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Hipólito G. Navarro: «El humor me ha hecho estar en el mundo de otra forma: llevo toda la vida peleando contra la solemnidad»

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Considerado por la crítica como uno de los últimos renovadores del cuento en España, la azarosa vida de Hipólito G. Navarro (Huelva, 1961) lucha con su genial obra por ver cuál de las dos resulta más interesante para sus lectores. Sus palabras al repasar su trayectoria literaria o su peculiar manera de entender la narrativa corta son tan brillantes como sus textos y, al igual que ellos, dejan también un extraño poso de melancolía y hondura. 

Escucharle hablar es no obstante sinónimo de reír, si bien la risa que nos arrancará tendrá siempre varias capas, por no decir cargas, de profundidad. Su humor es toda una declaración de intenciones contra la solemnidad. Sin embargo, cuando ha de referirse a los momentos verdaderamente solemnes que le ha tocado vivir, Hipólito G. Navarro se abre en canal, como demostrará en esta larga entrevista realizada al aire libre, sin tapujos. 

En «La poda y la tala de los árboles frutales», cuento con el que cierras La vuelta al día, uno de los personajes concluye rotundo: «Un libro es lo más importante del mundo». ¿Harías tuya esa afirmación?

Es la frase con la que el padre del cuento machaca a su hijo, sí, pero yo no puedo estar de acuerdo con ella. Al final del relato se entiende que esa insistencia del progenitor acaba causando un daño enorme en el hombre que será más tarde ese niño. ¡Cómo va a ser un libro lo más importante del mundo! No lo es; no puede serlo. Y menos uno solo. ¡Habrá algo más peligroso en el mundo que el hombre de un solo libro! Así se presenta a ese personaje, un hombre alcohólico que solo atesora un libro, el único que ha leído en su vida, un libro técnico además, nada de literatura, un manual sobre la poda y la tala de los árboles frutales, muy escaso de letras y bien nutrido de ilustraciones. Para mí los libros son muy importantes, está claro. No me veo más de dos días sin tener uno entre las manos. Un día que no leo es un día perdido para mí. Los libros son muy importantes, cierto, pero no lo más importante del mundo. Eso lo asegura el personaje, demasiado atolondradamente quizá.

Pero ese cuento, como has confesado en otras entrevistas, es muy autobiográfico. ¿Te llegó a decir eso tu padre alguna vez?

Ese cuento es profundamente autobiográfico. No puedo releerlo sin que me produzca un dolor intenso. Me extraña que mi padre dijera alguna vez esa frase así, literalmente, aunque su enseñanza quería ir por ahí, desde luego. Ese libro sobre la tala de los árboles lo guardaba en una pequeña caja fuerte, bien escondido en la trastienda del bar, su negocio de aquel entonces, cuando ya había regresado de los años de emigrante en Alemania en los primeros años sesenta. Le daba una importancia brutal a ese manual, hasta el punto de enseñármelo solo cuando estaba muy borracho, como cuento en el relato, pero sin dejarme tocarlo jamás. En aquella época vivíamos en Fuenteheridos, un pueblecito de la sierra de Huelva. Yo tendría siete u ocho años. La pregunta que me he hecho siempre después es por qué no me dejaba tocar aquel libro. Él tenía otros libros, pocos, tres o cuatro nada más: un Quijote bastante ajado, casi hecho menuzos, un Nuevo Testamento, y un bonito ejemplar de Los viajes de Marco Polo encuadernado en tela. Este se lo regalaría alguien en plan broma o lo compraría él mismo en algún momento, sintiéndose tocayo del veneciano, porque a él siempre lo llamaron «Polo», un cariñoso diminutivo de nuestro nombre, Hipólito.

No sé cómo entró ese libro en casa, ni los otros, pues lo cierto es que mi padre no leía más que los titulares del periódico que compraba para el bar. Imagino que como otros muchos de su generación, los que nacieron en 1931, cuando a los cinco años tendrían que haber ido a la escuela y lo que les cayó encima fue una guerra, la educación la tuvieron muy difícil. Aprendieron a leer y escribir y las cuatro reglas, como se decía entonces, pero en el fondo fueron siempre un poco analfabetos funcionales. Bueno, como te decía, él me dejaba coger el libro de Marco Polo, me animaba a leerlo incluso, pero el otro no, aquel era intocable. En mi memoria tiene un carácter absolutamente totémico, de objeto sagrado. No sé, le daría lustre a su antiguo oficio de talador, aprendido de manera autodidacta, fijándose en sus mayores; sería para él como el diploma que nunca pudo obtener. Sin embargo, ahí lo ves: mi padre fue un talador de libro, un talador con un libro. 

Esa opinión tan contundente que pones en boca de tu padre contrasta en efecto con la última frase del cuento, en la que ya sí parece que eres tú quien se expresa al decir: «Me cago en la literatura».

Es que enamorarse de la literatura es una verdadera putada. Si yo hubiera conseguido ser solo un lector, alguien que se dedica a leer y punto, estaría bien, pero que te metan el veneno de la escritura en el cuerpo es una trastada, la verdad, y sinceramente creo que fue mi padre quien me inoculó ese veneno, sin querer. Yo a mi hijo no le he obligado nunca a leer nada, por ese temor. Para mí los libros han sido siempre unos artefactos con los que hay que tener muchísimo cuidado, porque como te pillen mal pillado, como te exploten dentro, te pueden joder la vida. Me alegra mucho saber que mi hijo no ha leído entero ninguno de mis libros; a él le gustan mucho más los cómics, y sus pocos libros son también muy técnicos, revistas y manuales de arquitectura casi todos. Qué curioso, ahora que lo expreso, comprobar cómo otro Polo, este ahora un arquitecto titulado, también tiene en alta estima sus manuales bien llenos de ilustraciones. Mi hermano tampoco lee demasiado, y siempre lo he visto feliz. Puedo afirmar de hecho que mi hermano es una persona feliz, sin leer. Yo, en cambio, por culpa de la escritura he llegado a no serlo enteramente, a estar poblado por múltiples desasosiegos.

Mi padre no fue el único culpable, también influyeron algunos profesores muy queridos, y mi profesora de párvulos, la señorita Esperanza, la que junto con mi madre me enseñó a leer y escribir. También habría en mí cierta predisposición natural, supongo: me recuerdo en aquellas clases de parvulitos absolutamente fascinado por aquellos garabatos que eran las letras. Descubrir que se podían juntar y formar palabras y frases con ellos fue para mí un completo alucine, y no entiendo cómo no se volvieron igual de locos todos mis compañeros con aquello. Después, un poco más mayor, en los poemas de Bécquer y Antonio Machado, descubrir la posibilidad de enfrentar unas palabras con otras de una manera que el lenguaje oral no hubiera osado enfrentar jamás… eso me pareció prodigioso también, la fiesta más grande que yo pude vivir en aquel mundo un poco gris de los años sesenta en aquellos pueblos donde me tocó vivir la infancia. 

Es verdad, pues, que mi padre no fue el único culpable de mi vocación, pero sí es muy cierto que él se empeñó, sobre todo conmigo, su primogénito, quien llevaba su nombre, y que dejó a mi hermano mucho más libre en ese sentido, de hacer hincapié en la cosa «intelectual», en atender a todo lo que tuviera que ver con las letras. El primer regalo que me hizo cuando regresó de Alemania fue una máquina de escribir. Una Adler. Me convirtió de la noche a la mañana en el único niño del pueblo que tenía una. También eso fue una fiesta, y una fatalidad: me sentí desde entonces como obligado a escribir, a tener que usar esa máquina a todas horas. Mi hermano en cambio, que desde muy pequeño fue un manitas, se entretenía destripando cualquier juguete, investigando los mecanismos que le daban la vida. Eso sí que era fascinante, su capacidad para arreglar cualquier cosa. Se estropeaba la cerradura de la puerta, por ejemplo, y él, aunque al final le sobraran seis tornillitos y dos muelles, la arreglaba. Yo diría que la arreglaba incluso mejor que el ingeniero que hoy es, con más arte, con una intuición y una inventiva mayor. Mi padre no vio nunca la necesidad de tener que inculcarle a él nada que tuviera que ver con la cultura. Le parecería suficiente con aquella maravillosa habilidad. 

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¿Hasta qué punto crees que tu padre quiso inculcarte esos valores porque pensara que era lo correcto? ¿No podría estar, en el fondo, tratando de expiar contigo ciertos complejos, dada su escasa formación? 

No lo sé, la verdad. Los padres de nuestra generación nos alentaban todo el rato a estudiar: «Estudia, estudia, que no te veas como nosotros», era un mantra que repetían a cada momento. Quizá sí. Es bastante probable esto que apuntas; no lo había pensado. Mira, algo que viene al caso y no he contado nunca, pero que te voy a contar ahora, a ver si me sirve al menos de liberación, porque es un recuerdo doloroso que tengo ahí guardado y me gustaría soltarlo de una vez. Cuando regresó de Alemania, donde estuvo cinco años trabajando, mi padre montó un bar en el pueblo, el primero de una serie que nos fue llevando luego a otros lugares cada pocos años, cuando se cansaba él de los borrachos del lugar, su negocio lleno de botellas que al final terminaría siendo su perdición, ya en Cortegana, a mitad de los años setenta. Una tarde —yo estaba allí tras la barra junto a él, ayudando quizá con el fregado de los vasos—, conversaba él amigablemente con un hombre mayor, uno de los médicos del pueblo, o un profesor del instituto, no recuerdo bien, alguien de cierto nivel en el pueblo, este dato es importante, y en un momento de la charla le contó, muy orgulloso, que años atrás me había regalado la máquina de escribir de la que te hablé antes. Y yo, no sé por qué, cuando me preguntaron por la máquina, me referí a ella como «la cacharra esa». En ese momento mi padre se giró y me miró petrificado. Me percaté al instante del daño terrible que le acababa de infligir por haber etiquetado así a su regalo: «cacharra». Fue una tontería, una bobada de esas que se dicen sin medir las consecuencias, pero enseguida pude ver en su mirada el dolor tan grande que le había provocado. Y ese sentimiento de pesar me ha acompañado siempre, no se me quita de la cabeza. Contártelo ahora quizá me sirva para librarme de él. Para podarlo o talarlo. Para cortarlo de raíz. Fíjate qué curioso, al final he acabado siendo de algún modo como él, talador, podador. Lo que hacemos con los textos quienes escribimos es bastante parecido a lo que hacía mi padre con los árboles, ¿no? 

De las distintas definiciones que te he escuchado de lo que significa ser un escritor, siempre me ha gustado mucho la que afirma que ser escritor quita mucho tiempo para escribir.

Sí, eso es verdad [risas]. Y más si se es escritor como hay que serlo en la actualidad: alguien que debe estar todo el rato vendiendo su producto y vendiéndose a sí mismo, dando saltos como un saltimbanqui de feria. Por eso es mejor no ser ni sentirse escritor. Que sean los otros quienes lo digan de uno, pero nunca decirlo de sí uno mismo. Cuando escribí mis primeros cuentos yo no era escritor, obviamente, era un tipo que estaba tan ricamente en su casa, que no conocía a nadie y al que nadie conocía. Escribía además entonces sin ánimo de publicar aquellos cuentos, como el niño que dibuja en su cuaderno, con una libertad total. ¡Por eso eran tan buenos, claro! [risas].

La broma completa yo la formulo así: si ser escritor quita tanto tiempo para escribir, la suerte mejor que le puede caber a uno es tenerlo todo escrito antes de serlo; si quieres ser escritor, chaval, procura tenerlo todo acabado antes de que lo seas, porque luego no vas a poder poner ni una coma. ¡A mí me ha pasado! Desde que alguien dijo de mí que yo era escritor, vivo en un estado de eterno bloqueo creativo. Puede parecer una tontería todo esto que estoy diciendo, pero me temo que es muy verdad, y más en esta época que nos toca. Estar para arriba y para abajo de bolos, un festival aquí y otro allá, hoy en un continente y mañana en otro, es muy agradable en principio, bastante agasajador, no digo que no, te permite conocer mundo, pero al final todo acaba cansando. Gracias a mis cuentos he salido yo de mi pueblo, como quien dice. Yo no he sacado un billete de avión en mi vida, siempre me lo ha preparado todo la editorial o un organismo más o menos oficial. Gracias a esos bolos he podido leer mis cuentos en Pekín o en Nueva York, en Atenas o en Roma, en Guadalajara, en Lyon, en Rabat, en los lugares más peregrinos, cuando por mí mismo lo más lejos que había llegado viajando era a Madrid o a Lisboa. Mi periplo vital, sin los cuentos, se hubiese quedado siempre entre Huelva y Sevilla, y para de contar. Los bolos de antes me gustaban más, y desde luego estaban muchísimo mejor pagados. Uno iba a los sitios a leer unos cuentos, a hacer amigos. Ahora hay que estar todo el rato vendiéndose, ya lo he visto, y eso acaba cansando una barbaridad. Y que todo eso tiene poco que ver con lo que a mí me enamoró de la literatura cuando era un muchacho.

¿Crees realmente que el haberte convertido en «escritor» es la causa principal de tus múltiples bloqueos? 

Que me hayan etiquetado de escritor, a mi pesar. Sí, sí. De hecho, mi bloqueo ha ido creciendo progresivamente a medida que iba publicando en editoriales que me daban más visibilidad. El bloqueo más gordo lo viví cuando mi querido Adolfo García Ortega me aseguró que quería publicarme en Seix Barral. Me lo pidió en un momento en el que no tenía nada inédito —¿lo ves?, ¿ves como había que tenerlo todo escrito antes? [risas]—, pero él me insistió cariñosamente, y aquello me bloqueó del todo. Yo acababa de ganar el premio de novela Ateneo de Valladolid por Las medusas de Niza, y acababa de publicar también Los tigres albinos, con pocos meses de distancia entre ellos. Te hablo del año 2000. Adolfo quiso entonces conocerme, a comienzos del 2001. Me dijo que había leído mis libros anteriores y que le habían gustado mucho, que quería algo mío para Seix Barral. Por aquella época, Adolfo se dedicó a buscar autores jóvenes por toda España, con la idea de renovar el catálogo de la editorial, que él empezaba a dirigir en una nueva etapa. Autor al que contactaba, autor que mandaba enseguida su manuscrito. Es lo que me contó Adolfo. Casi todos mandaron algo, menos yo. Me animó a que le mandara una novela, y lo intenté. Por ahí tengo todavía entre mis papeles los amagos de una historia muy larga que nunca logré terminar. En 2003, harto de esperarme, me dijo: «Mira, yo quiero sacar una cosa tuya, lo que sea. Escríbeme un prólogo al menos». Y eso hice: escribí uno para la reedición de Extramuros, de Jesús Fernández Santos; el «prologazo», como lo llamamos en broma. Pero nada más.

Al final, mucho tiempo después, fui capaz de mandarle un puñado de cuentos, ciento cincuenta páginas escasas, y mi amigo, porque a esas alturas éramos ya bastante amigos, que tanta paciencia había tenido conmigo, me propuso a bocajarro, sin anestesia: «¿Qué te parece, Poli, si sacamos tus cuentos completos, en un volumen bien grande?». Y ahí ya el bloqueo fue total [risas]. Pero menos mal, ya te digo, que se le ocurriese contar con esos relatos que ya estaban todos escritos. Fui prácticamente incapaz de mandar nada nuevo. En Los últimos percances, que es como se llamó el volumen, aparecido en 2005, se incluyeron El aburrimiento, Lester, que había publicado Mario Muchnik en lo suyo de Anaya en 1996; Los tigres albinos, del año 2000, y el libro que tenía entonces a medias, sin acabar, que quería yo titular precisamente Los últimos percances. Unos meses después, en 2006, ese último título, de esa manera, incluido en el volumen y todo, me dio la alegría del premio Mario Vargas Llosa NH a mejor libro de cuentos publicado el año anterior, así que la «estrategia» compositiva del conjunto fue todo un acierto, no me dirás que no.

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¿Por qué dejaste fuera de ella tus primeros libros de relatos?

Los dejé fuera como tales libros, pero no quedaron apartados muchos de los cuentos que esos libros contenían. Son cincuenta relatos los que hay en esas dos primeras colecciones mías, publicadas en Don Quijote, una pequeña editorial granadina ya desaparecida. Con las mejores piezas de las dos y otras nuevas había construido yo el libro del 96, El aburrimiento, Lester, y todavía algunos cuentos más, bastante reescritos, eso sí, han ido apareciendo en mis libros siguientes, hasta en La vuelta al día, el último publicado. Lo cierto es que esos cuentos primeros no eran más que puro divertimento. Tal como aparecieron en aquellos libros, salvo algún relato que salió más o menos redondo del tirón, eran en verdad cuentos muy primarios, no llegaban ni a secundarios. Los escribí, como te dije antes, sin pretensiones de ser publicados; los tuve mucho tiempo guardados en un cajón. Los escribí, eso sí, con absoluta libertad, con mucha alegría, muchos de ellos en la plaza de El Pelícano, al lado de casa, mientras Tote King estaba por allí rapeando con los colegas. Yo llevaba siempre un bolígrafo y unos folios encima, y me sentaba en cualquier sitio, en el parque de María Luisa, por ejemplo, en los umbrales de las casas de los alrededores de La Moneda, donde todos tomábamos las cervezas entonces, y allí los garabateaba, aislado en medio del bullicio, tan ricamente.

Lo que ocurrió con ellos es que los acabó leyendo mi buen amigo Antonio J. Desmonts, que traducía entonces, entre otras, para la editorial Península, y me animó a mandarlos allí: «Coño, estos cuentos están muy bien. Prueba a ver si te los publican». Y ocurrió el milagro: esos cuentos cayeron entonces en las manos de Marcelo Cohen, el escritor argentino, que trabajaba como lector para Península, y fue él quien me llamó y me dijo que le habían gustado un montón, pero que los veía mejor en otra editorial para la que también leía, Anaya & Mario Muchnik. Entonces me invadió mi primera ansiedad, porque Mario Muchnik no era ya un editor pequeño. Todavía conservo la primera carta que me escribió Mario, de esas para enmarcar. Caer en las manos de Muchnik fue para mí providencial, porque yo en el fondo lo que necesitaba era un editor como él. Mis cuentos le gustaron porque no tenían nada que ver con lo que se escribía entonces en España, me parece; desde luego no tenían nada que ver ni con Cela ni con Delibes, mis influencias principales eran latinoamericanas, también centroeuropeas, y yo creo que eso lo vio Mario Muchnik al instante, al igual que Marcelo Cohen. Visto ahora en perspectiva, creo que caí de pie al entrar en contacto con ellos, con dos argentinos, porque, si no, igual hubiera debido esperar otro puñado de años para cruzar la frontera del mundo editorial español, que para un autor andaluz se llamaba y se sigue llamando todavía Despeñaperros.

Cuando Mario Muchnik estaba por publicar Los tigres albinos, ocurrió el desencuentro con Anaya y la editorial cerró. Menuda gracia: ahora que tenía los cuentos escritos y las galeradas corregidas, me quedaba sin editor. ¿Qué te parece? Ahí se quedó en el cajón un tiempo ese libro concluido, hasta que Clara Obligado se empeñó en que contratara mis cosas con su agente literaria, Antonia Kerrigan. Fue Antonia la que mandó el original a unas cuantas editoriales, Anagrama entre ellas. Y Jorge Herralde se interesó por el libro, pidieron mi currículum a la agencia desde la editorial, y leyeron el manuscrito, gracias también en parte a la intermediación de Benito Moreno, el pintor y músico, que era amigo mío y también de Herralde, porque habían hecho la mili juntos. Un poco más tarde, entre medias, ocurrió algo feo, que debió de influir negativamente en aquel negocio tan ilusionante para mí. Llegó justo entonces a Sevilla el periodista Gabi Martínez, que escribía para Ajoblanco una serie de artículos de viajes que estaba haciendo por toda España, y lo invitamos a la tertulia que teníamos Fernando Iwasaki, José María Conget, Vicente Tortajada y otros amigos en la calle Placentines. Cuando Gabi me preguntó qué tenía entre manos, yo le hablé de aquello, de que Herralde podía estar interesado en la última colección de relatos que había escrito y tal, y Gabi, ni corto ni perezoso, publicó en Ajoblanco que mi siguiente libro lo iba a publicar Anagrama. No veas el apuro que pasé al leer eso. Escribí a Herralde enseguida para pedirle disculpas y explicarle lo que había ocurrido y él me contestó que no pasaba nada, pero lo cierto es que pocos meses después rechazaron el manuscrito. «Aguda espina dorada, quién te pudiera sentir en el corazón clavada», escribió Machado. Pues bien: esa es mi dorada espina anagramática clavada en el corazón. Gracias a que ya por entonces algunos buenísimos amigos no lo iban a dejar caer a uno en la depresión, y mi buen Manolo Borrás, de Pre-Textos, puso a Los tigres albinos de pie en el mundo con los geniales «musitadores» Crispin y Scapin de Honoré Daumier en su portada.

¿Cuánto hace entonces que no escribes nada nuevo?

Llevo muchísimos años dándole vueltas a la posibilidad de contar la historia de mi padre, de la que hablábamos al principio, donde me gustaría ahondar en toda esa parafernalia absolutamente disparatada de su alcoholismo, con sus malos momentos, pero también con sus días descacharrantes, que según como se mire también los hubo. Tomo notas todo el rato, bocetos en papelitos, cientos. Por ahí están guardados. Miedo me da, con lo fácil que todo eso arde. El cuento «La poda y la tala de los árboles frutales» fue algo así como un primer tanteo, inconsciente, junto con el relato «Fuerza mayor» que lo continúa, ya meditado, que apareció en la antología Riesgo, que publicó la editorial :Rata_. Pero mira: ahora todo el mundo está escribiendo sobre sus padres, como si fuese una moda, lo que ahora toca, y uno, que siempre ha tenido el prurito de la singularidad…, porque en el cuento, ya se sabe, o eres un poquito singular, o estás perdido del todo. Me apura además el temor espantoso de que algo que es verdaderamente importante para mí, muy gordo, yo no sepa darle el tono o encontrar la fuerza necesaria, es fácil caer en el sentimentalismo, en la gracieta de brocha gorda incluso… En los últimos años he leído novelas muy muy potentes sobre la figura del padre, de los padres, extraordinarias de verdad, pero también otras muy malas, muy torpes. Cuando yo me siente a escribir eso, a completar y coser todos esos cientos de papeles, si es que soy capaz de ponerme de una vez, ¿de qué lado va a caer el resultado? Tengo miedo a escribir cada vez peor, tengo un temor gigantesco a que lo que escriba sobre mi progenitor sea una completa basura, por no saber en definitiva cómo afrontarlo.

Pero el cuento del que hablábamos al principio es una joya. ¿No estás contento con él?

Sí, esa pieza está bien. Porque la escribí sin esa tensión encima. Se trata de un cuento que «cometí» hace muchos años, para una revista. Fue un encargo que abordé además sin saber entonces que en realidad estaba escribiendo sobre mi padre. Se pedía en la revista escribir acerca de un libro que hubiese sido importante para el autor, y por eso comienza el texto hablando de Papillón, de Drácula, de aquellos libros adolescentes que yo creía que me habían marcado algo, para darme cuenta enseguida de que el libro más importante de mi vida había sido ese que poseía mi padre, un libro sin apenas texto, solo dibujos, esquemas técnicos de la poda y la tala de los frutales, un libro que además, para más inri, yo jamás pude tener en las manos. De muchas de estas cosas me he dado cuenta después.

Cuando se publicó en Páginas de Espuma la antología El pez volador, Javier Sáez de Ibarra me hizo una entrevista larguísima, de muchos días, por correo electrónico, para incluirla al final del libro, con la que pretendimos construir un discurso paralelo al prólogo que él había preparado para esa edición. Fue Javier quien se había percatado de que por debajo de tanta gracieta y disparate en todos esos cuentos tan descacharrantes que he ido publicando a lo largo de los años, están en realidad latiendo asuntos muy dolorosos. Te juro que yo no me había dado cuenta de eso hasta que no me puse a responder a su cuestionario. Era lógico por otra parte que no hubiese caído, porque muchos de ellos debí de escribirlos precisamente como terapia. Escribirlos fue un ejercicio totalmente liberador para mí, ahora lo sé. Así es como tendría que abordar lo mi padre, pero cómo hacerlo ahora que ya descubrí mi truco psicoanalítico. Esa es una de las explicaciones que le doy a mi bloqueo: como ya entiendo el mecanismo liberador de mi escritura un tanto automática, ahora tengo esa mosca detrás de la oreja y no puedo esconderme la razón profunda de la escritura que siempre quiso escribirse sola en mí, por sí misma. ¿Seré capaz de hacer algo valioso con la vida de mi padre? No lo sé. Historias «alcohólicas» con él tengo cientos, algunas tan inverosímiles que no podría ni contarlas sin recortarles algo de su locura. La verosimilitud en la escritura es algo que me importa muchísimo, así algunos de mis cuentos parezcan un completo disparate. Cuando mi padre se suicidó a los cuarenta y seis años, porque eso fue lo que hizo, suicidarse lentamente bebiendo a lo bestia durante un lustro, creí que lo único que dejó fue a una viuda desconsolada y a dos niños tirados, uno con dieciséis años y otro con trece, más tres millones de pesetas en deudas, que tardamos muchísimos años en pagar. Sin embargo, ahora sé que me dejó una herencia brutal: su historia, su vida y la posibilidad de escribirla, pero no adivino cómo hacerlo. Podría dedicarme a escribir otras cosas, pero ni mi cabeza ni mi corazón me lo permiten, y esa es la putada.

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¿Y no será que te bloquea también cierto sentimiento de culpa? 

Puede ser, puede ser que haya una culpa grande ahí. Yo deseé demasiadas veces la muerte de mi padre. Y durante mucho tiempo creí que su desaparición tan temprana obedeció a mi propio deseo. En el fondo, hay una voz en mi interior que me machaca: «Siéntate, tienes que escribir eso». Y algunas veces logro terminar algún episodio, darlo por medio cerrado. Gracias a ese impulso pude escribir ese otro relato que te comentaba, «Fuerza mayor», en el que me aclaro a mí mismo, de forma bastante prosaica, lo que escondí en la «dulzura» de «La poda y la tala de los árboles frutales», el día que mi padre, por su cumpleaños, se bebió delante de mí cuarenta y cuatro vasos de vino, uno por cada año que tenía entonces. Aquello fue como una apuesta brutal contra su vida misma. Con los últimos vasos ya no podía, le daban arcadas. Cuando se bebió el último, cayó al suelo redondo, y tuvo un coma etílico de dos o tres días. Estuvo tres días tumbado en los tablones de detrás del mostrador del bar. En el cuento eso está contado como algo bonito incluso, y quizás pueda ser que sienta también culpa por ser tan mentiroso, porque aquello, lógicamente, fue una mierda. Mi madre me sacó del bar, y a mi padre lo dejamos allí tirado. Ya había pasado más veces. Durante los dos o tres días que estuvo en coma, ella me mandaba de vez en cuando a ver cómo iba la cosa. Yo me tumbaba a su lado y tenía que escuchar si respiraba o no. Eso con doce años, ¿eh? Su alcoholismo fue brutal. Aquello pasó ya en Cortegana. Mi padre tuvo que irse cambiando de sitio cada dos por tres, ya te decía, porque los borrachos nos iban echando de todos los pueblos de la sierra de Huelva, se cansaba de ellos. Al final fue mi padre quien se unió al club y nos terminó echando a nosotros de su mundo interior.

En Cortegana, no obstante, y a pesar de todo, viviste momentos muy importantes dentro de tu formación como escritor.

Sí, de allí tengo recuerdos muy buenos. Solo hemos hablado de lo malo, pero en Cortegana vivimos ocho años también felices; el alcoholismo de mi padre cubrió los cinco últimos años nada más, y nada menos. De los nueve a los diecisiete los pasé allí, la mitad de la infancia y casi toda la adolescencia. Allí descubrimos algunos amigos la aventura fascinante de leer y leerse en voz alta. Faltábamos a clase y nos íbamos al castillo a leer. Con mi amigo José María Romero Moreno leía allí libros de terror, nuestra pasión de aquel entonces. Frankenstein, Drácula, El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, los cuentos de Poe… ese tipo de cosas. Lo hacíamos en voz alta, para darnos miedo. Nos podíamos pegar así toda una mañana o una tarde. Luego, fuera de la escuela, nos juntábamos con otros muchachos algo mayores que nosotros. Uno de ellos era Manolo López, que leía cosas muy atípicas, como los libros de Nietzsche. Y Cándido Romero y Manolo Cañado, atrapados por Tagore y Neruda. Podrá sonar a broma, pero Nietzsche llegó a convertirse en algo así como un fetiche en el pueblo, lo leía todo el mundo. En las noches de verano nos llevábamos al castillo el tocadiscos y poníamos el elepé de las vacas —en plural— de Pink Floyd a toda leche, obviamente, mientras leíamos a Beckett y a Kafka. Fue maravilloso encontrarme con toda esa gente en el pueblo. Me imagino que aquello me salvó de muchos traumas. 

Ahora que has mencionado a Kafka, ¿qué nos puedes contar de su visita a Fuenteheridos?

¡Hombre! Eso fue maravilloso [risas]. Lo descubrí al poco de abrirme una cuenta en Facebook. La idea de que tenía que estar en redes sociales se la debo a mi querida Elena Ramírez, la editora de Seix Barral, que me aseguró siempre que eso era bueno para la promoción de la obra de uno. A mí me daba reparo, la verdad, porque sabía que como me gustara me iba a enganchar sin remedio; eso es algo que me pasa con todo. Ahora me alegro un montón de que me animara. El caso es que una de las primeras entradas que quise poner en Facebook fue un homenaje a los dos pueblos de la sierra de Huelva en los que he vivido más tiempo, Cortegana y Fuenteheridos, y buscando fotos antiguas di con una de la plaza de Fuenteheridos en la que aparece un tipo con un sombrero, y al colgarla en mi muro escribí que ese señor era Kafka: «Franz Kafka, en su primera visita a Fuenteheridos». ¡Lo malo es que hubo un montón de gente que se lo creyó! ¡Me llegaron a contactar de una universidad extranjera, para que les diera más datos sobre aquella visita! [risas].

Kafka no estuvo en la sierra de Huelva, pero Bergamín sí. 

Sí, José Bergamín se fue a vivir a Fuenteheridos en sus últimos años, en 1980 o un poco antes, porque creo que falleció en 1983. Era un tipo gracioso, divertido, pero yo, lo reconozco, nunca acabé de entenderlo bien, y me costaba leer sus libros, que mucho tiempo después sí he disfrutado bastante. Recuerdo que un día nos contó que sería muy hermoso quemar la iglesia del pueblo, «porque las iglesias ardiendo son uno de los espectáculos más bonitos del mundo». Me quedé un poco cortado cuando dijo aquello, la verdad, porque yo pensaba que era un hombre profundamente cristiano, y no pillaba sus ironías. Lo acompañaba su hija Teresa, de quien nos hicimos muy amigos, porque ella era, como nosotros, una admiradora de Julio Cortázar. Compraron una casa a las afueras del pueblo, a la que íbamos de vez en cuando los tres o cuatro letraheridos a charlar con ella, que era una gran lectora, y de paso con su padre. Recuerdo un día bien divertido, cuando nos acompañó también un poetastro del pueblo. Estuvo allí todo el rato escuchando lo que decía Bergamín, pero en verdad lo que quería era hablarle de sus propios poemas. Al final de la tarde, desesperado, cuando ya estaba oscureciendo, se levantó y dijo: «Maestro, a mí me gustaría leerle mis poesías». Y Bergamín le dijo, literalmente: «Ay, hijo, no imaginas la ilusión que me hace. Mira, tú te traes un día tus versos, te sientas ahí donde estás ahora, y yo me quedo en este sofá quietecito, y mientras tú me los lees, yo me duermo». La cara que se le quedó al pobre… Cuando subíamos de vuelta al pueblo, todos en silencio, musitó: «Se ve que el maestro está ya muy viejo, ¿verdad?» [risas]. A esa conclusión llegó él solo. 

¿Cuál dirías que fue el libro que te hizo querer ser escritor?

Hubo varios, muchos. Fue muy bueno conocer previamente lo que no me gustaba. Eso lo descubrí en Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas. Tendría trece o catorce años cuando lo leí, pero no lo pude terminar. No llegué ni a la mitad. Me pareció un aburrimiento, me cansó, me agotó. Ahí tuve claro de lo que había que huir. Luego, de entre los que sí me gustaron mucho y me marcaron, además de los «textos» de Kafka y Samuel Beckett, te citaría Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar, y Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, de Woody Allen, que además leí de forma casi simultánea. Soy consciente de que muy pocos autores serios se atreverían a afirmar que empezaron a escribir por culpa de Woody Allen, pero en mi caso es totalmente cierto. De Cortázar lo que me gustó entonces fue su pasión por el juego. Gracias a él aprendí que se podía escribir sobre cualquier cosa, desde unas instrucciones para subir una escalera al comportamiento que hay que seguir en los velorios o sobre la pérdida y recuperación del pelo. Y de Woody Allen aprendí que uno se podía reír hasta de los asuntos más serios, empezando por la muerte. Con esas dos enseñanzas lo tuve todo resuelto. Sobre ellas comencé a escribir mis primeros cuentos. Los dos libros me regalaron las ideas del juego, de la libertad y de la burla, que eran algo que por otro lado a mí se me daba bastante bien. De muchacho, en el bar de mi padre, contaba chistes a los clientes, para mantenerlos más tiempo consumiendo allí, y quizá también para paliar todo lo malo que nos rodeaba entonces. De ahí vendrá otra de mis pasiones secretas: esconder que muchos de mis cuentos son en realidad chistes, chistes puestos en bonito. 

Otra característica de tus cuentos, y que creo que es atípica dentro de la narrativa española, es la influencia que tiene en ellos la música popular.

Esa influencia debió de nacer en Cortegana, bien temprano, en aquellas sesiones de las que te contaba antes, que hacíamos en el castillo, donde escuchábamos muchos discos, sobre todo de rock sinfónico. Éramos forofos totales de ese tipo de música, que se nos metía literalmente en el cuerpo. Además de los más conocidos y habituales, Pink Floyd, King Crimson, Genesis, Jethro Tull…, nos gustaban mucho algunos más minoritarios o desconocidos en general, como Wild Turkey, Camel, Caravan o Hatfield and the North, que escuchábamos a todas horas. Creo que muchos de mis cuentos han nacido inspirados únicamente por la música que escuchaba en el momento de su escritura, porque yo suelo sentarme a escribir sin tener ni idea de lo que voy a hacer: escribo una primera frase al azar, y a partir de ahí me dejo guiar por lo que surja, acompañado por el latido de la música.

El cuento «El aburrimiento, Lester», que ya estaba en mi primer libro, surgió directamente de la audición de dos discos de Lester Young. En ese cuento hay una serie de asociaciones verbales que tienen que ver con las cadencias de dos temas en concreto de Lester Young. Si leo esos párrafos en cuestión, me viene a la cabeza toda entera esa música; si oigo esos temas, desde entonces me viene a la memoria la peripecia del cuento. Las estructuras del jazz son las mejores para escribir. Escuchar el Bitches Brew de Miles Davis siendo un muchacho me puso la cabeza loca; ahí no hay nada medido, está todo improvisado, aunque solo aparentemente. Así me gusta pensar que escribía yo entonces. Ahora siento que estoy más constreñido a la hora de crear; lo pienso todo demasiado, y no avanzo. Pero es oyendo música, jazz sobre todo, pero también clásica, cuando más ganas me entran de sentarme a escribir. La música para mí ha sido muy necesaria, así como el tabaco. Cuando dejé de fumar la cabeza se me estropeó mucho. Yo creo que la nicotina me activaba un montón de neuronas en el coco que he debido de ir perdiendo sin remedio. Cuando me quedaba sin tabaco de noche, rompía una bolsita de té o de manzanilla y me hacía un petardo de eso, con una servilleta; si no, no podía seguir escribiendo. Me fumé entonces cosas muy peligrosas para poder seguir juntando palabras. Eso creo que se nota en algunos de mis cuentos [risas].

Hipolito G. Navarro para JD 4

¿Es cierto que el cuento de «El pez volador» nació gracias a un disco de Yes?

Así fue. Esa historia la he contado ya muchas veces, y lo cierto es que lleva camino de volverse más interesante que el propio cuento [risas]. Yo estudiaba entonces Biología en la Universidad de Sevilla, pero la verdad es que iba poco a clase. Para preparar el examen de un parcial del que me faltaban un montón de apuntes, quedé con una amiga en la facultad para que me los pasara. Antes de eso, debo contarte cómo era el piso donde vivía entonces, un bajo en el barrio de Bami, en un edificio ocupado casi por entero por estudiantes. Nuestra bañera estaba mal, se atascaba continuamente, y tardaba horas en desaguar, cada día peor. Llegó un momento, a final de curso, en que el proceso entero duraba una semana. En el piso éramos tres, así que cuando tocaba ducharse debíamos hacerlo rapidito, llenando cada uno un tercio de bañera, de tal forma que al último le terminara rebosando la menor cantidad de agua posible. Había que esperar después seis o siete días para que se vaciara del todo. Nos duchábamos, pues, una vez por semana, cosa que se debía notar bastante [risas]. Por más que nos quejábamos al casero, como el alquiler era bajo, pasaba de nosotros y nos animaba a que lo arregláramos por nuestra cuenta.

Para más inri, además de ese problemita, de buenas a primeras empezó a caer una gota negruzca sobre la tapa del váter. Arriba, en el techo, se formó pronto una mancha oscura, bastante sospechosa. En el piso de arriba, de igual estructura, ya sabíamos el sanitario que correspondía, así que puedes imaginar lo que serían aquellas gotas marrones que nos caían encima. Eso decidimos arreglarlo enseguida nosotros: mi compañero Luis, estudiante de ingeniería, desencajó la puerta del baño, y la colocó inclinada sobre el váter, apoyada en la ventana, de forma que las gotas que caían sobre ella se deslizaban al patio que quedaba detrás. A cambio de resolver ese problema, por supuesto, nos tuvimos que acostumbrar a perder del todo la intimidad. Esa era la situación de nuestro baño el día que fui a por aquellos apuntes a la facultad. Y justo cuando llegué al edificio de Reina Mercedes, donde había quedado con mi amiga, me percaté de que había salido a la calle en zapatillas. Llevaba mis zapatillas de cuadros de estar por casa, con su agujero horroroso. Sentí que se me hundía la tierra bajo los pies, te lo juro. Me inundó un sudor frío, una vergüenza mayúscula. ¡Fue como si hubiese ido desnudo por la calle todo el rato! Me di la vuelta inmediatamente, y sentí a todo el mundo mirándome. ¡Ya podían haberme mirado así cuando iba de camino a la facultad! [risas].

Pero lo peor de ese día ocurrió cuando estaba a punto de llegar al piso, al cruzarme con un tío muy enchaquetado, un yupi de esos que en mi época llamábamos oficinistas. Iba el tío impoluto, con su raya del pantalón absolutamente recta, la camisa almidonada, los zapatos brillantes, todo perfecto, y al cruzarnos me miró fatal, despectivo, con desprecio, yo diría. «Chusma, chusma», esa es la palabra que salía de su mirada. Para consolarme, supongo, pensé: «Este tío no puede vestir así en su casa, seguro que en la intimidad es un asqueroso». Fue entonces cuando decidí aparcar el parcial de bioquímica o de genética o de lo que fuera, no me acuerdo ahora, y resolví ponerme a escribir un cuento, sin más. Pillé entonces un montón de folios, me senté en la cama, y para apoyar los papeles, en plan pupitre, cogí uno de mis discos, el más grueso que tenía a mano, que era uno triple de Yes, el Yessongs. Ahí, en su contraportada, el bonito dibujo de Roger Dean me iluminó, su especie de máquina voladora tipo Leonardo da Vinci con forma de pez. Escribí, sin más, la primera frase: «Un pez volador saltó por encima de su brazo». Y luego miré al cuarto de baño y continué: «Se le había atascado el tapón de la bañera hacía ya más de tres años». Y a partir de ahí salió lo demás: la historia de aquel oficinista, pulcro y maravilloso, que en su casa se daba a unos placeres privados un poquitín guarros, bastante sui géneris. Luego el cuento acaba como acaba, pero eso no lo vamos a descubrir aquí ahora [risas].

Y aquella novela experimental tan rara de la que me hablaste un día, ¿tienes en mente recuperarla alguna vez?

Uy, eso sí que era malo, un espanto; no la publicaría nunca. Pero la historia de la novela sí es graciosa. Aquello fue de lo primero que escribí, con la idea de presentarme a un premio de 1982, que solo tuvo una edición. El certamen se llamó Premio de Narrativa de Vanguardia «Blanco White». Pero hombre de Dios, ¡cómo puede llamarse así un premio de narrativa, y de vanguardia! [risas]. Pues quedé finalista con mi loca criatura, que llevaba por título Puerta contigua. En las bases del premio se pedían, como mínimo, ciento cincuenta folios de extensión. Como no me daba tiempo a escribir tanto, decidí que mis personajes serían todos muy supersticiosos, y se negarían a salir en el capítulo trece, que resultaron al final veinte folios en blanco. Aun así, el total no alcanzaba. «¿Y si en lugar de veinte le meto cuarenta páginas blancas al capítulo?», recuerdo haber preguntado a Juana, mi compañera, pero a ella le parecía que con veinte iba bien, que con cuarenta se iba a notar demasiado [risas]. Al comienzo del capítulo trece puse una nota al pie explicando el asunto de la imposibilidad de poner a trabajar en él a los personajes. Diez folios más adelante había una segunda nota para pedir disculpas, y luego seguían otros tantos más en blanco, «para que los usara el lector a su gusto, para quejarse incluso». Pero aun así no llegaba [risas].

Ocurrió entonces que uno de mis cuñados pilló la tuberculosis y tuvimos que ir toda la familia al hospital para hacernos pruebas. Enfrascado como estaba con mi criatura, allí resolví que los personajes debían volverse locos, para meterlos a todos en un psiquiátrico. Encerrados allí, aislados en sus habitaciones, uno se dedicó a preparar listas de libros y cómics para leer, discos para escuchar, cosas así, de forma que logré un capítulo entero con ellas, otros doce folios por lo menos, pero aun así no salían las cuentas. No me quedó otro remedio que poner a hablar a los personajes de ventana a ventana, ocupando cada parlamento un cuadradito en el folio, como si fuesen las viñetas de un cómic mismamente. La suma de todos estos detallitos tan monos, está claro, al jurado le parecería de lo más vanguardista, y ahí quedó el artefacto de finalista, mira tú. El premio lo ganó Miguel Ángel Yáñez Polo, un conocido médico y fotógrafo sevillano, con una novela muy «vanguardista» también: Kant, amigo mío. Cuantísimo me alegro ahora de que no se publicase aquel disparate mío, porque era una cosa muy muy primaria, verdaderamente loca, con todos los capítulos inconexos, incrustados allí mis primerísimos cuentos, como si los hubiesen escrito los personajes en el psiquiátrico… [risas].

Existe hoy día cierto consenso de que la aparición de tus primeros cuentos, junto a los de Eloy Tizón y Juan Bonilla, ayudaron a conformar una cierta renovación del género en España. ¿Eras consciente de esto entonces?

Eso son cosas de los estudiosos y el paso del tiempo, que le proporcionan a uno una alegría rara, casi abstracta. Me alegra que se considere así, por supuesto. Y me gusta pensar que algo de verdad hay en ello, sí. Antes de que aparecieran nuestros libros yo había leído algunos bastante notables. Para mí fueron muy importantes Los encuentros de J. A. González Sainz, Retrato de familia con catástrofe de Pedro Zarraluki, Los oscuros de Luisgé Martin, y sobre todo Los tranvías de Praga de Antonio J. Desmonts. Todos ellos se publicaron entre 1989 y 1990. El primero de los míos, El cielo está López, se publicó por esas fechas también, en 1990, y Manías y melomanías mismamente en 1992, el mismo año que salió Velocidad de los jardines, de Eloy Tizón. En 1994, Juan Bonilla publicó El que apaga la luz. Y yo publiqué El aburrimiento, Lester en 1996… En esos años, lo que sí me consta que sucedió es que, por primera vez, la crítica se ocupó seriamente de esos libros de cuentos, algo verdaderamente esencial para el género, que, al menos en los suplementos, empezó a dejar de ser considerado como algo menor. Te confieso que durante mucho tiempo pensé que el cuento en España tenía un grave problema no solo editorial sino también de recepción crítica. Pero ahora creo que ese pensamiento es injusto. Desde hace ya mucho existen incluso editoriales dedicadas exclusivamente al cuento, como Páginas de Espuma, y los críticos atienden de manera excelente todo lo bueno que se publica en ellas. Los únicos que siguen menospreciando al género, me temo, son los lectores. ¿Por qué? Porque el cuento necesita un lector más inteligente, y tampoco habrá tantos por ahí. Los amigos siempre me recomiendan que no exprese esto públicamente, que pierdo lectores a chorro, pero así lo pienso, no lo puedo evitar. El lector de libros de cuentos tiene que entrar y salir de distintos mundos y familiarizase con distintos enfoques y personajes cada pocas páginas, y eso requiere un esfuerzo adicional que el lector de novelas no debe hacer, le basta con el esfuerzo inicial de entrar en el universo que le presenta el autor, y en él se puede quedar a vivir durante novecientas páginas sin preocuparse más; puede hasta dejar de leer tres semanas y engancharse a la trama a la vuelta sin ningún problema. 

Para el reconocimiento del cuento por parte del grueso de los lectores ha existido un problema añadido más grave todavía, me parece, provocado tal vez sin mala intención por las firmas más conocidas de nuestro país, los autores más leídos. Hay de todo, evidentemente, pero nuestros grandes novelistas le han hecho un flaco favor al cuento cuando, entre novela y novela, «para descansar», se dedican a publicar libros de cuentos, unas colecciones que en verdad son auténticos cajones de sastre, sacos en los que agrupar cuentos escritos con ese propósito, «para descansar», colaboraciones dispersas en periódicos y revistas las más de las veces, que reunidas pierden tensión, que carecen del mínimo grado de unidad que le da valor a un libro de cuentos. En realidad, a nadie se le escapa, deben hacerlo para mantener el nombre en la mesa de novedades, cuando el tiempo entre novela y novela se alarga, empujados por el mercado, por más que sus editores sean los primeros que saben que las ventas serán mucho menores que las de sus novelas. Y aun así esos libros llegarán a muchísimos más lectores que los libros de los cuentistas, pobrecitos nosotros, tan preocupados como estamos con la composición de nuestras colecciones. Por eso me duele tanto esa frase que tengo escuchada demasiadas veces ya: «Yo, para descansar de la tensión de la escritura, entre novela y novela, escribo cuentos». ¡Toma del frasco! Es el comentario más despreciativo que puede hacerse al género cuento, y parecen no darse cuenta. Por eso me he visto obligado a darle la vuelta, a ver si caen de una vez: «Yo, para descansar de la tensión de la escritura, entre libro y libro de cuentos, escribo novelas». Con la diferencia de que no las publico, claro. Si las escribo en mi tiempo de descanso, ¡cómo se las voy a dar a leer a mis lectores! A mis lectores solo les doy lo mejor de mí, mi plenitud, no mi descanso.

Hipolito G. Navarro para JD 5

Tú mismo has criticado también que desde las instituciones culturales nunca se le ha dado su sitio al cuento.

Tengo esa mosca detrás de la oreja, es verdad. Hasta que han venido a solucionarlo en alguna medida el de la Crítica y el Nacional de Literatura a Cristina Fernández Cubas por La habitación de Nona en 2015 y 2016, durante lustros he pensado que los premios nacionales, cuando premiaban a un libro de cuentos, estaban, en realidad, premiando otra cosa: una lengua, un idioma, la memoria sobre una guerra civil. Fíjate en la casualidad de que prácticamente los únicos libros de cuentos premiados en los últimos treinta años han sido Obabakoak, de Bernardo Atxaga, escrito en euskera, y ¿Qué me quieres, amor?, de Manuel Rivas, escrito en gallego; los dos extraordinarios, desde luego, pero no hay que soslayar ese matiz de las lenguas en que fueron escritos. Antes del libro de Cristina se colaron por medio Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez, pero eso fue un despiste, me temo: nadie del jurado estaría pensando que se premiaban relatos, sino una buena historia sobre la guerra civil. El siguiente libro de cuentos que se premie tendrá que ser para Quim Monzó o para Sergi Pàmies o Empar Moliner, algo escrito en catalán. Ya te digo, no puedo arrancarme de encima esta mosca de que cuando se premian institucionalmente libros de cuentos se está en realidad premiando otra cosa que nada tiene que ver con el género.

¿No crees también que la proliferación de talleres sobre el cuento ha podido empobrecer al género?

Hombre, no me gustaría tirar piedras ahora al tejado de algunas casas donde me han dado bastante bien de comer. Algunos talleres son francamente buenos, como los de Clara Obligado y Lola López Mondéjar, o los de Fuentetaja y los de la Escuela de Escritores de Madrid. En todos ellos he impartido muy gustosamente talleres intensivos, que van desde un día hasta tres y cuatro, el máximo al que me he atrevido para contar mi experiencia personal como cuentista, y debo valorar muy positivamente esa aventura, en todos los sentidos. No puedo negar sin embargo que muchos talleres acaban moldeando escritores más o menos intercambiables. Hay talleres que crean escuela, ciertamente. Hubo un momento en que el podías leer a ciegas un relato, como jurado de un premio, por ejemplo, y saber que quien lo había escrito había pasado por determinado taller, sin equivocarte.

Esto me hace recordar unas aventuras muy jugosas y divertidas, ya verás. Mi padre y unos cuantos compinches suyos, en el bar, cuando les llegaba un entendido en licores, le hacían siempre la misma jugada, la prueba del whisky, que le llamaban: le ponían uno normalucho, de garrafa, dentro de la botella de marca con su tapón supuestamente irrellenable, y el experto ni se coscaba. Un tiempo después, en algunas tertulias, medio en broma, medio en serio, mis compinches y yo hemos hecho algo parecido con los cuentos, la prueba del whisky del cuento, para descubrir estéticas intercambiables. En una ocasión hicimos pasar un cuento de Cela muy moderno, de los primeros cincuenta, por uno de un norteamericano posmoderno, ¡y se lo tragó todo el mundo! [risas] En otra ocasión barajamos tres cuentos de John Cheever con cuatro de Gonzalo Calcedo, y salvo algún amigo que conocía alguna pieza de antemano, muy pocos adivinaron cuáles eran de uno y cuáles del otro, cosa que habla muy bien de los dos, porque son buenísimos. Y otro tanto de lo mismo ocurrió con la prueba del whisky del cuento catalán y hasta el del murciano. Un día tendríamos que hacer la prueba del whisky del cuento andaluz, a ver qué pasa; ¿tú qué dices?

Durante muchos años fuiste el director de la revista Sin embargo, centrada exclusivamente en el cuento y dedicada a la creación. ¿Cómo surgió aquel proyecto?

El primer número vio la luz a finales del 94. Aparecieron doce números. Siempre me gustaron las revistas literarias. Yo trabajaba por esa época en una agencia de publicidad, a media jornada. Tenía un buen equipo de edición en casa, los famosos primeros Macintosh, y algún tiempo libre. Para entonces había cuajado mucho la amistad con Antonio J. Desmonts, llevábamos tres años cruzándonos un par de cartas por semana. Su libro Los tranvías de Praga me había gustado muchísimo. Le escribí a finales del 91 y desde entonces nos hicimos buenos amigos. Su fallecimiento hace unas cuantas semanas me ha dejado muy tocado, como el de mi querido amigo Astriciliano de Juan, otro de los colegas de aquella aventura que nos ha arrebatado el maldito coronavirus.

Antonio tenía buenos amigos en Barcelona, traductores también casi todos, como él: José Manuel Álvarez Flórez, Andrés Ehrenhaus, Marcelo Cohen… y yo había conocido por Mario Muchnik también a algunos autores de la casa muy interesantes: Antonio Pereira, Gabriel Cid, Isaac Montero, Nuria Amat… Y estaban también los muchos amigos de la tertulia en Sevilla, gente que empezaba a escribir, desconocida. Así que no le di muchas vueltas: una noche se me ocurrió aquel nombre para la revista, Sin embargo, se lo comenté a Antonio y enseguida comenzamos a pedir textos para ese número primero, y para el segundo. La sorpresa fue mayúscula: casi todos los contactados nos mandaron algo, con gran generosidad. Los primeros fueron Javier Marías, Quim Monzó, José Antonio Millán, Medardo Fraile, José Saramago, Juan José Millás… Y enseguida, nada más aparecer los dos primeros números, llegaron cuentos de gente de manera espontánea. ¡Cuántos amigos nuevos nos dieron esas páginas, cuánta alegría! Uno de ellos, Felipe R. Navarro, entusiasta como pocos, se involucró en la revista desde el principio, y a él le debemos la colaboración temprana también de dos amigos suyos muy queridos, José María Merino y Antonio Muñoz Molina.

En los doce números de la revista publicamos cientos de cuentos de este y el otro lado del Atlántico, traducciones, comentarios de relatos clásicos, hasta un monográfico dedicado al grandísimo Antonio Di Benedetto… Y muchos autores noveles; el mismo Felipe Navarro, Carola Aikin, Félix J. Palma, José Eduardo Tornay, Mercedes Cebrián, por ejemplo, publicaron sus primeros cuentos ahí, porque la revista combinaba nombres muy conocidos con gente que estaba empezando; esa fue para mí una de sus principales funciones, darnos y dar a otros a conocer. Las suscripciones no fueron muchas. Vinculada la revista a una asociación cultural de Fuenteheridos, para poder pedir ayudas a diversos organismos, el peso de la financiación recayó en la Diputación de Huelva, y especialmente en la página de publicidad que nos dio Anaya & Mario Muchnik, que fue en última instancia quien terminó sufragando los costos de la revista, hasta el número 9 por lo menos, cuando la editorial cerró.

¿Pudiste en algún momento «vivir del cuento»?

Hubo un tiempo, no demasiado largo, es verdad, en que ganaba más con mis rollos literarios que con mi trabajo alimenticio, que ya era de por sí un sueldo más o menos digno. Pero, como hablábamos al principio, siempre tuve el convencimiento de que convertirse en un escritor «profesional» acaba por destruir la capacidad de escribir en libertad, y yo eso no quería perderlo. Al final, fíjate, lo he perdido igual, y sin haberme forrado [risas]. De todos modos, el periodo del que te hablo no fue muy largo. A mí me empezó a ir muy bien más o menos a raíz de la publicación en Seix Barral, en 2005. Bueno, un poco antes quizá, con el premio de novela de Valladolid, cuatro kilos de los de entonces, en la primavera del año 2000. Durante ocho o diez años gané una pasta gansa. Muchos la ganábamos, porque te llamaban de todos lados, había muchos jurados, muchas charlas, demasiados bolos a veces, que había que rechazar porque faltaban días en la semana para poderlos cubrir. Ahora hay menos, y se paga por todo mucho menos que antes. De la literatura, y no hablo de vender libros, sino de todo lo que rodea al asunto, solo pueden vivir ahora mismo unos cuantos autores, bastantes menos que hace muy poco tiempo, me parece. Curiosamente, durante algunos años, lo que más pasta me dio fue hacer de negro, mira tú. He trabajado de negro para varias caras conocidas y muy guapas de la tele [risas]. Y es una pena, la verdad, llevarse veinte años escribiendo cuentos, y que te paguen por unas novelas que no firmas con tu nombre más que por todo lo que has escrito en media vida. 

No tenía ni idea de esa faceta tuya. ¿Cómo funciona eso de escribir por encargo?

Imagino que habrá varias fórmulas de trabajo. Para quienes yo trabajé, las novelas no las escribía uno solo, en ellas trabajaban más personas, varias editoras. Se escriben a muchas manos al final. Generalmente el «autor» o «autora» confecciona un guion de la novela, nada, un mero esquema, y los colaboradores nos dedicamos a desarrollar la trama, a rellenar lo poco que ahí se apunta. Recuerdo un momento bien divertido con una de esas novelas, lo que nos reímos con ella: en uno de los chasis parciales que nos mandó la «autora», que era una famosa presentadora de televisión, para un capítulo muy avanzado ya de la historia, aparecía de nuevo un niño que nosotros habíamos matado en el capítulo tres. ¡Pero si era el hijo de una reina que se moría siendo infante! ¡La señora no había leído ni una coma de lo que llevábamos escrito! Luego en las entrevistas, cuando le preguntan de dónde saca el tiempo para escribir, haciendo como hace un programa diario en televisión, se atreve a responder, ¡en presencia de su editora!, que tiene una capacidad maravillosa para abstraerse, que se alquila una casa en la sierra y en dos meses tiene la novela terminada. ¡Qué cara más dura! [risas]. En fin, son cosas bien disparatadas; mejor no contar demasiado, que por contrato debe uno callar. Pero funciona así la cosa, más o menos. También hemos trabajado para otros que, más humildes, quisieron poner nuestros nombres como coautores o al menos como editores, porque muchas veces lo que hacemos es corregir el texto, mejorarlo en lo que se pueda. Esto ocurre en libros divulgativos, de tono «ensayístico»; pero nunca en las novelas, en los libros de ficción, claro. 

Me imagino que no te apetecerá hablar de ello, pero me veo como obligado a preguntarte por aquel largo pleito que mantuviste con un conocido editor sevillano. ¿Qué ocurrió ahí exactamente?

Quiero pensar que tengo montones de amigos, de conocidos, con los que me llevo bastante bien. Mira, cumpliré sesenta años pronto. En mi vida solo he tenido problemas con dos personas, ese editor del que me hablas y un pariente mío, medio poeta también. Esto va a ser cosa de la poesía, de la mala poesía, que lo provocará. Son, casualmente, dos personas a las que he dado muchísimo de mí; les di lo mejor que tenía durante años, con enorme cariño y generosidad. Los pobres, no lo supe ver a tiempo, tenían poca empatía, o les sobraba soberbia y mezquindad. Para ese editor trabajé con entusiasmo durante casi cinco años. Todos se fueron al traste, yo creo, por celos, por la enormísima diferencia de carácter de nuestras personas. Imagino que al cabo del tiempo terminé siendo testigo incómodo de muchas cosas allí, que no vamos a contar ahora. Fue una verdadera pena que el Tribunal Supremo dijera al cabo de otros cinco años de pleitos que hasta allí se había llegado. Algún «amigo» común me dijo que a este señor le hubiese gustado llegar al Constitucional o al Tribunal de La Haya, por lo menos; le traía al fresco, me contó, que la indemnización inicial se hubiese casi duplicado con otra indemnización adicional por daños, los gastos de abogados y el chaparrón de intereses. Disfrutaba, al parecer, con la dilación del pleito, un juego para él. Hay que tener el corazón muy negro para disfrutar con eso. Fue muy doloroso para mí todo el proceso; vamos a regalarle esta satisfacción última, seamos generosos hasta el final. Todo aquello fue muy triste, de verdad. Muchos de mis «amigos» de aquel tiempo tenían también vinculación con la editorial, y de algún modo me retiraron el saludo, por miedo a perder su editor. Solo sentí apoyos directos, y esto sí me gusta que se sepa, de parte de José María Conget, Eduardo Jordá, Fernando Iwasaki y Felipe R. Navarro, que fue quien testificó a mi favor en el juicio inicial. Muy triste todo, la verdad. Me llegó a afectar seriamente a la salud, que siempre he tenido delicada, desde niño.

Tus constantes problemas de salud, ¿crees que se han filtrado de algún modo en tu escritura, en tu visión del mundo?

Por supuesto. En la escritura, a mano, y en la visión, ambliope; ahí le has dado [risas]. No tienes más que fijarte en mi mano quemada. Un lamentable accidente que me dejó medio manco cuando aún no había cumplido los dos años. Y en mi estrabismo, consecuencia del mismo accidente, tras sufrir varias alferecías provocadas por la fiebre alta, por las quemaduras. En la última estuve inconsciente más de quince horas, y al despertar se comprobó que ese nervio del ojo había quedado mal para los restos. A esa doble tragedia, que de niño, en el colegio, bizco y manco, viví como una auténtica putada, de muchacho fui poco a poco tratando de buscarle la gracia, y en lugar de deprimirme, encontrarle el lado bueno al asunto. Para la mano quemada la solución vino rápida: desde tan temprano, sin yo intuirlo, resulta que había pertenecido a la «mancomunidad» de escritores mancos, que sabes que somos tres, ¿no?, Cervantes, Valle-Inclán y yo [risas], y lo de ser bizco, por otro lado, terminó siendo una bendición: no solo puedo mirar a tu novia todo el rato haciéndote creer que te miro a ti, sin problema, sino que me ha permitido dedicarme al cuento con la mejor de las herramientas. El cuento, según dicen quienes saben, contiene siempre dos historias, una que está a la vista y otra, la principal, que permanece escondida y aflora al final para sorprender al lector. Pero eso hay que trabajarlo mucho para que funcione bien. Pues yo con estos ojos míos, como puedes suponer, lo tengo facilísimo, porque controlo de manera natural las dos historias a la vez, de forma simultánea, sin ningún esfuerzo [risas]. 

Llevo toda la vida procurando reírme de mis desgracias, ya lo creo. La vez que me costó más fueron los años de un jodido problema en la columna, justo después de abandonar los tres años de colaboraciones en el periódico, de columnista. Ahí no las tuve todas conmigo; creí que acababa en silla de ruedas. Salí bien de aquella operación, por fortuna. Ahora llevo un año y pico con sinusitis… Me opero en breve. Ya estoy eligiendo nariz en los catálogos que me han dado los cirujanos. Y ahora en serio: es cierto que siempre he tenido problemas de salud, siempre estoy algo achacoso; seguro que me habrá afectado a la hora de escribir. Pero esa actitud mía de reírme de ello me ha regalado el humor, el buen humor. Y el humor me ha hecho estar en el mundo de otra forma: llevo toda la vida peleando contra la solemnidad. Eso sí puede verse bien en mis cuentos, me parece, y en mi manera de ser como autor. Más de un colega me odiará porque sabe que no puedo dejar de burlarme un poco de ciertas poses, de ciertas maneras bastante tontorronas de presentarse ante el mundo y los lectores. «En los círculos intelectuales, no sé por qué, siempre tengo que pedir perdón. No puedo evitar la sensación de haber transgredido algunas de las reglas del clan. Naturalmente, eso me impide ser espontáneo, y a falta de espontaneidad me aburro hasta a mí mismo». Permíteme por favor que cerremos con estas palabras que escribió Albert Camus en su librito de memorias El verano, que tengo copiadas en un papelito, y que a mí tanto me sirven y reconfortan.

Hipolito G. Navarro para JD 6

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3 Comments

  1. Pingback: ¿Se puede aprender a pintar, bailar, fotografiar, escribir?

  2. Veblen

    Qué lectura tan amena, bonita y para recordar.

  3. Deliciosa entrevista. Me ha parecido cercano, entrañable, divertido y tremendamente humilde, desde la mayúscula hasta el punto final. He de confesar que apenas he leído nada de él. Algunos relatos de verano publicados en Diario de Cádiz, nada más. Si yo fuera alguien, lo nombraría con carácter de urgencia Negro Man-comunado de la Bahía de Cádiz, y lo contrataría de Romancero para el próximo carnaval. Él no lo sabe, pero es gaditano, de Cádiz Cádiz. Prometo buscar sus libros y «desbloquearlo» en mi biblioteca.

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