Cine y TV

El secreto de Chihiro

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Sen to Chihiro no kamikakushi (El viaje de Chihiro), 2001. Imagen: Studio Ghibli.

El secreto para cruzar un puente

Chihiro Ogino tiene diez años y conoce el secreto para que un ser humano pueda atravesar un puente repleto de espíritus sin ser descubierto: contener la respiración. Lo sabe porque ella misma lo ha hecho, pero las razones por las que dicha muchacha acabó cruzando viaductos transitados por dioses legendarios tienen poco de misterio y mucho de niñas divirtiéndose durante el estío en una casa entre las montañas. En cambio, el propio viaje de Chihiro, y las desventuras que durante este acontecieron, atesoran un secreto fabuloso.

Tras encabezar las exitosas batallas de La princesa Mononoke, Hayao Miyazaki, ilustrador, director de cine, cofundador del Studio Ghibli y una de las grandes deidades del mundo de la animación, anunció que abandonaba la industria para relajarse disfrutando del mundo terrenal alejado de los pinceles y las labores de dirección. Pero el retiro resultó ser bastante efímero precisamente por culpa de quienes lo acompañaban durante sus vacaciones. Porque Miyazaki acostumbraba a veranear en familia en una vivienda propia, asentada entre naturaleza y colinas, acompañado de un grupo de cinco niñas, hijas de sus conocidos más cercanos. El viaje de Chihiro comenzó a gestarse cuando el realizador observó a sus pequeñas amigas de diez años y llegó a la conclusión de que no existía entre su filmografía una película que hablase directamente con aquellas chicas: Mi vecino Totoro apuntaba a los niños más pequeños, Nicky, la aprendiz de bruja estaba protagonizada por una adolescente y El castillo en el cielo por un jovenzuelo. Todas eran disfrutables para el público de cualquier edad, pero ninguna apuntaba directamente al tipo de niña que conocía el autor.

Con curiosidad por descubrir qué clase de mundos de ficción habitaban las chiquillas, Miyazaki se sumergió en los tebeos que sus amigas devoraban y apilaban en la casa de verano. Se trataba de mangas shōjo como Ribon o Nakayoshi, tomos de aspecto coqueto con el tamaño de una guía de teléfonos que estaban enfocados sin pudor hacía las rapazas preadolescentes. Al asomarse a aquellas viñetas, el hombre descubrió algo que le horrorizó: las páginas estaban repletas de romances tontorrones, y los personajes femeninos que las protagonizaban tenían siempre como único anhelo vital el acurrucarse entre los brazos de algún chico idealizado. A Miyazaki le entristeció terriblemente descubrir que su país solo era capaz de entretener con pastiches melindrosos a las niñas que acumulaban diez primaveras. Porque las chicas de dicha edad que él conocía no eran así y, sobre todo, no parecían tener ningún interés en serlo. Para subsanarlo, el director decidió coser un cuento propio, uno que estaría protagonizado por una heroína de diez años.

A la hora de ubicar la historia, Miyazaki optó por construirla utilizando como escenario uno de los lugares que se le antojaban más misteriosos: una casa de baños sentō, un tipo de edificio japonés que acoge bañeras públicas de carácter comunal, instalaciones que tradicionalmente permitían a sus clientes ponerse a remojo antes de que la fontanería de los hogares y los spas modernos ofreciesen mejores alternativas. La infancia del director había dibujado en su memoria aquellos inmuebles como lugares fantásticos repletos de cuadros extraños y pequeñas puertas que conducían a mundos desconocidos. Pero la casa sentō que visitaría Chihiro tendría una particularidad extraordinaria: su clientela estaría formada por dioses. 

El secreto de los dioses

Cuando empezó a abocetar aquel mundo, Miyazaki descubrió que le resultaba muy divertida la idea de contemplar a los dioses tomándose un descanso, alejándose de sus problemas durante unos días para relajarse disfrutando de los baños, y posteriormente retomando la rutina divina, farfullando que estaban mucho mejor de vacaciones. Inspirado por sus frecuentes visitas al Museo de Arquitectura Edo-Tokio, un lugar que le resultaba especialmente cautivador cuando se encontraba casi desierto antes de la hora del cierre, el autor ubicó aquella casa de baños sentō en medio de un parque de atracciones, en apariencia deshabitado. Un entorno que combinaba los estilismos orientales con la occidentalización arquitectónica de la era Meiji, y sobre el que permitió que el itinerario de Chihiro se escribiera por sí mismo. Porque, al igual que ocurría con el resto de las películas de Ghibli comandadas por el realizador, el filme comenzó a producirse cuando ni siquiera existía un guion completo, puesto que Miyazaki prefería que la propia trama decidiese por sí sola, de manera orgánica, el camino que quería tomar.

El viaje de Chihiro comenzó con un desvío inesperado, durante una travesía en coche que condujo a la muchacha protagonista y a sus padres hasta lo que se antojaba un parque de atracciones abandonado situado al otro lado de un túnel. Y las cosas se complicaron cuando los progenitores decidieron sentarse en la mesa de uno de los puestos de comida del lugar, para saciarse con los manjares que reposaban sobre las mesas, sin solicitar permiso previo. Aquel atrevimiento acabaría convirtiendo a ambos personajes en gigantescos cerdos y obligaría a Chihiro a adentrarse y a trabajar, entre dioses y otros espíritus, en la casa de baños del lugar mientras buscaba una cura para la maldición que sufrían sus padres. 

Ocurría que los dioses que Miyazaki tenía en mente para poblar su mundo procedían del imaginario folclórico tradicional, pero en el que no siempre estaban representados bajo formas concretas. Se trataba de espíritus kami, venerados por el sintoísmo, que habitaban los ríos, los árboles, las rocas o la naturaleza de manera más simbólica que física. Criaturas extraordinarias adoradas por generaciones pasadas que, cuando hubieron de ser dibujadas, lo hicieron tomando prestadas las siluetas de las fuentes más diversas: desde la cara de un anciano que se estampaba sobre las máscaras durante un ritual sintoísta del Gran Santuario Kasuga, hasta la imagen del dios Daikoku, que fue hallada en manuscritos y pinturas del siglo xix, pasando por las carnes de un bebé de fuerza hercúlea que bebía de los cuentos japoneses clásicos sobre un niño cachas llamado Kintarō, o los contornos de un inmenso rábano humanoide con pinta de luchador de sumo y un bol de sake por sombrero.

Otros seres que se paseaban por la pantalla eran completamente originales, pero no desentonaban entre el bestiario fantástico retratado: Sin Cara se presentó como un misterioso espíritu enmascarado que resultaba al mismo tiempo enternecedor y aterrador, una entidad que parecía formar parte de la mitología del país, pero que en realidad había sido concebida por la propia imaginación del creador inspirándose en los gusanos de seda. Y ciertos personajes incluso habían sido moldeados alojando guiños juguetones en su interior: los duendecillos del hollín, una tropa de entrañables motas de polvo con ojos que trabajaban a destajo y devoraban chucherías, viajaron desde su primera aparición en la película Mi vecino Totoro hasta acabar formando parte del reparto del mundo de Chihiro. Y el candil saltarín que en cierto momento guiaba a la niña hacia el hogar de una bruja —un candelabro amarrado a un palo que se desplazaba a brincos sobre una mano— era una reverencia nada encubierta a Luxo Jr., la mascota de Pixar con forma de lámpara que aparece en la cabecera de todas las películas de la compañía estadounidense chafando la letra i del logo oficial para colocarse en su lugar.

Las desventuras de los dioses que rondaban la casa sentō también brotaban de retazos de nuestro mundo. En una de las escenas más recordadas de la aventura de Chihiro, una criatura viscosa y apestosa se presentaba en el lugar exigiendo un baño. Y tras la intervención de la niña, que lograba extirpar una montaña de basura de las entrañas de aquel gelatinoso cliente, se descubría que dicho espíritu, en realidad, era la encarnación de un río contaminado por la dejadez del hombre. Toda aquella secuencia nacía a partir de un hecho real que había marcado a Miyazaki: la limpieza de los desperdicios que colapsaron un río en su pueblo de residencia. Un acontecimiento donde el director había participado como voluntario vaciando el fondo del afluente de enseres diversos y trastos abandonados, basura entre la que se encontraba una bicicleta similar a la que extraía Chihiro de las tripas del dios. Aquella veneración a la mentalidad ecologista era una constante en la filmografía del creador, porque a lo largo de toda su vida sus historias siempre habían pregonado la necesidad de respetar la naturaleza y el mundo espiritual ante la amenaza de una sociedad humana acostumbrada a destruirlo todo a su paso.

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Sen to Chihiro no kamikakushi (El viaje de Chihiro), 2001. Imagen: Studio Ghibli.

El secreto del éxito

Tras su estreno en salas, El viaje de Chihiro se convirtió en un fenómeno imparable y el público hizo cola para entrar en aquella casa de baños. En Japón se encumbró como la película más taquillera de la historia del país, desbancando a fenómenos como Titanic de James Cameron, y en tierras norteamericanas arrastró hasta las salas a miles de personas que jamás se habían sentado ante un anime. La crítica también se rindió ante aquella historia que había comenzado a forjarse sin un guion preestablecido. La cinta del Studio Ghibli se convirtió en el primer y único filme extranjero que ganó un Óscar a la mejor película animada, un galardón que el propio Miyazaki se negó a recoger personalmente al no considerar adecuado «visitar el país que estaba bombardeando Irak». Y cuando la BBC reunió a más de ciento setenta críticos cinematográficos para elaborar una lista con las cien mejores películas del siglo XXI, El viaje de Chihiro se encaramó con facilidad hasta el cuarto puesto.

El éxito del largometraje llegó acompañado de oleadas de fanes de todo tipo, desde los admiradores de la animación japonesa y los hooligans clásicos de Ghibli, hasta aquellos que descubrían de repente que el anime era algo más que gente pilotando nubes y disparando bolas de energía o miles de tentáculos monstruosos explorando con curiosidad los recovecos de sus víctimas. Y, de repente, los espectadores comenzaron a salir de los cines enarbolando nuevas lecturas sobre la travesía de Chihiro, porque la lógica del público dictaminaba que un mundo tan rico, complejo y detallado como el que proponía la cinta tenía que ser culpable de acumular secretos escondidos entre líneas. Para el espectador acomodado era difícil creer que no existía algo oculto detrás de aquella galería de personajes insólitos, seres que no se ajustaban a los cánones clásicos de las fábulas al no ser estrictamente buenos o malvados y habitar moralmente terrenos intermedios. De este modo, el tono y las ambigüedades de la obra hicieron sospechar a muchos sobre algo bastante más tenebroso anidando en el interior del filme, algún tipo de secreto oscuro. Y aquello desató la elaboración de numerosas teorías sobre el supuesto significado encubierto de una pieza que muchos consideraban el reflejo oriental de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, o una versión muy exótica de El maravilloso mago de Oz, de L. Frank Baum.

Las conjeturas más livianas aseguraban que los pasos de Chihiro dibujaban metáforas sobre la infancia y que las maldiciones porcinas eran sátiras grasientas de la vida moderna. Otras asumían que el cuento representado en pantalla, en realidad, reflejaba la batalla entre el Japón tradicional y el moderno, o entre la serenidad del mundo espiritual y el capitalismo abrasivo y consumista del mundo físico. Pero una de las teorías más tétricas, y tan popular como para que haya sido asumida en más de una ocasión como cierta, se atrevió a sentenciar que el largometraje de Ghibli era una alegoría de la prostitución infantil. Una metáfora donde la casa de baños se interpretaba como un prostíbulo, la bruja que gestionaba el lugar como la madama oficial, los espíritus como los clientes del tugurio y la niña protagonista como una de las víctimas de la explotación sexual. Pero dicha lectura no era nada más que otra de tantas elucubraciones erradas efectuadas por ese tipo de gente que necesita encontrarle una explicación a todo. Porque todas las teorías parecían ignorar el verdadero secreto de Chihiro.

El secreto de Chihiro

El secreto de Chihiro es que no existe ningún secreto en su mundo. No hay ninguna sátira retorcida en sus criaturas y ningún obtuso significado acechando tras las paredes de aquella casa de baños, sino que las cosas son tal y como se presentan en primer lugar. Porque, en El viaje de Chihiro, lo que ve el espectador es exactamente lo que es: un túnel misterioso en medio del bosque, un pasaje que conduce hasta un universo fantástico habitado por dragones de río, brujas aficionadas a robar nombres, bebés del tamaño de un elefante, monstruos sin rostro capaces de hacer que el oro brote de las palmas de sus manos, cabezas rodantes, ranas charlatanas, conjuros que castigan la codicia, espíritus kami en busca de unas vacaciones a remojo y motas de hollín que puedes alimentar a base de caramelos con forma de estrella. Un lugar donde los dioses son realmente dioses en lugar de alegorías; un relato donde la maldición que recae sobre una pareja de padres es un castigo justo por su gula desmedida; y donde la casa sentō en la que se enrola a trabajar la protagonista es realmente un resort para que los dioses se tomen un respiro.

El viaje de Chihiro es una película hecha con un mimo exquisito que se refleja en cada uno de los pequeños detalles de su animación, desde un pelo que se enreda despreocupado, hasta el gesto cotidiano, y en apariencia insignificante, de calzarse un zapato. Pero su verdadero secreto es ser un cuento que se ha tejido a sí mismo, uno que huye de los moralismos clásicos y que no se molesta en darlo todo masticado a sus espectadores. Y uno que por fin estaba protagonizado por una auténtica heroína de diez años, alguien capaz de cruzar un puente repleto de espíritus.

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Sen to Chihiro no kamikakushi (El viaje de Chihiro), 2001. Imagen: Studio Ghibli.

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6 Comentarios

  1. Un buen articulo y una pelicula maravillosa

  2. Hola, en mi opinión el artículo es desacertado. Afirmar que la película sólo tiene una lectura es erróneo; como obra de arte que es, lo es precisamente por poseer múltiples interpretaciones, ya sean irónicas, tétricas, simples, descabelladas, o un mezclaillo, pero todas son válidas, tantas como experiencias hallamos vivido y sentido reflejadas en la película. Calificarlas de teorías, conjeturas, elucubraciones, resulta un poco ofensivo, cómo espectador se lo digo.

    Libros sobre estética, ahí lo dejo!

  3. Ignacio Javier

    Estimado Diego;
    ¡Muy buen artículo! Ya nos tienes casi acostumbrados . . .
    Recordando que: «Nada de lo que sucede se olvida jamás, aunque tú no puedas recordarlo». (El viaje de . . .).
    Gracias como siempre. . .

  4. No, Chihiro no es otra Alicia en un país de maravillas. Si acaso, una Vassilissa la Sabia (o la Bella) superando con éxito las pruebas de Baba Yaga gracias a la intuición que la acompaña y a la que da de comer. De ahí que no le resulte difícil llegar a la solución irracional al problema de sus padres.

    Bendito Miyazaki, que ha creado un cuento tan profundo con esta inspiración rusa.

  5. Adhiero. Que una pelicula no tenga mas lecturas que lo obvio que nos esta mostrando el director la hace una obra plana y pierde todo interes.

  6. Pingback: Mis películas favoritas vistas en 2020 - Discordia Magazine

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