Existe una forma de locura que a todos nos posee de vez en cuando: la suspensión del juicio. A veces decidimos creer en cosas imposibles, ridículas o estrambóticas casi a propósito. Algo dentro de nosotros sabe que el engaño se desmoronará si lo pensamos un minuto, pero precisamente por eso no lo pensamos ni un segundo.
Me refiero a trampas de pequeñas dimensiones, que casi nunca tienen consecuencias y que hacen mejor la vida.
Pienso en esos días de otoño en que haces mil planes, cuando te dices que mañana vas a madrugar, salir a correr, recoger los vasos del salón, llevar al niño al parque y volver a tiempo de tomar el vermut. Es imposible, pero no lo sabes porque has suspendido el juicio.
Pienso en el chico que vio que su novia tenía marcas en el cuello, como de besos —qué raro—, pero pensó que se las habría hecho su sobrino.
Pienso en los castings de Operación Triunfo.
Pienso en esos padres, algo mayores ya, que siguen convencidos de que protegen a su familia porque conducen mejor que la mayoría. (Si eres uno de ellos acepta que seguramente conduces normal).
Pienso en un amigo que para correr maratones muy deprisa usa una estrategia sencilla: ser optimista. Hace media carrera a toda velocidad y luego se dedica a intentar llegar. Le funciona a veces.
También pienso en casos más graves, como por ejemplo el mío. Poneos en situación. Yo debía de tener quince años y estaba en una escena delicada: habían coincidido mi padre y un grupo de amigos de clase que incluía una chica que me gustaba. Estaban hablando de animales y mi padre se puso a explicar que nuestro perro Pascual se había muerto por un mosquito, entonces yo le interrumpí con malos modos de adolescente: «Pero, Papa, si Pascual se fue al monte con una perrita…». Fuck. Me volvió el juicio un segundo tarde. Por supuesto que mi perro se había muerto, pero yo llevaba diez años sin cuestionar la mentira que me habían contado: que una noche de tormenta mi padre se despertó oyendo ladrar al pastor alemán, salió al jardín chapoteando y le abrió la puerta para que pudiese marcharse al campo con una perrita que venía a verlo. En fin. ¿Sabéis que es lo peor? Que yo no estaba allí —y en realidad nunca ocurrió—, pero recuerdo perfectamente a los dos perros perdiéndose entre los arboles.
Querer no es poder, como sabe cualquiera que no se dedique a vender libros de autoayuda. Pero querer creer a veces es suficiente.
Hay un hilo de Twitter con casos asombrosos: «Mi padre acaba de darse cuenta de que en el apartamento que su tía soltera lleva veinte años compartiendo con su “mejor amiga” Irene solo hay una habitación». Pero ni así se caía del guindo el pobre hombre: «¿Irene duerme en el sofá? ¡Si tiene ochenta y tres años!». El hilo está lleno de gente que hace lo imposible por no aceptar que su familiar es homosexual: «De niño teníamos al tío abuelo Ted y al tío abuelo Trevor. No fue hasta que tuve veinticinco años en una cena de Navidad a medio comer una patata que mi cerebro explotó: ¿El tío Ted era gay?».
En otro hilo célebre de Twitter, un niño encuentra los juguetes de Navidad en un armario y se lo dice a su padre. «Papá… ¿esto qué es?», dice señalando los regalos, que están ahí a la vista de los dos. El padre se siente atrapado, pero de golpe tiene una idea: «¿Qué es qué? —dice— Yo ahí no veo nada». El hombre decidió salvar las Navidades haciéndole creer al niño que tenía alucinaciones. Pero lo alucinante es que coló.
Las personas suspendemos el juicio desde pequeños. Creemos que somos especiales o que nuestros padres son gigantes. Tengo varios amigos que están convencidos de que podrían haber sido futbolistas profesionales y que si no lo fueron fue por mala suerte. Muchos sentimos que nuestra pandilla de juventud era la más divertida o la más intrépida, aunque seguramente fuese normal y corriente. ¿Te acuerdas de aquel día que hicisteis no sé qué? Todos tenemos historias así.
Pero hay algo bonito en estos engaños.
Me vienen a la cabeza mi sobrino y su canguro. Hace unas semanas cenamos en su casa con sus padres y un viejo amigo que venía desde Australia, y alguien le dijo al niño que Joan quizás se traería el canguro. No era muy creíble, pero la posibilidad de tener un canguro es motivo de sobra para suspender el juicio, especialmente si tienes tres años. Al final nuestro amigo llegó solo y Paula le dijo al niño en un aparte que qué pena que Joan no se había traído el canguro. Al rato lo repetía él sin parar: qué pena que no se ha traído el canguro Joan. Vaya fallo. Estabais jugando a los coches y te decía resignado: qué pena que no se ha traído el canguro.
Me pregunto si lo esperaba de verdad. Creo que no, pero suspende el juicio porque es un niño y, por tanto, sabio: no va a renunciar a la posibilidad de un canguro así como así. Ha visto pavos reales, que le gustan, aunque le dan miedo, aunque le gustan. Mi conclusión es que le gustan a cierta distancia, porque si están lejos se acerca, pero si están muy cerca sale corriendo. Le gustan los pavos reales a metro y medio, que es lo que nos pasa a los adultos con casi todo: que lo queremos y no lo queremos, lo perseguimos y luego huimos. Ojalá nos escapemos al monte una noche de tormenta y un amigo nos traiga un canguro de Australia.
«Querer no es poder, como sabe cualquiera que no se dedique a vender libros de autoayuda.» – xD. Gracias por esta frase.
La frase clave es:
Suspende el juico pq es un niño,y por tanto sabio,no va a renunciar a tener un canguro así como así.
Pingback: La mentira del dotor – Mi Reto Bradbury
Muy bueno! Gracias!
Fantástico articulo. Muchas gracias.
Una de las claves de la vida, junto con ser un desmemoriado selectivo, es perder es aprender a modular la suspensión del juicio.
Yo aún, con 45 años, estoy esperando que mi padre meta a un delfín en su piscina. Con 12 me lo prometió: «cuando tengamos el chalet, tendremos un delfín en la piscina».
A ver si traducimos correctamente. En inglés «grand uncle» es tío abuelo. La traducción literal gran tío no significa nada en español.