A Dacia Maraini ser feminista, o, mejor dicho, escribir «del lado de las mujeres», le ha pasado factura. Es cierto que ha ganado premios de prestigio, como el Formentor, el Campiello o el Strega, y es una de las escritoras más leídas en Italia; sin embargo, hasta hace poco ha sido sistemáticamente ignorada por la crítica de su país. El crítico Angelo Guglielmi reconoció hace unos años que siempre había tomado su obra «a la ligera» y que solo después de mucho tiempo, y de muchos libros, había empezado a considerarla como una escritora «seria y capaz».
Aunque muchos la acusaron de haber aprovechado su relación con Alberto Moravia para ascender en el escalafón literario, Maraini no lo tuvo nada fácil. En sus inicios, con la esperanza de formar parte del canon literario (no solo masculino, sino también muy antifemenino), las autoras escribían textos asexuados que, en ocasiones, firmaban con pseudónimos masculinos. La escritura de las mujeres era recibida con suspicacia, cuando no rechazada sin mayor miramiento. Algunos editores de periódicos como el Corriere della Sera decían abiertamente que no querían textos «ni de mujeres ni de maricones». Además de la resistencia que encontró en el ámbito literario, la escritora tuvo que hacer frente a una oposición todavía más frontal: Maraini tuvo que enfrentarse a cinco procesos judiciales por obscenidad que, curiosamente, no han pasado a la historia de la literatura, como sí lo han hecho los juicios a D. H. Lawrence o James Joyce. Aunque finalmente fue absuelta, Maraini no salió indemne. Fueron años de muchos gastos e intenso sufrimiento.
Decía Henry Miller que hablar de la naturaleza de la obscenidad es casi tan difícil como hablar de Dios. Por lo general, entendemos que algo es obsceno cuando ofende al pudor, al decoro; es decir, cuando alude de forma explícita a aquello sobre lo que, por convención social, se ha decidido guardar silencio. Al igual que hizo su amigo Pier Paolo Pasolini en Chavales del arroyo, Maraini retrató en Donna in guerra (1975) a los jóvenes de clase baja que se ven obligados a realizar pequeños hurtos o prostituirse por pura necesidad económica. Como la prostitución masculina era un tema tabú, Pasolini y ella fueron tildados por parte de la prensa de «pornógrafos de izquierdas». Lo primero que habría que preguntarse es a quién beneficia que se siga manteniendo ese tabú. En la novela de Maraini, los pobres se prostituían por necesidad y sus clientes eran turistas y homosexuales de clase alta. En alguna ocasión, la escritora ha dicho que la vulgaridad es falsificar o embellecer la realidad. También simplificarla. Obsceno no es visibilizar una situación ya sabida. Obsceno es guardar silencio y permitir que todo siga igual.
La literatura sola, dice Maraini, no puede cambiar el mundo, pero ayuda a crear conciencia sobre los males de la sociedad. Ella intentó cambiar el imaginario popular a través de su obra, que abarca géneros tan dispares como la poesía, el teatro o el guion, pero siempre pensó que debía hacer algo más. En los 70, funda el Teatro della Maddalena en Roma, que sirvió como lugar de encuentro y discusión de feministas y en donde se representaban obras que promovían el debate social. Un ejemplo es la obra María Estuardo, interpretada en España por Magüi Mira y Mercedes Sampietro, que muestra que, incluso en situaciones donde la mujer aparentemente tiene un poder absoluto, como era el caso de las dos reinas que protagonizan la obra, su poder es más bien relativo, por no decir un espejismo. María Estuardo e Isabel I de Inglaterra se debían a los intereses político-territoriales y religiosos de sus respectivos reinos (eran años clave en la pugna entre católicos y protestantes), y se vieron en medio de un fuego cruzado de intereses más propios de un mundo de hombres. Isabel I dio la orden de ejecutar a María Estuardo, según la obra, cumpliendo la voluntad del pueblo. Los problemas entre los dos reinos se habrían solucionado si una de ellas hubiera sido hombre y se hubieran casado (o si las leyes hubieran permitido el matrimonio entre mujeres). Curiosamente, María envió una carta a Isabel, después de que esta hubiera ordenado decapitarla, diciéndole que «si una de las dos hubiera sido hombre, hubiera sido el matrimonio más feliz de la historia. Yo os hubiera desposado gustosa».
Con todo, Dacia Maraini no es «solo» una escritora feminista. Decía Hemingway que el escritor que carezca de sentido de la justicia y la injusticia haría bien en dedicarse a otra cosa. Para él, los grandes escritores tienen un detector de mierda incorporado, y no hay duda de que Maraini tiene uno a prueba de golpes. El radar de Maraini le ha permitido detectar la mierda que se acumulaba en los manicomios, en las cárceles o, como hemos señalado, en las calles de ciertos barrios donde los turistas solo se acercaban para servirse. Los menores son protagonistas, a su pesar, de algunos de los relatos de Buio (1999), donde un niño de siete años es secuestrado por un pedófilo, un chico de once años denuncia a su padre por violación o una chica diagnosticada de esquizofrenia es violada repetidamente por dos trabajadores de la clínica psiquiátrica donde está internada. Más que una escritora del lado de las mujeres, yo diría que Maraini escribe siempre del lado de los más vulnerables.
Muchas veces la violencia ocurre de puertas para adentro. Y con frecuencia los vecinos callan. De este sospechoso silencio, de la «espesa hipocresía de discreción que hace que cada familia se encierre en su búnker», habla Maraini en Voces. Los vecinos de Angela Bari, que ha sido salvajemente asesinada, encontraban sospechoso su modo de vida. Llegaba tarde a casa, vivía sola, «era medio actriz», pero nunca se preocuparon por saber más de ella. A diferencia de lo que ocurre con otras víctimas, por ejemplo, los niños, cuando la víctima es mujer no es raro que caiga sobre ella la sombra de la sospecha: «¿La mató su amante? —se preguntaba la prensa— ¿De qué vivía Angela Bari, si no tenía un trabajo estable? ¿Por qué tenía horarios tan raros? ¿Es verdad que hizo un papel en una película pornográfica? En realidad, nadie sabe decir qué película, pero hay quien asegura haberla reconocido». Como hija de antropólogo, Maraini es consciente de la importancia de la cultura (entendida como las creencias —y prejuicios—, el arte, la moral, el derecho o las costumbres de una sociedad) en el sostenimiento de la violencia machista. En Donna in guerra (1975), unos chicos simulan violar a una chica en el instituto. Tan aterrador como su comportamiento es la reacción de ella, que se muestra «sonriente y complacida». Como señala Elena Dalla Torre en su artículo, esta escena pone de manifiesto que los chicos imitan lo que han visto (en otro punto de la novela se muestra que algunos de los hombres, obligados por las circunstancias a prostituirse, acababan violando después a una mujer para demostrar que seguían siendo hombres) y que los chicos y las chicas se ajustan a los roles culturalmente aprendidos: ellos dominan, ellas se someten. Tiene razón Maraini cuando dice que la violencia contra las mujeres es en gran medida un problema cultural y que solo cambiando la cultura se podrán cambiar las cosas.
Volviendo a Voces, la narradora, Michela, además de ser vecina de la víctima, es una locutora de radio que recibe el encargo de preparar un programa sobre crímenes contra mujeres no resueltos. La descripción que hace Maraini de las víctimas precede a la que más tarde hará Roberto Bolaño en la «parte de los crímenes» de 2666: «Angiolina T., 8 años, violada y apuñalada. Su cuerpo fue arrojado al vertedero de San Michele. Caso no resuelto»; «Giorgina R., 7 años. Violada, estrangulada y arrojada a la orilla arenosa del Ombrone. Sus zapatos se encontraron a doscientos metros de distancia. Caso no resuelto». Aunque a veces ha sido acusada de sensacionalismo, con libros como Voces o Isolina, la mujer descuartizada, Maraini intenta evitar que las víctimas de la violencia machista caigan en el olvido: «La memoria de la ciudad no conserva rastros de estos delitos, ni siquiera un recuerdo, una palabra, una lápida dedicada a la “víctima desconocida”, tal como existe la tumba del soldado desconocido».
Aunque Voces (1995) está lejos de las mejores novelas de Maraini (La larga vida de Marianna Ucrìa o El tren de la última noche), esta incursión en la novela de detectives tiene, a mi modo de ver, un importante valor literario. Este género es territorio tradicionalmente masculino (a pesar de que el mayor número de lectores son mujeres) y parece una convención, más aún en la época en que se escribió, que una mujer no pueda crear una buena novela de detectives cuando escribe como mujer. Patricia Highsmith, a la que Maraini alude explícitamente en la novela, decía que utilizaba siempre el punto de vista de un narrador masculino porque las mujeres no son tan activas ni intrépidas como los hombres. Hasta hace unos años, también era frecuente que, si una mujer se hacía cargo del caso, la detective en cuestión tuviera rasgos andróginos, por no decir varoniles. Muy hábilmente, Maraini desafía estas convenciones a través de la narradora, Michela, y de la detective Adele Sòfia (que volverá a aparecer como protagonista de la colección de relatos Buio). Se nos dice que Adele es lesbiana, que tiene la mente fría como un hombre, pero también destaca por sus rasgos femeninos. Así, es descrita como maternal, y en muchos sentidos actúa como «madre» de Michela. Tanto Adele como Michela nos presentan una visión muy humana de la víctima, en lugar de culpabilizarla (como tiende a hacer la sociedad) o tratarla como un mero cuerpo (en muchas novelas de este género, la víctima no es más que un objeto, una excusa para demostrar lo inteligentes que son los hombres al resolver crímenes). Por otro lado, si la convención del género es que el detective se identifique con el asesino (p. ej., Clarice Starling trataba de pensar como el doctor Lecter para atrapar a Buffalo Bill), tanto Adele como Michela se identifican con la víctima. Esta perspectiva femenina que incluye Maraini, prácticamente inexistente hasta hace pocos años, es imprescindible, tanto en las novelas de detectives como en la vida real.
La gran escritora Marguerite Duras solía decir que «un escritor no es ni hombre ni mujer: es escritor». Para Maraini, en cambio, escribir es ser mujer. Cuando, pretendiendo halagarla, su amigo Pasolini le decía: «Tú no eres una mujer, tú eres un hombre, tienes el cerebro y el carácter de un hombre», Maraini se ofendía y él no entendía por qué. Para mucha gente, la inteligencia es monopolio masculino. Si eres inteligente y escribes bien, no puedes ser mujer, eres un hombre. La escritura de Maraini, como la de Natalia Ginzburg o Clarice Lispector, muestra que es posible hacer buena literatura escribiendo como mujer. De hecho, Maraini dice que cuando una mujer escribe es más mujer que nunca, puesto que «se escribe con el cuerpo, y el cuerpo tiene un sexo, y el sexo arrastra una historia (de separaciones, distanciamientos, segregaciones, abusos de poder, violencias, afasias, miedos, mortificaciones…)».
No es de extrañar, entonces, que muchos de sus relatos giren en torno al cuerpo. En Le galline di suor Attanasia (incluido en Buio), una monja que vive en un convento cerca de Argelia es atacada y violada por unos fundamentalistas. El embarazo de sor Attanasia, que asoma a pesar del hábito que la cubre, provoca una reacción muy diferente entre sus compañeras (la comunidad de religiosas a la que pertenece) y en la jerarquía eclesiástica (formada por hombres). Como se podía suponer, en una situación así, la voluntad de Attanasia, su derecho a decidir, será lo último que se tenga en cuenta.
También el cuerpo ocupa un lugar protagonista en La larga vida de Marianna Ucrìa, novela magníficamente escrita en la que Maraini logra dar voz a la hija de una familia aristocrática del Palermo del siglo XVIII pese al silencio al que ha sido relegada. Marianna, sordomuda, no fue privada de la palabra desde el nacimiento «por la biología», sino por un «susto» (que será el suceso sobre el que gire la trama de la novela). Una pregunta clave en la novela es: ¿puede una mujer vivir sin cuerpo? Pese a su clase social privilegiada, Marianna no puede disponer del suyo. Por aquel entonces, la mujer solo tenía dos salidas: un matrimonio concertado o el convento. Pero también, y de una forma menos evidente, dado el elevado número de hijos que solían tener, la maternidad suponía prácticamente renunciar a su propia carne: Marianna «ha transferido a los cuerpos de los hijos en transformación su propio cuerpo, privándose de él como si lo hubiera perdido en el momento de casarse […] En la maternidad ha puesto su carne y sus sentidos, adecuándolos, doblegándolos […] Pero ¿se puede vivir sin cuerpo, como lo ha hecho ella durante más de treinta años, sin convertirse en la momia de sí misma?». La lucha de Marianna por convertirse en dueña y señora de su propio cuerpo es la lucha de todas las mujeres a lo largo de la historia.
Al igual que su personaje, Dacia Maraini empezó a escribir por necesidad. Cuando era niña, pasó junto a sus padres dos años en un campo de concentración en Japón. Después, y durante mucho tiempo, como no era capaz de hablar, solo podía expresarse a través de la escritura. En la novela, la lectura y la escritura son privilegios de clase, pero además son terreno masculino. Todo lo que lee Marianna ha sido escrito por hombres (y en lo poco que encontró sobre mujeres, estas eran acusadas de brujería). Casualmente descubre a Hume, que, en su defensa de las pasiones sobre la razón, se opone a todo lo que le han enseñado. Pese a ello, Hume no la representa: «¿Qué sabe Hume de una mujer mutilada, torturada por el orgullo y la duda?». ¿Qué sabe un hombre del dolor femenino, del deseo femenino, en definitiva, de la subjetividad de una mujer? No creo que haya temas exclusivamente femeninos y temas exclusivamente masculinos (no en vano, una de las descripciones de un parto más memorables en la literatura fue escrita por Tolstoi), pero es evidente que han tenido que llegar escritoras como Maraini, Ginzburg o Lispector para abordar temas que antes no se habían tratado o hacerlo como nunca antes se había hecho. Pienso, por ejemplo, en algunos relatos de El via crucis del cuerpo, de Lispector, donde una anciana de ochenta y un años siente la necesidad de masturbarse o una mujer de unos setenta sueña con acostarse con un cantante.
Escribir implica tener que hacerlo con herramientas tradicionalmente masculinas. Las obras que han marcado la historia del pensamiento y buena parte de la literatura han sido escritas por hombres. Pese a ello, Maraini, Ginzburg, Ortese o Morante han logrado abrirse paso, allanando el camino a las escritoras que hemos venido después. Queda, no obstante, mucho trabajo por hacer. Hoy en día, algunos periodistas todavía se refieren a Maraini como «la mujer que vivió dieciséis años con Alberto Moravia». Y el hecho de que el biógrafo de Lispector la defina como «una Chejov femenina en las playas de Guanabara», o que para describir su magnífica obra, que se sostiene por derecho propio, haya que recurrir al canon masculino —«si Kafka fuera una mujer; si Rilke fuera una escritora brasileña judía nacida en Ucrania; si Rimbaud hubiera sido una madre y hubiera llegado a cumplir cincuenta años; si Heidegger hubiera sido capaz de dejar de ser alemán…»— indica que falta aún mucho camino por recorrer. El canon sigue siendo cosa de hombres.
Rebeca: como siempre, extiendes nuestra mirada. Estupendo artículo. Muchas gracias.
Menos del 15% de las personas galardonadas con el premio Nobel de literatura desde 1901 son mujeres. Más de un siglo de premios anuales y solo 15 autoras premiadas. Y yo no digo ya ni que sí ni que no, pero los datos están ahí y uno no puede más que reflexionar sobre la clase de civilización que encontrarán los seres de otros mundos que nos visiten algún día.
Enhorabuena por tan buen artículo sobre una autora, lamentable y, (mira por dónde), no tan casualmente, desconocida para mí.
Lo que usted no entiende es la Hipótesis de la Variabilidad Masculina, infórmese.
En primer lugar, la gente que solo se fija en los premios tiende a simplificar demasiado, generalizando pautas de comportamiento y sacando conclusiones prematuras.
En segundo lugar, los «seres de otros mundos» NO perderían el tiempo en «narrativas de género posmodernas»; nos harían el favor de acabar con todos nosotros de una vez, al unísono y para siempre.
Un saludo.
Usted y quien lo desee puede invitar a quien quiera a informarse, aun sin ser conocedor de la información que la persona invitada posee. Algunas conclusiones parecen prematuras al ser expuestas en un breve comentario que trata de no desviarse del artículo comentado, pero habitualmente están sostenidas sobre una verdad irrefutable.
Más allá de controvertidas y diversas teorías, así como para todo hay un negacionismo, para todo hay una teoría. Más allá de la generalización que, quizá, se haga con las listas de premios científicos o artísticos, existe un histórico problema de base, de crianza y educación según el sexo de la persona recién nacida y eso, estoy seguro, es algo de lo que usted está completamente informado.
Si los seres de otros mundos nos visitan, antes de freírnos a todos como usted desea, quizá nos demuestren que, si a lo largo de nuestra sangrienta historia hubiera habido más mujeres al mando y al cargo de muchas cosas, nos habríamos ahorrado, si no todas, sí muchas muertes que, lamentablemente, han sucedido al son de los designios masculinos.
Otro saludo para usted.
Hombre de mi tiempo (tengo 52 años), prefería siempre leer autores masculinos. De un tiempo para acá me he dado la oportunidad con autoras, y he disfrutado mucho. En estos días leo las obras de Mariana Enríquez y Carol Joyce Oates. Son escritoras de terror en lo general y puedo decir que sus obras están tan buenas o mejores que las de cualquier autor. Como bien dice el artículo: no hay mujeres y no hay hombres: hay escritores. Gracias por darme a conocer a esta autora italiana. Será mi siguiente elegida.
Pues a mí me parece que comparar a cualquiera con Chejov es hacerle un elogio, y muy alto. Y seria injusto privar a alguien de ese elogio -si se piensa que realmente lo merece- por el mero hecho de ser una mujer.
En cuanto a Natalia Ginzburg (para mí, un ejemplo de escritora digna de tal elogio), me han venido a la cabeza aquellas palabras suyas en 1989, al debatirse en Italia una ley contra la violencia sexual: «las mujeres no son necesariamente corderos y víctimas, sino que a veces son viboras y hienas…»
A ver quién se atreveria hoy a decir algo como eso.
«Aunque muchos la acusaron de haber aprovechado su relación con Alberto Moravia para ascender en el escalafón literario, Maraini no lo tuvo nada fácil.»
Como no lo habría tenido nada fácil es sin haber «cazado» a Moravia, poniendo por delante sus 25 años frente a 55 (¿la arruga es bella? ¿el hombre como el oso?), quien se separó de Elsa Morante, más no se casó con la tal Maraini. De hecho Carmen Llera le hizo a la Maraini un Maraini, pero de eso silencio absoluto en sus novelas.
No se le ha criticado por su feminismo precisamente, sino por hipócrita, por emplear el feminismo como coartada tras el que esconder un notable arribismo y falta de escrúpulos. No es que ella pisoteara a las mujeres en general, pero a mujeres en particular vaya si lo hizo.