos al mudarnos de casa. Cada libro ha de encontrar su lector.
Iremos después a la Condesa, a que conozcas a Agustín Jiménez y su librería, La Torre de Lulio (en honor a Ramón Llull). Su historia me recuerda un poco a ti (por esto que escribiste: «Al cumplir catorce años, empecé a leer novelas compulsivamente, a buscar novelas en las librerías de viejo de Zaragoza, casi furtivamente, y enseguida quise ser Jack Kerouac y Scott Fitzgerald y Hemingway y John Fante y Bukowski») y así empezó a contármela un día: «Mi caso es de vagancia. Antes que librero, soy lector». En su casa, familia de panaderos, no había biblioteca. El primer libro que compró fue de adolescente, Viajes por la América ignota, de Jorge Ibargüengoitia, con la paga que le dieron por ayudar a un tío. Y desde entonces, empezó a leer, voraz, todo lo que caía en sus manos. La lectura le llevó a la escritura y, a pesar de no haber terminado nunca la secundaria, colaboró en revistas y periódicos durante largo tiempo. Hasta que un día de hace veintitrés años dejó el periodismo cultural para abrir su librería.
Agustín tiene frases lapidarias que te gustarían, como «Las librerías de viejo son el último reducto de la cultura» (porque en este tipo de librerías es donde se inicia el lector, de joven, explica, cuando compra ediciones baratas, y porque aquí acaba volviendo, ya refinado y mayor, cuando busca ediciones especiales) o «Un lector nunca sale de una librería sin comprar un libro. Es algo básico. Lo necesita».
La Torre de Lulio la visitan renombrados bibliófilos de todo el mundo y alguna que otra celebridad. De España, por ejemplo, Chus Visor, Luis García Montero, Joaquín Sabina. Los precios que se llegan a pagar por las primeras ediciones a veces son de vértigo. El mercado del libro viejo es como el de las joyas o las obras de arte. «Cada libro es único», dice Agustín, y estarías de acuerdo. «La primera edición de Rayuela vale treinta y cinco mil pesos [casi mil seiscientos euros] en el mercado. Los que sabemos tratamos de darlo a buen precio».
Los libros más caros que vende —«no cada mes, pero de manera normal»— rondan los diez mil dólares. A pesar de los agoreros del fin del papel, a Agustín no le va mal. Si uno vende libros para reciclar en México, por kilo le darán un peso con veinte centavos (cinco céntimos de euro), así que, por muy barato que venda un librero de viejo, sacará ganancia.
Te releo: «A menudo pienso que debería abrir una librería de viejo, y dejar de una vez por todas de escribir. Me parece un trabajo perfecto para mí», y pienso que habrías sido el mejor librero de esta ciudad. Dijiste que soñabas muchas veces que te mataban en un asalto a mano armada en México. Una pesadilla recurrente que no se hizo realidad. Nunca pusiste un pie aquí y el único ladrón acabó siendo un infarto. Maldigo a ese delincuente por siempre, aunque por siempre vivas en las páginas que te nombran.