Viste gorro, gabardina por encima de un traje de pantalón encogido, calcetines de rayas y zapato lancha. Le cuelga un paraguas, tiene andares desgarbados y fuma en pipa. Se llama Monsieur Hulot y es un señor francés tímido, casi mudo, amable, respetuoso y bienintencionado pero malhadado, que encara todo tipo de situaciones inopinadas y con ellas crea, involuntariamente, un festival de gags en las películas de Jacques Tati, director y actor que a su vez interpreta a Hulot. Tati ha pasado a la historia del cine francés —y mundial— como uno de sus grandes cómicos, pero un repaso a sus películas lleva su figura más allá de la carcajada, y permite brindarle atención a lo que queda tras la risa. A lo que narra y lo que deja a la libre interpretación. A lo que describe y lo que critica. Y, por supuesto, a todo lo que parodia. Ahí sí, a través del gag y su personaje vertebrador. Es el cine de Tati, conocido por su maestría cómica heredada —en parte— del cine mudo y la comedia física, una oda a las cuitas del anónimo frente a una sociedad que muta y que lo deja fuera de foco. Un individuo extemporáneo, un superviviente frente a un mundo del que no forma parte y que es representado por Monsieur Hulot.
Nacido cerca de París en 1907, Tati, cuyo verdadero apellido era Tatischeff, apocopado en tiempos de entreguerras —es nieto de militar aristócrata ruso, hijo de francorruso y francoholandesa—, se aficiona pronto a la interpretación. Lo hará en el music hall, luego en cortometrajes. Ya ha traspasado la treintena cuando empieza a escribir guiones y no es hasta los cuarenta cuando se estrena como director de cortos. En el medio, la historia: Segunda Guerra Mundial, ocupación, liberación, posguerra. Y entonces llega su primer largo. Es 1949. Jour de fête tiene como protagonista a un cartero, François, durante un día de fiesta, ya lo dice el título original, en un pueblo del valle del Loira. A través de gags relata una historia en la que el costumbrismo ejerce de cincel con el que va esculpiendo su imagen de sociedad, vislumbrando, muy a lo lejos aún, lo que vendrá en siguientes filmes. A pesar de no compartir estilo ni características con el posterior Monsieur Hulot, François sí coincide en algo que marca la trayectoria de Tati: el personaje forma parte del pueblo, pero no es valorado. A veces, incluso, es burlado, como hacen sus vecinos después de ver en el cine una película sobre el correo en Estados Unidos. Ahí aparece también uno de los mensajes recurrentes, la crítica —descacharrante— al progreso entendido como el american way of life.
Tati posee una filmografía corta, pero con enjundia como para llenar tres enciclopedias. Y he ahí su principal baza: concentra su talento en seis largos, sobre los que se posan múltiples lecturas a pesar de su blanca apariencia. Ocurre en la primera de las películas en las que el protagonista es nuestro personaje, Las vacaciones de Monsieur Hulot (1953). Jamás sabremos su nombre de pila, y solo en la última película lo veremos trabajando. Es, simplemente, un individuo sin más, que en este caso acude a un pueblo costero de la Bretaña, zona de veraneo de la burguesía parisina en la época, y pasa a formar parte del fresco que pinta Tati. Ya todo es reconocible en su cine, principalmente el uso del plano general para narrar, la utilización de actores desconocidos o amateurs y un singular uso del sonido, en el que mezcla diálogos inaudibles en su mayoría —muchas veces un runrún de salón—, los sonidos naturales y la música, que a veces forma parte de la narración y a veces no, pero ya queda inscrita como parte fundamental de la historia. Básicamente en tres escenarios, la playa, el hotel a pie de arenal y su comedor, Tati deja una cámara casi fija por la que van pasando los personajes y sus quehaceres cotidianos vacacionales: la tumbona, el baño de mar, la comida, las partidas de cartas. Casi siempre todos juntos, a bloque, otra distinción de su cine. Y en el medio, Hulot, que llega en un coche que se cae a pedazos —contraposición a la modernidad— y se mete en el papel de antihéroe que trata de caer bien pero solo provoca desastres según pisa el suelo o abre una puerta. En el ambiente coral en el que se repiten los días aparece, ya ahí, el jazz, adelantado a su tiempo en el cine francés y nunca suficientemente ponderado. Porque a estas alturas la crítica, que es positiva, se limita a nutrir su análisis de comparaciones obvias: Tati bebe del mundo del slapstick, de Max Linder y de los grandes del cine silente norteamericano. A veces, con argumentos algo peregrinos: que si el nombre Hulot viene de Charlot, que si los calcetines de rayas también los llevaba Buster Keaton, que si el personaje del hombre corriente y moliente remite a Harold Lloyd.
Pasarán cinco años hasta que Tati estrene Mon oncle (1958), éxito comercial y de crítica, con el que logra, a través de la modernidad estilística, desatar las fibras de la posmodernidad. En la película plantea la dicotomía de las dos Francias: la que sale de la guerra, palpable en el barrio donde vive Monsieur Hulot, con casas en ruinas, mercadillos, gritos de frutero y niños —siempre niños— corriendo por solares urbanos, y la de la zona residencial donde vive la hermana de Hulot, casada con el director de una fábrica de plásticos. Desde los mismos créditos queda claro el juego: entre el ruido de taladro y obra y la música de jazz, varios perros callejeros recorren el tránsito de un mundo a otro, del callejón lleno de bidones de basura a la calle recién asfaltada, con la farola moderna y los bloques de edificios impersonales, grises como los semáforos y cualquier otro resto de mobiliario urbano. Los perros llegan finalmente al portalón de la casa ultramoderna, Ville Arpel, a la que Tati convierte en un personaje más a la vez que inaugura su fijación por la arquitectura y el interiorismo. Allí, desde ventanas que parecen ojos, observa el matrimonio de mediana edad —y con pintas nada modernas—, mientras su hijo, Gérard, se prepara para ir al colegio. Lo llevará su padre, que sale de casa a una suerte de ciudad chaplinesca de Tiempos modernos, pero en los albores de la Quinta República Francesa.
Los coches, otra obsesión de Tati, circulan lentamente hacia las fábricas. Curiosamente, coches de factura norteamericana. La cámara se vuelve al barrio humilde para trazar de nuevo la pincelada costumbrista, allí donde vive Hulot. Como en la anterior película, el desgarbado personaje avanza con buenas intenciones, pero deja a cada paso un gag más hilarante. También, claro, cuando llega a casa de su hermana para ver a su sobrino al salir del colegio. De ahí Mon oncle, el tío que todos querríamos tener, como se verá enseguida cuando Hulot lo arranque, sin que los padres se enteren, de ese mundo plastificado para llevárselo a la infancia real del barrio. Hulot prefiere su buhardilla al barrio próspero de su hermana, pero no deja de acudir a la casa que se convertirá en decorado de sus desventuras. En esta película se introduce la crítica mordaz a la tecnología como sinónimo de progreso, un mundo automatizado más aparente que útil, que en realidad no sirve de nada. Y que, además, funciona mal. En el centro de un jardín cortado a peine y tijera se levanta una fuente en forma de pez de cuya boca sale un chorro que se activa por un cuadro de mandos cuando llega un invitado, símbolo de un mundo fatuo. Una cocina que se adelanta quince años a la que muestra Woody Allen en El dormilón, una arquitectura a lo Niemeyer o Frank Lloyd Wright, un mobiliario a lo Mies van der Rohe, unos colores al más puro pop. Enseguida se suceden los largos planos secuencia en los que, de nuevo, se alternan las fuentes sonoras, y, aunque hay muchos más diálogos que en films anteriores, Hulot permanece casi silente y los gags juegan con el mudo. Apenas un chiste con diálogo, muy significativo: una invitada regala flores a la anfitriona. Esta las huele y la obsequiante dice, ufana: «Son de plástico, así duran más». «Sí», dice la obsequiada acercando la nariz como si fueran madreselvas, «huelen a caucho». Y tan felices.
Si Mon oncle fue abrazada por todos, el siguiente film alcanza el culmen del cine tatiano, pero al mismo tiempo deja a su autor arruinado por el batacazo comercial. Y también, en parte, tocado de autoestima pese a ser, a juicio de la mayoría de críticos, su obra maestra indiscutible. La tituló Playtime (1967) y en ella sublima todo lo visto hasta ahora. De forma casi coreográfica, redondea su confusión en aquella era tecnológica y sus derivaciones. Aunque permanece Monsieur Hulot, esta vez es más hilo conductor que estrella. De hecho, Tati le da universalidad al humor hulotiano: todo el mundo puede ser objeto de gracia, y por eso le otorga el protagonismo a un enorme elenco al que coloca delante de cámara —planos abiertos, planos secuencia— en situaciones desopilantes.
El comienzo de Playtime adivina la exacerbación del universo recreado por Tati. En un lugar metalizado, sin colores, con punto de fuga y geometría diagonal, aparece en primer plano una pareja sentada hablando. Pasa un hombre vestido de blanco enfermero, luego dos monjas. Más allá se oye llorar a un bebé y una mujer con cofia parece llevarlo en brazos. Todo indica que estamos en un hospital. Cuando cambia el plano, solo tres minutos después, se escucha por megafonía un aviso para pasajeros y empieza el bullicio típico de un aeropuerto. No importa: podía haber sido un sanatorio, una clínica dental o la casa de un arquitecto. Pero el detalle no es menor. Esa secuencia supone una crítica al turismo pánfilo, ávido de consumo y que todo lo uniformiza. Cincuenta años después, la historia nos suena a algo.
Una horda de turistas norteamericanas visita una feria de muestras con los gadgets tecnológicos más absurdos: escobas con faros, gafas que se doblan, una columna jónica que es a la vez papelera. Más tarde, Hulot mediante, Tati nos introduce en un edificio residencial con las paredes de cristal, cubículos con humanos viviendo dentro, en una secuencia de voyeurismo agobiante. Pero el grueso del film se dedica a lo que en esa época los franceses llaman playtime. El momento de recreo, de ocio, en el sentido más posmoderno, asociado al trabajo, entre las rendijas que deja la vida de oficina. Aquí, además, se exterioriza la crítica directa a la invasión anglosajona y los préstamos que el idioma francés va tomando del inglés. El summum se alcanza cuando un americano pregunta a Hulot: «¿Cómo se dice drugstore en francés?». «Drugstore», responde este extrañado. O cuando el arquitecto al que le reclaman por una avería en el aire acondicionado y que no da con la tecla en el cuadro de mandos dice: «¿Qué culpa tengo yo de que no esté en francés?».
La película avanza, como siempre, en plano general, pero aquí con más razón todavía: Tati rodó en setenta milímetros, un dispendio que luego provocará que se pierda gran parte de los chistes al no poder distribuirse a gran escala: la pantalla termina cortada por los lados y se pierde parte de los gags, especialmente en esos larguísimos planos en los que decenas de personas participan de una acción y no alcanza la vista humana para sacar todo el detalle. La segunda mitad de la película es digna de pasar a los anales del cine. Es una larguísima secuencia de una cena-baile de casi una hora que se desarrolla en un night-club y que adelanta, sin duda, a películas como The Party (El guateque), de Blake Edwards, estrenada al año siguiente, incluyendo camareros borrachos, maîtres enojados, confusiones continuadas y la música (jazz y ritmos afrolatinos en vez de Henry Mancini) como parte fundamental de la acción del restaurante, en el que nada parece funcionar. Allí aparecen las turistas y otros adinerados preparándose para pasar una velada que raya en lo absurdo, gag tras gag, hasta la madrugada.
Playtime, rodada en una costosísima ciudad-decorado levantada por Tati —y bautizada, con sorna, Tativille—, reserva una última joya para la secuencia final. En ella, una cantidad ingente de coches y buses da vueltas a una rotonda, que se convierte en una suerte de tiovivo gracias a la maestría para engranar en el guion los sonidos y la música. Ocurre, como en el resto, que hay que verla una y otra vez para atender a todos los matices y los esfuerzos de una labor titánica: poner una cámara frente a un elenco gigantesco (la mayoría, extras) y hacer reír. Y, también, hacer pensar. Más allá de la comedia, Tati habla de la supervivencia frente al mundo hostil, fuera de escala, amenazante, y no se puede soslayar que se refiere no solo a Hulot, sino también a él.
En Playtime Hulot acude a hablar con el jefe de personal de una fábrica —como ocurre en Mon oncle—. Hulot es ninguneado e, igual que en la otra película, acaba yéndose sin conseguir su propósito. Tati lo narra de forma magistral en un film que queda como obra imperecedera, pero que no funciona en taquilla. Como su personaje, se ve incomprendido y arrumbado en último término.
Aún rueda dos películas más: Trafic (1971), con Monsieur Hulot aún de protagonista y con los coches como centro de su obsesión, y Parade (1973) una comedia circense que anticipa el fin de su carrera. A la hora de hacer balance, la curiosidad: al cineasta crítico con la americanización de Francia le otorgan, curiosamente, el Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1958 por Mon oncle. Sin embargo, el César, máximo galardón del cine francés, solo lo recibirá en 1977, en su versión honorífica por el conjunto de su obra. Cinco años después muere en París.
No me extraña nada el relativo fracaso de Tati porque la gente, en general, no quiere ver películas mudas. Esto es así aunque le pueda escocer a más de uno o una. Sí, naturalmente quedan ahí Chaplin, Keaton y Lloyd que me encantan, pero por ejemplo, no puedo soportar cosas como El acorazado Potemkin, Intolerancia, o Amanecer, las firme quien las firme y esto es compartido por muchísimos millones de personas en el mundo.
Tienes razón. ¿Quién va a leer a Cervantes, que escribía en un idioma tan absurdo, pudiendo disfrutar de la muy actual Lucia Etxebarria?
Yo creo que las películas de Tati no son «mudas». Eso sí, no tienen ruido.
Mon Oncle, pura perfección.
Ojiplático me dejó cuando la vi por primera vez, en La 2 antes de llamarse así, hace la tira de años, de madrugada. Sería en Cine Club o así.
Ni sabía lo que estaba viendo, pero me captó hasta el final.
Hasta el cartel de la película es una obra de arte.