Yo era un auténtico fenómeno, muy rápido y, sobre todo, con una resistencia casi infinita. Peleando contra el reloj era el mejor, contra el segundero de mi reloj. Lo digo sin falsa modestia, me proponía unos objetivos y los cumplía, batiendo récords con elegancia y sin perder la compostura. Jadeaba ligeramente y sudaba pero no me agotaba, no paraba, no lo hacía hasta cumplir mi meta; cargar todo el pedido en el camión. El camionero de Transportes Hontoria flipaba conmigo, él estaba acostumbrado al almacenero de siempre, con sus zapatos negros y su boli en el bolsillo del pecho de su chaqueta azul de tela de Vergara, parsimonioso pero eficaz. Ese verano yo ocupaba su puesto y corría, con mis zapatillas deportivas, mis bermudas y mi camiseta de algodón, tiraba de la carretilla al mismo tiempo que buscaba en el albarán el siguiente bidón que tenía que cargar en el camión. No se si eran polímeros, bolitas de plástico de colores o lo que fuera que vendía la multinacional Sandoz a las papeleras de los alrededores, yo sólo miraba las referencias del albarán y el reloj, y cargar el pedido, ni cafelito ni leches.
Mi padre, mi jefe, el jefe de Sandoz en la zona me había puesto a trabajar en el almacén ese verano. El siguiente curso tenía que repetir el COU, y tenía que repetir curso solo porque había cateado mates, ¡putas matemáticas! ¿Para qué quiero yo las matemáticas? ¿Qué le costaba haberme aprobado? Lo peor de este profe no era que fuera un hincha del Athletic de Bilbao, casi hooligan, además era un payaso; esto no es un insulto, un payaso que salía todas las semanas en un programa en directo en la televisión vasca. Peor aún, podía ser el payaso listo o el gamberrete, pero no, era el mudo, ¡el mudo!, el que interactuaba con una bocina de esas en forma de trompeta que cuando apretabas el globo de plástico lanzaba aire hacia la trompeta y emitía un ridículo ¡mooc! Hala, a repetir COU, ¡mooc, mooc! No le guardo rencor, pero tampoco puedes estar toda la vida diciendo «a Perico de los Palotes, por poner un nombre anónimo, no le guardo rencor» sin añadir a continuación, para quedarte a gusto, «pero fue un pedazo cabrón», por poner un adjetivo anónimo.
¡Mooc! ¡Mooc! Le hacía yo al camionero, que me miraba boquiabierto y con un palillo pegado a su labio inferior que mantenía milagrosamente una inclinación similar a la del Tourmalet, ¡mooc!, para que se apartara mientras recorría de un lado a otro el almacén con mi carretilla. Mi padre, mi jefe, el jefe de Sandoz, tengo que decirlo, no me había puesto a tirar del carro ese verano porque el payaso del profesor, perdón, el profesor payaso, no había tenido el detalle de aprobarme las matemáticas y poder presentarme a la selectividad, ¡que iba por letras!, no fue por eso, no. La razón por la que yo estaba batiendo récords de carga de bidones en camión era otra y me enteré al cabo de un mes, cuando cobré mi primera nómina. «Has ganado más dinero trabajando de mozo de almacén que tu hermano Jordi como ciclista», me dijo mi padre-jefe, y añadió empezando a girarse, «por mucho que salga su nombre escrito en la parte deportiva de los periódicos». Yo podía parecer tonto, no lo niego, tenía que repetir el COU, pero un rato espabilado ya era. Intuí que con esas palabras que me acababa de soltar, mandaba a su vez algún tipo de mensaje oculto que yo tenía que descifrar.
Bajaba sigilosamente al sótano y me pasaba mis buenos ratos mirando la bicicleta de carreras de mi hermano. Una Zeus chulísima, siempre limpia impoluta, me parecía que brillaba. Me fijaba en los innumerables agujeros que acribillaban todas las piezas de la bici, las bielas, los platos, los frenos, ¡el manillar! Cuando me pillaba junto a su bici, lo machacaba a preguntas. A mi casa llegaban dos y tres periódicos al día, y había auténticos piques y peleas entre los siete hermanos por hacernos con uno de ellos. Yo me leía los periódicos enteros, de atrás hacia adelante. De vez en cuando encontraba el nombre de Jordi Ruiz Cabestany en alguna crónica o clasificación de carreras amateur. Le preguntaba por las carreras, por los ciclistas, por las bicis, por qué agujereaba su bicicleta, «para bajarle peso» me decía, «pero todos lo hacen» y me parecía normal. Hasta los ciclistas me parecían normales.
Jordi se fue a correr la Vuelta a Gran Bretaña con la selección española, que en realidad era el equipo Zeus de Gandarias travestido en selección, que era el tipo de equipo que permitía esa carrera. En esa época se llamaba Milk Race, era la leche esa carrera —me lo han dejado a huevo—, y el diario Deia tenía un enviado especial. Para amortizar la inversión de llevar a este a una carrera amateur —con las mejores selecciones de los países del Este, pero amateur— el especial enviado tenía que rellenar un par de páginas enteras cada día. No podía llenar tanto espacio únicamente hablando de desconocidos —aunque muy buenos, Kachirin, Dvoracek o Janus Pozak—. Tampoco lo podía hacer solo con el director Gandarias o el jefe de equipo, Larrinaga, ni con el carismático Imanol Murga. Sí, ese que luego fue compañero mío de equipo, el que en alguna ocasión se colocaba detrás de nuestro esprínter y en la última curva se tiraba al suelo para que cayeran con él los rivales y así ganar la etapa. Ese, un gregario de verdad de los que se entregaban por el líder, de los que lo daban todo. Pues eso, también tenía que hablar de mi hermano Jordi: entrevistas, fotos, páginas… Según iba devorando cada día el periódico, el pedestal en el que lo tenía colocado iba aumentando de tamaño. Definitivamente, yo quería ser ciclista.
Me daba igual que se ganara más dinero trabajando de mozo de almacén, que mi Jordi me repitiera una y otra vez que no se me ocurriera competir en bici, que se negara en redondo a cederme alguna de las piezas que tenía por ahí para incorporarla a mi ultrapesada BH Titán, que no tuviera un puñetero duro para comprarme una bici regular, que tuviera que estudiar en una academia por las tardes noches para aprobar lo que me suspendió el cómico rojiblanco… Nada, ya había probado un montón de deportes —incluso me había apuntado a un curso de salto de esquí para hacer combinada nórdica— y quería ciclismo. Si a alguien le parece normal agujerear un manillar para reducirle peso, ese es carne de cañón para el ciclismo. A mí me parecía normal. Además, ¡qué coño!, en esa época los que estábamos mínimamente informados sabíamos que en cualquier momento iba a estallar el conflicto nuclear y todos al garete. Yo ya tenía calculado, guiándome por los grafismos de la prensa sobre una explosión nuclear, que si la bomba caía en Irún tenía posibilidades de sobrevivir, pero más cerca ya, chamusque. Así que, ¿por qué no iba a ser ciclista?
Mi imagen del ciclismo era idílica. Aún no había leído este libro de Marcos Pereda, donde ves el ciclismo desde todos los ángulos, en todas las épocas, con perspectiva, con grandezas y con miserias. No había leído el primer artículo de este libro donde dice una gran verdad: que todos los periodistas de ciclismo mienten. Marcos Pereda es periodista. O al menos, exageran. Yo me lo creía todo. Y me hice ciclista. En mi primer año me seleccionaron para dos mundiales, el de pista y el de carretera. Allí, en México, el médico de la Federación me dijo no se qué de las rótulas y que al volver a casa me iba a operar porque en caso contrario, solo duraría tres años más en el ciclismo. Yo, niñato impertinente, que hacía caso a lo que contaban los periodistas pero poco a los médicos, le contesté que bueno, que luego ya me dedicaría a otra cosa. Si es que antes no habían apretado los botones rojos y me tenía que dedicar a buscar la antorcha de una estatua enterrada en alguna playa desierta.
Al tiempo que yo jugaba con los juveniles, mi hermano había pasado al profesionalismo con el mismo equipo de Gandarias y algunos fichajes como Elorriaga o Villardebó. Ya era otro nivel, Vuelta a España y esas cosas, Flavia-Gios se llamaba el equipo profesional, pero el contundente argumento de mozo de almacén seguía inamovible. Sin embargo era un gran cambio, ya no era la visión del niño, que sacaban de clase para ver pasar a los ciclistas de la Vuelta al País Vasco y retorcía los ojos intentando reconocer entre ese veloz amasijo de cuerpos y metales a Perurena o Lasa, sus ídolos. Ahora era mi propio hermano el que estaba ahí.
En la decimoquinta etapa de la Vuelta a España entre Ourense y Ponferrada, se produjo una escapada de un grupo de corredores que fueron aumentando la diferencia. Entre ellos Elorriaga, el más rápido y seguro ganador en caso de llegar juntos. Pero también estaba Laguía, corredor de un modesto equipo en su primer año de existencia, el Reynolds, pero hombre peligroso para la general. La escapada no valía, se dijeron entre coches y empezaron a tirar fuerte del pelotón. Al rato, entre coches también, encontraron una solución, Laguía se descuelga y todos en paz. Ganó Elorriaga, del Flavia, gracias al detalle de Reynolds. En paz sí, pero ahí quedó pendiente una deuda, se firmó un pagaré. Al día siguiente venció Dominique Arnauld y venció, también, el pagaré. El bravo francés se escapó junto a mi hermano, un Reynolds y un Flavia, y llegaron juntos a la meta de León. Arnauld celebró su victoria lanzando su gorra al aire al tiempo que Jordi, en lugar de esprintar, se entretuvo intentando coger esa gorra al vuelo. Los pagarés los firman los directores pero los pagan los corredores. Y yo quería ser ciclista.
Yo quería ser ciclista, sí, pero mi padre no, y mi madre, con formas menos impetuosas, manifestaba que tampoco le hacía ninguna gracia. Mi hermano seguía, por alguna extraña razón, con su actitud de no motivarme en seguir sus pasos pero, era espabilado e intuía que me lo decía con la boca pequeña. Eso y que algún ciclista que me encontraba entrenando, me contaba que se había enterado por otro ciclista que, a la vez había oído de otro ciclista que Jordi se vanagloriaba orgulloso ante sus compañeros, de que tenía un hermano que andaba la leche. Como la Vuelta a Gran Bretaña.
Así que mi hermano no contaba como freno a mi empeño y mis padres, ¿qué podían hacer? Nos habían educado en la más absoluta de las libertades, no sabían si entraba, si salía, si estaba en casa, hasta me firmaba yo mismo los justificantes por gripe del colegio cuando me iba a esquiar o con la bici. Mientras no hubiera un suspenso, era un no news good news de libro. Eso sí, mi primera bici me la compré con el dinero que saqué recogiendo cerezas en Milagro con dos compañeros de clase, y con el dinero que me sobró me fui a sanfermines. Bueno no, al revés.
Mi padre hizo lo único que podía hacer: me dijo que si quería ser ciclista, lo único que saldría de su bolsillo hacía mi persona sería para pagar estudios, ni casa ni comida ni nada. No me costó entender ese elegante «búscate la vida». También les entendía a ellos, así, en general. Mi madre pudo ver desde los montes que rodeaban el pequeño pueblo de Tarragona donde nació, escondida y sobreviviendo a base de algarrobas, como unos aspirantes a un puesto en la NASA intentaban poner en órbita la torre de la iglesia a base de dinamita. Spoiler: no llegó a elevarse y los cascotes junto a las campanas quedaron esparcidos por la plaza del pueblo. Luego se refugió en Barcelona, se sacó la carrera de magisterio y entró a trabajar en Sandoz.
Por su parte, mi padre se hizo ingeniero industrial pero, lo peor de todo, era hijo de un señor que emigró desde un pequeño pueblo de Albacete y se ganaba la vida de taxista, haciendo carreras. ¡Anda, como yo! O sea, una de esas personas que se ha hecho a sí mismo desde la nada, de esas personas que no te imaginas oyendo a su hijo decir que quiere ser ciclista y le dice que sí, que ánimo, chaval. Por suerte a mí nunca se me ocurrió decir eso, en realidad no decía nada, solo hacía. Los dos trabajaban en la multinacional Sandoz y la conclusión más obvia es que de ahí vienen los niños, no de París. Pero no, la historia real es un obstáculo más para obtener su aquiescencia a mis aspiraciones en el deporte de las dos ruedas. Se conocieron jugando al baloncesto, al basket, basketball o como carajo se llamara en esa época.
¡Baloncesto! Ese es un deporte megaguay. Juegas en un espacio cubierto, con calefacción y sobre parqué. En esa época era descubierto y suelo de cemento, pero es igual, juegas cuatro tiempos de nada, te sustituyen, te sientas, te pones una toalla a los hombros y el juego consiste en avanzar haciendo botar una pelota con la palma de la mano para, finalmente, intentar introducir esa pelota por un aro que está situado a una cierta altura. Cuando tiran el balón, con ese movimiento de la mano de atrás hacia adelante, me los imagino soltando: «¡Vamos tontorrón, métete!». Tiene mucho prestigio el juego-deporte este. En cambio el ciclismo… es eso, solo ciclismo. Pero no me rindo.
Si hubiera querido jugar al baloncesto me hubiera animado orgulloso, ¡Vamos, enano! —era muy guasón el hombre— y hasta me hubiera comprado una canasta y un balón. Pero con este deporte jamás se podrían contar historias como con las que nos deleita Marcos Pereda en este libro. No hay jugadores que se escondan en un barreño de agua para intentar ser quien menos canastas mete en un partido, u otro que pasara mensajes escondidos en el balón para salvar judíos en la Italia de Mussolini, o una mujer que se tiene que travestir para poder jugar un partido, ni siquiera una mísera historia épica de un jugador que cae desfallecido por el agotamiento tras recorrer la cancha para meter una canasta. No, para lo bueno y para lo malo, el ciclismo es único y extremo. Los ciclistas son personas que tienen algo extraño en la cabeza, digno de estudio, protagonistas de historias como las que podemos leer en este libro. Con pasión. Interpelando.
Durante la lectura de este libro no he podido dejar de pensar en mis padres, ellos, a los que tanto les gustaban los libros y la buena lectura. Los imaginaba enfrascados en la lectura de estas maravillosas historias de ciclismo. Cuando empecé a destacar en este deporte cambiaron de opinión sobre mi empeño en ser ciclista, estaban muy orgullosos de mí. Lo que no sé, y me lo pregunto, es que si hubieran leído este libro en el momento de mis inicios me habrían animado a entrar en este loco mundo del ciclismo o, simplemente, se hubieran rendido a la evidencia de que yo era un caso perdido.
Este texto es el prólogo del libro Bucle, de Marcos Pereda, que acaba de publicar Libros de Ruta. Se puede adquirir aquí.
Muy entretenida la introducción para acercarse a la lectura de Marcos Pereda. Enhorabuena Peio por este atractivo prólogo, creo que me va a servir para hacerme con un ejemplar del libro.
Buenísimo escrito, señor Ruiz
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