En 1920, es decir, hace justo ahora cien años de nada, ocurrieron tres cosas estupendas. Primero: el genio fugópata Louis Armstrong —diecisiete años, exconvicto y ya padre de un hijo— empezó a tocar con la banda Fate Marable en una de las enormes barcazas a vapor que se deslizaban desesperadamente despacio Misisipi abajo. Segundo: se publicó The Heads of Cerberus, de Francis Stevens (el seudónimo de la muy respetable Gertrude Barrows Bennett), en una revistita pulp bastante desastrosa que se llamaba The Thrill Book. Trataba sobre tres amigos que esnifan un polvo gris (no blanco) y aparecen por arte de magia en Filadelfia doscientos años más tarde. Para muchos, esta historia escrita por una viuda de raya en medio y rizos pegados a la frente con vaselina sería la primera historia de ciencia ficción sobre un viaje temporal jamás publicada, un salto a un universo paralelo bastante poco acogedor, por cierto, como suelen ser todos los universos paralelos. Y tercero: el 2 de enero de ese mismo año de 1920, vino a este mundo el pequeño Isaac Asimov en Petrovichi, un gélido pueblo en medio de la Rusia en guerra. De Petrovichi salieron pitando sus padres hacia Estados Unidos en 1923, años antes de que los nazis arrasaran con todos los judíos de la ciudad. Llegaron a Brooklyn y el resto ya es historia conocida por los fans de Asimov: el padre abrió una minúscula tienda de caramelos en un pasaje del metro que abría diecinueve horas al día, donde el pequeño Isaac entró a currar y se acostumbró a estar en sitios muy pequeños y cerrados, algo que acabó prefiriendo siempre (le daba pavor volar: cogió dos aviones en toda su vida).
Trabajaba a lo bestia, como hizo a partir de entonces, sin parar, con una atención del mil por ciento, sobre todo en las revistas de ciencia ficción que su padre vendía por kilos en el kiosco. Muy pronto, Isaac empezó a escribirlas él mismo y a publicarlas en Astounding Science Fiction. Al mismo tiempo, estudiaba bioquímica en la Universidad de Columbia, donde entró ¡con quince años! Era vivaz, divertido y un poco caradura, guapete. Un buen chico. A mediados de los cuarenta, se decidió por hacer el doctorado y empezó a preparar su tesis, para la que tenía que llevar a cabo una serie de ensayos en el laboratorio de la universidad. Por aquel entonces, solo llevaba gafas de montura metálica, no esas patillas ni las gafas de armador griego que tanto nos gustan. Esa cara de sabio bíblico seguramente se aburría como una mona: Asimov tenía un agudo sentido del humor, le encantaban los chascarrillos y los chistes malos, llegó a escribir un libro de limericks o chistes en verso, bromas blancas de empollón con un punto gamberro.
Así que tenía que pasar muchas, muchas horas en el laboratorio. El compuesto con el que trabajaba para su tesina se llamaba pirocatecol, tan soluble que se disuelve en cuanto toma contacto mínimo con el agua. Y entre esos cientos de horas muertas se le ocurrió nada menos que escribir su paper o tesina, como un falso paper, una parodia, un chiste. Así lo hizo, y la tituló «Propiedades endocrónicas de la tiotimolina resublimada». El texto describía un compuesto, la «tiotimolina», extraída de la corteza de un arbusto, que se disolvía en agua 1,12 segundos antes de que el agua la tocara. La tiotimolina de Asimov tendría cuatro enlaces químicos, dos normales y uno que se proyecta al pasado y otro al futuro. Un enlace químico que no solo se proyecta al futuro, sino que además es sensible (extremadamente) al estado mental y dudas del experimentador antes de que añada el agua. Es decir, la tiotimolina adivina el futuro, en pocas palabras. Una bizarrada donde las haya. Asimov acompañaba la tesina de tablas, esquemas y una bibliografía muy completa.
Tenía miedo de que, después de llevar tanto tiempo cuidando su estilo para publicar en Astounding Science Fiction, no supiera escribir «a la manera académica», o eso dijo en una entrevista, esta vez, también de broma. Como el texto le había salido más literario que académico (es lo que quería), se lo mandó a Campbell, el editor de Astounding. Le pidió que saliera con seudónimo, porque tenía que leer la tesina ante el tribunal pocos meses después y no quería tentar al diablo y que algún miembro del tribunal leyera el cuento por casualidad. Por alguna razón, Campbell (hay quien cree que a propósito), publicó el artículo-tesina-broma-relato de ciencia ficción con el nombre real de Asimov. Asimov entró en pánico al ver su nombre en la portada de la revista. ¿Lo leerían sus profesores? ¿No lo leerían? ¿No es esto justo lo contrario que le pasa a la tiotimolina, esa sabihonda? Sin embargo, el día de la lectura de la tesina, (el bonus track de la tiotimolina era solo una sección de esta), y aunque cuando entró a la sala no le llegaba la camisa al cuerpo, ninguno de los miembros del tribunal de tesis le comentó nada. Le dejaron leerla tal cual. Hasta el final, cuando uno de los miembros le pidió, con media sonrisa, que elaborase más sobre las propiedades «endocrónicas» del compuesto. Ay, la venganza de los académicos universitarios.
Asimov aprobó, por supuesto. El texto, además, empezó a pasar de mano en mano, fotocopiado, de extranjis; había alumnos que iban a la Biblioteca Pública de Nueva York a consultar la bibliografía que Asimov se había inventado de cabo a rabo. La tiotimolina se había hecho objeto de culto. No podía ser de otra manera. Más adelante apareció en Opus 100 y volvió a chupar cámara en otros relatos como «Las aplicaciones micropsiquiátricas de la tiotimolina», «La tiotimolina y la era espacial» y «Tiotimolina para las estrellas». No apareció, sin embargo, en la colección «El hombre bicentenario», de 1976, donde sí se publicó «When The Saints go Marching in», un relato encargado originalmente por la revista High Fidelity a Asimov. Asimov era un melómano de los pies a la cabeza, solía cantar en un coro, esa cosa tan rusa, y era muy fan de Louis Armstrong. Así que cuando la revista le hizo el encargo, les entregó este relato precioso y muy mágico, en el que una psiquiatra sugiere a un compositor que quizás la depresión de una de sus pacientes se curaría si sus ondas cerebrales cambiaran de patrón, si escuchara la música adecuada que sintonizara esas ondas de nuevo. El compositor tiene sus dudas, pero cuando días después vuelve a la consulta y arranca a tararear «When The Saints go Marching in» de Armstrong, la paciente mejora considerablemente. Esta idea de Asimov, a quien se le ocurrió de todo y siempre de la forma más genial, acabó por aplicarse en terapia varios lustros más tarde. Asimov, como siempre, se había adelantado. Igual que se había adelantado al predecir internet o la domótica. Quizás Asimov tenía un enlace químico que le permitía saltar al futuro. Ojalá fuera así y nos viera celebrar su centenario. Y su bicentenario también.
Un artículo absolutamente delicioso. Gracias.
Recuerdo haberlo leído y no comprendí Nada. Hay que ser muy versado en química para comprender la tiotimolina.
Asimov es un autor que hizo mucho por la divulgación científica.
Se lo critica por un estilo despojado pero nunca recurrió al kitsch como otros escritores.
Otra cosa es que adolece de un defecto muy común yes que sus personajes por ej en fundación hablan y piensan como hombres de 1950. Por no hablar de «sus mujeres» que son comparsas.
Solamente a partir del sol desnudo se animo a volar un poco más pero otra ves en una sociedad con ectogenesis y total control genético la gente se casa de por vida por obligación. Uno pensaría para que si pueden aportar material genético.
Robots del amanecer por otra parte también imagina un poco más se atisba un mundo con parejas intercambiables matrimonios temporales y homosexualidad libre pero los habitantes insisten que no son promiscuo y «cuidan» sus relaciones (como si tuvieran que disculparse con algún tipo de moral)
Por otra parte es muy divertido describir a la tierra como un mundo «donde todo el mundo tiene sexo con quien quiere pero fingen estar casados con exclusividad sexual»
El libro escandalizo mucho en su época
Jajaja. Un crack. Y cuánto tiempo fantástico nos ha hecho pasar. Felicidades por el artículo.
Gran artículo.
Sólo una cosa. Dice que “The Heads of Cerberus, de Francis Stevens …. Para muchos, sería la primera historia de ciencia ficción sobre un viaje temporal jamás publicada, un salto a un universo paralelo bastante poco acogedor, por cierto, como suelen ser todos los universos paralelos.“
He comprobado que “Un yanki en la corte del rey Arturo” de M. Twain se escribió en 1889. También “La máquina del tiempo” de H.G. Wells es de 1895.
Un saludo.
Solo una precisión: en 1887, ocho años antes que Wells, Enrique Gaspar publicó en la colección Arte y Letras «El Anacronopete», primera novela donde aparece una máquina del tiempo y hay varios saltos al pasado. Para informarse sobre la ciencia ficción española no estaría mal que consultaran «Historia de la ciencia ficción en la cultura española» editada y dirigida por Teresa López Pellisa
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