Rodin y Giacometti nunca se conocieron, pero Rodin fue el maestro y Giacometti el alumno que más ventaja sacó de sus enseñanzas: esa es la premisa de la que parte la exposición Rodin-Giacometti de la Fundación Mapfre, en la Sala Recoletos de Madrid. Se inauguró en febrero pasado y debía haber clausurado sus puertas en mayo, pero las circunstancias que vivimos han llevado a sus responsables a ampliar el plazo de visitas hasta el 23 de agosto. Ha sido comisariada por Catherine Chevillott, directora del Museo Rodin y Catherine Grenier, directora de la Fundación Giacometti, así como por Hugo Daniel, responsable de la Ecole Des Modernités del Instituto Giacometti, lo que da idea del trabajo y el nivel al que se ha querido llevar el encuentro entre dos grandes de la escultura contemporánea para poner de manifiesto las conexiones que tuvieron.
Se exhiben mas de doscientas obras organizadas según nueve temas: «Grupos», «Accidente», «Modelado y materia», «Deformación», «Conexiones con el pasado», «Series», «Pedestal», «El hombre que camina» y «En el estudio». En cada una de las secciones en las que se ha dividido el recorrido se presentan en paralelo las composiciones de ambos artistas, así como fotografías de sus respectivos talleres y de los propios autores en algún momento de sus procesos creativos.
La primera sensación que se percibe al entrar es la de intimidad; la muestra se desarrolla a lo largo de estancias a la medida del visitante, lo que produciría el efecto de haber penetrado en el ámbito privado de cualquiera de ellos si no fuera porque aquí reinan el orden y la organización. La segunda percepción es la de correlación: maestro y alumno juntos y revueltos, unidos en el espacio mediante piezas acostadas en las que parece que el maestro haya hecho propuestas que el alumno ha seguido, cada uno bajo los dictados de su propia imaginación. Y la tercera impresión es la de que se han escogido obras particulares, piezas de interior, es decir, aquellas que habrían permanecido en manos de sus creadores aun teniendo vocación de públicas. Las obras presentadas reflejan el modo en el que los autores se expresaron a través de la materia: son objetos en los que subyace el concepto de non finito característico de Rodin, concepto que, en cierto modo, se deja ver también en algunas obras de Giacometti.
Los vínculos que llevan de uno a otro se hacen evidentes. Resulta muy pedagógico descubrir las maneras tan dispares con las que los dos escultores han tratado un mismo tema o las formas tan distintas con las que han moldeado un mismo material. El énfasis se ha puesto en el nexo que les une según nuestra visión contemporánea, nexo que fue posible a través de Emile-Antoine Bourdelle, cuya presencia se ha elidido, y que no está presente porque no se trata de él sino de su papel como transmisor. Es, por ello, la gran elipsis de la exposición. Su trabajo fue el enlace que, en última instancia, la ha hecho posible.
En efecto, Rodin (1840-1917) tuvo a Bourdelle como asistente y alumno y este a su vez a Giacometti (1901-1966) como pupilo. Lo que Bourdelle aprendió del maestro decimonónico sentó las bases de la formación de Giacometti, y lo que este asimiló a su vez se pone de manifiesto en la cantidad de apuntes del original que encontramos. Bourdelle consideraba, como Rodin, que el dibujo era la base de una buena educación de la mirada —paso previo a la realización de una obra— tanto como la competencia en las técnicas que desde el teórico renacentista L. B. Alberti se estimaban fundamentales en la tarea del escultor: desbastado, modelado y fundido.
El protagonista de la muestra es el ser humano. Ese protagonismo se traduce en dos visiones, dos maneras de enfrentar la realidad y lo oculto, dos perspectivas de lo esencial, es decir, de lo que hace personas a los individuos que constituyen la humanidad en cada una de sus circunstancias. La escultura ha sido la expresión más emblemática del Clasicismo y sus estándares han sufrido muy pocas variaciones a lo largo de la historia. La idealización de las formas que propusieron los griegos ha permanecido casi inmutable hasta la crisis del sistema que se produjo en el siglo XIX; hasta ese momento, la escultura se circunscribía a la estatua, es decir, a una representación del ser humano en su faceta de ser social, como héroe o como imagen de la divinidad.
La escultura se ha erigido siempre en la encarnación de los valores que han sido significativos en cada época y ya se sabe que estos no son sino destilados —al modo platónico— de lo que debe ser; pero el colapso del sistema político y social que acontecería a principios del siglo XIX y el surgimiento del individuo de entre la masa indiferenciada orientó el foco artístico a la búsqueda de lo esencial, a los sentimientos, poniendo el pie en tierra después de una larguísima cronología de sublimaciones. Lo épico perdía el podio frente a lo cotidiano. Si la crisis de los modelos tradicionales fue tan radical en la pintura, la escultura tenía menos oportunidades de despegar de lo académico porque no se trataba, como en el lienzo, de plasmar en dos dimensiones una visión subjetiva de lo real o una objetivación del impulso creativo de los autores. La escultura es la representación de la realidad en tres dimensiones, lo que la dota de muchos puntos de vista —no solo de la contemplación frente a frente a que obliga un cuadro— y sus patrones de elaboración son bastante más normativos. La apertura a nuevos horizontes, como sucedería en la pintura romántica o realista, incluía, pues, la introducción del sentimiento, algo que había ocurrido cada vez que la idealización había dado paso a la naturalidad. Las tendencias más novedosas perseguían emanciparse de la estatua, superar el modelo público de representación de los héroes sociales y dejar de lado la función decorativa de las figuras; todo con el fin de explorar nuevos territorios.
En este contexto se encontró Rodin al que se tiene como padre de la plástica moderna —en el sentido revolucionario de la expresión— como si él se hubiera propuesto llevar a cabo tal transformación. Pero Rodin fue, como todos, hijo de su tiempo y de sus circunstancias, nació como artista en el Clasicismo y si alumbró algo nuevo fue gracias a su impulso creativo y a su determinación por investigar otras posibilidades. Da la impresión, leyendo su biografía, de que su arte se forjó en las negativas hasta que pudo utilizar el bagaje de sus primeros empleos: Rodin fue casi autodidacta, no consiguió entrar en la Escuela de Bellas Artes, aunque desde muy joven tuvo pasión por el dibujo y el modelado. Trabajó como ayudante del barón de Haussmann y como asistente del interiorista Carrier-Belleuse, para quien diseñó objetos decorativos durante veinte años. No encontraría su verdadero camino hasta que, en un viaje a Italia, tuvo la oportunidad de conocer directamente a los clásicos a los que convirtió en sus referentes.
Sin embargo, el estudio de la escultura clásica —particularmente la renacentista— no le indujo al academicismo, que rechazaba de plano por considerarlo una falsificación; para él lo representado no debía ser bello sino verdadero, la escultura debe ser expresión y no mera decoración. Su predilección por la figura humana era en realidad la preocupación por las pasiones, los sentimientos del hombre como individuo o como arquetipo sentimental.
El dibujo fue esencial para un observador minucioso que tomaba apuntes durante horas desde todas las perspectivas posibles; estudió la anatomía humana tanto del natural como de las representaciones que de ella hicieran sus admirados predecesores y ese dominio del trazo fue lo que le permitió interpretarlo. Solo el conocimiento absoluto de la técnica le permitiría su superación y ese fue el sendero escogido hacia la libertad interpretativa. Conocía todos los procedimientos escultóricos, modelaba el yeso y la arcilla, tallaba piedra y mármol y fundía las piezas en metal. Cuando empezó a ser reconocido y solicitado, reunió un grupo de ayudantes que tallaban o fundían —siempre bajo la más obsesiva de las supervisiones— lo que él previamente había diseñado. Este aspecto fue, en su tiempo y posteriormente, muy criticado por los que cuestionaron la autoría de las obras así realizadas, un debate que sigue vivo en cuanto que, todavía hoy, se pueden reproducir y adquirir. Son los llamados originales múltiples.
A partir de 1875 inició una etapa muy activa en la que recibió encargos para realizar algunas obras de conmemoración de personajes heroicos o hechos significativos. Los burgueses de Calais y las representaciones de Victor Hugo y Balzac vieron la luz en esos años en los que Rodin, con un pie en la tradición, recorrió el camino hacia el expresionismo, se entusiasmó por el arte medieval y entró en contacto con Monet y el grupo de los impresionistas con los que compartió el rechazo hacia los modelos tradicionales. Sus figuras no reflejan la perfección de los ideales sino los sentimientos que las hacen humanas, las texturas olvidan el pulido o lo reducen a una parte de la escultura y sus obras muestran tantos puntos de vista como recorridos en torno a ellas puedan hacerse.
Al poeta Rainer Maria Rilke, que lo admiraba profundamente, le contaría que «el movimiento es la transición de una actitud a otra, las figuras no deben envararse en una postura fija» y fue ese convencimiento lo que las dotaría de la multiplicidad de puntos de vista y del simbolismo que las caracteriza. Dejaba atrás el concepto estático de mímesis que había dominado la estatuaria durante cuatro siglos para adentrarse en el territorio de la expresión de la misma vida. Las obras que realizó en la transición entre los dos siglos ya habían abandonado cualquier referencia clásica o académica en su construcción, que se volvió personalísima.
En 1880 le fue encargada la conocida como Puerta del Infierno (que fue objeto de una exposición de la Fundación MAPFRE en Barcelona en 2017) para un proyecto que nunca se llevó a cabo —en el lugar que hoy ocupa el Museo D’Orsay— y que dedicó a La Divina Comedia de Dante. Sería una obra de obras en la que trabajó durante veinte años y nunca dio por concluida; de ella saldrían los prototipos más conocidos de Rodin, figuras que representan al propio Dante (El pensador) y otras como Paolo y Francesca (El beso) o Las tres sombras, que debían coronar el dintel de la puerta y que reproduciría posteriormente en diferentes materiales y tamaños bajo la noción ya referida de non finito. La Puerta se presentó en el Pabellón del Alma que Rodin montó en la plaza del mismo nombre, con motivo de la Exposición Universal de París de 1900 junto a otras ciento cincuenta obras.
El cambio de siglo encontró a un Rodin cada vez más reconocido por el público; su producción se incrementaba gracias a la colaboración de sus numerosos asistentes mientras él se centraba en sus dibujos y en el modelado de yeso. Curiosamente, en la última etapa de su vida creció su interés por el erotismo, algo que le ocurriría también a Picasso (Suite 347) y a otros artistas de provecta longevidad. Cuando falleció en 1917 su obra ya era honrada tanto por las autoridades oficiales como por los autores que, en aquellos momentos, conformaban lo que conocemos hoy como primeras vanguardias, en la Europa inmediatamente anterior a la I Guerra Mundial. Los artistas recibían con expectación el impacto de otras culturas traídas de tierras lejanas mientras se consolidaba la ruptura iniciada en el siglo anterior por los impresionistas. Después de la guerra, París se convirtió en una fiesta creativa que daba cobijo a todo aspirante que participara de ella, tuviera o no interés por lo novedoso.
Había que estar allí y este fue el ambiente que acogió a Alberto Giacometti a su llegada en 1922 para estudiar en la Academia de la Grande Chaumièr. Nacido en Suiza, cerca de la frontera con Italia, en una familia de pintores, sus primeros estudios en Ginebra se centraron en el dibujo y la pintura y algunas nociones de escultura, pero fue su ingreso en la Academia de la Grande Chaumière, en la que permanecería cinco años, lo que le inclinó por la plástica en tres dimensiones.
La tutela de Émile-Antoine Bourdelle fue determinante: él le enseñó la importancia del dibujo, el estudio exhaustivo de la anatomía humana, el manejo de materiales dúctiles, el modelado en yeso y en arcilla, así como las técnicas de fundición en metal. Le transmitió el interés por la expresión del sentimiento y por la universalización de este bajo la máxima de que modernizar es humanizar. Giacometti se instaló en un pequeño estudio en el barrio de Montparnasse y entró en contacto con las corrientes más transgresoras; se interesó por el cubismo, aunque al conocer a André Breton y al grupo de surrealistas se vio de inmediato atraído por ellos.
Su formación académica estricta y su vocación hacia la tridimensionalidad le llevaron en esa primera etapa a la creación de obras en las que lo humano se manifestaba a través de los sueños, del subconsciente, lo deforme o el absurdo, obras que se expusieron en el Salón de las Tullerías del que el propio Bourdelle fuera impulsor. Pero, con el paso del tiempo, se fue alejando del surrealismo centrando su producción en cabezas o rostros para los que tomaba como modelos tanto a su hermano Diego que, convertido en su ayudante, vivió a su lado toda su trayectoria artística y vital, como a su esposa Annette. Dibujaba o tomaba apuntes del natural durante largas jornadas, con el firme propósito de recoger todas las expresiones y vértices del modelo que posaba para él, como tenía bien aprendido de sus maestros.
En el ambiente que precedió a la II Guerra Mundial se extendía el existencialismo de la mano de Sartre, que fue su amigo. Fue para él un momento de crisis personal que no era ajeno al sentimiento generalizado de fracaso que una nueva guerra y sus funestas consecuencias extendieron entre los supervivientes de un horror repetido. Giacometti reflejaba en sus obras, cada vez con más hondura, esa crisis existencial, y sus figuras se fueron desprendiendo de la corporeidad para convertirse en expresiones primarias del ser humano y de su sufrimiento.
A partir de 1935 abandonó toda veleidad surrealista en favor de la figuración a la que imprimió su sello tan característico: personajes alargados, casi caricaturescos, en los que desaparece el volumen y en los que la piel se convierte en una superficie rugosa, de aspereza irreal. Exploró en ellos una nueva forma de idealización, pero no del ente físico sino del dolor; no construyó sus personajes con las proporciones canónicas de un cuerpo perfecto, pero sí con las del pathos. Fue su manera de reflejar la nada, el vacío, con figuras filiformes en las que solo reconocemos lo básico. La mirada hacia el ser humano, que de una forma u otra no había abandonado, se instaló definitivamente en su obra; lo que había sido su formación primigenia apareció para quedarse, pero él también era hijo de su tiempo y de sus circunstancias y si había aprendido de sus preceptores la humanización de la escultura, sus obras eran, al fin, trasuntos de la humanidad en la que él mismo vivía.
La decisión de volver a la figura humana y recuperar el enlace con sus referentes le alejó por completo de los nuevos tipos de escultura que se desarrollaban a su alrededor: nada que ver con Duchamp, Calder o Boccioni: Giacometti entronca con Degas o Brancusi. Tampoco miró a los clásicos, no le interesaba más que el expresionismo incluso desprovisto del romanticismo que todavía inspiró a sus primeros mentores; pero el gran referente era Rodin y Giacometti recorrió, a su manera, las sendas trazadas por el maestro. En 1885 el ayuntamiento de Calais encomendó a Rodin la realización de un monumento en honor a unos ciudadanos que en 1347 habían realizado una gesta heroica. El escultor lo entendió como un grupo de seis individuos que, contrariamente a lo que pretendían los comitentes, mostraban sus propios sentimientos aislados unos de otros y vinculados exclusivamente por la peana que les sostenía y que se situaba al nivel del hombre de la calle; como era de suponer, la idea no fue bien recibida por alejarse del patrón tradicional y el conjunto no se inauguraría hasta diez años más tarde.
La idea de unos individuos, solos o desolados, que conviven en un mismo espacio físico pero incomunicados entre sí, fue recogida por un Giacometti interesado por el grupo y, a partir de 1940, compuso varias obras en las que, sobre una plataforma, se muestran varios seres reunidos pero no unidos: La Place, La Clairière o Quatre femmes sur socle, todas de 1950, hablan de la paradoja en la que se instala el hombre moderno, de la soledad rodeada de otras soledades, de figuras distanciadas unas de otras a las que solo sostiene el soporte sobre el que se yerguen. La melancolía que transmiten los personajes de Giacometti se refuerza con la ausencia de volúmenes y en ello radica su expresividad mientras que en Rodin es la deformación o el engrosamiento y, en ocasiones, la mutilación de alguna parte de la anatomía lo que da refuerzo a la imagen sobre la materia.
Fue otro hallazgo del francés que interesó al suizo: el dibujo de cada parte del cuerpo humano o su modelado independiente del conjunto de una figura lo convierte en un ente individual. Los talleres se llenaron de piezas que, hechas a propósito o desprendidas de otras de las que formaban parte, se convertían en objetos reutilizables, lo que en la exposición se ha bautizado como «accidentes», obras aparentemente inacabadas que, no habiendo sido desechadas, adquieren entidad propia. A veces resultan tan inquietantes como los exvotos de carácter religioso porque parecen tener vida independiente: cabezas, cuerpos esbozados que semejan cruces, brazos desprendidos o torsos desmembrados se despliegan por toda la exposición de manera ordenada, como dando relevancia a su existencia independiente.
La mayoría de esos objetos fueron modelados en yeso o arcilla, materiales que ambos autores utilizaron con profusión quitando y poniendo, aplastando o doblando la sustancia sobre la que trabajarían durante horas. Son piezas que no siempre eran preparatorias de obras en piedra o metal y que dan la impresión de fragilidad, como si fueran a desmoronarse, traduciendo así las sensaciones con las que convivían sus congéneres, sustrato común de todos los tiempos de crisis.
Ha habido otras épocas, no siempre inestables, y otras culturas cuyos intereses han tenido también su traducción en la plástica y tanto un autor como otro han explorado esos territorios; si, como se ha señalado, a Rodin le impactaron las obras de Miguel Ángel o de Bernini, Giacometti se sintió cercano a la sencillez del arte egipcio y de los pueblos primitivos y a sus formas de expresión cuya esquematización llevó a obras como Mujer plana de 1929. La fascinación que muestran por explorar una y otra vez un mismo territorio se ve reflejado en el trabajo de ambos en las «Series», es decir, en la reiteración de un tema en diferentes versiones o en la realización secuencial de un número limitado de proyectos. En el caso de Rodin se trata de la repetición de sus dibujos y de sus figuras en diferentes tamaños y materias que todavía se realizan gracias a los moldes que dejó preparados para ello y, en el de Giacometti, tiene que ver con la obsesión por construir una estética muy personal y hacerlo a través de un modelo recurrente aunque no siempre haya sido entendido así: Picasso, para quien el suizo no era santo de devoción, opinaba que su antiguo amigo había limitado su escultura a unos tipos que le habían salido bien y que no había sido capaz de superar o dejar atrás para inventar algo nuevo.
La muestra de la Fundación Mapfre ha reservado el espacio más amplio a las grandes confluencias de los dos autores: el Pedestal y El hombre que camina. Sobre el primero llama la atención el tratamiento de la base que hacen y de la importancia con las que se dota a lo que sería simplemente un elemento de sujeción. En Rodin los estípites al modo antiguo sostienen figuras con las que no mantienen una correlación (torsos, cabezas o manos en vez de ángeles u otros personajes divinos) mientras que en Giacometti el pedestal aparece como la gran fortaleza que sostiene figurillas pequeñas o diminutas a las que su tamaño no resta nada de su esencia.
Las dos figuras que representan El Hombre que camina justificarían por sí mismas la visita a la muestra. Ambas enfrentan dos visiones sentimentales del hombre en las que la forma personifica dos modelos muy diferenciados. El caminante de Rodin es un ser voluminoso, anónimo, construido en yeso, que camina con rotundidad mientras que el de Giacometti es una figura desprovista, espiritual, esquematizada, que simplemente avanza o lo intenta a pesar de la pesadez de sus pies; quizá huye, nada que camina hacia la nada. La figuración frente a frente, la ruptura con el clasicismo en dos visiones modernas y la humanización de la modernidad que preconizaba Bourdelle con el ser humano como protagonista.
Dibujos y fotografías, cuyas secuencias nos permiten conocer el proceso creativo, completan un recorrido en el que el número tres se hace presente en Las sombras, en Tres hombres que caminan (plataforma pequeña), en Las tres Virtudes o en Las tres Faunesas. En algunas vitrinas se han colocado los objetos de tres en tres y ese parece, en ocasiones, el ritmo de una exposición sobre dos autores en la que planea el espíritu de un tercero. No es amable, la rugosidad de las pieles, las expresiones de angustia, las figuras mutiladas o cabizbajas no hablan de la vida alegre ni de la ligereza de lo cotidiano, más bien queda la impresión de haber visitado un paisaje sentimental en el que no hay referencias a otra naturaleza que no sea la humana, como si lo demás careciera de importancia: aquí se hallan exclusivamente el ser humano y sus sentires.
Excelente texto, con pocas palabras se retratan dos influencias determinantes para el arte.
La escultura es espiritualidad cristalizada.
https://youtu.be/Ai76UBnJmPk