Música

Una noche (de pandemia) en la ópera (con mascarilla)

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Foto: Javier del Real | Teatro Real.

Cinco escalones. Hip, hap, hip, hap y a esperar encima de una pegatina roja. «Mantenga la distancia de seguridad, gracias». La ópera ha perdido mucho glamur con esto de la pandemia, pero te siguen tratando de usted. El COVID-19 nos ha dejado el mundo lleno de cartelitos. «Espere aquí». «Zona de desinfección». «Zona de secado». El mismo arco de seguridad que impedía que metieras un arma ahora tiene un termómetro que comprueba que no tienes fiebre. Las amenazas cambian que es una barbaridad.

Me había puesto una camisa buena y, a pesar de ser julio, pantalones largos. La ocasión lo merecía: por fin se acababa el streaming y podíamos volver al teatro. Raruna, pero era una vuelta al fin y al cabo. Estuve paseando por la plaza de Oriente hasta que me tocó pasar, porque la nueva normalidad está compartimentada: turnos de entrada, lavabos y zonas acotadas según localidad. En fin, que logré entrar y, cuando enfilaba la puerta, un acomodador me ofrece un programa de mano y me dice: «es de uso personal e intransferible. ¡No lo puede prestar!». Le digo «gracias» mientras pienso «¿quién presta un programa de mano? ¿Es que somos jipis?». El patio de butacas tenía un aspecto bastante tristón: cintas grises precintando dos asientos de cada dos y un auditorio enmascarado. Pero no máscaras divertidas, rollo Eyes Wide Shut, sino estas horrendas de color celeste. La vida diaria parece un gran hospital. Me asomé al foso, para ver cómo habían apañado las distancias de seguridad, y en vez de Verdi parecía que nos iban a tocar a Wagner. Los instrumentos de viento tenían colocadas unas mamparas alrededor, para que no desperdigasen miasmas. Lo mismo el estrado del maestro, que habían rodeado de metacrilato y que no quedaba claro si iba a dirigir una ópera o a visitar a unos amigos en el trullo.

Dan las ocho de la tarde y entra Nicola Luisotti, el director. Gran aplauso —ya saben, la emoción del reencuentro—. De repente, empieza a escucharse la voz de Iñaki Gabilondo por los altavoces: que si tenemos que estar juntos, que si se ha hecho un esfuerzo enorme para ofrecernos esa función, que qué alegría que nos hayamos animado a ir, etcétera, etcétera. Estoy de la gravitas un poco hasta el flequillo. Al final de la homilía, nos pedían guardar un minuto de silencio por las víctimas del COVID. Saltamos de la butaca como si llevásemos un resorte y nos ponemos solemnes. La voz de Gabilondo nos da las gracias y hay un pequeño aplauso hasta que alguien, desde los palcos de la izquierda, grita un vivaespaña. Silencio tenso y vuelta al asientito.

En la nueva normalidad, en la que no se puede tocar al prójimo pero sí salir de casa, se hace ópera semiescenificada. Los placebos, oiga. Un escenario con una cuadrícula roja, para que los cantantes puedan medir las distancias sin problemas, unos pocos muebles en escena y una grada con sillas donde se coloca el coro. El Teatro Real vuelve del apocalipsis con La traviata, una obra muy popular (que estaba prevista para esta temporada) cuya protagonista se muere de tuberculosis. Es una ópera de mucho tocarse (brindis por aquí, amami Alfredo por allá) y tenía mucha curiosidad por ver cómo lo resolvían. Me preocupaba una exageración morbosa de la muerte solitaria de Violetta (la tentación de la actualidad) a la vez que fantaseaba con alguna marcianada que exagerase las distancias. Ni lo uno ni lo otro: Leo Castaldi ha optado por hacer como si no pasara nada. Llega una carta, que el mensajero deja en una silla y que el tenor recoge de la mesilla que tiene al lado. El asombroso caso de los objetos que se teletransportan. No se les puede reprochar nada, porque apenas han tenido tiempo para ensayar. Todo el teatro a matacaballo para llevar algo digno al escenario, así que no seré quisquilloso.

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Foto: Javier del Real | Teatro Real.

Los asistentes teníamos la sensación de estar viviendo un momento histórico. Quien dice «un momento», dice una anomalía. Llegó el entreacto y la megafonía nos recordó que teníamos que esperar a que los acomodadores nos dieran paso. Ordenadamente, el respetable se desparramó por las zonas que le correspondían y yo me fui para arriba, porque me habían invitado a un cóctel. Tapices, alfombrones y una fiambrerita con canapés. Un par de pedazos de queso, una canastilla con pimientos asados, un cubo de membrillo, unas lonchas de jamón, unos hojaldres rellenos, dos sandwichitos y una regañá. Para bajarlo, tu copita de cava. Podías repetir, conste. La elegancia es una cosa complicadísima con gel hidroalcohólico de por medio.

Suena la fanfarria de L’Orfeo y volvemos diligentemente a la sala. Ahora es cuando se muere la muchacha. La Traviata  se representará todo el mes de julio, así que hay varios repartos. Yo escuché el segundo, en el que Ruth Iniesta hace a Violetta Valéry. Ágil en la coloratura (que es de una dificultad endemoniada), un poco limitada en los graves y con una solvencia interpretativa admirable. Violetta es un personaje muy complicado, que está en lucha consigo misma y con la sociedad; y, además, se está muriendo. No vale solamente, para que nos entendamos, con afinar la nota. Lamentablemente, el Alfredo de Ivan Magrì suena todo el rato a todo volumen: da igual si está enamorado, enfadado, triste o preocupado. Gritón y, a veces, fuera de tiempo. Nicola Alaimo hace un Giorgio Germont vocalmente bien resuelto, pero ha arrastrado al personaje hacia su carácter severo. No encontramos en su interpretación rasgos paternales y empáticos, de modo que el «Piangi, piangi» suena cínico y el «No, generosa, vivere», funcionarial. La orquesta, comandada por Luisotti (uno de los grandes directores italianos) hace un trabajo excelente. El director deja claras sus intenciones desde el preludio, ejecutado sin amaneramientos: las circunstancias serán difíciles, pero hemos venido a hacerlo bien. Fíjense: cinco Violettas, cuatro Alfredos y todos los demás, pocos ensayos y la ortopedia que impone el COVID a la hora de juntar gente. Al final de la función el público fue generoso en los aplausos. Luisotti nos gritaba: gracias por venir.

De camino a casa, pensaba en lo extraño que había sido toda la tarde. Lo más raro era, de hecho, haber estado esa tarde en la ópera: que se hubiese levantado la persiana antes de septiembre y que, de nuevo, los aficionados hubiésemos entrado al teatro, que es lugar donde sucede la música. El resto, más bien que mal, son sucedáneos. Yo se lo cuento a ustedes entre chascarrillos, porque hay que darle agilidad al texto y quitarle gravedad al asunto, pero esto ha sido un prodigio.

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Foto: Javier del Real | Teatro Real.

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10 Comentarios

  1. Cimex Lectularius

    No me importaría que la ópera desapareciera. Desde que era un niño, me pareció un pesado anacronismo, casi el equivalente de ir a misa.

    https://youtu.be/5bQ9ZM7UNZY

    • Claro, la ópera es un anacronismo, es un cadáver exquisito… pero es tan bonito. La ópera era el entretenimiento del siglo XIX, sobre todo de las clases dominantes, que tenían un sentido del tiempo completamente distinto del que tiene un espectador del siglo XXI; la acción de cualquier obra de Wagner – que suelen rondar las 4 h. – en una película actual se despacharía en 20 min.
      Pero, le aclaro, no es probable que la ópera desaparezca así como así, mientras haya quien sepa apreciar la excelsa música que compusieron Mozart, Verdi o Wagner, seguirá existiendo.
      Le propongo una cosa, escuche – en un equipo de música, sin ver la acción – algunos fragmentos de D. Giovanni, La flauta mágica o El trobador, verá cómo le gustan y cómo cambia su percepción sobre el género.
      Y otra cosa, no es lo mismo que ir a misa, el espectador sabe que está asistiendo a una representación, que todo es ficción; en la misa, el asistente cree que está en presencia de un dios y que el sacerdote habla en su nombre.

      • Lo olvidaba: me resulta chocante que opine así sobre la ópera alguien que sabe el significado de las palabras conticinio,, muérgano, xifoides o isagage ( ver Sabes qué significan estas 10 palabras raras, en Ocio y vicio, primer comentario )
        ¿ Utiliza mucho esos «palabros» en sus conversaciones ?

    • Miguelón

      Esa clase de prejuicios son muy comunes, no se preocupe, la ópera no le hará caso y no desaparecerá.

  2. Yo deseando el reencuentro con el Liceu de Barcelona………serà raro, seguro, però tambien emotivo….

  3. The Lady of Shalott

    Sé que es todo debido a esta nueva anomalía, pero no puedo evitar mi admiración hacia ese poso de vanguardismo que ha generado la adaptación operística a la escenografía impuesta por el Covid. Estoy impaciente por ver cómo se adaptan las artes escénicas a este nuevo mundo 2.0…

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