El 30 de junio del 2016, Inter Channel emite un vídeo en el que Zhang Jindong, el magnate chino que desde hace pocas horas posee el 70 % de las acciones del club, saluda al pueblo nerazzurro. Para culminar un breve pero, a juzgar por el tono, enfático mensaje como nuevo propietario, Zhang hace una pausa, toma aire y, blandiendo el puño con la gravedad del comisario político, exclama: «Fozza Inda!». La comicidad involuntaria de ese «Forza Inter» fallido, postizo, casi tierno, se convierte inmediatamente, en esta, nuestra época cruel de internet, en combustible para memes y risas, para mortificación del interismo y regocijo de las aficiones rivales del calcio.
Sabemos que lo que dispara el mecanismo de la risa es, a menudo, la paradoja. En este caso, el torpe intento de tifo de Zhang desvelaba lo paradójico del fútbol moderno y globalizado: la tensión entre el vínculo identitario que une cada equipo con su comunidad originaria y la vulgar necesidad de globalizarse para mantenerse a flote en la élite del fútbol mundial. Para nosotros, los europeos, que a menudo hemos recibido nuestra fe futbolística como herencia social e incluso familiar, el hecho de que existan seguidores de nuestro equipo en China, en Australia o en Medio Oriente nos resulta extravagante y divertido. Que la pasión de estos advenedizos pueda considerarse igual a la nuestra, sencillamente aberrante. Imaginémonos pues un presidente, al que estamos acostumbrados a considerar como una especie de primus inter pares de la afición, incapaz siquiera de articular el más elemental de los gritos de guerra de nuestro equipo. Es algo que necesariamente pone en cuestión la naturaleza de nuestro vínculo emocional con los colores. Es el mismo mecanismo por el que, desde que los jugadores empezaron a llegar de otros lugares del mundo a nuestros equipos, les hemos invitado a mentirnos en rueda de prensa, fingiendo creerles (o al menos no riéndonos) cuando aseguran que ya de pequeños eran grandes seguidores de nuestro equipo.
La llegada de Zhang Jindong al Inter en junio del 2016 ponía punto y final, además, a la era de un presidente queridísimo por la afición como Massimo Moratti, vástago de una de las familias de la grande burguesía milanesa, que en la capital económica e industrial de Italia es tanto como decir aristocracia. Zhang, por su parte, es uno de los treinta hombres más ricos de China, un ejemplo de esas trayectorias fulgurantemente ascendentes que solo son posibles en lugares y momentos de enorme expansión económica. En 1990, después de trabajar durante algunos años en una fábrica textil, abre con su hermano una tienda de electrodomésticos en Nankín, en la provincia de Jiangsu. En pocos años su empresa, la Suning, se expandirá hasta convertirse en uno de los más grandes conglomerados económicos de China, con intereses en campos como el inmobiliario, la electrónica y las finanzas.
Su historia personal recuerda a la de Angelo, patriarca de la familia Moratti y padre de Massimo, que había encarnado durante los rugientes años del boom económico italiano el paradigma del self made man milanés. Había empezado a trabajar a los dieciséis años como representante de carburantes y acabó construyendo un imperio petrolífero, gracias al cual compró y presidió el Inter entre 1955 y 1968. Eso es, el «Grande Inter», que con Moratti en la tribuna, Helenio Herrera en el banquillo y Facchetti, Mazzola y Luis Suárez en el campo, iba a conquistar, a lo largo de los sesenta, tres campeonatos, dos Copas de Europa y una Intercontinental.
Siguiendo los pasos de su padre, Massimo se había hecho con la presidencia del club en 1995. Durante los veinte años de su mandato encarnó a la perfección el arquetipo del presidente-tifoso: voluntarioso, rico, generoso… e incapaz. El jugador holandés Andy Van der Meyde, que pasó por el Inter sin pena ni gloria entre 2003 y 2005, cuenta en sus memorias cómo solía alucinar con la facilidad con que Moratti daba a cada jugador «propinas» de cincuenta mil euros por un partido ganado. A pesar de su enorme entusiasmo y de una cartera aparentemente sin fondo, durante su primera década al frente del club el balance es verdaderamente pobre. Cosechó apenas una triste Coppa Italia, aun gastando cifras astronómicas por jugadores cuyos nombres hoy casi hemos olvidado. Y cuando fichó a jugadores con talento indiscutible —Ronaldo, Zamorano, Djorkaeff, Recoba…— algo acababa igualmente por no funcionar. El Inter de esos años era un equipo atormentado, refractario a la victoria, el hazmerreír del calcio. Hasta que en la primavera de 2006 explota el escándalo de Calciopoli, que acaba con la Juventus, gran dominadora del fútbol italiano en aquellos años, condenada al descenso a la Serie B. Empiezan los cinco años de ensueño para el Inter, que, después de recibir retroactivamente el campeonato 2004-05 a causa de la descalificación de la Juve, ganará otros cuatro en los años siguientes de la mano, primero, de Roberto Mancini y, después, de José Mourinho. Mou llevará el equipo a la mejor temporada de su historia, la 2009-10, en la que conquista el triplete Campeonato, Champions League y Coppa Italia. Es el punto más alto de la parábola del Inter de Massimo Moratti.
Durante la temporada 2010-11 caerá todavía algún título por inercia, pero en poco tiempo el equipo se convierte en una versión desmejorada de lo que había sido durante los diez primeros años de la era Moratti: cambios constantes de entrenador, un vagar tristemente por media tabla y alguna clasificación, en el mejor de los casos, para la Europa League, que puntualmente se resuelve al año siguiente con eliminaciones en octavos de final. Podría parecer una normal crisis deportiva, pero en realidad se trata de algo más profundo y a la vez más vulgar: el dinero. A diferencia de diez años antes, la munificencia de Moratti y de Pirelli (la gran empresa milanesa, fiel sponsor y copropietaria del club) ya no solo no parecen suficientes para mantener el equipo en la élite del fútbol europeo, sino apenas en la élite italiana.
Según los datos de la Football Money League de Deloitte, si en la temporada 2009-10 el Inter es el séptimo club con más ingresos de Europa, en la 2012-13 ya es decimoquinto; en la temporada 2015-16, antes de la llegada de Zhang Jindong, decimonoveno. En 2010 la facturación del Inter era de 224 millones de euros, la del club más rico de Europa por aquel entonces (el Real Madrid), de 438 millones. Eso es, una relación de 1 a 2. En 2016 el Inter facturó 179 millones, mientras que el equipo con más ingresos (el Manchester United) alcanzó los 689 millones. Una relación de 1 a 4. Equipos como Borussia Dortmund, Atlético de Madrid, Tottenham, West Ham o Zenit de San Petersburgo han superado al Inter. El Leicester le pisa los talones. Es decir, mientras la facturación de los equipos europeos iba creciendo vertiginosamente a lo largo de esta década, la del Inter languidecía. Lo mismo vale pare el equipo rival de la ciudad, el Milan, que durante estos años ha encadenado año tras año resultados igualmente mediocres en el campo deportivo y financiero, consumiéndose en la batalla intestina entre Adriano Galliani, el hombre en cuyas manos Berlusconi dejó el Milan para poder —ejem— concentrarse en su actividad política, y Barbara, la tercera hija de Silvio, que cultiva ambiciones de presidir el club. Ambos clubs acabarán en pocos años en manos chinas. Al Inter llegará Zhang, un self made man que, como Angelo Moratti, construyó su imperio de la nada. Al Milan, un empresario hasta entonces desconocido incluso en China, aventurero y más bien turbio llamado Li Yonghong, el origen de cuya fortuna, como desveló el New York Times en una reciente investigación, está envuelto en el misterio. Es innegable que hay una especie de continuidad poética en ambos casos.
No es casualidad si el único club italiano que ha conseguido mantenerse de manera estable en la élite europea (en las ligas paralelas de los resultados económicos y deportivos) ha sido la Juventus de Turín. Detrás de la cual se encuentra otra —quizás la más importante— dinastía industrial italiana, la familia Agnelli, que precisamente en estos años ha demostrado haberse adaptado de maravilla al paso del capitalismo familiar italiano, al calor del cual amasó su fortuna en el pasado siglo, al capitalismo transnacional. Con la adquisición en 2014 por parte de FIAT del grupo Chrysler, los Agnelli controlan hoy, a través de un fondo de inversión localizado en Holanda, el séptimo grupo automovilístico a nivel mundial.
Pero ¿qué se le ha perdido a Zhang Jindong en Milán? A diferencia de los jeques árabes o de los oligarcas rusos, el reciente desembarco en el fútbol europeo del gran capital procedente de China no tiene que ver (solo) con un intento de comprar estatus personal en Occidente a través de sus carísimos juguetes deportivos. Para entender por qué en pocos años grandes capitales chinos han comprado o invertido en clubes ingleses (Manchester City, Aston Villa, West Bromwich), franceses (Olympique de Lyon, Auxerre, Niza), italianos (Inter, Milan, Parma) y españoles (Atlético, Espanyol, Granada) es necesario entender qué está sucediendo en China en ese momento histórico.
En 2012, la nueva Administración china liderada por Xi Jinping teoriza su visión, más que una doctrina, del «Sueño Chino» (中国 梦 Zhōngguó Mèng). A diferencia del sueño americano, el sueño chino no es una promesa de bienestar individual al que todos pueden acceder a través del trabajo y el esfuerzo. El sueño chino subordina los sueños individuales al sueño colectivo de «el gran rejuvenecimiento de la nación china», en palabras de Xi, que conduzca a la realización de un país próspero y fuerte, capaz de ocupar el lugar que le pertenece en el escenario mundial y donde todos sus ciudadanos puedan aspirar al bienestar. Parte importante de este proyecto de «rejuvenecimiento de la nación» consiste en conquistar, a nivel internacional, un peso político y cultural concorde con su ya enorme peso económico. Para hacerlo realidad Xi considera que no son suficientes las grandes iniciativas geopolíticas, como el colosal proyecto de la Nueva Ruta de la Seda o el esfuerzo para acrecentar su influencia en la región Asia-Pacífico: es necesario encontrar maneras para conquistar también el imaginario global y acabar así con el estereotipo de China como un país de campesinos, comisarios políticos y fabricantes de baratijas. Y en este campo Xi Jinping considera que el fútbol puede desempeñar un papel importante.
En 2015 Xi lanzó un plan para convertir China en una potencia futbolística internacional y albergar (posiblemente con un papel de protagonista) el Mundial de 2030. El plan es ambicioso, y contempla en primer lugar masivas inversiones en el fútbol base (pasar de cinco mil a cincuenta mil escuelas de fútbol para 2025, y de once mil campos de fútbol a setenta mil para el 2020). En segundo lugar, la potenciación del campeonato chino, cuyos equipos en 2016 gastaron en fichajes 289 millones de dólares. Como dato comparativo, baste decir que los equipos de la Premier se gastaron en ese año 181 millones; juntos, los campeonatos español, italiano, francés y alemán se gastaron en total 173. Pero el proyecto de Xi tiene una tercera pata, que consiste en favorecer la transferencia de know how deportivo y empresarial desde el Viejo Continente hacia China, a través de la compra de grandes equipos europeos. Obviamente, mejor si en horas bajas y a buen precio, como es el caso del Inter y del Milan.
A día de hoy, como hemos visto, varios grupos económicos han decidido emprender el camino marcado por el Gobierno chino, intentando unir los negocios y la razón de Estado con sus inversiones en el fútbol europeo. El mensaje de las autoridades es claro: quien contribuye a elevar el estatus internacional del país demuestra haber entendido el mensaje del sueño chino. Y, ni que decir tiene, mejora su posición ante estas mismas autoridades, en un momento en que la industria del fútbol, con el Mundial del 2030 y sus infinitas posibilidades de negocio en el horizonte, se halla en plena expansión.
Este es el contexto que ha llevado a Zhang Jindong a Milán. O, mejor, a su hijo Steven Zhang, el hombre de la familia en la ciudad, el brazo operativo de la Suning en el club. Hoy, Steven es el presidente del club. La Gazzetta dello Sport publicaba publirreportajes en los que asegura que al delfín de la familia Zhang le encanta el risotto alla milanese y la cotoletta (o sea, la milanesa), porque hay que cultivar, aunque sea de modo inevitablemente cómico, un aire de milanesità popular.
Los puristas del odio al fútbol moderno ven la ruptura del vínculo orgánico entre el equipo y su comunidad como el principio de todo mal, como la venta de una pasión popular como la futbolística a la lógica del turbocapitalismo. Y probablemente tengan razón. Pero quizás se trata también de una transformación más «gatopardesca» de lo que parece. Los grandes «gatopardos» del capitalismo familiar italiano —los Moratti, los Berlusconi, los Sensi en Roma— han sucumbido a los nuevos «chacales y hienas» (por usar las categorías del príncipe Fabrizio Salina) del capitalismo globalizado. Como el personaje de Tancredi en la novela de Tomasi di Lampedusa, algunos gatopardos conseguirán convertirse en hienas y chacales en el nuevo orden, como han hecho los Agnelli. Pero al final todo habrá cambiado para que, a fin de cuentas, poco o nada haya cambiado. El fútbol seguirá siendo una pasión popular y, precisamente por eso, una poderosa herramienta a disposición de aquellos poderosos que deseen conquistar un lugar en el imaginario colectivo.
El fútbol es mucho más que una cuestión de vida o muerte.
https://youtu.be/sZd34o19mIg