En el Calvary Cemetery de San Luis, a poco más de una milla del río Mississippi, se levanta una lápida de granito sobria y aparentemente convencional. En la parte superior tiene grabada una cenefa decorativa enmarcando un apellido y en la parte inferior aparecen los nombres de Charles Ormand y Celine Lambert. Más abajo descansan todos los miembros directos de la familia. También su segundo hijo: Charles Ormand Eames, Jr.
A quince pasos de allí hay otra lápida, aunque no parece exactamente una lápida, al menos no tal y como solemos reconocerlas. Apenas es un trozo de mármol gris de unos cincuenta por cincuenta centímetros tumbado en la hierba. En la cara externa sobresale un relieve muy sencillo. Una «E» mayúscula. Allí está enterrada Ray-Bernice Alexandra Kaiser Eames.
Esta introducción parecería anticipar un relato de amor trágico. Ya saben, de esos con amantes imposibles separados por la vida y reunidos en la tumba. Pues no. Desde luego que existen un montón de estupendas historias llenas de arrebatados infortunios, deseos locos, desenfrenadas pasiones y otras moñadas de calibre diverso, pero esta no es una de ellas. Porque resulta que cuando Charles y Ray Eames cambiaron el mundo, lo hicieron juntos. Y lo hicieron divirtiéndose.
Disneylandia
«Estoy en Disneylandia», pensó la diseñadora Tina Beebe el día que cruzó por primera vez la puerta de la Eames Office en Los Ángeles. Y es que para los creativos que trabajaban allí, acostumbrados como estaban a la sensación de soberano coñazo que transmitían la mayoría de estudios de arquitectura y diseño de la época, con sus mesas individuales, sus tableros de dibujo y sus salas de reunión, el interior de la oficina de los Eames era como un circo. Uno de los chulos, además. No es solo que el 901 de Washington Boulevard estuviese justo enfrente de Venice Beach, uno de los lugares más famosos y más soleados de California, es que dentro de sus paredes podía encontrarse de todo. Maquetas multicolores iluminadas para una sesión fotográfica, dibujos a mano alzada trazados en las propias mesas e incluso en las sillas, tipografías metálicas colocadas en tableros magnéticos, cámaras de cine dispuestas en un verdadero set de rodaje que se había preparado esa misma mañana despejando la sala central y que, al día siguiente, desaparecería para convertirse en un teatro de marionetas. Había planos y había juguetes, había férulas de madera y había pinceles de todos los tamaños, había albaranes y había mil fotografías colgadas de cuerdas y sujetas con pinzas de plástico.
Allí no se trabajaba, allí se jugaba; porque para Charles y Ray la vida era trabajo y el trabajo era un juego. Un reportero más bien relamido les dijo una vez que, para lo importantes que eran, se comportaban como niños; a lo que Ray respondió: «¿Y qué hay de malo en ello?».
Sí, Charles y Ray se lo pasaron muy bien. En 1928, Charles había comenzado los estudios de Arquitectura en la Washington University de su San Luis natal, pero solo dos años más tarde le echaron de la carrera, según la propia universidad, porque «tenía una visión demasiado moderna de la arquitectura». Y es que Charles no era precisamente conformista; era un tipo dominado por la curiosidad. Todo le interesaba y todo le servía para jugar. Jugaba con las formas y también con las ideas, que manipulaba como lo haría un niño con un montón de plastilina de colores. También era un tipo atractivo y carismático, con una sonrisa de esas de las que cierran acuerdos con un apretón de manos, así que abrió su propio estudio pese a no tener el título de arquitecto, e incluso llegó a ser profesor de Diseño Industrial en la Cranbrook Academy of Art de Michigan. Entonces se encontró con Ray.
Ray se había cruzado el país para estudiar Arte, desde Sacramento hasta Nueva York, donde se formó en el expresionismo abstracto bajo la tutela de Hans Hofmann. Allí aprendió que se podía ser divertida y, al mismo tiempo, meticulosa. Y también comprendió que la Gran Depresión no duraría siempre y que el futuro del mundo estaría en el color. Porque Ray, una mujer pequeña y de grandes ojos siempre abiertos, se consideraba pintora y, para ella, todo lo que le rodeaba, papeles, paredes, techos, muebles, trajes, edificios, todo era un lienzo sobre el que trabajar. Sobre el que divertirse.
Y cuando se conocieron como colegas en Cranbrook se divirtieron de veras. No había más que leer las docenas de cartas que Charles le mandaba a Ray, pese a que se veían casi a diario. Viniendo de quien venían, ya podía esperarse que no fuesen precisamente epístolas tradicionales; eran cartas de amor, claro, pero estaban llenas de garabatos festivos, de bromas con el tamaño y el tipo de letra, escritas y dibujadas con tinta de color en papeles de color. Y si solo me refiero a las cartas de Charles a Ray no es porque ella no las escribiese por docenas, es que él las rompía inmediatamente tras leerlas. Porque, en 1940, Charles Eames estaba casado con Catherine Woerman. Y tenían una hija juntos.
El problema era que si Charles no era una persona conformista, Catherine lo era aún menos. Él sabía que el camino que había de seguir tendría que ser largo y constante, mientras que ella buscaba resultados inmediatos. El otro problema era Ray. Un problema que, en realidad, era una solución. Porque Ray no significaba un apoyo o un reposo para Charles; Ray significaba una manera de ver la creatividad tan distinta de la de Charles como comprometida con el mismo objetivo.
Por eso, la única carta que ella no contestó por escrito fue la que él le envió en febrero de 1941. En la carta aparecía el dibujito de una mano con un texto al lado: «Soy un hombre de treinta y cuatro años (casi) y vuelvo a estar soltero. ¿Cuál crees que es la talla de ese dedo anular?». Pocos meses después, Charles y Ray se casaron y se mudaron a California.
Por separado eran un arquitecto sin licenciar y una pintora abstracta. Eran dos malabaristas pedaleando en monociclo —un espectáculo digno de verse, sin duda— pero cuando las dos ruedas se unieron, construyeron una motocicleta propulsada por un motor imparable y mercurial. Bueno, digamos que lo que construyeron fue el mapa más exhaustivo y más influyente de la nueva imagen de América y, por extensión cultural, de todo el mundo contemporáneo.
Durante cuatro décadas, en la oficina del 901 de Washington Boulevard se crearon decenas de piezas de diseño industrial que marcaron su época y que siguen estando perfectamente vigentes. Desde férulas de plywood para los soldados que combatían en el frente hasta juguetes como la House of Cards, un castillo de naipes multicolor e hiperestable; desde películas que exploraban la multipantalla cuando aún no existían los ordenadores hasta paneles, marionetas, pantallas retráctiles, papeles pintados o tapicerías. Y sillas. También diseñaron armarios, mesas y consolas, pero las sillas Eames se erigieron en iconos de la modernidad, porque se producían en serie y porque su precio era lo suficientemente asequible como para que apareciesen en los aeropuertos, las cafeterías, las oficinas e incluso los hogares de medio planeta. «The best for the most for the least» era uno de los lemas de Charles y Ray. Lo mejor para la mayoría y por el mínimo precio.
Así, si abren cualquier revista de decoración actual o se dan una vuelta por un centro comercial, tengan plena seguridad de que se van a cruzar con una LCW, una DSW o con una DSR, sean auténticas o réplicas. Quizá, sin saberlo, se hayan sentado alguna vez en la Eames Lounge Chair y el taburete Ottoman, piezas concebidas en 1956 como encargo personal para Billy Wilder, si bien, y como todas, su diseño final se llevó a cabo teniendo en mente a todo el mundo. Es tal su relevancia que muchos la denominan, sencillamente, «la silla».
Pero todos estos objetos que modelaron la imaginería visual de Occidente también aparecían en una casa. Una casa que era un hogar y que también es una obra maestra de la arquitectura.
Trabajos de amor construidos
«Deberíamos colocarla en la parte alta de la parcela, junto al camino», le dijo Ray a Charles en 1949, cuando ambos estaban trabajando en la que sería su casa.
A finales de 1945, la revista Arts & Architecture había lanzado una propuesta colectiva para todos los despachos de arquitectura de los Estados Unidos. Se llamaron Case Study Houses y su objetivo era formalizar un nuevo tipo residencial barato y eficaz, que permitiese absorber la enorme demanda de viviendas derivada del fin de la guerra, el regreso de los soldados y el baby boom. El proyecto que había presentado Charles en 1948, realizado junto a su viejo amigo y colaborador Eero Saarinen, era una casa-puente colgada en voladizo sobre una estupenda parcela en Pacific Palisades con vistas al Océano Pacífico. Se trataba sin duda de un buen proyecto, en notable consonancia arquitectónica con el espíritu de la época. De hecho, de haberse llevado a cabo se habría parecido bastante a otra Case Study: la famosísima Casa Stahl que Pierre Koeing construiría en 1960 y cuya silueta asomada a Hollywood Hills terminaría apareciendo en docenas de filmes y centenares de reportajes fotográficos.
Sin embargo, si bien la propuesta de Eames y Saarinen era sorprendente y espectacular, también respondía a un posicionamiento muy invasivo. Por eso Ray abrió los ojos, miró de otra manera y propuso cambiar la casa de lugar. Habían pasado muchas tardes de pícnic mirando caer el sol sobre el Pacífico. Habían disfrutado de mañanas a la sombra de los castaños y de noches bajo las estrellas de California. Entonces, si la parcela era tan bonita, si se divertían tanto en ella, ¿por qué la casa debía estar justo en medio? ¿Por qué estropearla?
No se imaginan el esfuerzo que supone hacer cambiar de opinión a un creador —y aún más a un arquitecto—, pero para Charles, Ray no era una consejera. Ray era la mitad de un artefacto de ingenio. En una época donde la mujer no pasaba de ser una mera consorte, él siempre hizo todo lo posible para que ella fuese reconocida por su verdadero talento. Charles tenía en Ray la confianza de un niño hacia su mejor profesora, así que comprendió enseguida que ella tenía razón y la casa no debía situarse ocupando la mitad del solar.
Cuando las obras finalizaron en otoño del 49, la casa se levantaba, efectivamente, en la parte trasera, respetando la mayoría de los árboles que ocupaban la parcela. Se le llamó Case Study House n.º 8 y se terminó en apenas unos meses. El proceso fue tan rápido porque el sistema constructivo no empleaba ni hormigón ni cemento ni ladrillos, sino elementos prefabricados que se ensamblaban en el propio lugar. Soportes metálicos, cerchas de acero y paneles coloreados de madera que se montaban como si el edificio fuese un mueble. Cuando Charles y Ray se mudaron a la nueva vivienda, pasó a ser conocida, desde ese momento y para siempre, como Casa Eames.
El 20 de septiembre de 2006, la casa que Charles y Ray «ensamblaron» en Pacific Palisades recibió la categoría de Hito Histórico Nacional y fue incluida en el Registro Nacional de Lugares Históricos de los Estados Unidos de América. Sí, es una obra maestra de la arquitectura pero nunca fue una pieza para las revistas. Desde el primer día, la casa fue experimentando una paulatina colonización de objetos: de sillas y cómodas y telas diseñadas en el estudio, pero también de móviles pintados por Ray, de macetas de barro y jarrones comprados en mercadillos, de ficus y drácenas, de pájaros de madera, de figuras de porcelana, de juguetes de latón. A lo largo de más de veinte años, la casa cogió la pátina de un hogar. La Eames House era el Eames Home.
Hasta que Charles la abandonó.
Porque todas las historias deben tener un momento en el cual el flujo de la narrativa se quiebra. Si no lo tuvieran, no serían una historia sino una crónica o un simple diario. Esta historia, que también es la crónica del amor que flotaba alrededor de dos personas, lo tiene.
En 1975, Charles se enamoró de la joven cineasta e historiadora Judith Weschler. Ya había coqueteado con la infidelidad en más de una ocasión, pero nunca fue capaz de abandonar a la otra parte de su vida. Esta vez fue distinto, esta vez propuso matrimonio a Weschler; incluso pensaba cerrar el 901 de Washington Boulevard y mudarse a Nueva York para dedicarse a la fotografía y al cine. Judith también amaba a Charles, le amaba en escapadas y viajes de costa a costa. Y sin embargo, fue el amor —otro amor— el que le impidió casarse con él. Porque amaba aún más lo que significaban los Eames como pareja y como equipo. No podía soportar ser la responsable la destrucción de un concepto.
Es difícil adivinar cómo fue la vida en la casa Eames tras la decisión de Weschler. Puede que Charles y Ray fuesen felices otra vez. Quizá ella le necesitaba demasiado y quizá él sintiese que no era nada sin ella. A lo mejor fueron tiempos silenciosos o demasiado ajetreados, pues el estudio seguía funcionando a pleno rendimiento. Lo que sí sabemos es que cuando Charles volvió a marcharse ya no regresaría.
Charles Ormand Eames Jr. murió de un ataque cardiaco el 21 de agosto de 1978. Tras su muerte, Ray se dedicó a terminar los proyectos conjuntos que aún estaban incompletos y emprendió un proceso febril de recopilación de casi cuarenta años de trabajo y de vida, hasta el punto de llegar a diseñar su propia lápida.
Ray Kaiser Eames murió el 21 de agosto de 1988 por causas naturales. Exactamente diez años después que su marido. «Todo lo que yo hago, Ray puede hacerlo mejor», dijo Charles más de una vez. Seguramente tenía razón.