Wong Kar-wai es un fenómeno. No es una afirmación que vaya a hacer tambalearse el mundo de nadie. Su imaginario, la temática de su obra, la gente con la que decide trabajar y por supuesto, la música que elige para sus películas, lo constatan.
Es cierto que no hay que dar demasiadas razones para demostrar que es un gran director. Muchos lo toman como referencia, otros lo idolatran, y también habrá quien lo odie, como pasa siempre con los genios.
Probablemente su cine gusta porque es un conjunto perfecto. Desde su contexto hasta su forma. Es el cine marcadamente cultural de una persona que ama a su tierra. Ávido explorador de géneros siempre muy relacionados con su China natal y su Hong Kong adoptivo, desde su primera película As Tears Go By donde tontea con los submundos de la mafia china, sus vistazos al cine de artes marciales o wuxia, y el resto de su cinematografía en la que el contexto socio cultural de Hong Kong comparte protagonismo con los personajes.
En su obra hay tres factores importantísimos que configuran su personalidad y nos aseguran que estamos ante un trabajo de Wong Kar-wai: por un lado, la fotografía siempre predominante, obra del cinematógrafo Christopher Doyle; por otro lado, los colores de la vestimenta y cómo conjugan con unos escenarios magnéticos, un trabajo del director de arte William Chang; por último, la música, elegida por el mismo Wong Kar-wai. Mambos, boleros, tangos, reggae, pop y hasta algún remix de Massive Attack. El director parece tener un gusto impecable, un poco como Tarantino —por cierto, un gran fan— pero en su propio estilo más intimista y nostálgico.
Cuando uno recuerda alguna de sus películas necesariamente acuden música e imagen a partes iguales. Se podría decir que están cosidas. Es un elemento esencial en el cine del director, porque su intención narrativa a menudo no es contar una historia sino transmitir un estado de ánimo. En concreto, de un sentimiento global que abarca otros más circunstanciales. Su obra es desamor. Corazones rotos. Amor no correspondido. El paso del tiempo y cómo este afecta a esas dolencias del espíritu, expresadas a menudo en forma de soliloquios por sus personajes.
Para muchos su cine empieza con In the Mood for Love por ser su película más idolatrada y la que definitivamente probaba la esencia de su obra. La trama comienza sin sobresaltos, pero a los cinco minutos de metraje suena «Yumeji»s Theme» del compositor para cine Shigeru Umebayashi. Será el vals que retrate esta cinta, aun teniendo otras grandes aportaciones musicales. En fin, que suena ese vals y constata un hecho: eso es cine.
Se podría decir que lo que realmente atrapa del trabajo de Wong Kar-wai es su uso magistral de las emociones que se refleja en la música, en el color, sus técnicas de grabación como el step-printing y en unos personajes que otorgan porque callan. Ofrece una nueva dimensión a aquellas historias que narra, en las que lanza ideas que recoge más adelante, no solo en la misma película sino a lo largo de toda su obra cinematográfica. Porque una buena filmografía es como un disco: es mejor cuando cobra sentido en su totalidad. Y la suya es una buena filmografía, con todos sus títulos conectados entre sí utilizando la música, los personajes y la temática además de, por supuesto, las calles de Hong Kong, telón de fondo inconmutable.
Hong Kong fue por mucho tiempo la tercera potencia cinematográfica por detrás de Hollywood y Bollywood. Por más de un siglo estuvo bajo mando británico y contaba en muchos aspectos con una cierta modernidad occidental en comparación con China o Japón y rápidamente se situó como una capital de la cultura que exportaba títulos y artistas a nivel internacional —Bruce Lee y Jackie Chan desarrollaron su carrera en Hong Kong—. En la década de los ochenta esta tierra destacaba por la popularidad de las películas de gángsteres y triadas mafiosas, que entran a competir en su propia industria con el cine de artes marciales.
Wong Kar-wai fue siempre más arriesgado y se alejó de un enfoque comercial por sus referentes europeos, pero dentro de esa occidentalización divagó entre estos géneros típicamente orientales llevándoselos siempre a su terreno, el de las emociones complejas. Su primera película, As Tears Go By, es una modesta historia de amistad entre dos miembros de una triada donde el director ya daba muestras de lo que sería un estilo muy personal. Consiguió un resultado estético muy destacable para su inexperiencia y además arriesgó introduciendo una trama romántica que termina por acaparar el primer plano de la historia. He aquí una película con mucho trasfondo cultural chino y una fuerte influencia occidental, pues el director se inspiró en Mean Streets de Scorsese.
Su abierta persecución de resultados estéticos por encima de otros fines y su apuesta por adentrarse en historias más intimistas tiene como resultado su segunda película, Days of Being Wild, o la obra con la que se define su estilo. Tonalidades predominantemente verdes y música espectacularmente seleccionada que comienza con «Always in my heart» de los Indios Tabarajas y se sostiene más adelante con varias piezas del español y gerundense Xavier Cugat de influencia afrocubana y latina. Una grandísima banda sonora sin excepción.
Para este segundo trabajo cuenta con gran parte del reparto de su anterior película, especialmente Maggie Cheung y Tony Leung, que serán dos de sus actores de referencia. Este gusto del director por contar siempre con los mismos intérpretes para sus películas hace que ver su cine sea como volver a casa de un conocido, donde todo es familiar y todo está a nuestro gusto. Nos invita a enlazar unas historias con otras. A veces —muchas— acertamos. Podemos ver cómo maduran sus personajes película tras película en distintas etapas de la vida, tanto como lo hacen los actores que avanzan hacia la madurez más allá de las cámaras.
Con toda esta mezcolanza de buenas intenciones, buena música y una perfecta caracterización del Hong Kong de los sesenta, Days of Being Wild es toda una declaración de intenciones y sienta las bases de lo que vendrá después. El director y guionista se sumerge finalmente en la que será su temática por antonomasia, el desamor, involucrándose aquí también el desasosiego de la juventud y la falsa creencia de libertad. No solo es la primera película en la que su estilo es ya inherente, sino que es la primera pieza de su trilogía no oficial, una trilogía de corazones rotos que se completará después con In the Mood for Love y 2046.
A priori, el salto entre las dos primeras películas no parece si quiera trazable y solo cuando llegamos a la última parte de la trilogía nos damos cuenta de la conexión. La historia no está completa para nada —principalmente esto se debió a un problema de producción— y falta un trozo que solo podemos imaginar a partir de algunas pinceladas. A pesar de todo, el resultado es bueno. Es excelente. Tenemos que hacer memoria con toda la información que ya tenemos y encontrarnos satisfechos con las respuestas que nos damos a nosotros mismos. Se agradece que un autor dé por sabida la inteligencia de su audiencia.
Con su trilogía en mente aún se dio algunas oportunidades con diferentes temáticas, y de su ánimo por descubrir y quizás también forzar su creatividad y capacidades, aparece la película wuxia más singular que muchos hayan visto jamás, Ashes of Time, inspirada en la novela La leyenda de los héroes cóndor del escritor chino Jin Yong. Aunque con una narrativa confusa, es una historia sobre desamor y olvido rodada de una forma magistral. Los personajes alcanzan una nueva dimensión aún más característica del cine del director siendo una singularidad dentro de lo que conocemos como cine de artes marciales.
Mientras estaba inmerso en la odisea de rodar Ashes of Time decidió darse un respiro con una película mucho más sencilla que consiguió terminar en dos semanas, Chungking Express. La trama tenía lugar en el barrio en el que el director vivió cuando emigró de Shanghái a Hong Kong siendo un niño, el área de Chungking Mansions. La película fue un descanso de su gran obra épica y un éxito por varias razones. Adquiere un tono mas desenfadado y eso se nota en la elección de la música. Desde «California Dreaming» de The Mamas & The Papas y una versión china de «Dreams» de The Cranberries interpretada por la protagonista, Faye Wong. Incluso hay sitio para un poco del reggae de Dennis Brown con «Things in Life» que acompaña con mucho estilo la primera parte del largometraje.
A pesar de su aparente inocencia, es una película muy madura y estéticamente perfecta en la que la intención del director era mostrar un Hong Kong vibrante tanto de noche como de día, donde las vidas de sus habitantes están a veces destinadas a encontrarse, aunque el desenlace no siempre sea feliz. La trama inicial se centra en dos policías lidiando con una ruptura amorosa, uno durante la noche, otro durante el día. Como pequeña anotación, este fue el debut de la estrella musical Faye Wong en el cine, en un papel que según Wong Kar-wai era perfecto para ella.
En un inicio el director quería que Chungking Express estuviera compuesta por tres historias en lugar de dos, pero finalmente le pareció que el metraje sería demasiado largo. Así, Fallen Angels, esa historia que quedaba en el tintero, se convirtió en su siguiente película. Una estilizada cinta con una fotografía verdosa que nos atrapa en el mundo nocturno de los suburbios de Hong Kong mientras asistimos a las desventuras de un asesino a sueldo y su ayudante, enamorada de su rastro. El director utilizó como tema principal de su banda sonora lo que parece a todos los efectos una versión de «Karmacoma» de Massive Atack y cambia aquí el estilo musical por unos beats más oscuros que le dan relieve a ese mundo de maleantes en el que nos adentramos escondidos tras una lente gran angular. Un mundo que conecta, sin embargo, con el resto de su filmografía siempre de forma sutil.
Su siguiente película, Happy Together, fue una apuesta arriesgada en el Hong Kong de finales de los noventa, donde la homosexualidad era tema tabú. Vaivenes de peleas y rupturas entre una pareja homosexual que en Argentina se viven con tangos de fondo, un poco de «Chunga’s revenge» de Frank Zappa y una versión de la mítica «Happy Together» de The Turtles que con mucha ironía da nombre a la película. Wong Kar-wai añade también un toque de melancolía solitaria cuando suena «Cucurrucucú Paloma» en la que es probablemente su versión más descorazonadora, la del brasileño Caetano Veloso. Aquí la intención del director era desnudar ante la cámara la naturaleza de la ruptura amorosa: desde los pequeños detalles que conllevan la explosión de una guerra hasta lo gestos que pasan desapercibidos pero que son en realidad una bandera blanca hondeando en busca de tregua.
A pesar de toda esta brillante carrera a la espalda, In the Mood for Love es y será el trabajo por el que mejor se recuerde a Wong Kar-wai. Probablemente la pieza más esencial de su obra, con un estilo al que algunos se han referido como poesía visual. La máxima expresión de esa personalidad en su cine que él predica, donde lo importante es transmitir un estado de ánimo, o una serie de estados de ánimo, por encima de una trama perfectamente definida. Los recuerdos de su infancia recién llegado al Hong Kong de los sesenta tienen su impronta en esta película. La música es un reflejo de las canciones que sonaban en la radio de los restaurantes que visitaba con su madre y la selección de obras de Nat King Cole como «Quizás, quizás, quizás» o «Aquellos ojos verdes» son un tributo al gusto musical de ella. En In the Mood for Love el director perseguía la esencia de un Hong Kong que ya no existía, pero que recordaba con los ojos de un muchacho.
Sin duda, lo mejor de esta película es que no termina ni empieza en ningún momento de su más de hora y media de metraje: se trata de la piedra angular de su trilogía no oficial. Después de una aventura americana donde logra exportar su estilo impecable con My Blueberry Nights, Wong Kar-wai rodó 2046, que por fin cierra esa historia que empezó con Days of Being Wild. Cuando uno ha visto a penas unos minutos de 2046 se da cuenta de que debió ser la película que más ha disfrutado el director. Añade tintes futuristas y juega libremente con los imaginarios de la ciencia ficción, pero también recurre a la época de sus sueños, el Hong Kong de los sesenta.
La música también cambia. Madura con los personajes. Incluye la solemne «Casta Diva» volviendo sobre la dulzura de Connie Francis y su «Siboney», en contraste con la versión de tinte afrocubana de esta misma canción que utilizó en la primera parte de la trilogía, o «Perfidia» de Xavier Cugat que también conecta ambas películas. Cambia para acompañar una nueva ola de esas emociones con las que el director trabaja asiduamente. Aquí de verdad tuvo que bucear en la psique humana, en la naturaleza del dolor y del olvido que se tejen a la par sobre la red del tiempo. Es probablemente uno de sus mejores trabajos a muy distintos niveles, desde su estética a la sensibilidad con la que muestra las dolencias del alma que deja el paso del tiempo y los corazones rotos que cicatrizan a duras penas. «El amor es una cuestión de tiempo. No sirve de nada encontrar a la persona indicada si el momento no es el adecuado».
2046 es también una mirada a la historia de Hong Kong. El propio nombre de la cinta es una referencia a la promesa de China de no realizar cambios en la política de este territorio durante cincuenta años comenzando en 1997. El 2046 sería, en estos términos, el último año sin cambios, y por eso el director y guionista quiso imaginar cómo sería un lugar en el que nunca nada cambiara.
Aunque, por supuesto, las cosas cambian. También la filmografía de Wong Kar-wai debía seguir evolucionando. Después de una obra altamente poética y arriesgada, y aún con la intención de volver al cine de artes marciales que en el pasado no le había dado muy buen resultado ente el público, Wong Kar-wai decidió hacer su propio tributo a Ip Man en el que pudiera reflejar su estilo. El maestro de Bruce Lee y natural de Hong Kong tiene su retrato particular en The Grandmaster, donde el director quiso conjugar la belleza de las tradiciones de lucha milenarias, los distintos elementos naturales y, como no, las adversidades de los corazones rotos, porque no hay un cabo suelto en su obra. Con esta película consiguió de nuevo arrojar una luz distinta sobre el cine de artes marciales y probar que quien lo nombra como uno de los mejores directores de cine del siglo, no lo hace en vano.
Cuando uno acude a la filmografía de Wong Kar-wai y la entiende como una obra completa, volviendo de nuevo a ese símil del disco, se da necesariamente cuenta de los aspectos que la recorren, que se repiten, que la determinan e identifican, y que son los que esencialmente hacen que su cine merezca la pena. Su temática ha sido siempre la misma, la película romántica o antirromántica en la que es difícil apostar por un final feliz. Su gusto exquisito por la música, que convierte sus escenas en capítulos de la historia del cine, ha generado alrededor de su trabajo una atmósfera propia y reconocible. Ha conseguido ligar música e imagen o música e historia con un gran magnetismo. Los actores, que vuelven una y otra vez a su cine y se pasean a sus anchas por él, nos dan siempre la bienvenida a ese lugar conocido y crecen a medida que también crece el cine del director. Hong Kong, su gran escenario de luces y sombras en el que persigue las historias que recuerda o imagina, en esta y otras épocas. Un cine que compone un mundo propio al que siempre gusta regresar y del que siempre se sale más pensativo y melancólico que como se entró.