(Viene de la primera parte)
La primera pandemia de peste bubónica que azotó Europa, África y Asia continental durante algo más de doscientos años, se extinguió por fin en el siglo VIII. Había provocado terribles sufrimientos físicos y morales, además de la pérdida de muchísimas vidas. Había malbaratado la economía, agudizando la pobreza. Así que, incluso teniendo en cuenta lo dura que era la vida por entonces —incluyendo un buen número de otras enfermedades cuyas cifras globales no eran tan espantosas, pero que tampoco tenían cura ni alivio—, la expiración de la peste fue una gran noticia para buena parte del mundo. Regiones como Europa experimentaron un largo descanso pandémico y, tras haber perdido decenas de millones de habitantes, pudieron empezar a recuperar población. Sin embargo, algunos territorios insulares que no habían experimentado tanta desolación iban a sufrir su propio cataclismo sanitario.
Fue el caso de Japón. Así como los británicos se libraron de varias pandemias europeas hasta que les tocó afrontar su propio brote de peste, los japoneses se habían librado de varias pandemias asiáticas. Viviendo en un archipiélago y manteniendo un comercio limitado con el continente, los japoneses sufrían pocas epidemias. La contrapartida a esta relativa paz era, por descontado, el hecho de que la población japonesa carecía de inmunidad para enfermedades que en otros lugares ya no golpeaban tan fuerte. Por ejemplo, en Asia continental y Europa la viruela era una enfermedad potencialmente grave para quien la sufría, pero también endémica, lo cual significaba que los sistemas inmunológicos de los habitantes se habían adaptado. Ya no eran tantas las personas que enfermaban de viruela, y cuando lo hacían, no morían con tanta facilidad. En Japón, sin embargo, era una enfermedad desconocida. Y la región iba a pagar las consecuencias.
El primer gran golpe epidémico documentado en el archipiélago japonés, anterior a la llegada de la viruela, se había producido en el siglo VI. Los japoneses experimentaron con aterrador asombro la extensión de una enfermedad que hoy no podemos identificar. No pudieron comprender, así que recurrieron a explicaciones religiosas. La epidemia coincidió con la llegada de una colección de imágenes de Buda que el rey de Corea había regalado al gobierno nipón. El budismo era todavía algo nuevo en Japón, donde el sintoísmo, la religión politeísta tradicional, todavía era la fe hegemónica. El rey coreano, con intención evangelizadora, acompañó su regalo con un amistoso consejo público: Japón haría bien convirtiéndose al budismo. Los japoneses, en efecto, empezaban a sentirse atraídos por aquella creencia extranjera. Y eso, por lo visto, no gustó a los celosos dioses del shinto, quienes decidieron castigar esas veleidades heréticas mediante el envío de una enfermedad. Para la población de las islas, poco familiarizada con las epidemias, el enfado de los dioses explicaba de manera perfectamente razonable la situación.
Los propios gobernantes dieron pábulo a esas explicaciones religiosas, pero el paso del tiempo les hizo darse cuenta de que, parafraseando a Shakespeare, había más cosas en cielo y tierra de las que comprendía su filosofía. Durante el siglo VII, mediante la información que traían los diplomáticos, empezaron a saber que en otros lugares existían enfermedades exóticas que podían viajar con mucha facilidad junto a los humanos. Desde China, en particular, llegaban informes sobre la ocurrencia de plagas y sobre las medidas extraordinarias que las instituciones adoptaban para intentar contenerlas. De estos informes, las autoridades japonesas dedujeron que, además de las fuerzas sobrenaturales, también debían de existir mecanismos naturales, aunque misteriosos, que jugaban un papel en la extensión de las epidemias. Empezaron a sospechar, con acierto, que los barcos podían traer las enfermedades exóticas a Japón. Y esa posibilidad se volvió muy preocupante en el siglo VIII; los intercambios marítimos con el continente, en especial con Corea y China, estaban enriqueciendo al país, lo cual significaba que cada vez más barcos iban y venían del continente. El gobierno japonés, temeroso, promulgó una nueva ley que obligaba a que los ciudadanos reportasen brotes de cualquier enfermedad que se extendiese con rapidez en cualquier parte del país.
Ese sistema de alarma era necesario, razonable, y demostraba la perspicacia y sensatez de las clases dirigentes japonesas. Pero también era insuficiente. Había una enfermedad para la que Japón sencillamente carecía de defensas: la viruela. Una enfermedad causada por un virus que necesita un único individuo portador para sembrar el más espantoso caos en una población carente de inmunidad. Y eso fue justo lo que sucedió en el año 735, cuando un pescador japonés que faenaba en el mar de Corea encalló su barco en la costa continental, por lo que tuvo que pasar un tiempo en tierra. Cuando volvió a Japón empezaba ya a sentirse enfermo. Tras desembarcar, se dirigió a su ciudad natal, Dazaifu, situada a unos pocos kilómetros de la costa. Allí, se convirtió en el «paciente cero» de una epidemia que terminaría llevando el país al borde del colapso.
Primero enfermaron personas del entorno familiar del pescador. En pocas semanas, buena parte de su ciudad mostraba síntomas, y uno de cada tres enfermos terminaba muriendo. Desde Dazaifu, la viruela se extendió al resto de la isla de Kyushu, una de las cinco principales del archipiélago nipón. Al igual que sucedía en otras partes del mundo que no habían experimentado muchas epidemias, o que no las tenían recientes en la memoria, los japoneses no estaban familiarizados con el concepto de contagio. Incluso entre los oficiales del gobierno, asesorados por estudiosos que sí sabían que las enfermedades viajaban, cundía la ignorancia sobre el poder de la transmisión infecciosa entre individuos. En el 736, varios emisarios gubernamentales partieron desde la entonces capital del Japón, Nara, para realizar una misión diplomática en Corea. Planearon su camino sobre un mapa, no sobre la realidad de lo que estaba ocurriendo en otra parte del país, y decidieron que les convenía atravesar la isla de Kyushu, que por entonces continuaba plagada de viruela. Los emisarios, claro, se contagiaron al poco de llegar a Kyushu. Cuando empezaron a sentirse enfermos, decidieron que no iban a seguir hasta Corea. Pero tuvieron la desgraciada ocurrencia de retornar a Nara para recibir cuidados médicos de primer nivel. Así, llevaron la plaga a la capital, desde donde la enfermedad se diseminó por el resto de la isla de Honshu, centro neurálgico de la nación, y desde ahí saltó al resto del territorio. En el verano de 737, todo Japón era ya presa de la viruela. Durante lo peor de la primera oleada, los japoneses llegaron a pensar que se enfrentaban al fin del mundo. Y no se los puede culpar. Era lo mismo que, durante las peores oleadas infecciosas, habían pensado griegos, romanos y otros pueblos. En cierto modo, una nueva epidemia era como el fin del mundo conocido.
Japón experimentó un cataclismo de dimensiones colosales. Enfermaban y morían tantos adultos que muchos cultivos quedaron abandonados, no habiendo quien pudiera atenderlos, por lo que la hambruna se sumó a la plaga. Aunque la oleada empezó a remitir en aquel mismo año 737, la situación económica era tan grave que el gobierno japonés decretó la total suspensión de todas las tasas e impuestos. Se calcula que aquella primera oleada mató a un tercio de la población total en menos de tres años. Para Japón, la viruela supuso un golpe tan fuerte como la peste bubónica lo había sido para el Imperio romano oriental, Persia o Siria.
La ingeniería social cumplió un importante papel en la recuperación del país, en especial cuando se fomentó que habitantes de las ciudades emigrasen hacia las regiones rurales donde la mano de obra agrícola había sido diezmada. Japón experimentó una transformación social y urbanística sin precedentes, porque se acababa de enfrentar a un cataclismo para el que tampoco había precedentes. Como había sucedido con la peste en Europa, la viruela retornaría de manera periódica y Japón tendría que sufrir numerosos rebrotes durante cientos de años, hasta que la enfermedad llegase a hacerse endémica. Entre los siglos VIII y XIV —casualmente, el mismo periodo en que Europa se vio libre de la peste—, Japón experimentó más de veinte oleadas epidémicas. Y, también como había sucedido en Occidente, la enfermedad atacaba con dureza a todas las clases sociales. Durante la primera oleada, de hecho, la mortalidad fue mayor entre las élites de la capital Nara que entre los campesinos de algunas regiones rurales afectadas. Sucesivas oleadas golpearon inclusive a las familias imperiales: el emperador Daigo enfermó de viruela en el año 925. El emperador Ichijo enfermó y murió en el 993, cuando solo contaba quince años. En el 1077, murieron dos princesas reales, Atsukata y Atsubume. En 1175 enfermó el emperador Takakura.
En siglo VIII, al inicio del desastre, los japoneses carecían de una ciencia pre-epidemiológica como la que habían desarrollado indios, chinos y, sobre todo, europeos. Por supuesto, un mayor conocimiento de las pandemias no servía para detenerlas y una mejor teoría médica no implicaba un mejor pronóstico, pues la medicina era aún muy primitiva y, si servía poco para explicar, aún menos servía para curar. Pero la teoría, al menos, permitía reflexionar sobre las enfermedades y llegar a conclusiones más o menos acertadas en torno sus mecanismos de contagio. En las pandemias del ámbito grecorromano, la población se había volcado en la superstición al principio, pero había terminado decepcionada por la aparente inutilidad no solo de la medicina, sino también de la religión y la magia, lo cual había facilitado corrientes de escepticismo que, aunque nunca llegaban al ateísmo (fenómeno raro, por no decir inexistente, en el mundo antiguo), sí favorecían, al menos durante las peores oleadas infecciosas, la creencia epicúrea de que los dioses eran indiferentes al sufrimiento humano.
Los japoneses, durante aquel espantoso primer contacto con la viruela, no pudieron sino volcarse en la religión y la magia. Hasta el emperador trató de apaciguar al cielo construyendo un gran templo para honrar a Buda (el budismo ya se había establecido en el país y los japoneses ya no pensaban que enojaba a los dioses del shinto). Muchos achacaron la pandemia al hosogami, el recién llegado dios (o demonio) de la viruela, que causaba la enfermedad para reclamar la atención de los humanos. Otros la achacaban a los onryo, fantasmas vengativos de la tradición popular. Los onryo eran espíritus de personas que se habían sentido agraviadas durante su vida terrenal y que, habiendo transitado ya al mundo de los muertos, estaban obsesionadas con la venganza, empeñadas en hacer todo el daño posible a quienes aún estaban vivos.
Las soluciones propuestas para la epidemia eran, en consecuencia, poco más que una inútil colección de rituales, aunque mostraban la característica elegancia de la cultura nipona. Algunos adulaban al hosogami y, para concederle ese privilegiado estatus que parecía reclamar, incluían una figurita en el altar de la vivienda. Esto no servía para nada, pero era inocuo. Más peligrosa era la ceremonia para intentar tranquilizar a los demonios que poseían el cuerpo de un enfermo. Los familiares se situaban junto a la cama del paciente y realizaban ofrendas, leían poemas, o interpretaban música y danzas sin ser conscientes de que se ponían en riesgo a ellos mismos y ayudaban a extender la enfermedad. Otros optaban por intentar asustar a la propia viruela, colocando telas rojas en torno a las lámparas y situando por toda la casa objetos de color rojo, por lo general muñecos. Se pensaba que la luz roja espantaba a los malos espíritus. Este uso del color es interesante, pues se reprodujo en muchos otros lugares y épocas. La creencia japonesa del que el rojo debilitaba los síntomas de la viruela se extendió a China y la India, donde aplicaban el sistema también para combatir otros males. De ahí, la costumbre llegó a Asia Menor y Europa. Cuatro siglos después, durante la peste negra, hubo europeos que usaron prendas rojas con la esperanza de evitar la enfermedad (lo cual, además, está relacionado con la actual tradición de asociar las prendas rojas con la buena suerte). Esta práctica se reproducía en África occidental, donde pudo surgir de manera paralela, aunque es probable que fuese también una influencia foránea; en ciertas culturas, de hecho, es difícil precisar hasta qué punto la adopción del rojo como herramienta sanitaria se debió a la influencia exterior o a la asociación del color con la sangre, que es la esencia de la vitalidad.
Llegada la Edad Media, la primitiva epidemiología grecorromana seguía siendo la más elaborada del mundo, al menos al nivel de lo que entonces podía considerarse científico. En civilizaciones como China o la India se habían manejado algunos conceptos similares a los de la medicina de la antigua Europa, como el miasma, pero aún solían primar las explicaciones sobrenaturales (aunque en China, dada la alta frecuencia de las epidemias, esas explicaciones se combinaban con un muy confuciano pragmatismo legal y sanitario). En Occidente, la medicina hipocrática no solo había sobrevivido al paso de los siglos sino que fue renovada y se abrió camino entre los estudiosos del segundo milenio gracias al trabajo del teórico médico más importante del medievo: Avicena, así llamado en Europa como una manera cómoda de acortar su bello pero enrevesado nombre árabe: Abu Ali al Husaín ibn Abdalá ibn Sina (Avicena es la latinización de Ibn Sina).
Nacido en una familia musulmana de Persia, Avicena fue un individuo extraordinariamente precoz y polifacético, como un Isaac Newton del ámbito arábigo. Por ejemplo, se anticipó en siglos al «pienso, luego existo» de Descartes. Llegó a ser el erudito más completo de su tiempo y escribió más de doscientas obras sobre todos los asuntos imaginables. Una cuarta parte de sus libros estaban dedicados a la medicina, su profesión, por la que fue famoso en su país. Su obra más trascendental es el tratado Al Qanun fi al tib, (El canon de la medicina), destinado a dejar una profunda huella en la ciencia medieval, y que podría decirse que lo convirtió en un nuevo Hipócrates. La brillantez del Canon, escrito a principios del siglo XI, produjo un gran impacto entre la intelectualidad y la profesión médica del mundo musulmán. En el siglo XII, el libro fue traducido al latín por el italiano Gerardo de Cremona, que por entonces vivía en Toledo. Desde ese momento, el impacto del Canon se repitió en el ámbito cristiano. Para los sanitarios europeos, el tratado de Avicena permanecería durante cientos de años como el principal libro de referencia de la ciencia médica.
Avicena se consideró a sí mismo un discípulo de los grandes pensadores de la Antigüedad clásica europea, y fue el principal defensor de la medicina hipocrática y la teoría de los humores. Al igual que sus admirados griegos, reconocía el carácter contagioso de ciertas enfermedades. No llegó a ser testigo directo de una gran pandemia internacional, pero eso no le impidió desarrollar extraordinarias intuiciones epidemiológicas. La principal y más célebre es la invención de un nuevo método para controlar las epidemias: el aislamiento de un enfermo infeccioso durante un periodo no inferior a cuarenta días, con lo que pretendía asegurar no solo que el enfermo se había curado de los síntomas, sino que ya no podía contagiar la enfermedad a otros. Este aislamiento de cuarenta días fue el origen de nuestro actual concepto cuarentena. Una implicación importante de este método es que Avicena contemplaba la posibilidad de un nuevo tipo de contagio: el de portadores asintomáticos. Cabe aclarar que él no imaginaba la existencia de portadores asintomáticos que nunca hubiesen desarrollado la enfermedad, una posibilidad casi imposible de concebir cuando no se conocían los gérmenes ni el sistema inmunitario, Pero sí dedujo que había pacientes que, habiendo superado ya los síntomas (es decir: convalecientes asintomáticos), todavía podían ser contagiosos. Y esta aportación era importantísima. Si el confinamiento de los sanos ya era un método de prevención habitual, la cuarentena de los convalecientes que ya no eran sintomáticos iba a ayudar mucho en la lucha contra las epidemias.
La epidemiología de Avicena influyó en otros autores del ámbito árabe que también consideraron el contagio un proceso natural. Sin embargo, la teoría del contagio era desdeñada, y hasta repudiada, por muchos musulmanes para quienes la enfermedad procedía de la voluntad de Dios. Dado que había tantos creyentes quienes rechazaban una transmisión mecánica porque esta implicaba la posibilidad de que el mundo funcionaba por sí solo, algunos estudiosos musulmanes que personalmente sí creían en la teoría del contagio, usaban giros semánticos con el fin de acomodar ese concepto controvertido dentro del lenguaje religioso usado por los más celosos defensores de la ortodoxia. El concepto de miasma seguía vigente en la medicina neo-hipocrática árabe, así que los autores podían trazar un paralelismo entre el miasma y las impurezas, también contagiosas, del espíritu y la conducta. Esta era una buena manera de explicar el proceso epidémico en términos que la gente común pudiera entender y aceptar.
En Europa, el Canon de Avicena se convirtió en la estrella de las bibliotecas médicas, pero las viejas plagas del primer milenio habían sido olvidadas por la gente común, que se había acostumbrado a lidiar con enfermedades endémicas o con epidemias para las que existía cierta inmunidad de grupo, por lo que tenían tasas de contagio y mortalidad eran muy inferiores a los cataclismos que habían sacudido las dos mitades del Imperio romano. Desde el siglo VIII no se había producido una pandemia tan generalizada y catastrófica como para sacudir los cimientos de las sociedades de todo el continente. Pero la tregua estaba llegando a su fin.
Los primeros indicios de que la calma estaba a punto de hacerse añicos se produjeron en 1330. Aunque las noticias aún tardarían tres lustros en llegar a Europa, en el otro lado del mundo estaba desatándose el infierno sobre la tierra. Mongolia sufrió un primer brote —no muy bien documentado— de una terrible enfermedad que llegó a matar a más de la mitad de los habitantes de algunas zonas del país, según relataron cronistas de la vecina China. Aquel brote era el inicio de la segunda pandemia mundial de peste bubónica. Durante el año siguiente, 1331, la enfermedad se extendió a las provincias fronterizas de China, causando un nivel similar de devastación. Aquella oleada de peste mató a decenas de millones de personas solo en China. El país aún estaba tratando de recuperarse de la primera ola cuando, veinte años después, se produjo una segunda. Un censo oficial del año 1200 —esto es, más de un siglo antes de la pandemia— contabilizó ciento veinte millones de habitantes en China. Pues bien, otro censo posterior a la plaga registró solamente sesenta y cinco millones. La peste bubónica se había llevado a casi la mitad de la población. En algunas regiones del país, los funcionarios registraron la desaparición de hasta un noventa por ciento de los habitantes: quienes no habían muerto, habían huido. El proceso de despoblación fue muy similar al que había aquejado a Europa durante el siglo VI.
La enfermedad salió de China y se extendió hacia las llanuras de Asia central. Por allí transitaba la Ruta de la Seda, el camino que usaban las caravanas comerciales que iban y venían desde Occidente, y que se convirtió además en el principal canal de transmisión pandémica entre ambos extremos del mundo conocido. Por lo general, las pandemias aparecían en Oriente y viajaban hacia el oeste en caravana. Entre los caravaneros se producían muchos casos de zoonosis, esto es, de transmisión infecciosa desde un animal al ser humano. En los caravanserai, refugios situados a lo largo de la Ruta de la Seda, los comerciantes pasaban la noche compartiendo un apretado espacio con sus animales y, en ocasiones, con los animales de otros caravaneros. Era la situación ideal para que las pulgas, principal mecanismo de zoonosis en la peste bubónica, saltasen desde su residencia habitual, la piel de los animales, hasta la piel de los humanos.
Lo llamativo es que las caravanas, aunque fueron los principales transmisoras de la enfermedad a través de la Ruta, no siempre experimentaban brotes muy contagiosos. Esto se debía al particular proceso infeccioso que produce el bacilo de la peste. Cuando un humano era directamente contagiado por las pulgas, la peste podía tomar tres formas. Si el bacilo infectaba el sistema linfático, se producía la forma bubónica propiamente dicha (un bubón era el bulto, muy visible para los observadores, que denotaba un ganglio linfático inflamado). La primera modalidad era la linfática, donde la enfermedad era menos grave y no producía contagio de un humano a otro. En el caso de que el bacilo infectase la sangre, se producía la modalidad septicémica, caracterizada por el ennegrecimiento de la piel y la posible necrosis de los tejidos. Aunque esta forma era más grave que la bubónica y podía producir la muerte por colapso septicémico, tampoco era contagiosa entre humanos. La tercera modalidad se producía cuando la infección llegaba a los pulmones. La forma respiratoria de la peste era la que con menor frecuencia se desarrollaba tras una zoonosis, pero, de llegar a desarrollarse, era extremadamente contagiosa. Los aerosoles, diminutas gotitas de saliva que contenían el patógeno (y que, como sabemos hoy, podían permanecer un buen rato suspendidas en el aire) eran los que trasmitían la peste de humano a humano. Así, los caravaneros solo se contagiaban si alguno de ellos, tras ser picado por las pulgas, desarrollaba la poco probable modalidad respiratoria; esto explica que, aun estando muy expuestos a las pulgas infecciosas, no sufriesen tantos brotes como cabría imaginar. En grupos humanos muy reducidos como los de caravanas, las formas no contagiosas (bubónica y septicémica) tenían mayor incidencia. Durante los viajes podían enfermar y morir algunos individuos, pero, si no habían desarrollado la peste respiratoria, los demás no se veían afectados. El verdadero problema se producía cuando la enfermedad llegaba a una población numerosa y densa como la de un pueblo o, aún peor, una ciudad. En esos asentamientos tan poblados, la pura estadística facilitaba la aparición de un mayor número de casos de peste respiratoria, lo cual desencadenaba un aumento exponencial de transmisiones a través de los aerosoles y el contacto directo. Puesto que los síntomas aparecían días después de la infección, para cuando una ciudad decretaba medidas de emergencia como el confinamiento y el distanciamiento social, la enfermedad ya estaba muy extendida.
Tras la primera oleada en Mongolia y China, Europa se libró del contagio durante unos pocos años porque la Ruta de la Seda había reducido temporalmente su actividad. De hecho, uno de los primeros contactos de los europeos con la plaga se produjo de manera no relacionada con el comercio: la guerra. En 1345, las hordas mongolas pusieron sitio a la ciudad de Kafa (la actual Feodosia, en Crimea, a orillas del mar Negro). Como los habitantes de Kafa no se rendían, el líder mongol Jani Beg ordenó catapultar por encima de las murallas varios cadáveres de víctimas de la plaga. Es decir: los mongoles, que ya se habían enfrentado a lo peor de la peste, la usaban ahora como arma biológica. Tal y como esperaban, la enfermedad se extendió por las calles de Kafa, aunque hoy se cree que la transmisión hacia el interior de la ciudad pudo ser el efecto de la entrada de animales infestados por pulgas portadoras, y no tanto del lanzamiento de cadáveres.
No fue aquel asedio, sin embargo, lo que propició la extensión de la pandemia al resto de Europa. Fueron los barcos. Por entonces, nadie sospechaba que los principales transmisores iniciales de la peste eran las pulgas. Y estas parasitaban no solo a los animales de carga de las caravanas, sino también a las ratas, polizonas habituales en las bodegas de los buques. Así, varios mercantes italianos que regresaban desde el mar Negro llevaron la plaga hasta Constantinopla, la capital imperial con un pie en Asia y otro en Europa. Allí llegó la pandemia en el verano de 1347. Rápidamente la mortandad se disparó y, como era habitual, lo hizo entre todas las clases sociales: una de sus tempranas víctimas fue el hijo del emperador, que murió con solamente trece años de edad. Constantinopla era uno de los más importantes enclaves comerciales del Mediterráneo, y desde allí la peste viajó a Siria y Palestina. Después llegó a Egipto, donde su aparición tuvo forma de misterio novelesco: al principio, los desconcertados cronistas egipcios expresaron su asombro ante la misteriosa desaparición de decenas de tribus nómadas del desierto que solían acercarse de vez en cuando a las ciudades, pero de las que llevaban tiempo sin tener noticias. No mucho después, los cronistas obtendrían la respuesta al misterio cuando la pandemia llegó a las zonas más pobladas y terminaron muriendo millones de egipcios, cuatro de cada diez habitantes. Solamente en El Cairo fallecieron más de doscientas mil personas en menos de nueve meses.
En enero de 1348, la plaga desembarcó en los puertos de Génova y Venecia. Los primeros contagios se produjeron en las mismas zonas portuarias, cuando las pulgas que se habían alimentado de las ratas de los barcos saltaban a los humanos y los picaban, suceso común, dada la deficiente higiene de la época. Una vez se producían los primeros casos respiratorios, las pulgas dejaban de ser necesarias como vectores de transmisión y la enfermedad se extendía con mucha rapidez de una persona a otra. La peste continuó viajando por tierra y mar, impulsada por el comercio, el cual era imposible de detener a tiempo porque los sistemas de transmisión de noticias de la época solo eran tan rápidos como lo eran los propios barcos y caballos. Así, unos seis meses después de los primeros contagios en Génova y Venecia, la peste ya asolaba toda Italia, así como Francia, España, Grecia, los Balcanes y el Magreb. Después de otros seis meses, la peste se extendía también por Portugal, Centroeuropa, Inglaterra y Rumanía. A finales de 1349 había llegado a Irlanda, Escocia y Dinamarca. En 1350 ya había alcanzado Noruega y avanzaba por Europa del este. En 1351 cayeron el resto de Escandinavia y Rusia.
La primera ola de esta segunda pandemia europea de peste finalizó en 1353, después de siete agónicos años de imparable avance por el interior del continente. Siete años puede parecer un avance lento cuando lo comparamos, por ejemplo, con el del coronavirus actual, que se extendió por todo el mundo en cuestión de pocos meses. Pero el bacilo de la peste era muy rápido para aquella época: pensemos que no existían aviones, trenes, ni vehículos a motor; y que, aun así, la peste llegó en pocos años a zonas apartadas. Tras aquellos siete años, habían muerto más de cien millones de personas. En Europa perdió la vida, como mínimo, la tercera parte de la población (según otras estimaciones, pudo morir la mitad, o incluso dos tercios de la población total). El continente había sido arrasado. El único país europeo que esquivó lo peor de la peste fue Polonia, porque fue el único país europeo que, teniendo escasa actividad comercial exterior, tuvo tiempo para reaccionar y proteger sus fronteras estableciendo cuarentenas obligatorias para los viajeros y, en algunos momentos, el cierre total. Dado que Polonia no vio diezmada su población y además no dependía de los intercambios exteriores, su sociedad no sufrió el mismo golpe que las demás naciones.
En términos numéricos, la Peste Negra fue la pandemia más destructiva en la historia de la humanidad. Una enfermedad que había regresado para cambiar por segunda vez la faz de la Tierra. El planeta contaba con casi quinientos millones de habitantes antes de la pandemia. Tras la primera oleada, quedaron con vida unos trescientos cincuenta millones. Al igual que la oleada de la Antigüedad, la peste golpeó con su mayor dureza al principio; después, aunque con virulencia decreciente, produjo rebrotes durante siglos. Para hacernos una idea de lo lenta y progresiva que fue su «desaparición», basta ver las fechas de algunos de los rebrotes localizados pero aún importantes en ciudades de Francia (1464, 1628, 1720), Italia (1576, 1629, 1656), España (1596, 1647) e Inglaterra (1471, 1479, 1563 y 1665, año en que Isaac Newton se marchó al campo para huir de la pandemia y realizó toda clase de avances científicos durante su confinamiento). Con el tiempo, habría también epidemias de peste en África central y América. Aquella segunda pandemia de peste, que había comenzado en el siglo XIV, no dejó de producir rebrotes hasta el siglo XVIII. Aún tuvo lugar una tercera pandemia de peste entre 1855 y 1859, aunque esa vez estuvo más contenida y no salió de algunas regiones de Asia, teniendo las consecuencias más graves en la India. De momento, crucemos los dedos, no ha habido una cuarta pandemia de la peste bubónica. La enfermedad continúa activa hoy y no existe una vacuna, aunque la mejor higiene y un mayor control sanitario han conseguido que afecte a un reducido número de personas. En el 2019, por ejemplo, solo hubo dos mil casos de peste en todo el mundo, casi todos en India, África y Sudamérica, aunque se suelen presentar casos aislados en muchos otros países. Son números muy reducidos en términos epidémicos, menos de un caso por millón de habitantes. Eso sí, sigue siendo una enfermedad extremadamente peligrosa para quien tiene la desgracia de contraerla, pues su tasa de mortalidad, aunque sin llegar al promedio del 40% o 50 % de otros tiempos, sigue siendo muy alta. Incluso con los tratamientos actuales, mueren cerca de un 10 % de los pacientes.
La Peste Negra iniciada en el siglo XIV produjo cambios muy profundos en las sociedades, economías y mentalidades europeas. Disparó la superstición, pero también un deseo genuino de intentar comprender los mecanismos de contagio, lo cual, todavía en ausencia de medios tecnológicos indicados, produjo toda clase de especulaciones que hoy entrarían en el terreno de la ciencia ficción.
(Continúa aquí)
Entretenido e instructivo, da gusto leerlo! También se agradecen las referencias a los efectos de las pandemias y a las medidas adoptadas en otros continentes, alejándose del usual y aburrido eurocentrismo que deja para los occidentales en la oscuridad a la mayor parte de la historia del mundo.
Pingback: Orhan Pamuk, «el difamador» | sephatrad
Pingback: Orhan Pamuk, «el difamador» – Up Food