Traducción Teresa Suárez Zapater y Paul Jacques-Mignault
Esta entrevista está también disponible en papel en nuestra revista trimestral Jot Down nº 28 «Formentor».
Desde la ventana de Annie Ernaux (Lillebonne, 1940) se adivina el lago Cergy-Pontoise. París arde canicular a treinta minutos de allí, pero Ernaux nos recibe esa mañana de junio en un oasis arbolado de brisa fresca. Luce genuinamente ilusionada por el premio Formentor de las Letras, exultante y despeinada. Lo celebra no ya como un triunfo propio, sino como un logro de las mujeres en la literatura. Los ojos le brillan cuando proclama: «¡Por fin!».
Quizá no esté bien decirlo, pero no hay sorpresa con Ernaux: es exactamente como su literatura. Franca, directa y sin florituras. Su discreción, tan serena como resplandeciente. Sonríe sin dientes cuando se citan pasajes de su obra («cada día y en cualquier parte del mundo hay hombres en círculo alrededor de una mujer, listos para tirarle la primera piedra») y juega a ubicar a cuál pertenecen: «¡Ese es de Memoria de chica!», acierta. Es el último en ser publicado en España por Cabaret Voltaire, pero habla de una Annie que no es esta, o no del todo. Ella la llama la «chica del 58», de la que más pavor le daba escribir, la que la hizo escritora. Gracias a ella, a ese verano, ha publicado una veintena de libros que la han convertido en una de las grandes figuras de las letras francesas. También en una rareza, aunque desdeñe el término con un mohín.
Porque Annie Ernaux escribe sobre Annie Ernaux, pero llega mucho más allá. Su obra, que en sus palabras es un «relato autosociobiográfico», utiliza sus experiencias para ensamblar un retrato social, casi etnológico. Habla de una Francia que no es plácida, ni burguesa. La Francia popular, católica y rural, la de la gente que tiene que desenvolverse en un mundo «en el que todo es caro». Ella ascendió de esa austeridad, se convirtió en burguesa, pero su escritura no. Siguió aferrada a esa memoria, hablando de todo (del amor, de la enfermedad, del aborto, de la educación, de la hermana muerta) demostrando que lo popular también es alta literatura. En No he salido de mi noche, El lugar o La mujer helada se narra una vida, pero caben cientos. «Las cosas me pasan para que las cuente. Y el verdadero fin de mi vida es quizá solo ese: que mi cuerpo, mis sensaciones y mis pensamientos se vuelvan escritura», dice. Y de eso conversa hoy: de vivir y de escribir. Ansiosa de que se sigan entrelazando.
Me gustaría empezar por Annie Duchesne, no por Annie Ernaux. Por ese verano que te llevó a escribir. Dices que Memoria de chica era el libro que siempre postergabas escribir. ¿Por qué?
Todo ese libro, contar toda esa historia, generaba —y aún genera— en mí un sentimiento ambiguo, era un obstáculo terrible escribir sobre ello. Un obstáculo que venía del corazón, que lo convertía en una imposibilidad de escribir, de contarlo, al menos al principio. También me generaba vergüenza el hecho de haber permitido aquel acto sexual con ese hombre y enamorarme locamente de él. Escribir y contar eso siempre fue una dificultad, un muro casi insalvable. Pero, curiosamente, la consciencia de ese peligro fue lo que me transformó, lo que me impactó y me dio la fuerza para abordarlo.
Te rechazaron el primer manuscrito que enviaste a una editorial, ¿no? ¿Era ficción o autobiográfico?
Era una obra de ficción, completamente influida por la escuela del nouveau roman (nueva novela) en los años sesenta. El movimiento de Alain Robbe-Grillet y los demás era la auténtica vanguardia. Por entonces yo era una estudiante universitaria de letras, y eso era algo que no se estudiaba en la facultad. Pero yo creo que hay que escribir siempre en la avant-garde, en la modernidad. Aquel texto era, lo veo ahora con perspectiva, muy complicado, quizá por la falta de experiencia y la juventud. Tenía veintidós años. Era, incluso, demasiado ambicioso. Lo envié a la editorial Seuil, una editorial muy potente en Francia, ¡apunté muy alto! [risas] Lo rechazaron.
Tenías claro que, antes de lanzarte a la escritura, tenías que tener un trabajo con el que subsistir. ¿Nunca surgió, ni como un sueño dulce, la posibilidad de ganarse la vida solo escribiendo?
Pues la verdad es que quizás con ese primer texto, con mis veintidós años, pude pensarlo, o fantasear con ello, pero no estaba segura. Pensé que, si salía publicado, quizás habría una posibilidad de vivir de escribir. Pero a la vez siempre fui muy consciente de la situación real, de la situación de mis padres que no podrían asumir y mantener a una hija que solo escribe. Por eso supe que necesitaba un trabajo, algo que me mantuviera, así que estudié para ser profesora y aprobar todas las oposiciones hasta conseguir la plaza. Cuando en 1974 se publicó mi primer libro, Los armarios vacíos, tampoco pensé demasiado en vivir de escribir. La mía es una forma de realismo social, diría, de no esperar nada de los demás, del éxito, porque son los demás quienes te lo conceden. Quizá es una visión un poco oscura, pero es así. Crecí con ese sentimiento desde niña, porque siempre he sabido que en mi clase social no podía esperar nada de nadie, tenía que trabajármelo todo por mí misma. Y más tarde… bueno, si solo me hubiera dedicado a escribir, habría tenido que escribir para vivir, y eso significa hacer concesiones, y sobre todo perder libertad en tu escritura. Ganarse la vida escribiendo implica publicar cada dos años o incluso menos, tener una regularidad impuesta. Yo creo que para escribir se necesita, sobre todo, tiempo. Gracias a la disponibilidad de ese tiempo pude extender a lo largo de los años ese texto que se llama Los años, y esa libertad me la dio la enseñanza.
En Memoria de chica se ahonda, a través de tu propia experiencia, en el rechazo y la burla que supone para muchas chicas el despertar sexual, en la marginación y los insultos de sus compañeras. ¿Crees que esa actitud entre las mujeres jóvenes sigue siendo igual hoy en día?
Sí, por supuesto, sigue siendo una tendencia muy fuerte. De hecho, por esto mismo, cito al principio del libro la película mexicana Después de Lucía, de 2012. «Cada vez es como si me raptara la chica de la pantalla, como si me convirtiera en ella, no en la mujer que soy hoy, sino en la chica que era en el verano del 58», digo. En esta historia se habla de una chica, también joven, a la que las otras jóvenes a su alrededor le hacen caer en una trampa. Ella se viste con un vestido provocativo, y va a una fiesta. Allí hay un chico con el que se acaba acostando, y él graba todo con un smartphone y lo termina publicando en las redes sociales. Ante eso, el grupo de chicas se empeña en humillarla. La atacan, la tratan de puta… Esta película, entre otras cosas, me alentó a seguir escribiendo. Porque estas cosas siguen pasando, lamentablemente. La historia es muy reciente, la misma que me pasó a mí.
Esta experiencia es la que te lleva a leer a Beauvoir y a convertirte en escritora. Dices que todo lo que haces por ese hombre en concreto (H.), para ser digna de él, acaba, paradójicamente, liberándote. ¿Crees que aún hay mujeres que no dan ese paso, que se quedan atrapadas en ese intento de merecer?
Es una cuestión muy difícil, la verdad. La lectura de Simone de Beauvoir en ese momento concreto produjo en mí un efecto un poco ambiguo. Ahondó profundamente en mi vergüenza, pero también fue una liberación, sin duda. Yo empecé a ser consciente de la situación de las mujeres gracias a Beauvoir. Antes vivía en una inconsciencia absoluta respecto a lo que significa ser mujer. Y respecto a lo que preguntas, veo que, en estos últimos diez años, también gracias al despertar del MeToo, es muy difícil que una mujer piense que no es capaz de liberarse, de emanciparse. Diez años después de que yo escribiera Memoria de chica llegó Mayo del 68 y todo el movimiento de liberación feminista. Empezó a despertar una consciencia, al menos en Francia, de todo ello. Pero, antes de los años setenta, Simone de Beauvoir no era para nada conocida. Muy poca gente sabía quién era. Sartre sí, pero no Simone de Beauvoir. Yo leí a Sartre con quince años, pero a ella no la descubro hasta cuatro años más tarde, y un poco de casualidad.
Desde entonces, las cosas han cambiado mucho, quién lo duda. Para mí es difícil pensar que hay mujeres que aún no estén al corriente de esta liberación, aunque también hay que subrayar otra cosa: hay un abismo entre saber que puedes liberarte y poder hacerlo. Hay muchísimos casos de mujeres que se consideran a sí mismas liberadas, intelectualmente desarrolladas, pero que tienen todavía reflejos, destellos, de niñas sometidas.
Sobre el sexo, decías en La ocupación: «Del placer sexual lo he esperado todo, además del placer en sí. El amor, la fusión. El infinito, el deseo de escribir». ¿Cómo es esa relación entre la escritura y el sexo?
El sexo para mí es algo muy oscuro, muy complejo… [reflexiona] Supongo que no sé lo que significa el sexo en mi vida, qué lugar ocupa en ella exactamente. Dudo muchísimo sobre esto. Tal vez hablemos de ello en pasado, en relación con La ocupación.
El sexo es el enemigo de la escritura, lo que se opone a la escritura, pero que al mismo tiempo parece aunar un montón de elementos —el orgasmo, el placer— y que a mí me pareció que buscaba a veces en la escritura. Pero el sexo no aporta nada. La escritura, al contrario que el sexo, se desarrolla en el tiempo.
El sexo es la experiencia de una avalancha de cosas sin nada, que desemboca en nada, bueno, que desemboca en el cansancio [risas] La escritura es inmensa, es la búsqueda de la verdad, es un enlace con los otros, no es un enlace como el que da el sexo, que en ocasiones es ilusorio. Es en ese sentido que los comparo, sexo y escritura. Hay un libro que para mí ha sido muy importante escribir, que al final es sexo convertido en escritura, que se llama Passion simple. Quisiera agregar además que no tengo una visión feliz del sexo, es más bien trágica. Recuerdo que cuando era estudiante leí El sentimiento trágico de la vida de Unamuno, y creo que para mí el sentimiento trágico de la vida está fuertemente ligado al sexo.
La mujer helada cumple ya más de treinta años, y aún hay generaciones de mujeres que nos seguimos sintiendo como tú relatas ahí: esa presión de la excelencia profesional, personal, cotidiana… ¿Cómo te hace sentir eso?
Sé que es así, que en La mujer helada siguen reconociéndose las mujeres de hoy en día. Al principio, cuando lo escribí, pensé que sería un libro que quedaría desfasado muy rápidamente, pero la realidad me ha demostrado que no es así. Sí que es cierto que con el tiempo ha tomado un sentido diferente, y la verdad es que me encanta hablar de ello. En Francia, por fin tenemos una expresión para designar algo de lo que hablo en él, la «carga mental», que antes no tenía nombre. Se popularizó hace unos dos años, gracias a las viñetas de la ilustradora Emma Clit, a la que se ha llamado la «feminista de lo cotidiano». Empezó publicando en su Facebook pequeñas historias sobre cuestiones feministas, sobre la vida en pareja, y se hizo viral, dando importancia a todas las cuestiones del hogar de las que tradicionalmente se ocupan las mujeres. Recoger a los niños del colegio, organizar la comida de la semana… Todo eso demuestra que La mujer helada sigue estando de actualidad. Así que no me importa seguir hablando de ello.
En La otra hija, le dices a tu hermana muerta: «No escribo porque estás muerta. Has muerto para que yo escriba, ahí está la gran diferencia». ¿Cuándo llegaste a esa conclusión, a esa certeza? ¿Se perfiló mientras lo escribías o era algo que ya tenías más o menos claro antes?
Para mí, escribir es descubrir. A través de muchas cosas. Nunca empiezo a escribir un libro con un plan sobre lo que tengo que decir o a dónde debo llegar. Jamás. Para mí escribir es como saltar de un trampolín, como lanzarme a la piscina. Cada libro es un viaje de descubrimiento, y La otra hija es un texto que solo podía escribirse como un salto al vacío, porque yo nunca conocí a mi hermana. Fue un salto hacia esa otra realidad y también un salto para conocerme a mí misma. Aunque, en el fondo, es muy relativo, porque toda respuesta abre siempre más preguntas.
Tanto en La otra hija como en Memoria de chica hablas mucho de la culpa. ¿Está ligada a tu vocación de escritora?
No tengo ninguna culpabilidad ligada a mi hermana, eso está claro. O quizá queda algo de una culpabilidad por no ser tan buena, por no poder nunca llegar a ser tan buena como ella. Pero sí que es cierto que mi culpabilidad dominante, por decirlo así, es la traición de clase. Durante años, hasta la muerte de mi padre, quise olvidar mis orígenes sociales, es cierto. Pensaba que el mérito de querer estudiar y escribir era una característica personal mía y que en parte no debía nada a mis padres. Quise olvidar mi infancia, mi adolescencia, y es eso lo que llamo la traición de clase.
¿Qué queda de la Annie que gritaba, con veintitrés años: «escribo para vengar a mi raza»?
Cuando escribí eso, lo hice como una promesa. Creo que he estructurado mis libros en torno a esa promesa de escribir para vengar a mi raza, aunque no estoy segura de haberla cumplido. A mí me parece que siempre he escrito con esa perspectiva de cumplirla, y lo he interiorizado tanto que ya no pienso en ello, simplemente forma parte de mí, me sale natural.
Tu estilo de escritura es desnudo, contundente, sin mucho artificio. Dices que esa escritura plana te viene de forma natural, que es la misma que utilizabas «para escribir a mis padres y contarles las principales novedades». ¿Has tenido alguna vez la tentación de «engalanar» tu escritura?
No, la verdad es que no [risas]. Nunca. Porque la escritura para mí es una ética.
En El lugar es muy llamativo el cambio de registro. Es un lenguaje más duro, mucho menos lírico.
Es el primer libro que escribí con esta lengua, que yo llamo «lengua material». El objetivo de El lugar es hablar de la visión del mundo cuando se forma parte de los dominados. Muchas frases del libro vienen del lenguaje de mi infancia… no hay nada en patois. Es el lenguaje reducido a lo esencial, del encerramiento que se puede sentir, que es clave en la clase dominada, por eso el uso de un lenguaje muy duro, muy lacónico. Digamos que da el peso de las cosas.
¿Es un acto político?
¡Por supuesto! Es mi forma más política. Apoyo ciertas posturas políticas con mis actividades, aunque no formo parte de ningún partido, pero creo que la política está en todas partes y por lo tanto en la escritura, aunque se haya creído lo contrario tiempo atrás. La escritura siempre ha sido política, de una manera u otra. En mi opinión, siempre ha sido una herramienta política, que yo nunca he renunciado a utilizar.
Tampoco has renunciado a posicionarte políticamente, por ejemplo, esperanzada por el movimiento de los «chalecos amarillos» francés.
Sí. Pienso que ahora hay una toma de conciencia por parte de los dominados de su dominación que antes no había. Muchos de ellos pertenecen a un mundo que no vota, se creen solos en su situación, creían que no estaban politizados. Y, de pronto, de un solo golpe, descubren que no están solos: eso es muy importante. Con ello descubren el funcionamiento de la toma de decisiones del Estado, y una vez que se es consciente no se puede volver atrás. Se dice que la visibilidad de los «chalecos amarillos» se ha reducido, pero ¿alguien cree que la gente que ha regresado a sus casas se ha calmado de golpe? No, no se da marcha atrás cuando ha habido una toma de conciencia, no es posible. Yo lo sé, en mi cuerpo, en mi cabeza. Desde el momento en el que escribí ese primer libro ya no podía dar marcha atrás, tampoco sobre la consideración de mi lugar en el mundo. Saber que era una tránsfuga es muy diferente a no saberlo… Saber algo, darse cuenta de algo, es un camino sin vuelta atrás. No se puede volver a la ignorancia, por lo tanto, yo creo que verdaderamente los «chalecos amarillos» son el principio de algo.
En muchos de tus escritos se nota ese sentimiento de traición, de ser una «tránsfuga» de clase, dado que ahora perteneces a una clase acomodada. ¿Esa incomodidad se difumina con el tiempo? ¿O nunca desaparece?
Nunca desaparece, lo que cambia es que fue doloroso, ahora no lo es tanto. Sufro una especie de esquizofrenia social. Mi recuerdo, mi pasado y mi memoria forman parte del mundo popular, de mis padres… y ahora vivo en otro mundo, de intelectuales. Por eso existe esta disociación que fue extremadamente dolorosa. Pero a partir del momento en el que fui consciente, y gracias ¡a la escritura! fue mucho más fácil soportarlo.
Esto no desaparece, sino que reaparece en situaciones en las que me siento patosa, con un sentimiento de no conocer los códigos, de no formar parte del mismo mundo que los otros. Quizás esto explica mi gran distanciamiento del mundo literario parisino, del que no formo parte. Es una posición voluntaria porque no encuentro ningún placer en formar parte de él.
¿Te sientes una rareza dentro de ese mundo literario francés, incluso parisino? Porque tocas temas de realidad social que por lo general a ese ambiente le quedan muy lejos…
No lo sé… El caso es que siempre ha habido escritores franceses que han estado cerca del mundo, de la calle. Ese siempre ha sido mi leitmotiv, estar cerca de lo que le ocurre a la gente de verdad. Así que no sé si soy una rareza, pero es verdad que siempre me dicen que Ernaux está aparte del mundo literario francés. ¿Por qué? No lo sé. Quizás porque el hecho de ser escritora ya es, en sí mismo, una especificidad. De ahí a ser una rareza… lo dejo al criterio de los demás.
Alguna vez has dicho que te encantaría escribir como si no fueras a estar presente cuando te publicaran, «escribir como si fuera a morirme y ya no hubiera jueces». ¿Qué tal llevas esos jueces? Porque hay una parte de la crítica francesa, como Frédéric Beigbeder, que publicó una reseña muy dura en…
Yo asumo muy bien las críticas, supongo que porque en el fondo sé de dónde vienen. Como el propio Frédéric Beigbeder, vienen del mundo dominante, seguro de sí mismo, de la alta burguesía. Soy capaz de descifrar todo eso en sus críticas, las encuentro incluso normales… pero me son indiferentes. Esa es la verdad.
Has decidido dejar de leer a Houellebecq por cómo trata el cuerpo de la mujer en sus libros. Dices que no te gusta que escriba «libros para guiñarle el ojo a la opinión pública». ¿A qué te refieres?
No hay nada de transgresión en Houellebecq, y parece que no nos damos cuenta. Va con la corriente de la opinión en un momento dado, además con una escritura extremadamente simple, sin ninguna profundidad. Eso hace que, bueno, sean libros que están casi listos para la traducción. Houellebecq no es más que un captador de la opinión dominante. Por ejemplo, cuando habla de las mujeres en el libro donde le dejé de leer, al final de los años noventa, él anima abiertamente esas tendencias machistas, viriles. No hay ninguna transgresión en hablar de las mujeres de esa manera.
¿Cómo te sientes cuando se cataloga tu escritura como solo autobiográfica, obviando la carga etnográfica que tiene tu obra? ¿No implica, a veces, un cierto menosprecio implícito?
Es tremendamente reduccionista cuando catalogan mis escritos así. Lo sufrí en su momento, creo que ahora tanto la crítica como el público ven más allá de la autobiografía. Cuando se publicó mi primer libro, Los armarios vacíos, no estaba desvelando solo mi historia personal. Esa es la historia personal de muchas personas: el camino desde la escuela a la universidad, el paso del mundo obrero y del trabajo manual hacia el mundo intelectual… Mis libros, desde el primero, no tratan de algo personal solamente, es algo que se vuelve más general. Es decir, cuando uso el «yo», es un yo transpersonal, no es un solo yo que se refiere a mi persona, es un yo que contiene mucho más que un «él», un «ella», un «ellos»… Siempre escribo desde ese perspectiva. Y la respuesta a que no solo es autobiográfico está en la recepción de los lectores, ellos demuestran que no es así.
¿Te consideras dentro de la llamada «literatura del yo»?
No soy yo quien decide eso. Quizás pueda estar dentro de ella, de una manera más amplia… pero igualmente me parece reduccionista. Creo que se ha creado una imagen de que la literatura del yo es lo opuesto a la ficción y no se tiene en cuenta la experimentación de textos como Diario del afuera y La vida exterior, diarios donde no hablo de mí. En Los años, hay fotos que son personales, pero no es un texto sobre mí. La otra hija puede parecer literatura del yo, pero… ¿Una mujer es literatura del yo? En la forma, desde el exterior, no lo creo.
¿Alguna vez te has sentido impúdica, al revelar ciertas cosas sobre ti misma?
No, creo que no. Es decir, cuando escribo considero que narro las cosas como fueron, como son para mí, con las palabras, las descripciones… Escribiendo no soy impúdica. Ahora, que algunos me consideren impúdica al escribir está relacionado con el hecho de que soy una mujer.
En La mujer helada dices que «todas las mujeres tienen el cerebro novelesco», y paralelamente te quejas de ese odio e injuria masculina cuando dicen: «te haces una novela de todo, tienes demasiada imaginación». ¿Crees que esa mirada ha podido desalentar vocaciones literarias de mujeres?
¡No en mi caso! [risas] Yo sabía que yo no escribiría novelas como las que había leído, porque, bueno, hay tantas cosas que pueden desmotivar a las mujeres de escribir… esta entre otras. De todas formas, es muy fuerte esa idea, me gusta que la menciones.
Cuando escribí Passion simple, aún sin publicar en España, la reacción de la crítica literaria, en los periódicos, era no juzgarlo por ser un libro escrito por una mujer. Pero ¡me llamaban a mí Madame Bovary! O sea que yo no era un nombre, era un objeto, ¡y fui yo quien escribió el libro! Había algo loco en todo esto, y la gente no se daba cuenta, decía «Ja, ja, ¡quema tus novelas de amor!». No, Madame Bovary lo intenta, es sentimental, etc. Pero la autora soy yo, era una inversión increíble. Y un desprecio. Hay que reconocer que hay muchas mujeres que escriben, que publican, en Francia y en otras partes, pero la recepción de sus libros es menor que la de los hombres que escriben. Y eso también es un desprecio. Quiero decirlo claramente: las mujeres no son aún legítimas en la literatura. A menudo decimos que un hombre es «escritor» y que una mujer es «novelista», destacando la distinción. Y mira: yo no escribo novelas, no deberían ni decir siquiera que soy novelista. La legitimidad de una mujer no es tan completa en la literatura como en otros dominios. Es triste, pero bueno. Es así.
¿Cómo has vivido la sacudida del MeToo?
En apariencia se acogió bien… Hasta la famosa carta de Catherine Deneuve y otras mujeres, todas ellas privilegiadas, carentes de empatía con las mujeres que son acosadas. Ellas se consideran mujeres libres, se disocian y se posicionan junto a los hombres, violadores, acosadores y a esa carta se le dio una publicidad aberrante. Repetían frases terribles como «MeToo, ¿no estamos yendo demasiado lejos?», convocando a la ocupación, a la guerra, a la denuncia para contestar la legitimidad del movimiento MeToo.
Y, además, después de eso, hay que reconocer que no hubo muchas revelaciones sobre el acoso en Francia, todavía rige un manto de silencio. Aunque eso no impedirá que se digan cosas, que sea un movimiento importante. Cuando vi el inicio del MeToo mi reacción fue inmediata: no esperaba ver algo así antes de morir. Desde hace veinte años, ya en los noventa, vivo consternada por la idea de la seducción, porque el cuerpo de las mujeres esté cada vez más instrumentalizado. La libertad sexual, para las chicas, se ha convertido a veces en algo perverso, hemos vuelto para atrás alegremente. Por eso, que algo pase, es bueno. Pero tampoco se pueden pedir milagros: se necesita tiempo.
En el último párrafo de La mujer helada, lanzabas una especie de profecía: «Pronto me pareceré a esas caras marcadas, patéticas, que me echan para atrás, de las peluquerías, cuando las veo, volcadas, en el lavacabezas. Dentro de cuántos años». ¿Ha sido una profecía autocumplida?
¡Sí! [risas] ¡Pero la verdad es que no me molesta, en absoluto! Yo asumo completamente la mujer en la que me he convertido. ¡Y no termino! En el fondo, eso es lo maravilloso, que no haya tenido miedo.
La imagen exterior, el rostro, es el reflejo de todo lo que se ha vivido, de todo lo que se ha hecho. Por mi propia experiencia veo que las mujeres que están solas, que no tienen pareja, hijos, que además no escriben, no tienen ocio… sufren envejeciendo, les cuesta envejecer. Y les cuesta asumir su aspecto, su rostro. Para mí lo mas importante es vivir.
«Ver para escribir es ver de otra manera». Tengo apuntada esta frase tuya, pero no recuerdo a dónde pertenece. ¿Disocias la manera en la que ves las cosas? ¿Sabes qué parte de lo que vives es material, digamos, literario, y cuál no lo es?
A mí también me gusta. Puede ser que pertenezca a Regarde les lumières mon amour, que no está traducido al español, o a La ocupación. Tengo la impresión de que yo, en mí misma, soy un ser escritor. No puedo disociarlo. Por eso menciono a Dostoievski en mi primer manuscrito, y cito lo que dice en Crimen y castigo: «Vivre pour vivre, il ne l’a jamais su» («Vivir por vivir, él nunca supo»). Yo creo que tampoco sé vivir por vivir. Necesito escribir.
Excelente entrevista a Annie Arnaux Creo, sin embargo, que hay un error involuntario: la primera traducción al español de Passion simple fue publicada por TusQuest en 1993 con el título Pura pasión. Después, la misma editorial lanzó una segunda edición en 2019.
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