La historia del deporte tiende a mirarse al ombligo y recordar solo las gestas de cierto deporte, el que se ha impuesto con el tiempo, ese que ahora llamamos profesional. Sin embargo, cuando hacer monerías en ropa interior no era aún el espectáculo de masas que es en la actualidad, existía cierta discrepancia sobre cómo debería ser el deporte que se mostrase públicamente de forma organizada.
La revolución de 1917 había puesto el mundo patas arriba. En los años veinte, todavía no estaba claro si las banderas rojas se detendrían en las fronteras del antiguo Imperio ruso y los intelectuales de todo el mundo podrían pensar en modelos utópicos, pero tenían la esperanza de que tal vez sí se podrían llevar a la práctica. En este contexto, las organizaciones de izquierda y los sindicatos interpretaron que esa moda que estaba causando sensación, el deporte, debía regirse también bajo las premisas de una ética revolucionaria.
Competir con la bandera nacional les parecía un acto de chovinismo, al margen de que competir, en sentido estricto, tampoco era deseable. Se debía celebrar el deporte, pero no reventarse los pulmones para ser mejor que el de al lado. Hasta entonces, la inmensa mayoría de los juegos deportivos los practicaban aristócratas en clubes que prohibían la entrada y la asociación a personas con pocos recursos. Las reglas de las disciplinas deportivas se confundían con las normas sociales de estos individuos de bigote enroscado. De hecho, ya en 1890 surgió en Alemania una Asociación de Gimnasia de Trabajadores en oposición a la Sociedad Nacional de Gimnasia Alemana.
Llegó a haber teorías antideportivas. A los revolucionarios radicales ver a obreros corretear y dar saltitos les parecía el colmo la alienación. Durante el día, trabajo extenuante; en los ratos libres, hacer el mico como un animal de circo. Es un hecho histórico que muchos clubes deportivos tenían como fin fundir a los patrones y los trabajadores en un mismo objetivo. Un ejemplo del fenómeno fue el West Ham inglés, creado por la compañía Thames Ironworks and Shipbuilding después de una huelga en el sector. Muchos equipos de béisbol de Estados Unidos tenían orígenes semejantes. Los rusos lo sabían bien: durante la Primera Guerra Mundial, el fútbol se había utilizado para controlar la retaguardia, si bien es cierto, a la vista de los hechos, que el plan le salió regulín al zar.
Hasta entonces, había habido fútbol en las ciudades rusas, donde la industrialización había generado bolsas de proletariado y llegaron a haber ocho mil jugadores registrados antes de la guerra, pero el verdadero divertimento era reventarse los morros. Había batallas organizadas con estrictas normas que seguían y respetaban todos los participantes. Se enfrentaban en grupos grandes: primero los niños de diez a doce años, luego los adolescentes y al final, sobre las dos o tres de la tarde, ya solo los mayores. Solo se podía luchar uno a uno y golpear con las manos, nunca por debajo de la cintura, y estaba prohibido cebarse con un adversario que estuviera tumbado en el suelo o perseguirlo, si por un destello espontáneo, probable hasta en una inteligencia dormida, escapaba del tumulto echando patas. La revolución quiso redirigir estas prácticas hacia algo igual de lúdico, pero más sano, y no caer en los errores del deporte capitalista.
Tras la victoria de los bolcheviques en la guerra civil rusa, a la hora de construir una sociedad nueva, perfecta, con la aspiración de ser eterna, los intelectuales soviéticos consideraron, de entrada, que el deporte occidental era explotador por su propia naturaleza, ya que se ofrecía como un bien de consumo, con los atletas como mercancía, y estaba controlado por la aristocracia. Odiaban al barón Pierre de Coubertin, inspirador de los Juegos Olímpicos modernos. El primer comisario del pueblo de Educación, Anatoli Lunacharski, criticó públicamente el fetichismo del deporte que llegaba de Occidente con su interminable búsqueda de registros y profesionalización.
Toda esta doctrina llegó a numerosos países europeos y, lógicamente, también a Estados Unidos, donde el Partido Comunista tenía altos niveles de afiliación, casualmente, entre los emigrantes europeos. Cuando se iban a celebrar los flamantes Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1932, el partido y otras organizaciones sindicales afines promovieron su boicot y la conmemoración de una olimpiada de características proletarias, como la que defendía la Sportintern, la oficina deportiva de la Internacional Comunista. La ciudad elegida fue Chicago.
Según el relato que hizo William J. Baker en Muscular Marxism and the Chicago Counter-Olympics of 1932, estos juegos fueron una fiesta pueblerina en comparación con la Olimpiada Popular de 1936 que se organizó en Barcelona como protesta antifascista. Tanto fue así, que muchos atletas tuvieron oportunidad de cambiarse en el vestuario y enrolarse en las milicias para empuñar las armas contra el susodicho fascismo por la situación sobrevenida que se encontraron al llegar del golpe de Estado del 18 de julio. Un lustro antes, en Estados Unidos no se vieron en un escenario semejante, pero tampoco estaba el clima muy bucólico tras el crac del 29. Miles de obreros y campesinos de todo el país lo habían perdido todo y se encontraban en situación de hambre durante la Gran Depresión.
El nombre que se le dio al evento fue el de International Workers Athletic Meet y se celebró en las canchas de Stagg Field, en la Universidad de Chicago. La idea era eclipsar los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. La mayoría de los participantes fueron atletas del cinturón industrial del noreste y el alto medio oeste del país. Explica Baker que fue un suceso ignorado en su tiempo y rápidamente olvidado hasta hoy, que sigue sin ser muy conocido. Sin embargo, considera que fue un momento único en la historia del deporte, un proyecto realmente alternativo en el que las ideas radicales interactuaron con la cultura popular.
Arthur Stein, uno de los organizadores, declaró que nunca se había visto nada así en Estados Unidos, donde el deporte concebido con una ética de izquierda, que era algo normal en Europa durante esos años —había habido Espartaquiadas en Leipzig, Núremberg, París, Frankfurt y Praga—, no había cruzado el charco. La última celebración antes de la de Chicago, la de Viena en el verano de 1931, había reunido a 250 000 espectadores para ver a 1400 atletas proletarios de 26 países.
En 1927, la Internacional Comunista, presidida por Nikolái Bujarin, había ordenado a sus camaradas y homólogos estadounidenses que crearan una federación deportiva progresista para ofrecer una alternativa a lo que Baker denomina «la Trinidad yanqui»: el baloncesto, el béisbol y el fútbol americano. Así surgió la Labor Sport Union, formada por comunistas, socialistas y wobblies, unos sindicalistas revolucionarios locales, aunque en solo un año los comunistas ya habían expulsado a todos los socialistas y wobblies de la organización. La izquierda de la izquierda tiene estas cosas.
La Labor Sport Union sirvió, por ejemplo, para traer a Nueva York a los Soviet Flyers, una selección rusa de fútbol que fue recibida con un desfile en el que, al final, los participantes formaron una enorme hoz y un martillo humanos. El activismo deportivo tenía su poder de convocatoria, y para la Antiolimpiada de Chicago quisieron aprovechar e incluir reivindicaciones políticas más precisas. Los juegos rojos iban a ser en honor de Thomas Mooney.
Era el preso del momento. Se encontraba en San Quintín acusado de haber participado en un atentado terrorista en San Francisco en 1916. Fue indultado en 1937, pero hasta entonces hubo cientos de manifestaciones por todo el país pidiendo su liberación y obras de teatro donde el público iba a aplaudir a su personaje y silbar a los malos. En octubre de 1931, Mooney pidió el boicot de los Juegos de Los Ángeles, y la Labor Sports Union recogió el guante y decidió celebrar la Antiolimpiada. Se eligió Chicago como sede porque en esa ciudad se había fundado el Partido Comunista estadounidense. Para organizar el evento, se formó un Comité Nacional Antiolímpico en Nueva York.
Durante ese año, se organizaron carreras por todo el país, además de torneos de fútbol, natación y baloncesto. Los participantes, en lugar de dorsales, llevaban carteles por delante y por detrás pidiendo la libertad de Mooney. No obstante, estos actos no tenían la relevancia planeada. En muchos lugares, como Boston, se prohibieron. A los deportistas que querían ir a Chicago se les negó la entrada a los centros de entrenamiento y se les amenazó con suspensiones de por vida. Los medios de comunicación ignoraron todas las actividades preantiolímpicas. Cuando les llegaba el boletín del Comité Antiolímpico, lo tiraban directamente a la basura. Hasta les costó que el periódico del Partido Comunista, el Daily Worker, incluyera sus movilizaciones. Ese era el prestigio que tenía la actividad física. Este diario tardó todavía cuatro años en dedicar una página al deporte.
Por eso, el Comité Antiolímpico lanzó su propio medio. Unas páginas en las que se criticaba todo el deporte profesional. Lo que sería un antimarca. Consideraban que las superestrellas eran personajes «mimados» que se llevaban toda la atención en lugar de las masas, verdaderas protagonistas del deporte. Les parecía que la forma de competición establecida «estimula los apetitos nacionales», lo que «fomenta el imperialismo» y, por supuesto, estaban hartos de su apoliticismo y de que desviase la atención del público de los verdaderos problemas de la Gran Depresión, como los recortes salariales y el desempleo. En resumen, mientras los parados hacían cola para que la beneficencia les diera comida, los millonarios y los aristócratas preparaban la Olimpiada de Los Ángeles. Ya en la de invierno, celebrada en Lake Placid, dijeron que el lujoso resort se había llenado de «millonarios y sus amantes». Todo aquello les parecía una perversión. Ni siquiera había igualdad entre deportistas: a los negros, denunciaban, se les negaba la entrada en los clubes y competiciones.
Todas las asociaciones de la Labor Sports Union tenían la obligación de no prohibir la entrada de negros en sus filas. En las carreras preantiolímpicas se invitó a todos los afroamericanos a participar y, además de pancartas de «Libertad para Tom Mooney», los eventos se llenaron también de carteles de «Libertad para los chicos de Scottsboro», un grupo de nueve adolescentes negros acusados de violar a dos mujeres blancas en un tren de mercancías. Más adelante, una de ellas confesó que había mentido por miedo a ser encarcelada por prostitución. El caso pasó a la historia.
Les sobraban motivos para su Antiolimpiada. Los soviéticos también tenían vetada su participación. El COI se negó a invitar a atletas de la URSS en Amberes 1920, París 1924, Ámsterdam 1928 y Los Ángeles 1932. Para poner el acento sobre esta exclusión, se invitó a cinco atletas soviéticos para que acudieran a Chicago, aunque las instituciones les negaron los visados.
Cuando todo estaba listo, la Loyola University, que iba a ser la sede, rompió de repente el contrato. El COI estaba detrás de las presiones que los llevaron a no cumplir su palabra. El Comité Antiolímpico tuvo que recurrir, paradójicamente, a la Universidad de Chicago. Era graciosa la elección, porque ese campus se había construido con una donación de John D. Rockefeller, símbolo esplendoroso del capitalismo. Sin embargo, fue el lugar favorito de la izquierda para manifestarse. En sus foros, cuenta Baker, el candidato socialista a la alcaldía de Chicago, William Busik, pidió un boicot a los productos californianos si no se liberaba a Mooney. Poco después, el candidato comunista, William Z. Foster, exclamó su deseo de establecer un sóviet en Estados Unidos ante el puño en alto de mil estudiantes y profesores. Pero a Amos Alonzo Stagg, responsable del área deportiva de la universidad, le entraba por un oído y le salía por el otro. La única condición que puso a la celebración de la olimpiada roja fue que no se ingirieran licores fuertes. En Estados Unidos regía la ley seca en ese momento.
Hubo atletas que se dirigían a Los Ángeles que hicieron su parada en Chicago, como los equipos británico, sudafricano, húngaro y canadiense. El resto, los deportistas proletarios americanos, tuvieron que llegar haciendo autostop. Unos mineros aparecieron todos juntos en camiones alimentándose solo de pan y leche durante el camino. No obstante, pese al silenciamiento de la celebración y el boicot activo, en los combates de boxeo antes de la inauguración llegaron a haber cuarenta mil asistentes.
El resto de los días todo fue más modesto. Los historiadores cifran entre dos mil y cinco mil espectadores de media en las gradas, a pesar de costar solo 25 centavos la entrada, gratuita para los niños. Se esperaban más de mil atletas y al final fueron cuatrocientos, como mucho. Lo que no faltó fueron coreografías revolucionarias y canciones. El último día, el equipo de fútbol de los Red Sparks (Chispas Rojas) de Nueva York venció por dos a cero a los Chicago Englewood. Jugar al fútbol también era revolucionario, porque el COI lo había excluido como disciplina olímpica. Aun así, con todo, fue mucho más notorio que cuando se celebró la Olimpiada de Los Ángeles y dos mujeres saltaron a la pista de atletismo con un cartel que decía: «Libertad para Tom Mooney». ¿Fueron las primeras streakers? Muy posiblemente.
Los premios fueron modestos. Iban a dar una copa de plata al vencedor de cada disciplina, pero solo les llegó el presupuesto para comprar tres. Lo que sí que se llevaron todos los participantes fue una foto autografiada de Tom Mooney. Poco tiempo después, con la política de creación de un Frente Popular en cada país, la Labor Sport Union se tuvo que diluir en la de otras organizaciones de izquierda, como explica Gabe Logan en C’mon, You Reds.
Cuatro años más tarde, muchos de los asistentes a esta Antiolimpiada estuvieron en Barcelona como deportistas, asegura Baker, y otros llegaron pocos días después en las Brigadas Internacionales a luchar en la guerra de España. Una compañía de ametralladoras del Batallón Lincoln se bautizó como «Tom Mooney» hasta que el Partido Comunista de Nueva York envió un telegrama prohibiendo poner ese nombre a las unidades por ser, a esas alturas, «demasiado incendiario», según averiguó Peter N. Carroll en su obra La odisea de la Brigada Abraham Lincoln. Uno de sus líderes, Oliver Law, fue el primer negro estadounidense en llegar a ser comandante. El primer negro que daba órdenes a blancos en una unidad estadounidense mixta, algo que no ocurrió ni en el Ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. Pasó aquí, en España, donde también vivió el primer negro con estudios universitarios de la historia, Juan Latino, natural de Cabra (Córdoba).
Al deporte que quería instaurar la Internacional Comunista se lo llevó el viento. Stalin quiso competir con los países capitalistas en todos los campos, incluido el deportivo, y aceptó todos los preceptos de lo que era hasta entonces el deporte burgués. Hoy, ese deporte es una religión, y Pelé o Carl Lewis son infinitamente más conocidos que Oliver Law o nuestro Juan Latino.
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