Nada nos hermana más como especie que la ridiculez. Aunque hay ejemplares oficialmente empadronados en él (hola, Monedero), en general vivimos intentando no hacer el ridículo a toda costa, una lucha perdida de antemano. El ridículo es inevitable. Hace falta muy poquito para verse a uno mismo haciendo esfuerzos por algo —integrarse, molar, pasar desapercibido— y acabar convertido en una máquina expendedora de lástima y patetismo. Con que te veas obligado a salir de tu burbuja suele ser suficiente. Lo peor y lo mejor que te puede pasar, dado el caso, se reduce a lo mismo: que no te des cuenta.
Eso es lo que le pasa a Enrique Notivol, protagonista de Un hipster en la España vacía (Literatura Random House). Un urbanita ex 15M, aliado, leído, amante de la quinoa y el reciclaje. Un día le da un aire —o sea, que le planta la novia— y se va a vivir a La Cañada, en pleno Teruel. «Un lugar con alto valor paisajístico, elevada consanguinidad, abundante consumo de alcohol y considerable afición al juego», acabará describiéndolo. Aterriza en ese paraje enclavado en la omnipresente España vacía o vaciada (a mí no me metan en líos) con loables intenciones: montar un huerto ecológico, un taller didáctico-vivencial de nuevas masculinidades, estar en armonía con la naturaleza… Vamos, que no va a encontrarse a sí mismo, va a encontrar la idea bucólica, paternalista e irreal del campo que se ha traído de la capital.
Y de eso en La Cañada ni rastro, claro. No hay cobertura para presumir del retiro espiritual en Instagram, ni viene a visitarle el espíritu de Dersu Uzala. Allí los sobrenombres de los lugareños aluden a sus defectos físicos, hay moros que votan a Vox, gente que explica durante horas los parentescos y él hace, inevitablemente, el ridículo queriendo proyectar cine coreano en el frontón. Le incomoda beber leche de oveja porque «ordeñarla es una forma de acoso sexual», la lía parda comprando por internet, intenta instruir a sus vecinos sobre el postmaterialismo o Jared Diamond y le indigna «la estructura heteropatriarcal del gallinero». En resumen: asistimos al periplo de lo que en nuestra jerga responde al nombre de un «moderno» y en la de Santiago Lorenzo de un «asqueroso».
Y aunque el afán de Daniel Gascón, el padre de este hipster trasplantado al agro, es igual de cabrón que el de Lorenzo, su ánimo es bastante más compasivo. Con Notivol el primero. Para empezar, porque le confiere una humanidad y una ingenuidad entrañables, a medio camino entre el Gurb de Mendoza y un personaje de Cuerda. Para entendernos: que al muchacho los del pueblo le apedrean por parguelas y él piensa que allí el viento sopla tan brioso que levanta las piedras hasta su nuca. Ni cuando le explican con bastante concreción semántica (una pintada con «Forastero, gilipollas») lo que opinan de él, Notivol no se envilece ni retrocede en su empeño de hacer de La Cañada un pueblo inclusivo, posmoderno, sostenible y no heternormativo. Porque —no lo hemos dicho aún, igual va siendo hora— esto es una sátira. Una caricatura del tipo de izquierda cuqui que huye al pueblo… pero no solo.
Ese es el punto de partida, que Gascón ya comenzó en forma de artículos en Letras Libres y en el libro ha dejado crecer porque resulta que tras el atildado columnista hay un tipo con un retorcido sentido del humor, miren qué hallazgo. No esperen encontrarse una sucesión de escenas en las que Notivol se abochorna a sí mismo citando a Kymlycka o a Walter Benjamin ante unicejos de palillo en boca, porque las hay, pero no es el grueso. La historia avanza a carcajadas hasta el delirio (spoiler: el hipster acaba de alcalde) introduciendo personajes, tramas y situaciones de tal esperpento que la mandíbula llega a sufrir con el descojono. Hay un señor de Valdealgorfa del Ventorrillo que vive atormentado por cómo legislaría Obama en su lugar, unos golfos apandadores militantes de Vox, un cantautor argentino/italiano/alcobendurrio que domina todos los acentos, una madame malencarada, unos animalistas podemitas canallitas, el Ejército Rojo cantando jotas… Un despiporre, vaya.
Porque para el autor, parodiables y parodiados son (somos) todos. Su humor no hace rehenes —y qué, si los hiciera— y deja muy clarito cuál es el objeto de su mofa: ni el hipster, ni los pueblerinos, ni los errejonistas, y a la vez todos ellos. El puro y duro presente que vivimos. Por sus páginas desfilan muchos, si no todos, los debates coyunturales de nuestro tiempo: las guerras culturales, la batalla de lo simbólico, la apropiación cultural, el guerracivilismo, el wokismo, el feminismo… Y adivinen qué: el pasaje más subrayado en Kindle es el siguiente: «En ese momento, con patrimonio robado y deseoso de creer mi propia mentira, estuve a punto de comprender lo que siente un independentista catalán». Lo de los rehenes no iba en broma.
Un hipster en la España vacía recuerda un poco a aquello que decía Terry Pratchett sobre cómo había construido el Mundodisco: cogiendo algo que sabemos que es ridículo y tratándolo como si fuera en serio, para ver si salía algo interesante del intercambio.
En ese sentido, la carambola no podía haber salido mejor. La comicidad funciona no solo porque sea ágil e ingeniosa, sino porque Gascón conoce al dedillo los dos entornos predominantes de los que habla. Los que provenimos de núcleos urbanos de menos de cien habitantes, nos revolcamos en las eras, respetamos la hora de la partida o íbamos de excursión al Sepu, reconocemos ese páramo turolense con alborozo. La España del pasodoble, el bingo en la plaza y el rock jincho cuando se van los abuelos. Gascón no lo mira ni desde arriba ni desde abajo, y eso se nota. Lo mismo que cuando se lanza a satirizar ese moderno que todos somos, borreguilmente, más de una vez. Quizás no nos ha dado, como a Enrique Notivol, por empapelar el pueblo con carteles contra el manspreading, pero les garantizo que es complicado no acabar aplicándose un alto porcentaje de los chistes que se hacen a su (nuestra) costa. Y de él mismo: ¡si hasta se regodea en palíndromos y sale el Pandora, sede literaria del autor! Al final, somos todos tan superfluos como una escisión de izquierdas en Madrid.
Imagino —no quiero comprobarlo— que habrá quien confunda ese espíritu caústico con algo más malintencionado, y acuse al autor de estar en contra del feminismo, el reciclaje de residuos o la peatonalización. Tan equivocados están esos como los que crean que Un hipster en la España vacía es una especie de choque entre los bocadillos de panceta y las hamburgesas de Seitán. Las sátiras son, a todos los efectos, un postre: alimentariamente no son escrupulosamente necesarias, pero qué bien le sientan al alma. Pues eso.
Creo que era Agatha Christie quien decía que cuando ves a las personas hacer el ridículo te das cuenta de lo mucho que las quieres. A ver si consiguen —al final— no amar un poquito a Enrique Notivol, ese soplagaitas al que «le lleva tiempo existir». Esperemos que ahora que lo ha logrado persevere, porque la historia acaba demasiado pronto y se deja sin resolver una duda capital: «¿Para qué queremos tantos frontones en Teruel?».
Con que el libro comentado (que compraré) me haga la mitad de gracia que el artículo, me conformo.
Buenísimo artículo
Gascón y su hermana son los hijisimos de uno de los santones culturetas de Zaragotham y el tufillo clasista que expelen es peor que una cuba de purines de tocino. Al pueblo ha ido de visita y con los mismos prejuicios que tiene su «colega» Samarugo del Molino el de la España Vaciada, coge los mismos putos tópicos de siempre y los pasa por el tamiz cultureta, enfant terrible del palo, pandemoño wannabee imitando a Santiago Lorenzo de manera lamentable… Ah y en Teruel tenemos trinquetes y frontones porque antes del puto fútbol era nuestro deporte favorito con la morra.
Divierte,pasas un rato agradable y se olvida.
Mas que suficiente