(Viene de la segunda parte)
El primer movimiento que Pericles previó fue el de siempre de los espartanos, dada su legendaria flexibilidad táctica: aprovechando que tenían los hoplitas más vigoréxicos, los pusieron de nuevo en Grecia Central con el objetivo de arrasar el Ática. Para prevenirlo, el ateniense había diseñado un plan defensivo que consistía en meter a todos los campesinos y el ganado que cupiera dentro de la polis, a esperar que los laconios se aburrieran de quemar campos mientras la poderosa flota ateniense venía al rescate. Parecía una buena idea… si no fuera porque hacinar a tanta gente de higiene discutible suele traer complicaciones en forma de enfermedades. En cuanto se declaró la peste (un tercio de la población murió) y como siempre cuando las cosas se tuercen, la Asamblea popular culpó a Pericles y le destituyó del cargo de stratego, en un arrebato de desesperación. Como obviamente esto no solucionó nada de nada, y Pericles era con mucho lo mejor que tenían, le volvieron a elegir en otro vaivén emocional. Pero el Gran Hombre contrajo la enfermedad, y después de ver morir a sus hijos, falleció personalmente en 429 a. C.
Mal momento para pasar a la posteridad, puesto que no solo Atenas estaba en graves aprietos, sino que las vedetes políticas que le sucedieron eran como para agarrarse bien los calzones; los herederos demócratas eran Nicias, un señor tranquilo y temeroso, muy (demasiado) partidario de dar la mano blanda, y Cleón, el «curtidor», un tipo más bien rudo y vulgar, partidario de la guerra (sobre todo si iban otros) y al cual le encantaba la demagogia. De hecho, su advenimiento supuso la época dorada de una figura producto de esta última, del sistema político y de la enorme afición por los pleitos típicamente ateniense: el sicofante, profesional de la denuncia interpuesta a cambio de dinero. Para que se hagan una idea, en 428 a Mitilene de Lesbos le dio por hacer lo que venía siendo ya habitual: sublevarse para salirse de la Liga, y la propuesta de Cleón consistió en cargárselos a todos para demostrar que, ya que el imperio era una tiranía y que no lo iban a soltar, se fueran grabando el mensaje a fuego. Cuando ya habían despachado las naves para allá, la propuesta se echó atrás y hubo que enviar otra a avisar del cambio de planes.
Si esto parece preocupante, lo que hay al otro lado del espectro es directamente para echarse a temblar. En el campo aristocrático, el inclasificable, irrepetible, el maestro de chaqueteros, ego en acción, cizañero mayor y cabroncete con pintas… el gran Alcibíades. Se trataba de un jovencísimo aristócrata que aprendió de Pericles a combinar porte distinguido y colaboración con la democracia. Pero a diferencia de aquel, Alcibíades era un amoral al que le encantaba pisar todos los charcos que se le ponían delante (llegó a meterse en la cama de Sócrates para comprobar si podía corromperlo… cosas de griegos); en realidad podría decirse que la facción que lideraba era la de Alcibíades.
El muchacho empezó fuerte, urdiendo una alianza con Argos, Mantinea y Élide, destinada a fastidiar en el propio Peloponeso por el conocido y fiable método de la puñalada trapera. Argos no tardó en pegarle a su vecino Epidauro y Alcibíades se las apañó para convencer a sus aliados de atacar a los pobres arcadios, aliados de Esparta pero que se mantenían quietecitos. La trama acabó en fracaso porque los machoman espartanos derrotaron a Alcibíades en Mantinea, con la previsible consecuencia de que Argos perdió la cuenta de las veces que había cambiado de bando y la estrategia ateniense en la zona quedó comprometida. Pero esto no desanimó a Alcibíades de seguir intrigando, esta vez con el episodio de la expedición a Italia.
Después de varias idas y venidas que incluyen la conversión por parte de Atenas de la pobre ciudad de Melos en terreno urbanizable por no haber hecho nada, la democracia puso sus ojos en un nuevo escenario, exótico y lejano: Sicilia. Aprovechando el enésimo conflicto entre ciudades griegas, Egesta y Siracusa, a los atenienses se les ofreció la posibilidad de intervenir allá. Habitualmente se achaca a la mala cabeza del populacho la decisión arriesgada de enviar la expedición, pero se podría ir más allá; da toda la impresión de que el demos de Atenas sabía perfectamente qué se traía entre manos, y tenía muy claro que su hegemonía (y por tanto, su independencia política) estaba ligada a la expansión imperialista. Con todos los frentes comprometidos, Sicilia parecía una opción de abrir «nuevos mercados» con los que obtener riquezas y ganar a los aldeanos cuarteleros de abajo. Así que se votó a favor del cuento de la lechera: Nicias, Alcibíades y otro señor intrascendente encabezarían un ejército que iría a atacar Siracusa.
Sin embargo, en las vísperas de la partida ocurrió lo que los historiadores pudorosos denominan «la mutilación de los Hermes», que puestos a usar eufemismos podrían haber optado por llamarla «el cambio de sexo instantáneo de los Hermes», y se habría entendido mejor. Las estatuas de este dios estaban por toda la ciudad, las clases populares eran muy devotas suyas, era protector de caminos y comunicaciones… en fin, los atenienses se desayunaron con un sacrilegio en toda línea, una masacre de pililas pétreas, y dado que los antiguos eran más supersticiosos todavía que hoy en día, enseguida se tomó como un mal presagio. Los rumores empezaron a extenderse por la ciudad, y pronto cundió el temor a una conspiración antidemocrática cuyos caminos llevaban derechitos… a Alcibíades. Del que, quien más o quien menos, sospechaba que acataba la democracia solo por conveniencia. En vista del follón, y para evitar un juicio y un retraso, la expedición partió corriendo para Italia. Aventura que acabará en un desastre absoluto a la larga y que pesará mucho en la derrota final ateniense, pero no adelantemos: la nave oficial del Estado se presentó en Siracusa para recoger a Alcibíades y llevarlo a procesar a Atenas, momento en que nuestro antihéroe aprovechó para fugarse a Esparta. Una vez allá hizo unas polémicas declaraciones en las que culpaba a Atenas de la guerra, animaba al resto de polis a unirse contra ella y afirmaba que él había colaborado con la democracia por obligación, pero que no le parecía la mejor forma de gobierno. Aunque los placeres de la vida espartana no eran suficientes para un alma inquieta como la de Alcibíades, y pronto se largaría de allá muerto del asco.
La guerra iba tan mal después de lo de Sicilia, que en 413 los atenienses decidieron nombrar una comisión de diez expertos (probouloi) para que examinaran la situación y buscaran soluciones. Esto, que de entrada parece inocuo, es el principio de la reacción aristocrática. Alcibíades, al año siguiente, reapareció en zona persa y se llegó hasta Samos, donde estaba fondeada la flota ateniense (el pilar de la democracia) para iniciar conversaciones secretas con ellos. El muchacho ofrecía la ayuda monetaria del rey de reyes si le ayudaban a volver a Atenas y cambiar la constitución. Los marinos no eran idiotas y pronto llegaron a la conclusión de que Alcibíades los quería usar para obviar una condenilla a muerte de nada que pesaba sobre él y retornar en plan triunfador enrolado en el otro bando. Pero poderoso caballero; los marineros no cobraban regularmente, y aunque partidarios de la democracia, se tragaron el sapo a regañadientes por el cochino y vil metal.
El plan estaba en marcha: una vez obtenido el beneplácito de la marina, los aristócratas mandaron a Pisandro a la capital para preparar el ambiente. Este habló ante la asamblea, proponiendo un cambio constitucional para «gobernarse mejor», reducir el número de candidatos a las magistraturas y limitar la soberanía de la asamblea. Pisandro insistió bastante en el argumento del oro persa, necesario para ganar la guerra, y obtuvo permiso para negociar con el exenemigo de toda la vida. Pero este hombre era también una especie de agente doble y tenía la inconfesable misión de agitar el ambiente en Atenas. Intrigó con la ayuda de los círculos aristocráticos, que difundieron la necesidad de recortes y más recortes para salir de la crisis: para ganar la guerra era imprescindible cambiar la constitución, bajar los salarios, eliminar los óbolos y limitar el número de los que podían participar en política, concretamente unos cinco mil hoplitas. Estos argumentos se acompañaron de algunos asesinatos políticos de la facción democrática y el sustrato del golpe estaba puesto.
Pero el éxito de toda esta trama dependía de las conversaciones con el persa; cuando el sátrapa Tisafernes se subió a la parra con sus demandas, todo el tinglado se vino abajo. Solo cabía la huida hacia adelante. Pisandro volvió a Atenas y propuso sumar veinte tipos a los diez anteriores para formar una comisión. Una vez se salió con la suya, esta gente convocó la Asamblea y les hizo votar la suspensión de un derecho constitucional clave; la paranomon graphé, por la que cualquier ciudadano podía acusar legalmente a quien propusiera un proyecto de ley inconstitucional. Una vez aprobada por la intimidada asamblea, el golpe de Estado era completamente legal. Se impuso un consejo de cuatrocientos que decidiría los cinco mil con derecho a participar en política y con la flota bien lejos, aquí paz y después gloria.
A los marinos en Samos esto les sentó como una patada cuando se enteraron y aquí Alcibíades y sus amigos tuvieron que recurrir a todas sus dotes diplomáticas para aplacarlos. Bueno, en realidad Alcibíades quiso atraerse el apoyo democrático para poder retornar a Atenas y se convirtió en portavoz de la marina, pidiendo quitar a los cuatrocientos y dejarlos en la boulé de siempre. Como comprenderán, esta diversidad de intereses particulares provocó confusión en las filas aristocráticas, y Atenas asiste a un rosario de idas y venidas, proclamas, sublevaciones de hoplitas, de marineros, intentos de negociar con Esparta… en definitiva, un caos horroroso del cual no daremos detalles. Para acortar, en todo este embrollo los cinco mil hoplitas se impusieron, liquidaron el consejo de los aristócratas y lideraron la «transición» a la democracia de nuevo; el golpe antidemocrático se había superado, lo que indica la fuerza con que había arraigado esta opción política en los atenienses.
Pero como la alegría no suele durar mucho en la casa del pobre, la guerra continuaba y presentaba un aspecto francamente preocupante. Sin embargo, el incombustible Alcibíades, inmune al parecer a los efectos de tanto cambio de bando, lideraba las operaciones atenienses en el nuevo escenario bélico, los estrechos, por donde pasaba el aprovisionamiento de grano de la polis. Que en principio parecían propicias, con varios éxitos esperanzadores que forzaron a Esparta a pedir un armisticio y que permitieron a nuestro intrigante favorito por fin entrar en su casa de forma triunfal (407). Pero ah, los dioses son crueles y la batalla naval de las Arginusas provocó una crisis política: Atenas venció, pero una tormenta impidió recoger los cadáveres de los caídos. Los griegos se tomaban muy en serio esto de enterrar sus muertos en casa (véase Antígona), y mezclado con tensiones políticas obtenemos un juicio sumarísimo con ejecución de los strategos al mando. El desastre se completó con la estrepitosa derrota de Egospótamos, producto de la ineptitud ateniense, a pesar de las advertencias de Alcibíades.
Y ahí sí que se terminó la guerra, y como en Star Wars, el imperio se derrumbó de golpe. Bloqueada por tierra y mar, Atenas se rinde y los espartanos aparecen por el horizonte para supervisar la instauración de un nuevo régimen. En realidad, a los muchachotes peloponesios les importa bastante poco lo que hagan los atenienses mientras estén callados y no molesten su hegemonía, pero los más radicales de los oligarcas locales aprovechan (escudados en la protección espartana) para elegir lo que se llamó el gobierno de los Treinta Tiranos, que acapararon los cargos políticos y confeccionaron una lista de solo tres mil personas con derechos políticos. Pero la democracia era muy resistente y se necesitaba algo más que eso para destruirla del todo; los exiliados de Atenas, comandados por Trasíbulo, resistieron contra viento y marea todo lo que les echaron encima y a base de encabezonarse consiguieron derrocar el gobierno oligárquico. La intervención de Esparta solo sirvió para exiliar a los partidarios de la aristocracia en Eleusis, que se convirtió en municipio aparte, hasta que en 401 fue invadido-absorbido de nuevo por Atenas, se ejecutó a los altos cargos y se invitó al resto a una reconciliación y amnistía general, en modélica transición ateniense.
La democracia sobrevivirá pues en Atenas, a pesar de todos estos vaivenes, aunque con todos sus defectos, como cualquier otro régimen político (muy especialmente su vulnerabilidad a la demagogia) y sus excesos, como la lamentable condena y ejecución de Sócrates. Inscrita en la histeria política postconflicto, dado que el filósofo era amigo de ilustres antidemócratas como Alcibíades o Critias, uno de los tiranos, y era bastante heterodoxo en sus creencias. También tendrá la democracia radical representantes destacados y bastante recalcitrantes como Demóstenes, pero paradójicamente acabará sometiéndose por el mismo mecanismo por el que Atenas, en los tiempos de la Liga de Delos, subyugaba a sus aliados: viendo impedida su libertad de acción en política exterior. Así, después de sacudirse el dominio espartano a base de la tradicional combinación de alianzas y traiciones típicamente helenas, durante el periodo en que Tebas predomina, Atenas intentará equilibrar la balanza política aliándose con ella y de paso fundar una segunda Liga Ático-Délica, pero sin las connotaciones tiránicas de la anterior. Solución chapuza y salchichera que no servirá ni para refundar el imperio ni para congraciarse con nadie, y mucho menos para pagar los gastos de la Liga y el ejército de Atenas, que se alquilará como mercenario por estas fechas (siglo IV a. C.).
Pero los buenos tiempos han pasado y ahora es Tebas quien corta el bacalao. Fugazmente, porque el ocaso definitivo viene a manos de los macedonios del rey Filipo, empeñado en dar ejemplo al resto de Grecia sometiendo a sus principales sopranos. El rey tuerto la emprenderá con Atenas una y otra vez hasta conseguir doblegarla (dado que era la ciudad con mayor prestigio entre los griegos), y de esta manera la democracia ateniense se verá supeditada a lo que digan otros. Eso sí, le fue mucho mejor que a Tebas, que fue vilmente arrasada por Filipo y su hijo Álex.
El declive de Atenas es imparable hasta la llegada de los prácticos y oligárquicos romanos, que se adueñan de la provincia y la llenan de acueductos, pretores, legionarios y recaudadores de impuestos. Eso sí, el concepto de democracia perdurará, y a través de la neblina de la Edad Media y Moderna (veintitantos siglos, año más o año menos), rebrotará en la conciencia de los burgueses europeos hacia mediados del XIX, hasta reeditarla vía el modelo actual, donde arraiga en países desarrollados y pudientes con expansivas políticas económicas. Que bien mirado, tampoco se diferencia mucho del original, ¿no?
Alcibíades, ese catacrocker. Me sigue llamando muchísimo la atención esa mezcla de pijo genial y catástrofe natural. No se menciona su trágica y extraña muerte, de la que como todo en su vida, nada estuvo claro.
Gracias por la trilogía de artículos, don Alejandro.
También a mi ese intrigante e inmoral aristocrático, sin escrúpolos, bello y rico, capaz de enfrentarse a las preguntas y deducciones de Sócrate me ha afascinado. Supongo que no habrá tenido ningún remordimiento por el triste fin de Nicia que se opuso siempre a la descabellada expedición de Sicilia, pero como buen ateniense acató la orden. Es extraño que la literatura no haya creado un drama con tal personaje. Pienso en Shakespear que se ocupó de Coriolano, de Antonio. A Alcibíades le sobran lados oscuros y dramáticos. Excelente lectura, señor. Espero la próxima.