A finales del siglo XVI, el teatro sufre una crisis, en parte auspiciada por sus propios vicios, de la que muy difícilmente podría salir indemne. La escena renacentista, de fuerte influencia clásica, se ahoga ante las necesidades del pueblo. Las viejas representaciones palaciegas y los encorsetados cánones grecolatinos apenas permiten que la fuerte demanda popular se satisfaga, y los dramaturgos se debaten entre dar pábulo a la corriente artística que exige la mayoría frente a la elitista querencia de la nobleza hispánica.
Por los recovecos de semejante contexto pasea un joven y elegante muchacho, de verso italianizante, muy apegado a la realidad costumbrista del pueblo, que no tarda en volar por los aires la disyuntiva planteada en el primer párrafo de este texto. Ese joven responde al nombre de Lope de Vega, y sugiere romper con las famosas tres unidades que proponía la escuela renacentista, mezcla lo trágico y lo cómico, recurre a los mitos y a las historias más amadas por el pueblo y se vale para ello de la métrica más popular: romances, redondillas, octavas reales… Su éxito no tiene parangón. Los corrales de comedias arden, sus historias trascienden las paredes del teatro para instalarse en el imaginario y los viejos dramaturgos intentan igualar ese nuevo talento, sin éxito. En 1608, Lope expone los cimientos de su teatro en El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, un tratado que será el faro que guíe toda la comedia barroca. Nadie puede alcanzar el ingenio del Fénix, nadie hace sombra al dramaturgo más exitoso del Barroco.
El perro del hortelano, 1618
Pero, en la primera década del XVII, todo se tuerce. Enviuda, es obligado a alejarse de la jarana en la Villa y Corte, pasa incluso por la cárcel. Sus líos de faldas le enemistan con media ciudad, y hombres de aquí y de allá intentan vejarlo, arruinarlo e incluso asesinarlo. Pero será en 1612 cuando el destino le sacuda con el episodio más atroz al que hubo de enfrentarse: fallece su hijo, Carlos Félix, y su padre no puede más que dedicarle uno de los poemas más hermosos de la literatura hispánica («Gobernaba la nave / de mi vida aquel viento»).
La crisis existencial en la que se ve sumido el dramaturgo más exitoso en público y crítica de todo el Barroco le lleva a tomar una decisión que marcará el resto de su vida: se ordenará sacerdote. Llega de pronto la segunda parte del Quijote, traducido a varios idiomas; llegan las Soledades de Góngora, que pondrán patas arriba la poesía del país; llegan el mejor Quevedo y el mejor Calderón; pero la leyenda literaria española todavía guarda una oportunidad para aquel joven escritor que impresionó al mundo con su revolución de la comedia moderna. En plena crisis humana, con Trento asfixiando el hábito clerical y las mujeres alejadas de su vida presente, Lope se saca de la manga su último gran éxito, que se estrena en Madrid. Corre el año de 1618, y su título es El perro del hortelano.
El perro del hortelano, 1996
A finales del siglo XX, la crisis del arte escénico es todavía más grave. Tras una primera mitad de siglo gloriosa en lo que a teatro se refiere, con maestros de la talla de Valle-Inclán, Lorca, Benavente o Buero Vallejo copando la escena y la llegada del cine, la televisión y poco más tarde internet, la comedia parece desangrarse. El verso ha desaparecido por completo de los escenarios, y casi de la poesía. Los teatros se vacían en beneficio de las salas de cine. Ya nadie cae en los dramaturgos a la hora de entregar un Nobel; ya nadie quiere abrirle al drama las puertas del moderno y contemporáneo arte cinematográfico.
En ese contexto, Pilar Miró, directora de televisión que ya se había acercado a clásicos como el Werther de Goethe, decide darle una vuelta de tuerca al arte cinematográfico y unirlo más que nunca a su hermano dramatúrgico. Parece que su corazón, que tantos disgustos le ha dado hasta entonces, con operaciones y sustos de todo tipo, se ha serenado. Con el vigor que su salud esta vez sí le permite mantener, lleva a cabo una revolución inusitada en la época: decide que su guion seguirá el verso clásico propuesto en la obra original, elige exteriores con cierto aroma barroco y salva todos los escollos de una industria que no cree en el producto. Superadas todas las dificultades, la comedia que Miró decide adaptar no es una comedia cualquiera, sino que se trata de la mismísima El perro del hortelano.
¿Por qué el éxito?
Ambas versiones terminan con un éxito difícilmente imaginable antes de su publicación. La comedia barroca, que en su editio princeps sirve como inicio para la oncena parte de las comedias de Lope, pasará a ser una de las más conocidas de entre las más de mil que firmó el dramaturgo madrileño. Siglos después, Pilar Miró cosecha la friolera de siete premios Goya, un éxito brutal en taquilla y el triunfo unánime en los papeles y en la crítica. Pero ¿de dónde procede ese éxito?
Primero, de la historia. El argumento es de sobra conocido por todos: glosa la historia de amor entre Diana, condesa de Belflor, y su secretario, Teodoro, un apuesto joven que no puede más que ofrecerle a su amada la pluma y el ingenio, en clara contraposición al rico patrimonio de la condesa. La historia se embarulla como solo sabe embarullarla Lope, desembocando en un final extravagante. Por las calles de Madrid se propaga la intriga de un argumento que todos desean desenredar, y el dramaturgo que mejor supo jugar con esa tensión narrativa sobre las tablas de un corral volvió a congregar a centenares de asistentes en sus representaciones.
El segundo motivo que justifica el éxito de esta comedia tiene que ver con los grandes temas filosóficos que se dan cita en ella. La historia toca todos los resortes del argumentario literario universal: el amor en clara beligerancia con el honor, el poder como trastienda de las relaciones sexuales, la libertad como anhelo único. Todos ellos temas muy barrocos, que ponen en jaque la previa concepción moral renacentista. El pueblo tiene, al fin, un reflejo de los valores que dominan la sociedad.
Y, por último, el éxito no sería tal sin la elegancia que siempre transmite el verso de Lope de Vega, y que con suma maestría supo trasladar Pilar Miró al largometraje. El poeta mezcla la estrofa popular básica, desde el romance hasta la redondilla, con las estructuras más canónicas, como son el soneto o la décima. Los actores que protagonizan la película de Miró, especialmente Emma Suárez y Carmelo Gómez, asumen el tono y la cadencia de la rima lopesca con una naturalidad que asusta, y en cuya originalidad radica, por supuesto, parte del éxito de la cinta.
Valga como muestra de la elegancia del verso de Lope esta introducción que Teodoro hace a uno de sus monólogos, explicando lo difícil que es para él ponerle coto a su pensamiento:
Nuevo pensamiento mío
desvanecido en el viento,
que con ser mi pensamiento
de veros volar me río,
parad, detened el brío,
que os detengo y os provoco,
porque si el intento es loco
de los dos lo mismo escucho,
aunque donde el premio es mucho,
el atrevimiento es poco.
(Teodoro, acto segundo).
El mito
Huelga decir que la historia traspasa la simple cotidianidad artística para convertirse en mito. El mito del ser humano que no desea poseer, pero que tampoco permite que lo rechazado sea poseído. Podrá no conocerse la película que Miró colocó en los carteles de medio mundo durante los noventa, e incluso podrá no conocerse la célebre comedia que firmó Lope en el XVII, pero difícilmente alguien, hoy, desconoce el significado del famoso refrán: el perro del hortelano ni come ni deja comer. Lope aprovecha ese conocimiento fabulesco para insertarlo en su obra y elevarlo a la categoría de mito, categoría que más tarde aprovecha Miró para potenciar su película.
Es necesario que todo mito pase del imaginario particular al reconocimiento general, y para eso no hay motor más apropiado que el arte. Prácticamente todos los mitos que ha sido capaz de crear la cultura hispánica le deben el eco al quehacer literario. Es el caso, por ejemplo, del mítico Don Juan, que más allá del nombre, existía en el imaginario con unas características muy concretas: el seductor canalla que vende su alma al diablo a cambio de un hedonismo feroz. Serán todos los artistas que posteriormente se enfrentarán a ese mito los que le colocarán el nombre: Don Juan. ¿Existiría ese mito sin la obra de Tirso, el drama de Zorrilla y las numerosas adaptaciones que de ellos nacieron? Rotundamente, no. La literatura fijó para siempre esa actitud como axioma de una sociedad histórica. Ocurre también con la Celestina, con el Lazarillo, con el Quijote y, por supuesto, con El perro del hortelano. Todas son historias que han superado el umbral de simple producto artístico para convertirse en algo mucho más profundo. Historias que viajan de la taberna al corral de la Cruz, del imaginario popular a los cines Capitol.
Naaaaa…!! El teatro es una murga, se está muy apretao, hace mucho calor y no te crees nada de lo que se recita. Kaputt!!!
La mayoría de las películas de Hitchcok, W. Allen y tantos otros apenas son otra cosa que teatro.
Yo disfruté mucho de Lope de Vega en la universidad. No porque viera teatro suyo. Me gustaba leerlo.
Calderón lo imitaba a veces. En una ocasión llegó a ser Lope:
De una dama era galán
Un vidriero que vivía
En Tremecén, y tenía
Un grande amigo en Tetuán.
Pidióle un día la dama
Que a su amigo le escribiera
Que una mona remitiera;
Y como siempre quien ama
Se desvela en conseguir
Lo que su dama le ordena,
Por escoger una buena,
Tres o cuatro envió a pedir.
El tres o cuatro escribió
En guarismo el majadero,
Y como es allí la o cero,
El de Tetuán leyó:
“Amigo, para personas
A quien tengo voluntad,
Luego al punto me enviad
Trescientas y cuatro monas”.
Hallóse afligido el tal;
Pero mucho más se halló
El vidriero cuando vio,
Contra su frágil caudal,
Dentro de muy pocos días
Apearse con estruendo
Trescientas monas, haciendo
Trescientas mil monerías.
Un buen artículo. Gracias por la lectura.