Francisco Casavella es el escritor cuya memoria ha resistido mejor la erosión de la muerte, pues al conjuro de su nombre amigos y lectores han creado premios, celebrado homenajes, colocado azulejos y reunido alrededor de una barra a sus personajes literarios, porque Casavella obsequiaba a sus amigos más queridos con discretos cameos en sus novelas. Por eso creo que podríamos decir que Casavella no solo tenía lectores sino esencialmente hinchas, fans agradecidos y fascinados por la mirada, el humor, las criaturas, los argumentos, la erudición y todas las Barcelonas que fue capaz de crear a través de una obra que comprende novelas, guiones, crónicas, ensayos y críticas de cine, música y narrativa.
Resulta complicado elegir uno solo de los libros de Casavella, porque el taco que formó su primera novela El triunfo (1990) fue tan mayúsculo que sería muy arduo encontrar otra ópera prima que haya producido una bibliografía semejante, teniendo en cuenta que entonces Casavella tenía apenas veintisiete años. Por otro lado, su fastuosa trilogía El día del Watusi —integrada por Los juegos feroces (2002), Viento y joyas (2002) y El idioma imposible (2003)— ha sido dilucidada en clave literaria, filosófica y antropológica, y uno siente que tendría muy poco que añadir a lo ya conocido. Y si a eso le sumamos que Lo que sé de los vampiros (2008) ganó el Premio Nadal el mismo año de su fallecimiento, justo cuando le había dado una poderosa vuelta de tuerca a su novelística con una trama histórica, fantástica y «enciclopédica» (por aquello del siglo XVIII y la Ilustración), sería una temeridad improvisar cualquier comentario sin haber leído un mínimo porcentaje de los análisis dedicados a la última novela de Francisco Casavella. Sin embargo, me haría ilusión pergeñar algunas líneas acerca de Un enano español se suicida en Las Vegas (1997), la novela que he elegido para comentar en esta «Zona de rescate».
Como soy un fetichista de los títulos, debo empezar reconociendo que Un enano español se suicida en Las Vegas ya era un título provocador para una época en la que la corrección política empezaba a imponerse. Por otro lado, en la historia del cine, la pintura y la literatura española los enanos siempre han convocado el lado marginal, esperpéntico y picaresco de la España negra, desde los enanos de Velázquez hasta el enano de Crónicas Marcianas, pasando por los «enanitos toreros» de los ruedos y los enanos de Nazarín (1959) y Este oscuro objeto del deseo (1977), ambas películas de Luis Buñuel. Sin embargo, en Un enano español se suicida en Las Vegas no hay ningún enano, salvo uno que fue dibujado sobre una servilleta, cayendo desde lo más alto con un sombrero tejano flotando a su lado. Y aquí viene la epifanía, pues el artista de la servilleta pensó: «Pondría título a aquel dibujo, algo detonante; algunos artistas conceptuales habían recibido muy buenos dividendos y una suerte de serenidad social, de satisfacción del deber cumplido, por la capacidad de titular exageradamente sus bromas pesadas, cachivaches de trapero en coqueta disposición, las cuatro líneas que eran capaces de trazar sin bizqueo ni babeo. Ese era su talento, nombrar su falta de talento. «Un enano español se suicida en Las Vegas», escribió en caracteres no muy claros sobre la superficie rugosa de la servilleta». Pienso que el pasaje anterior es un cráter dentro de la novela.
Un enano español se suicida en Las Vegas es —en efecto— una historia marginal, esperpéntica y picaresca que narra la fascinación de Ignacio (arquitecto, pulido y ordenado) por su hermano Carlos (tahúr, trápala y bala perdida), quien lo arrastra por los peores antros de la noche barcelonesa en un divertido tour de force por los infiernos (ojo que no he escrito «descenso»). Sin duda esa historia ha sido mil veces contada por Mendoza, Marsé y Vázquez Montalbán, aunque a mí me gustaría exhumar la memoria de una olvidada narradora —Concha Alós (1926-2011), la única novelista que ha ganado dos veces el premio Planeta—, quien se dio a conocer con una novela solanesca de realismo social titulada Los enanos (1962), que recreaba la sórdida vida de los inquilinos de la pensión Eloísa, refugio de madres solteras, señoritos arruinados, calaveras de todo pelaje y fulanas áridas de penicilina. ¿Había enanos en la novela de Concha Alós? Ninguno, porque los enanos eran un eufemismo para aludir a los seres vulnerables de la ficción. Francisco Casavella hizo lo mismo: creó un enano simbólico —Chester Winchester— para proporcionarle una encarnadura a la marginalidad, la picaresca y lo esperpéntico. Y una coincidencia más: el escenario urbano de Concha Alós es el mismo de Un enano español se suicida en Las Vegas —el antiguo barrio Chino—, territorio al que Casavella dedicó una memorable crónica en Ajoblanco, allá por 1987.
Chester Winchester, el enano imaginario que se suicidó en Las Vegas, reapareció como autor teatral ilustrado en Lo que sé de los vampiros y por lo tanto habría que sumarlo a la galería de enanos ilustres de la literatura española, como Airelai, la enana de Bella y oscura (1993) de Rosa Montero; Gregorio, el memorable y retorcido enano que Fernando Royuela nos regaló en La mala muerte (2000) o «Francesillo», el enano favorito de Carlos V acuchillado en El manuscrito de fuego (2018) de Luis García Jambrina. En cualquier caso, con Chester Winchester Francisco Casavella respetó la tradición: no hay enano bueno.
Algunos libros nunca disfrutaron de la atención que merecían y ciertos autores fallecidos en su plenitud corren el riego de ser olvidados. En Zona de Rescate compartiré mis lecturas de ambas regiones —la Zona Fantasma y la Zona Negativa— porque la memoria literaria es tan importante como la otra. Distancia de rescate (¡gracias, Samanta!): 1985, año de mi venida a España.
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