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El último regalo de Papá Noel

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Fotografía: Getty.

Agatha Christie fue mi primer amor literario y, como dice Georges Brassens en «La première fille», el último que olvidaré. Dice otra cosa preciosa en la canción: que ese amor primero es «el último regalo de Papá Noel». El niño descubre el juguete con el que dejará de ser niño. Y ya solo querrá ese juguete, ese regalo. Brassens, por supuesto, se refiere al amor sexual; pero con los libros de Agatha Christie me pasó justo lo mismo. Me aficioné a los doce o trece años y ya solo les pedí eso a los Reyes (Papá Noel nunca apareció por casa). Desaparecieron los juguetes y llegó el juguete: los libros de Agatha Christie primero, los libros en general, después. Ya solo libros, siempre libros.

Antes leía nada más que tebeos, muchos tebeos. En aquel periodo se me colaron dos libros «de letras», En las fronteras del Far West y La ciudad del rey leproso, ambos de Emilio Salgari, que son en sentido estricto los primeros que leí; pero, aunque me gustaron, no me impulsaron a buscar otros ni me hicieron preferirlos a los tebeos, que se mantuvieron como pasión predominante. Hasta que apareció Agatha Christie. Fue bonito el momento. En el bibliobús en el que me abastecía vi un libro de la autora, cuyo nombre me sonaba por mi padre, que era aficionado a las novelas policíacas. Lo saqué para él, junto a mi provisión habitual de Mortadelos, Astérix, Tintines, Blueberrys o lo que fuera. Se trataba de Cinco cerditos. Un día en que hacíamos tiempo hasta la hora de comer (recuerdo un mediodía luminoso, pulcro como los de aquella época), cogí el libro, que mi padre tenía en la mesa, y empecé a leerlo sin otro propósito que ver «cómo era», durante tres o cuatro páginas. Ahí me enganchó, leí mucho más de lo previsto y ya seguí en las jornadas siguientes hasta que lo terminé. A diferencia de con aquellos dos de Salgari, con este se produjo el clic.

Fue en el final de la novela (será el único que destripe), cuando se descubre que la persona que había asesinado al pintor era justo aquella que posaba para él como modelo. El comentario de Hércules Poirot (fue en esa novela, claro, donde descubrí al detective) de que el pintor estaba pintando a su asesino mientras este lo estaba asesinando (porque el asesinato era mediante un lento veneno), y que lo que mostraba el cuadro era eso, a un asesino en acción, fue lo que me impactó. Y el modo en que, en ese momento, la novela, que se me había hecho tediosa a ratos, quedaba imantada, tensada y llena de significado a partir del final. Este esquema, naturalmente, ya lo conocía por el cine y las series de televisión. Pero al experimentarlo por medio de la lectura, a mi ritmo, fue como si lo hubiera vivido por primera vez, o de un modo más pleno.

Quise más, con miedo de que no se repitiese el milagro. Con esa preocupación empecé la segunda que encontré, El misterio del tren azul, y en seguida vi que me gustaba mucho más que la otra, desde el principio. Con las siguientes novelas fui comprobando que Cinco cerditos, de hecho, era de las más aburridas; o sea, que, si aun así me había enganchado, tenía por delante mucha emoción. Aunque no tanta como con la más emocionante de todas, que fue la tercera que leí: Diez negritos. La conseguí un viernes por la tarde y la puse en mi mesita de noche. La empecé el sábado por la mañana en la cama y la estuve leyendo todo el día, hasta que la terminé. Era la primera vez que leía entero un libro en un día.

Le contagié la afición a mi hermana, y a los primos, amigos, compañeros de colegio y vecinos de mi edad. Durante dos o tres años leí solo novelas de Agatha Christie, de un modo excluyente: no me había aficionado a los libros «de letras», sino a los libros «de letras» de Agatha Christie. Los demás leían también Los Cinco, Los Hollister o Los tres investigadores de Alfred Hitchcock; yo únicamente a Agatha Christie, con ese exclusivismo que luego he practicado con otros autores. De Agatha Christie pasé ya a los libros «de literatura», los primeros de los cuales fueron, por este orden, La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y Memorias de un niño de derechas de Francisco Umbral. Cuando, al comienzo del primero, leí que el protagonista era «tan flaco que parecía siempre de perfil» entré en otra fase. Jamás en las novelas de Agatha Christie me había fijado en cómo decía las cosas. Solo me interesaba la trama, el enigma, el mundo que allí había, no el lenguaje. Una vez que me interesé por el lenguaje me desinteresé de las novelas de Agatha Christie; si bien es verdad que para entonces ya me las había leído todas.

Unos años después, con La infancia recuperada de Fernando Savater, comprendí cuánto de decadente hubo en aquel alejamiento. Pero para entonces ya era irreversible. Estaba condenado a esa cosa inferior, «la literatura», pues. Pero evoqué mis tiempos felices de leer solo por la historia, con algunas reflexiones a posteriori. Me daba pie el tipo de reflexiones que hacía el propio Savater en su libro. En el que habla, por cierto, a propósito de Agatha Christie, de «su incansable ingenio, la sutileza de unas tramas mucho menos obvias de lo que parece a primera vista, el encanto de unos personajes y ambientes rezagadamente victorianos, cuya pintura no carece nunca de suave ironía». Tiene gracia que el primer filósofo que tuve de ídolo, antes incluso que Savater, fuera sir Bertrand Russell. Como aún me hallaba bajo el influjo de Agatha Christie, me imaginaba retrospectivamente a ciertos aristócratas de sus novelas con su aspecto, como el lord Edgware de La muerte de lord Edgware. Y al mismo Russell me lo figuraba de personaje, pero menos como víctima que como asesino.

La lectura tenía un aliciente dinámico, por decirlo así: porque, por muy morosa que se presentase, estaba la espera del crimen. Era una lectura alerta, primero para ver quién iba a morir, luego para ver quién era el asesino. Una vez producido el crimen, la lectura pasaba a ser investigadora, recolectora de pistas. Como todos eran sospechosos y el asesino solía ser alguien insospechado, se producía una educación en el pesimismo hacia la condición humana. Había intereses, sentimientos oscuros, ventajas, venganzas, móviles. Y algo que se daba por hecho pero que, si se piensa, resulta perturbador: si todos eran sospechosos, todos eran asesinos en potencia. El lector, en sus elucubraciones, lograba ver al asesino, al posible asesino, que todos llevaban dentro. Los inocentes eran pensados también como asesinos. Eran lecturas gozosas y malévolas. Proyectaban el mal: un mal superior al que efectivamente existía en las páginas. Puesto que, salvo en la famosa novela en la que todos eran los criminales, se les atribuía la posibilidad de haber matado también a los que no lo habían hecho. 

De las sesenta y seis novelas (más los libros de relatos) de Agatha Christie, mis favoritas eran las de Hércules Poirot; en segundo lugar, las de los Beresford, Tommy y Tuppence; y, por último, las de Miss Marple, que me gustaban menos. Por los Beresford sentía una simpatía y una complicidad enormes; gozaba con sus novelas como con las películas de suspense. Y por Poirot, una devoción admirativa. Adoraba su nombre, que fuese belga, que luciese mostacho, que tuviese cabeza de huevo y que remitiese continuamente a «las células grises». Hubiese querido ser su Hastings y seguirlo en todas las aventuras y peligros. Y lo seguía (a él y a Hastings) como lector. A diferencia de Sherlock Holmes, al que admiré también más tarde, aunque menos, que recibía los encargos en su apartamento de Baker Street, Poirot se los iba encontrando en sus viajes y reuniones sociales: como si su presencia suscitara el crimen. Un componente inquietante que se asumía con normalidad en las novelas. Como se asumía aquel mundo inglés que a alguien como yo solo podía resultarle exótico: exotismo que sostenía aquellas ficciones y les daba su encanto particular; con sus rododendros, sus tejos, sus vicarías, sus pantalones de tweed y todo aquello que acompañaba a los asesinatos. Una característica de dicho mundo inglés es que se mantenía tal cual (salvo en su paisaje de fondo) en las novelas ambientadas en otros destinos, como Egipto, Mesopotamia, Bagdad, Petra o Pollensa, en los que lo más exótico seguían siendo los ingleses.

A veces miro los libros de Agatha Christie de mi biblioteca y por unos segundos evoco la felicidad que me depararon. Aquellos volúmenes de la editorial Molino, cuyas portadas —como dice Juan José Montijano, autor de El universo de Agatha Christie— son «auténticos bodegones del crimen», parecen guardar los momentos en que los leí. Y me basta repasar los títulos para que me venga un aroma, sin contenido ya, pero con el eco asociado de una sensación: Cianuro espumoso, Cita con la muerte, Asesinato en el Orient Express, La casa torcida, El asesinato de Roger Ackroyd, Un gato en el palomar, El hombre del traje color castaño, El misterio de la guía de ferrocarriles, Inocencia trágica

De adulto solo he vuelto a leer Sangre en la piscina, porque me la elogió mucho la editora Pilar Álvarez. Fue hace diez años y terminaré con lo que escribí entonces, porque contiene una sorpresa: aunque yo no las leyese como «literatura», las novelas de Agatha Christie eran también «literatura». Simplemente, yo no lo sabía, porque no me interesaba eso aún: pero si me conquistó fue por sus efectos.

* * *

Toda la verdad

Me he quedado sorprendido con Sangre en la piscina. Debí de leerla antes de los quince años, como todas las de Agatha Christie, pero no la recordaba y ahí estaba ya todo. Hay una comprensión compleja de la vida en la novela, con una transparencia que el adolescente no la ve: porque el cuerpo de esa vida para el adolescente aún no existe. Lo único que recuerdo es que se me hizo larga, que me aburrió. Y es comprensible, porque la intriga es lo de menos y Poirot sale poquísimo. Es una obra extraña. He ido a buscarla en la bibliografía de Agatha Christie y pertenece a un año central, 1946. ¿Quiso liberarse del género la autora? ¿O las demás novelas son también así y no lo vi entonces? Me quedaré con la duda, porque no voy a releer más, por el momento. Mi intención era fijarme en los aspectos que rodeaban al crimen; dejar en un segundo plano la intriga y observar los ambientes, los diálogos, los personajes. He tenido suerte, porque la intriga en esta novela parece una mera excusa para darle un poco de sombra al cuadro general: y, de este modo, completarlo. Ahí están el amor, el arte, el dominio, la obediencia, el privilegio, el trabajo, los celos, el sexo, la adoración, la decisión, la fuerza, la culpa, la mentira, el conocimiento, la generosidad. Muestra una vida aguda, que duele. Me ha recordado por momentos a Patricia Highsmith y a Graham Greene. Y también a Lubitsch, a la ligereza del gran cine. Cuánto me alegra ahora que los primeros libros que leí fueran los de Agatha Christie: aunque de toda la verdad que contenían no me rozó nada; la tuve que aprender luego, como sus personajes. (El famoso libro de la vida, en el que están los demás libros).

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4 Comments

  1. Ignacio

    Magnífico artículo.

  2. Carolina

    Iluminaste mi sábado con este artículo: por la identificación con el camino recorrido (Agatha Christie también fue mi primer amor literario) y también porque luego perdí la inocencia de mis lecturas, incluso con un estudio dedicado a las Letras (con L mayúscula. También se que me ayudo a construir una idea de lo que venía en mi vida adulta, “vida aguda”. Comparto con vos entonces que será naturalmente el amor que último olvidaré, porque como dice el tango “siempre se vuelve al primer amor”.

  3. Fco_mig

    Mi primer amor literario fue Alejandro Dumas (tantas veces he vuelto a «Los tres mosqueteros» que he perdido la cuenta). Y eso que empecé con Julio Verme, pero por algún motivo nunca me tocó en lo más profundo. Luego, Lovecraft, Vargas Llosa (coincidimos con este) y Jorge Luis Bourges me llevaron de la mano por el camino que sigo recorriendo y nunca he podido abandonar.
    Y en otra cosa coincidimos: donde ahora hay un libro, antes hubo un tebeo (o cómic, como se llaman ahora).

  4. Enrique

    Gracias, señor Montano

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