Todo comenzó un septiembre de 2008 en el aeropuerto de El Prat en Barcelona. Para llegar hasta mi puerta de embarque di un pequeño rodeo tras pasar los controles de seguridad y no lo hice por gusto sino para no encontrarme con mis antiguos compañeros de American Express en el stand que conectaba con el puente aéreo a Madrid. Nada me apetecía menos que el que se empleasen contra mí las mismas tretas que me sabía al dedillo desde el pasado verano. Eso sí, pude ver de reojo que quedaban la mitad de vendedores. La crisis acababa de empezar y no son buenos tiempos para vender tarjetas ni siquiera a ricos.
Nos habíamos juntado un grupo de amigos del pueblo para volar a Ibiza. Hacía años que la cuadrilla no iba junta de vacaciones y el destino era la excusa, al menos para mí. Para alguien que tiene el superpoder de quedarse dormido de pie junto al bafle de una discoteca, cosa verídica, ir a Pachá o la fiesta de la espuma de Amnesia no le va a cambiar la vida. Lo que sí me venía estupendo es que se saliese desde Barcelona porque no iba a saber hasta el día de antes si podría escaquearme de una entrega de la tesis. Al final pude conseguirlo, así que me apunté a última hora y compré los vuelos por mi cuenta; yo iba a salir en un avión anterior al de mis amigos y regresaría dos días antes a Barcelona.
Me encontré con mi cuadrilla en la puerta de embarque. Habíamos coincidido un poco antes allí para coordinar el plan, cosa importante si me iba a tocar aterrizar el primero y había que buscar autobuses. Mientras apalabrábamos los detalles en una cafetería al lado de la puerta 38 la lluvia se estrellaba contra los cristales de la terminal. Una nube negra y ominosa al puro estilo Mordor estaba descargando toda su mala baba sobre la ciudad. Entre tanto, los aviones se seguían moviendo lentamente hacia sus posiciones de despegue, pero algunos pasajeros comentaban en voz alta que no era descartable que hubiera retrasos por el mal tiempo.
No hacía demasiadas semanas había ocurrido la tragedia del vuelo 5022 de Spanair que dejó ciento cincuenta y tres víctimas mortales. A los pocos días había salido un reportaje monográfico en Telecinco —lo recuerdo bien— en el cual se describían todos los pormenores del accidente. Entre los detalles escabrosos de aquel documental estaba el marcar los asientos del avión en función de si el pasajero falleció, quedó herido y luego perdió la vida o sobrevivió. Asiento rojo, asiento verde, asiento azul. En algún momento de la conversación hablamos de aquel reportaje y, cuando sonó el aviso de embarcar, algún amigo, ahora no recuerdo bien, dijo aquello de «¿Al final no retrasan por el tiempo? A ver si tienes suerte y te toca asiento azul». Sí, son mis amigos.
Me tocó sentarme en la penúltima fila del vuelo, en el asiento que daba al pasillo. En la ventanilla había un señor grueso de mediana edad, con pinta de potentado y con gesto severo. En el asiento de en medio estaba sentada la que probablemente era su mujer, una señora espigada que miraba en todas direcciones de manera nerviosa. El hombre sacó un periódico salmón y se dedicó a lo suyo el resto del vuelo. Por su parte, la señora estaba agarrada al asiento de delante como si fuera a levantar todo el avión a pulso. Su respiración era entrecortada. Su boca aguantaba un rictus de infarto de corazón. Ante el panorama, me limité a sacar un libro para después del despegue, momento en el que siempre sacaba un ratito para leer. El vuelo iba a ser breve, de todas maneras. O eso creía.
El despegue fue sin mayores problemas y no tardamos en elevarnos. Como solía recordar cuando se despegaba desde El Prat, el avión giró varias veces para ajustar su ruta hacia el Mediterráneo logrando que en una ventanilla solo se viera el mar, azul verdoso, y en la otra la tormenta, negra negrísima. A los pocos minutos tomamos altura de crucero pero comenzaron las turbulencias. Parecía que iba a ser un viaje agitado. Supongo que debió ser una de estas bolsas de aire caliente que se generan cuando hay tormentas, pero el hecho es que de repente el avión pegó una tremenda sacudida. Mi libro salió despedido. Otra más suave. Otra más. Y una fuerte. Al lado, la señora parecía a punto de estallar. El marido seguía leyendo el periódico color salmón.
Entonces alguien pegó un chillido nervioso que vino seguido de otros. Una ola de miedo sacudió a todo el pasaje cuando el avión comenzó a zarandearse aún más fuerte. Las alas se movían como cuando las alas de una mosca están a punto de ser arrancadas por un niño y la mujer de mi lado pegó un chillido agudo. Fue entonces cuando se agolparon en mi cerebro las palabras de mi amigo, el pensamiento de la fatalidad inevitable. Mis ojos se abrieron tanto que casi se salen de las órbitas. Sudor en las palmas de las manos. Asqueroso y pegajoso sudor. «¿Si me convierto ahora hay opciones?». «No seas gallina, no se lo va a tragar». «Sabía que no tenía que haber mencionado lo de Spanair». «Cállate, da igual, vas a morir». «No digas tonterías».
La mujer de al lado estaba aterrada. Entonces fue cuando nos cruzamos las miradas y nos abrazamos fuerte, muy fuerte, casi como si fuéramos las últimas personas que íbamos a ver en nuestra vida. Las turbulencias aminoraron y los dos nos pusimos rojos como un tomate ante lo ridículo de toda la situación. El marido por fin levantó la vista y se planchó la camisa con las manos mientras nos miraba sorprendido. Hay que reconocer que ante el dilema de la señora sobre a quién abrazar yo hubiese elegido al mismo. El piloto se excusó por las turbulencias y anunció al pasaje que comenzábamos la aproximación. De nuevo, a la boca del lobo de las nubes negras.
El avión estuvo un rato zarandeándose antes de enfilar la pista de aterrizaje. El viento era tremendo y la gente cada vez estaba más preocupada. Cuando miré abajo descubrí que la señora y yo teníamos las manos cogidas con fuerza. Esta vez preferimos que siguieran así. El avión se acabó posando sobre la pista casi en plancha y de nuevo los gritos nerviosos pero con sensación de alivio. Se pusieron en marcha los retropropulsores y el avión comenzó a aminorar la marcha. El pasaje salió apresuradamente por la puerta delantera mientras yo recogía los bártulos. Me sequé el sudor contra el asiento. La señora se giró a su marido y yo salí disparado como si no hubiera un mañana.
En la cola de salida de la terminal nos volvimos a cruzar las miradas. Ella me miró con los ojos vidriosos y alzó tímidamente la mano. Yo hice lo mismo y el marido hizo un gesto de despedida con la cabeza. El vuelo de mis amigos acababa de ser retrasado por el mal tiempo así que me iba a tocar esperar un rato. Me senté en la terminal al lado de una ventanilla de alquiler de coches y saqué de nuevo el libro. La butaca era de color verde.
***
Para los que tenemos miedo a volar repasar las estadísticas no ayuda nada porque tiene un componente irracional de autodefensa; los seres humanos somos muy malos a la hora de estimar los riesgos y aquello que escapa a nuestro control es percibido como más peligroso. Todo el mundo me repite las estadísticas de muerte en carretera antes de subir a un avión. Sí, es cosa conocida que el avión es el medio de transporte más seguro, pero eso no aligera mi miedo lo más mínimo. Puedo repetir la letanía del miedo de las Bene Gesserit mil veces que cuando me ato el cinturón comienzan los problemas cardiacos. Para aquel que no tiene miedo la racionalización siempre es sencilla.
En una ocasión por razones de trabajo tuve que hacer un vuelo trasatlántico a Chicago con un colega de profesión. Al pobre le di el viaje. Primero en el despegue, que fue abortado justo cuando el avión tomaba velocidad. Paró en seco y entonces se cruzó otro avión desde otra pista… Supongo que eso cuenta como casi tener un accidente. Pero además resulta que por aquellas fechas es temporada de tornados, el festival de la turbulencia. Efectivamente, ni aunque me puse la película de Amadeus en bucle logré evitar estar sobresaltado a cada pequeño bamboleo del avión. Estuve todo el vuelo agarrado fuerte del brazo de mi colega y quedé como un auténtico pirado.
De todas maneras yo intentaba tranquilizarme mirando a los asistentes de vuelo. Mi razonamiento era que si seguían a lo suyo es que todo iba bien. Por eso el momento en el que me desquicié del todo fue cuando, ante lo severo de las turbulencias, el asistente de vuelo puso el freno del carro con el que se reparte la cena y se fue corriendo a atarse en una silla. Tranquilizador. Tan pronto se levantó le pedí por favor que me diera una pastilla tranquilizante de lo que tuviera, aunque me dijo que entonces no me serviría vino. Mire, me da igual. Al menos el resto del vuelo logré centrarme un poco en la película.
Para mi desgracia el mismo asistente que me dio la pastilla no ató bien los bártulos de la cabina con la comida y en el aterrizaje las bandejas cayeron con un ruidoso estruendo. Mi corazón casi se me sale por la boca. Maldita sea, cómo odio tener que volar. Y qué malo estaba el sándwich de pollo.
***
El miedo genera sus ritos, la creencia de que determinadas acciones ganarán el favor de la divinidad o conjurarán a los malos espíritus. Cuando eres creyente es más sencillo, te puedes traer tu paquete de casa. Cuando eres ateo normalmente es la superstición la que se cuela por la puerta de atrás. En una mezcla de tradición, ritual mágico pero también de cierto sentido psicosomático he desarrollado una serie de hábitos antes y durante los vuelos. Son sencillos.
El primero fundamental es vaciar totalmente la vejiga urinaria antes de embarcar, incluso apurando los plazos para subir al avión si hace falta. Ni una sola gota de combustible en el depósito para evitar tener que levantarme o aguantarme en el aire. Según accedo a mi asiento, que intento que sea al lado de la ventanilla para poder asegurarme de que todo va bien durante el vuelo, comienza el asqueroso sudor, sobre todo en las palmas de las manos. Suelo venir preparado, con la típica camiseta mala debajo que sé que irá directa a la cesta de la ropa sucia. Sin embargo, como me genera sensación de vulnerabilidad quitarme ropa, siempre voy muy abrigado —sea invierno o verano— y me pongo la chaqueta en los pies como si fuera una manta. Cruzo los pies.
Nos empezamos a mover y saco el primer paquete de chicles. Los chicles los masco furiosamente a razón de paquete de Trident sin azúcar cada hora y media de vuelo. Mientras, estoy pendiente del despegue y me voy convenciendo de que las maniobras son correctas. No tengo ni idea de aviación pero me vengo muy arriba a la hora de dar consejos mentales al piloto. «Bien, ahora conecta el otro motor». «Vale, te estás acelerando aquí, comprueba los alerones». «Todo correcto, pide permiso para ir a pista». Entonces, y solo entonces, empiezo con el tarareo. Aunque de manera inconsciente, tararear entre dientes me ayuda a controlar los ritmos de respiración y siempre comienzo con la misma canción mientras masco el chicle: «Las lluvias de Castamere». Sí, lo sé, lo sé.
Cuando comienza el despegue me aferro al sillón de delante fuerte y no lo suelto hasta entrar en altitud de crucero. A partir de ahí es cuando comienzan las variaciones de temas musicales acompasados con los ritmos del vuelo. Si la cosa está tranquila, salto al Canon en re mayor de Pachelbel y luego, si me vengo arriba, Boccherini, en concreto «La Musica Notturna delle Strade di Madrid». Últimamente también estoy explorando chirigotas. Si hay turbulencias, regreso a Castamere, la apuesta más segura, mientras me sigo repitiendo mentalmente que un avión en el aire se mueve menos que un autobús, que no querré que todo vaya siempre como la seda. Mientras, me juro y perjuro que ese será el último vuelo que coja. Todos son siempre el último, en especial en el aire.
A medida que se nota por el paisaje y la inclinación del avión que nos acercamos al aterrizaje me voy relajando. Es una tontería porque la caída sigue siendo bien maja, pero al menos tengo la percepción de que ya se acaba. Solo me quedo mirando a la ventana y me aseguro de que la maniobra va bien. Sudor y más sudor en las palmas de las manos. Y cuando ya tocamos tierra se me escapa un inevitable «so, caballo» cuando se conectan los propulsores para frenar el avión. Como se ve es un ritual bien sencillo.
Todo esto para que se vea lo que implica para algunos el miedo a volar. Cuando explico las cosas que hago en el avión la gente no suele dar crédito. Si piensan esto ellos que me conocen, ¿qué pensará alguien que vaya a mi lado? Es más, ¿qué pensaría usted si ve a un joven tapado hasta las orejas, con la chaqueta de manta, mascando chicle furiosamente y tarareando canciones sentado a su lado en un avión? Probablemente que está loco o que ha puesto una bomba en el aparato. Eso sí que es socializar el miedo.
Años llevo yo con esos miedos y es curioso, hay épocas en las que tengo (o tenía) que volar muchas veces y cuantos más vuelos tenía que hacer menos miedo me iba dando. En cuanto dejaba un par de meses de volar volvía el miedo atroz.
En cuanto a mis costumbres, yo siempre tengo que mirar por la ventana cuando aterrizo y cuando despego. SI hay turbulencias también es importante poder mirar fuera. Si es de noche o están las ventanillas cerradas me pongo más nervioso. Bien apoyados los pies en el suelod el avión cuando aterrizo (no vaya a ser que me haga un esguince, supongo). Imposible leer o ver nada en el avión si se mueve aunque sea ligeramente.
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