Sociedad

La guerra de Josef K.

Sunganth
Fotografía: Sunganth (DP).

Este artículo está disponible en papel en nuestra revista trimestral nº26.

Raras veces se habla de los preliminares para poder informar desde un frente de guerra; de los «permisos especiales», de las fotocopias compulsadas, de los sellos y acreditaciones. Añadan las reuniones y entrevistas con el personal administrativo, «regalos» y mordidas varias y, sobre todo, la espera. Nunca se habla de la espera. La pesadilla burocrática es tal que son muchos los periodistas que se quedan varados en el arcén de una tortuosa carretera al infierno. Los que consiguen coronar el puerto llegan exhaustos, pero con la sensación de que ya ha pasado lo más difícil: a partir de ahí, bastará con dejarse caer cuesta abajo y zambullirse en el caos, que era de lo que se trataba desde un principio.

Paradójicamente, la antesala del desastre bélico es un espacio delimitado por los protocolos más inextricables y las normas más draconianas. Si Kafka levantara la cabeza convertiría a Josef K. en un periodista que busca la forma de llegar a Libia. Piensen que pasamos del «entre sin llamar» en 2011, cuando bastaba con acercarse a cualquiera de las fronteras terrestres de Túnez o Egipto para ser abducido, casi adoptado, por los insurgentes, al «no molesten» actual. Con tres Gobiernos —uno en Tobruk, en el este del país y dos en Trípoli—, no es fácil atinar con la documentación para conseguir un visado. La división de los Ejecutivos en el país magrebí data de 2014. Fue entonces cuando descubrimos con estupor que los procedimientos cambiaban según quién cogiera el teléfono en la embajada de Libia en Madrid. 

«Tiene usted que volar a Tobruk», me soltó un funcionario, pocas horas después de que otro me hubiera conminado a volar a Trípoli. La delegación consular libia seguía estando en el mismo edificio de la avenida del comandante Franco, pero la división era patente en sus pasillos. Siempre me he preguntado si aquellos funcionarios hablarían de política en la máquina del café, o si esquivarían el tema con el fútbol. Eran los tiempos en los que Clemente llevó a Libia a conseguir su primer título tras ganar el Campeonato de África de Naciones, aunque el idilio con el bilbaíno duró hasta aquel demoledor 4-0 ante Congo. Lo recuerdo bien porque coincidió con un impasse en el trámite de mi visado cuando Jamal Zubia, el responsable del departamento de prensa del gobierno del oeste, fue secuestrado. El visado llegó con cuatro meses de retraso, aunque lo importante aquí es que Zubia salió de una pieza de aquella.

A día de hoy casi nadie consigue un visado de prensa para Libia, más que nada porque los espónsores europeos del gobierno de Trípoli (el que protege una milicia salafista y reconvierte a traficantes de personas en guardacostas) no quieren testigos incómodos de aquello. Ya antes de todo eso, obtener la autorización para entrar en el país era una labor titánica. Uno entregaba la documentación en Madrid, mucha, pero aquello no iba a ninguna parte hasta que Trípoli no te adjudicaba una clave numérica que, por supuesto, también tenías que conseguir tú con la ayuda de un contacto local. Estando en Irak, recuerdo una llamada de un extrañamente diligente funcionario de Exteriores libio que me pedía el número de teléfono de su propia embajada en Madrid. No solo no me pareció extraño a aquellas alturas, sino que me alegró muchísimo saber que alguien en Trípoli se preocupaba por mi proceso particular. 

Conseguir el salvoconducto para entrar en Libia puede resultar agotador pero conviene no cantar victoria cuando uno lo ve finalmente estampado en el pasaporte. Sin ir más lejos, la ofensiva contra Estado Islámico en Sirte (su califato libio) se convirtió en una auténtica prueba de fuego para los reporteros más bregados ya antes de oír silbar las balas

«Es de locos: cuando estás dispuesto a jugarte el pellejo en el frente de guerra te enteras de que necesitas el un permiso del centro de prensa de Misurata y otro del ayuntamiento, además del de la Inteligencia, el del Centro de Operaciones Especiales…», me contaba André Liohn, reconocido fotoperiodista de conflicto, a mi llegada a la zona en octubre de 2016. Para entonces el brasileño llevaba ya un mes atrapado en un bucle que era casi como un trabajo de 9 a 5. La negativa de las autoridades locales a que los escasos informadores sobre el terreno pasaran la noche en uno de los hospitales de Sirte, por poner un ejemplo, obligaba a un desplazamiento diario desde Misurata: 500 kilómetros de coche entre la ida y la vuelta. 

El protocolo de seguridad se había vuelto demasiado restrictivo para gusto de los periodistas. Lejos quedaban los tiempos en los que uno se podía subir a una pick up de las fuerzas libias o a una ambulancia para acceder al frente con independencia; ahora había que presentarse en el cuartel general de los asaltantes nada más pisar la ciudad. Desde allí, un misuratí que respondía al nombre de «Omar» decidía el «cómo», el «cuándo» y, sobre todo, el «cuánto»: un paseo por el frente a 150 dólares, y 200 si uno quería pasar la noche. Como siempre, era una cuestión de dinero. Omar era el auténtico cancerbero de Sirte y probablemente la persona más odiada por los periodistas que, recuerden, ya habían sudado sangre para conseguir un visado libio. Y es que Omar no solo tenía la llave del parque temático en el que se había convertido la ciudad, sino que podía zanjar el asunto con un «Hoy no pueden trabajar aquí, vuelvan mañana» si alguien le resultaba impertinente. 500 kilómetros de coche para 10 minutos en Sirte, y convenía no desafiarle porque los permisos se renovaban cada cinco días. Liohn acabó vetado tras pasar una noche en Sirte sin permiso, pero las autoridades militares podían esgrimir razones aún más peregrinas para dejarte en el banquillo, como haber sacado una foto en Misurata, la que fuera, sin permiso. Doy fe de ello.

Desde el Centro de Operaciones Especiales en Misurata, el general Musa achacaba las restricciones a los informadores a «meras cuestiones de estrategia militar». 

«Es un operativo muy complejo por lo que no podemos dejar que ustedes los periodistas interfieran en su desarrollo», explicaba uno de los supuestos cerebros de «Estructura Sólida», que es como se bautizó la operación contra el califato libio. De acuerdo, una zona de guerra es algo muy serio para que se convierta en un patio de recreo para advenedizos chutados de adrenalina, pero ya hemos dicho que las sofocantes medidas impuestas a los informadores no se limitaban a Sirte. El fotoperiodista catalán Ricardo García Vilanova apuntaba a un sentimiento de paranoia ya en la propia Misurata:

«Traductores, taxistas… hasta los camareros te someten a un pequeño interrogatorio a la mínima oportunidad: ¿Cuándo has venido? ¿En qué hotel te alojas? ¿Estás solo? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?», contaba Vilanova. El catalán también se preguntaba si seguiría en vigor la vieja costumbre de tiempos de Gadafi de redactar informes para la Mujabarat (servicio secreto). 

Una pequeña entrevista con Jalid Farhad, el director del departamento de Relaciones con la Prensa en Trípoli, resultó muy esclarecedora sobre los tics del pasado aún presentes en el Ejecutivo libio de Trípoli. Desde su despacho en el centro de Trípoli, Farhad decía sentirse «profundamente disgustado» por la actitud de los informadores extranjeros.

«Ustedes los periodistas no pueden hacer lo que se les antoje; no pueden moverse por el país libremente sin comunicárnoslo. Nosotros tenemos que saber en qué están trabajando para asistirles, y también por su propia seguridad», me explicó aquel funcionario que ocupaba su puesto desde los años de Gadafi.

Odiábamos a Farhad, a quien parecía que solo le latía el corazón cuando uno le untaba con dinero. Pero más exasperante que eso era el tiempo que te hacía perder: en vez de un «no» rotundo para la obtención de un nuevo permiso que únicamente su firma podía validar te despachaba con un «Te llamo mañana», o incluso un «Te llamo en cinco minutos». Uno podía pasarse semanas esperando, comprobando compulsivamente que el teléfono tenía cobertura, hasta que acababa arrojando la toalla. Es una guerra de desgaste que no solo te deja sin recursos para trabajar; también te quita las ganas de hacerlo.

Cuentas que no salen

A menudo se achaca la ausencia de noticias sobre este o aquel conflicto a una actuación consensuada entre actores tanto locales como extranjeros para silenciar una realidad a los oídos del mundo. Ciertamente hay lugares desde los que no llegan apenas noticias, como Baluchistán, o la mayoría de los países del arco subsahariano aunque, a día de hoy, el paradigma de un conflicto sangrante pero apenas cubierto quizás sea el de Yemen. Lo cierto es que un visado al país es más que factible; de hecho, son muchos los periodistas que lo tienen estampado en sus pasaportes. Pero no acaban de poner el pie en el país. Pidan explicaciones en la embajada de Arabia Saudí. Resulta que los sátrapas del golfo controlan todas las vías de acceso a Yemen: tierra, mar y aire. Pero no se preocupe, le llamamos cuando el permiso esté listo. Lo dicho, guerra de desgaste. 

Pero siempre, siempre existe alguna forma de entrar. Siguiendo con el caso de Yemen, había un atajo que pasaba por volar a Yibuti y subirse a un barco, llámenlo «esquife», «cayuco», «patera» gobernado por un auténtico pirata del cuerno de África que te cobrará el viaje a precio de crucero de una semana por las islas griegas. No se olviden de guardar algo para el tipo que te moverá por Yemen a razón de 500 dólares/día y, por supuesto, para la patera de vuelta. Lo crean o no, hay cientos, quizá miles de periodistas dispuestos a embarcarse en una travesía como esa, pero faltan editores dispuestos a pagarla. Así, la guerra de Yemen sigue siendo una escabechina de la que tenemos constancia, sí, pero poco más.

Lo que es un hecho más que comprobado es que un frente de guerra ejerce una poderosa atracción entre mercenarios, periodistas y voyeurs del desastre en general. Como era de esperar, la ofensiva sobre el bastión del EI en Mosul también arrastró a la recua habitual de individuos luciendo fular bajo la barba y pantalones tácticos a Erbil. En el otoño de 2016, la capital kurda de Irak se desperezaba a diario bajo el martilleo constante de los Blackhawk, los Apaches o los Chinook, siempre volando de dos en dos, como en Kabul o Bagdad. 

Para cuando me dejé caer por Erbil tenía muy claro que ese, el de Mosul, era un frente que no iba a cubrir. El precio mínimo de un conductor/traductor —generalmente conchabado con el aparato militar iraquí— era de 600 dólares por día, lo cual obligaba a colegas a compartir gastos o, lo que es lo mismo: que la foto o el testimonio que uno pudiera rescatar de esas pocas horas en Mosul se multiplicara por los cinco con los que te habías empotrado en el coche. Muchos pisaban la zona por primera vez en su vida y corrían hacia un frente de batalla en el que difícilmente conseguirían algún beneficio con esas tarifas y esa competencia. El combinado militar contra el EI avanzaba mientras los periodistas independientes desparecían progresiva e inexorablemente del escenario de guerra. Ni siquiera a Eddy van Wessel, reconocido fotógrafo de guerra holandés, le salían las cuentas.  

«Si sigo aquí es porque un canal de televisión holandés quiere hacer un documental sobre periodismo de conflicto y me han pedido que haga de hilo conductor. Sin ellos, mi fixer estaría ganando más que yo», me contó Van Wessel, quien había entrado en Mosul por primera vez durante la ocupación de 2003 y se había ganado la vida en el oficio sin problemas desde entonces.

La última trampa para periodistas que tuve oportunidad de conocer y sufrir in situ fue el asalto sobre Raqqa, la capital siria del califato. La pesadilla burocrática hasta llegar allí fue tal que tuve una auténtica sensación de alivio una vez en el frente. No es broma. Situada en una zona bajo control kurdosirio, a la zona se accedía desde el Kurdistán iraquí al que se me permitía volar, pero no cruzar la frontera por razones demasiado largas y complejas de explicar. Como ocurría con el no-viaje de Yemen, hubo que apoquinar una suma considerable al contrabandista de turno para poder cruzar la frontera; una vez al otro lado, se nos comunicó (iba con Ricardo García Vilanova) que no podíamos trabajar porque no nos habíamos acreditado convenientemente, y así dio comienzo un rosario de e-mails y llamadas hasta deshacer el entuerto. Hacen falta permisos para ir del punto A al B, y si uno quiere llegar al frente de Raqqa, todavía más. Muchos más. 

Solucionado el papeleo, conseguimos esquivar la exigencia inicial del mando militar de dormir en Kobani y evitar los 500 kilómetros de coche diarios —esa parece la medida estándar del commuting bélico— hasta Raqqa. Fue también gracias a viejas amistades que pudimos evitar los tours en los que se pasea a los periodistas por el frente y quedarnos allí (bendito batallón siríaco) para el desconcierto y la envidia de nuestros colegas, que venían a diario desde Kobani. Sentía lástima por ellos cada vez que les veía. Sus ojeras hablaban de los miles de llamadas que habrían hecho y, sobre todo, de las que habrían esperado. También de los documentos descargados y rellenados mil y una veces antes de fotocopiarlos otras mil; de los kilos de baclava (dulce tradicional de Oriente Medio) comprados sin ganas para funcionarios desagradecidos y de los sobornos; de los cara a cara con los que tienen tu futuro en sus manos y las lamidas de culo para que ese hombre —siempre es un hombre— que fuma y te mira como las vacas al tren firme ese papel y pases de pantalla. Y todo para ir a la guerra.

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2 Comments

  1. Gracias Karlos, por acercarnos la realidad desde lo pequeño a lo grande.
    Que nadie se engañe. No somos mejores que esos funcionarios que describes en el artículo.
    Si hubiera interés real en solucionar conflictos, los telediarios hablarían menos de autenticas chorradas (perdón por la expresión) e informarían más y mejor del mundo en que vivimos.
    Supongo que demasiados intereses en juego…

  2. angel sastre

    me siento totalmente identificado me dedico a lo mismo…

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