1) Al sexo: Voy a contarles un secreto que está a punto de dejar de serlo: cuando abandoné el colegio salesiano en 1985, tras mi octavo curso, yo aún temía mearme dentro de una señora a la hora de hacer el amor. Como lo oyen: MEARME. Creía que lo de cambiar conductos o usos (urinario por reproductor) era una decisión consciente, y que era perfectamente posible que acabaras utilizando a tu pareja de orinal si te despistabas una pizca durante el acto. Ajá. Así de bien me enseñaron aquellos curas fatídicos todo el embolado de la educación sexual. Y es que, en fin, eran curas; ¿quién leches les puso al mando? Después de todo, uno no realizaría un curso de enología en una tetería de Marrakesh, ni montaría un equipo de bobsleigh en Kingstown Town (ejem). El resultado de todo aquello, en todo caso, es que los niños de los setenta crecimos tan primordialmente amilanados por el sexo como todas las generaciones anteriores desde Adán y Eva (o el primer trilobite zumbón). Era una longeva tradición: la de tenerle un miedo espantoso a lo de la «primera vez». Un miedo que hoy solo sirve para entender mejor las novelas inglesas de los años cuarenta y cincuenta, donde los protagonistas sufren trescientas cuarenta y siete páginas de terrores del averno antes de magrear un burdo pezón.
Ningún adolescente actual (avezado a hacerlo cuando le place, y sin remordimientos de ningún tipo, y encima confiando en un nivel razonable de proficiencia por ambos lados), podría comprender las simas miasmáticas de angustia a las que el primer sexo nos arrojaba en 1987. Por ende, superado el lamentable trance de la desvirgación, uno pasaba entonces unos cuantos meses (o años) de patente ineficacia sexual. Oh, Dios. 1987: Sensación de Morir. Aquello no parecía mejorar jamás, y nadie tenía ni idea de qué debía hacerse con los órganos esenciales, cómo levantarlos/humedecerlos, ni qué maldito resultado esperar del pringoso ensamblaje. Que estabas en la inopia, caramba. Que veías sangre en la sábana después de haber yacido con moza y te ponías a buscar la cabeza de caballo cortada de El Padrino.
Por añadidura, lo que uno hacía en la alcoba en los años de aprendizaje se parecía en maldita la cosa a lo que uno atisbaba —con ojos achinados y creciente rampa de bíceps— en los filmes gorrinos de Serenna o Private. ¿Y me preguntan por qué aún estoy resentido? Es muy sencillo: los malditos jóvenes de hoy han crecido en Spring Breakers, y yo en una maldita novela de Jane Austen: todo miraditas y labios de pitiminí, cortejo centenario y pacato recato a la que uno accedía al fin a la horizontalidad. ¿Cómo se puede ser nostálgico de esa época, con lo malfollaos que íbamos? Sería como ser nostálgico de la peste negra. O de la época en que para ser de izquierdas tenías que escuchar a Quilapayún.
2) Al Apocalipsis: Tienen que ponerse, si me hacen el favor, en modo Edad Media. Piensen que la tradición profética juanina (la del Apocalipsis atribuido a San Juan, quiero decir) esperaba que el mundo terminaría en un pestañeo. Como dice Norman Cohn, «para el pueblo medieval el formidable drama de los últimos días no era una fantasía sobre un futuro remoto e indefinido, sino una profecía infalible que podría cumplirse en cualquier momento». Santa Hildegarda de Bingen, una abadesa que dependiendo de cómo le daba la luz del claustro se parecía a Vanessa Redgrave o al Dr. Zaius (orangután jefe en El planeta de los simios), tuvo la visión del Anticristo como «una bestia con monstruosa cabeza negra como el carbón, ojos llameantes, orejas de asno y un abierto vientre con dientes de hierro». Esa supermodelo era lo que la gente del Medievo esperaba encontrar en mitad de su ciénaga cada mañana al levantarse del jergón; y, admítanlo, como ejemplo de canguelo matutino suena bastante peor que sintonizar la COPE mientras te lavas los dientes.
El lado bueno de todo ello, supongo, era que si superabas la fase inicial de julepe paralizante ya solo te quedaba abandonarte a un loco «erotismo anárquico» (como los alegres mozallones de la Herejía del Libre Espíritu), al insensato bandidaje y la más estremecedora borrachez. Y a-la-mierda-todo. O sea: el mundo iba realmente a terminar MAÑANA. No era como para empezar a preocuparse de la hipoteca del yurt, o de si la recolección y cata de estiércol era una empresa con futuro. Ríanse ustedes del punk; esto sí debió ser nihilismo flamígero y No Future calcinamundos. Lo de las hambrunas y la fiebre bubónica y el derecho de pernada vis a vis la señora de uno debía ser una lata, lo admito, pero por otra parte imaginen las infinitas posibilidades liberadoras que esconde lo de Creer Que No Va a Haber Un Maldito Mañana. He ahí un miedo que tal vez convendría devolver a la actualidad, amigos míos.
3) Al hambre: La gente ha puesto a caldo a Yuval Noah Harari por decir que la revolución agrícola fue el gran timo de la historia de la humanidad, pero algo de razón tenía el pibe. Me pregunto quién debió ser el imbécil que decidió que estar encadenado a un secarral rezando para que brotara el primer nabo pocho era mejor que triscar por los bosques recolectando frambuesas y ensartando al ocasional pecarí rollizo. Y follando con doncellas (otro cantar es que esas doncellas pareciesen familia de Chewbacca). Pero en fin: lo hecho, hecho estaba, y a partir de esa calamitosa decisión curricular el ser humano pasó el resto de su existencia intentando mitigar el hambre a base de demente arado de dehesa y sembrado ineficaz de tubérculos, ad eternum y de sol a sol. Es difícil imaginar lo prevalente y cotidiana que era no hace tanto la posibilidad de quedarte sin un mal chusco de pan que echarte al maxilar. Y generalizada, además.
El capitalismo es una estafa, sin duda, pero algo (una pizca) hemos mejorado en lo de la producción de alimentos y la idea del estado de bienestar. Antes, todo orbitaba alrededor del miedo a carecer de manduca. Está en todas partes, sean cuentos centroeuropeos o novelas sujetapuertas sobre la Gran Depresión norteamericana. Cuando les leo a mis rorros fábulas de gigantes pelirrojos en los bosques negros de Silesia, la parte que no comprenden no es la del ogro piloso que goza desmembrando humanos, sino la de la familia hambrienta que penetra en la cueva buscando desesperadamente una patata con gusano. Los dos chavales no pueden asimilar que, antes, los hard times eran lo normal. Y cuando digo antes no me refiero a 1260, sino a 1954, leches. Occidentales, no del Tercer Mundo. Voy a terminar diciéndoles a mis vástagos lo mismo que me decía a mí mi abuela: «No saps que es passar gana». Con una sutil diferencia: ella sí lo sabía, mientras que yo sigo sin tener ni pajolera idea (si no contamos la criptoanorexia que sufrí en 1996; y créanme: mejor no la contamos).
4) A otras razas: En mi pueblo había un chino. La anécdota termina aquí, y la culminación del chiste está implícita en el cómputo: UN chino. Solo había uno. Y era coreano, ahora que lo pienso. No es que yo hubiese sido capaz de captar el matiz racial y sociocultural entonces, pero incluso así. De noventa mil ciudadanos amontonados a la orilla más pestilente del Llobregat, en Sant Boi, solo un puñado infinitesimal eran emigrantes internacionales. El tío más exótico de mi colegio lo era por huérfano, no por venir de la Micronesia. El gueto en Sant Boi era un Entresuelo Segunda donde vivía una familia de Ceuta. Antes dije miedo, pero es que no era ni eso: no sabíamos ni qué eran las otras razas (más allá de lo que intuíamos en recurrentes seriales de TV como Kung Fu o Raíces). Cuando veo a la pandilla de mi hijo menor, que parecen los Guardianes de la Galaxia o un anuncio particularmente abigarrado de Benetton, pienso en lo soporíferamente uniforme y homogénea que fue nuestra infancia. Los amigos de la clase de mi hijo mayor son un celebrable potaje de sangre brasileña, irlandesa, pakistaní, rusa y filipina. Los de la mía, en EGB, venían de Azuaga, Teruel y Villena. Toma ya tutti frutti multicultural: maños, bellotos y catalanes. Está claro que esto no puede parar de mejorar. Que no hay color.
5) A la guerra: «Por lo menos no estamos en guerra». ¿Soy yo el único ciudadano que pasa el día pensando (y, a veces, mascullando en voz alta y con ojos de orate en el metro) esta frase? Sí, mis queridos amigos: pese a lo negro que pinta el futuro, al menos no estamos enzarzados en una holocáustica conflagración bélica civil o internacional. A la que uno lee más y más historia cae en la cuenta de que lo de estar en tiempo de paz es una cosa sumamente rara. Una aberración histórica, y nunca mejor dicho. Antes, lo normal era que cada generación pasara por una guerra, como mínimo. Si tenías una mala suerte excepcional incluso era posible que te zamparas dos de ellas seguidas (pregúntenselo a los boches o ingleses que lucharon en la I y II Guerra Mundial; vaya merdoso jackpot). Muriendo de forma horrible, para más inri. No había forma de relajarse. Cada vez que te abrochabas la bata de boatiné y alumbrabas la pipa, aparecía por la radio un demente condecorado echando espumarajos por la boca y exigiendo de malas maneras la «movilización total» y la anexión de esto o aquello. Uno no podía bajar a comprar la baguette matutina sin presenciar una nueva entrada de tanques y cañones por la calle ancha.
Y hablando de tanques: hace poco estuve en Santiago de Compostela, y un camarero moteado por lamparones Pollock y aparentemente experto en la «cuestión catalana» se manifestó al respecto con esta declaración inequívoca: «Allí tendrían que entrar los tanques» («allí» quería decir «en Catalunya»). Va, ¿en serio, cerdoso camaruta? En primer lugar: nunca es deseable que entren tanques en ningún lugar, julay. Solo cosas malas pueden resultar de esta decisión precipitada. Antes de mandar tanques envía un WhatsApp, o un mail severo, o algo vistoso de Interflora. Agota las posibilidades; eso es lo que intento decir. En segundo lugar, los tanques españoles jamás lograrían «entrar» en Barcelona. Tal y como están las cosas (presupuestariamente, digo) sufrirían una avería mucho antes de cruzar la frontera, y la invasión se postergaría eternamente mientras unos cuantos cabos chusqueros tratan infructuosamente de cambiar una rueda en alguna estación de servicio de Los Monegros. Pero al camarero gallego no le dije nada de esto, claro (y mucho menos lo de «cerdoso camaruta»). Solo tomé de su mano el plato de codillo con pimientos y balbuceé un «muchas gracias» del que, casualmente, había desaparecido cualquier tipo de acento o inflexión catalana.
6) A una muerte violenta: De nuevo, me es imposible no andar silbando el tema principal de Mary Poppins («Con un poco de azúcar y la píldora…») por las calles, arrancándome con el ocasional saltito con golpeteo de talones en el aire, cada vez que pienso en lo poco posible estadísticamente que es el que yo vaya y sufra una muerte violenta antes de los cincuenta. De haber nacido en 1860 en lugar de en 1971 yo ya no estaría aquí, y ustedes estarían leyendo una página vacía de Jot Down. Siendo como soy de extracción proletaria, a los dieciséis ya me habrían apuñalado por la espalda unos facinerosos del arrabal por medio caliqueño y un caramelín de menta, o en plena huelga general habría sido aplastado bajo los cascos de un corcel de la guardia de asalto, o me habrían condenado al garrote vil por robar un pedrusco de carbón usado; qué sé yo. Admitámoslo: estamos en un mal momento y urge un cambio total de paradigma, pero antes se estaba mucho peor. ¿«Antes cuándo», escucho que preguntan? Todos los «antes». Cualquier tiempo pasado fue infinitamente más excrementicio. Y si no eres caucásico, muchísimo peor que eso. Como dice Louis CK, «la gente negra no puede trastear con máquinas del tiempo. Cualquier época antes de 1980 es: “¡no, gracias!”».
7) A las enfermedades venéreas: De nuevo: qué mejora, troncos y troncas. En 1890, quedarte sin nariz por culpa de la sífilis era un percance más o menos común. Todo el mundo en el barrio conocía al menos a un caballero desnarizado por haber hecho guarraditas en alguna patatona tiznada. No me digan que ese no es el peor porvenir posible: con el pito hecho un chili jalapeño y supurando goterones de pus, sin nariz, y encima completamente chiflado (la sífilis acababa desembocando en enfermedad mental, como quizás ya sepan). Supongo que lo de la locura es el último gesto de consolación del Altísimo: ya que tu minga se asemeja a un chucho de crema recién escaldado al aceite hirviendo, y acaba de caérsete la probóscide al suelo tras intentar sonarte en una gala benéfica, lo mínimo que puedes pedirle a Dios es que te vuelva chalupa del todo, para así seguirte viendo idéntico a Paul Newman cada vez que te echas un vistazo en el espejo. Suerte que finalmente llegó la penicilina, acompañada de algo más de información médica sobre los microbios y los mínimos requisitos exigibles de higiene en los bajos, y la gente pudo relajarse de nuevo en el catre. ¡Gracias, era moderna! ¡Adiós, miedo visceral a los chancros!
8) A la paternidad: Ya pasó. He ahí un pavor que puedo atestiguar que ha sido desintegrado de mi psique, por este simple motivo: ya lo soy. Ya soy padre, quiero decir. Es bien sabido que lo peor de un terror es la premonición infausta e hiperbólica, especialmente si está completamente cercenada de una realidad certificable. Imaginar el asunto como asaz peor de lo que es en realidad, vaya. Les confieso que yo, en las épocas inmediatamente previas al nacimiento de mi primer hijo, veía la natalidad como EL FIN DEL MUNDO (tal y como lo había conocido hasta entonces). Un Armagedón emocional y social que, como la lluvia aquella de meteoritos del Cretácico-Terciario o la primera Edad del Hielo, acabaría drásticamente con una serie de felices ritos y costumbres personales (beber, follar, salir, hacer lo que me viniese en gana en cada punto de mi existencia…) e inauguraría otro estadio. Que yo imaginaba igualito que la esclavitud y el Pasaje Medio, no hace falta decirlo.
Me alegra decir que resultó no ser así, y el Oficio de Padre se reveló como algo más gratificante y elevado que la catatonia mental y la servidumbre cotidiana que yo había visualizado —sudando cubitos de hielo en mitad de la terrible noche— en el periodo anterior a que mi hijo mayor asomara su apanochada cabeza por un igualmente apanochado orificio de salida. Pero tampoco quiero hacer propaganda del tema, pues luego mis amigazos me echan en cara que siempre pinté esta basura como mucho más armoniosa y poética de lo que es en realidad; amargando su vida en el proceso. Pido perdón. Yo soy así, qué le voy a hacer: siempre recordando lo majo, y olvidando a cañonazos lo oprobioso y patético. Que lo hay, y a montones.
9) A mi locura: Qué narices digo: sigo acobardado por mi propia demencia. Me aterra mi confusa mente. Voy a sacarles la ecuación del infortunio, para que ustedes puedan conocerme mejor (y porque, siendo seres humanos como yo, es posible que les aquejen idénticos dolores). Cosas malas suceden invariablemente cuando se combinan todos o casi todos los factores siguientes: hinchazón de EGO (seguido de un ciclotímico descenso del mismo hasta la más arrastrada ausencia de autoestima) + nervios + delirios de juventud + fijación en la propia basura (o egoísmo vulgaris) + lanzamiento público de algún trasto artístico (un nuevo libro, o festival, o lo que proceda; por el descontrol vital que ello conlleva) + un cierto hartazgo pasajero respecto a las rutinas existenciales de un padre de familia + aburrimiento vital. Sumen cada uno de estos elementos y lo que obtendrán es una crisis clásica; de los cuarenta, cincuenta o noventa (¿cuándo termina esto? ¿Debo confiar en que llegue una década sin crisis? Eso estaría bien).
Como siempre le digo a mi amigo David (un fulano tan neurasténico como yo mismo): para nosotros, la tranquilidad es sinónimo de contentura. Cuando no estoy tranquilo —ya lo dije— cosas espantosas suceden. Las puedo ver en la distancia, solidificándose de forma ominosa como los nubarrones cachumbos que preceden un chaparrón. No es en absoluto la calma antes de la tormenta, como decía aquella sensacional canción de The Bats, sino el caos que la anuncia. Es el primer trueno, el primer tic en la ceja, el primer espasmo en el brazo, el bobo olvido que, sin embargo, anticipa el fatal alzhéimer. Y hay que detenerlo, de cualquier modo al alcance de uno. Porque una vez la bola empieza a rodar ladera abajo, nadie puede pararla, y hay que llevar el asunto a su consecución natural (ni pregunten). Esas crisis de chaladura pasajera deben ser cercenadas en su primer brote, de veras se lo digo; cuando ves asomar la habichuela. Lo que sucede es que nunca atino a hacerlo y, cuando reparo al fin en lo que está sucediendo, el tronco de las habichuelas ha crecido hasta destrozar el techo y las paredes de mi hogar, y solo me queda trepar por él hasta la guarida del ogro. No puedo hacer una metáfora más explícita que esa (la guarida del ogro es mi lado peor, por si necesitan aún más indicaciones). En fin, que casi preferiría tener la sífilis; no sé cómo decírselo, maldita sea.
10) A volar: Yo ya no tenía miedo a volar, después de muchos años desasosegado por el tema. Era un ejemplo clásico de puro miedo cerval superado a fuerza de madurez, sentido común y testicular perseverancia. Por supuesto, ha dejado de ser así. Si ustedes siguen —aunque sea por encima— la actualidad internacional no requerirán que me extienda demasiado en la razón por la cual ese particular terror ha regresado a mi psique. Por culpa del trotante depresivo alemán, los montes picudos y el segundo oficial pegando hachazos a la puerta de la cabina, vuelvo a estar MUERTO DE MIEDO. Y vuelo a París mañana, con toda mi familia. Lo bueno de esto último es que —por narices— tendré que dominar mi tembleque, y lo malo es, obviamente, que VAMOS A MORIR TODOS ENGULLIDOS POR LAS LLAMAS EN UNA TUMBA VOLADORA. Sí, lo dije gritando y haciendo jirones la camisa que llevo. Así que consideren esta lista como mi carta de despedida, mi nota de suicidio. Cuando lean esto, yo ya no estaré aquí. Sr. Juez. Todo eso. Adiós, lectores de Jot Down. Adiós para siempre.
Me he partido el pecho, suscribo todo lo dicho en esos diez. Lo de volar para alguien que viajó en el »malagueño» o el »sevillano», esos trenezuchos infectos que nos llevaban a toda la charnegada de vuelta al pueblo de los abuelos, siempre será un misterio y un sufrimiento. Resumiendo, mi chaval a sus 19, ha visto más mundo, conocido más gente y chingado que yo en estos últimos 50..Y Kiko, que siga así, no me quejo…(estos de ahora también echarán la vista atrás…)
Agradecido por el ratazo sr Amat.
«…Azuaga, Teruel y Villena. Toma ya tutti frutti multicultural: maños, bellotos y catalanes»…
muchas gracias… balbuceado desde Alicante provincia
¡Gracias por descifrar la ecuación del infortunio!
«Cuando veo a la pandilla de mi hijo menor, que parecen los Guardianes de la Galaxia o un anuncio particularmente abigarrado de Benetton»: lo he visto con toda claridad!. Me parto.
No sé yo si son miedos en extinción. La verdad es que si coges esta lista tendrías un cuadro clínico de la ansiedad que impregna a la sociedad contemporánea además de un artículo muy bueno. :)
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